Página principal. El espía de Simraz
También habíamos dopado los caballos y cabalgábamos ahora a galope tendido por las praderas del sur, hacia Tanante. Tan sólo esperaba que nuestras monturas no sufriesen el mismo destino que la última vez.
Rinan tenía los ojos febriles y clavaba su mirada hacia delante. Me daba la impresión de que la srelina lo había afectado más que a mí. Y de hecho, cuando le había ofrecido algunas galletas de Rasolf tan sólo había cogido una para contentarme. Su cuerpo se fatigaba pero él no lo notaba. No más que un fantasma, pensé.
Llevábamos cuatro horas cabalgando y el cielo desaparecía ya en el horizonte cuando le llamé a mi hermano.
—¡Rinan! La capa no durará eternamente.
Herras nos había avisado de que, si la utilizábamos demasiado, el encantamiento podía estropearse. Mi hermano estiró las riendas y sacudió la cabeza como para esclarecer su mente.
—Tienes razón. Sin embargo… si me la quito, ¿crees que seré capaz de montar a caballo?
Me encogí de hombros.
—No te queda otra.
Tras vacilar largo rato, Rinan se desabrochó la capa y se la quitó. Su cuerpo se hizo rápidamente transparente y guardó toda la ropa en los sacos de la silla. Me echó una ojeada, inseguro.
—No me acostumbraré nunca —suspiró—. Sigamos.
Espoleé mi caballo y lo puse al trote. Rinan volvía a asir las riendas cada minuto y le costaba mantenerse en su silla. Su montura, desconcertada, no entendía por qué su jinete se había vuelto de golpe tan ligero. Los últimos rayos de sol desaparecieron en el horizonte y las sombras se expandieron.
—Debería haberle hablado de la princesa —soltó Rinan en un momento—. Isis la habría protegido durante nuestra ausencia.
Meneé la cabeza.
—No. Es mejor así. A Isis le habría dado un mal y Uli no nos habría perdonado por haber revelado la verdad.
Rinan hizo una mueca.
—¿Realmente te gusta o es justo una impresión?
No pude evitar sonreír pero no contesté. Rinan giró sus ojos negros hacia mí.
—¿Deyl?
Suspiré.
—Sé que es una locura, pero la amo.
—Oh, no. Es más que una locura —aseguró Rinan con ligereza—. No solamente amas a la princesa de Akarea que tal vez un día acabe reinando, sino que además amas un fantasma que tal vez no sea nunca nada más que un fantasma.
—Rinan, ya no sabes lo que dices con la srelina —repliqué—. Si sigue siendo un fantasma, no reinará. Y si recobra su cuerpo, tampoco reinará, porque no quiere.
Rinan gruñó.
—No es ella quien decide.
Entorné los ojos, mosqueado.
—Uli hará lo que ella quiera y nadie la obligará a sentarse en el trono. Se lo he dado todo al reino, Rinan, de verdad. Doce largos años. No estoy dispuesto a perder todavía más.
Mi hermano me miraba, conmocionado, y me di entonces cuenta de que mi voz temblaba.
—Vale, soy un estúpido —mascullé.
—Esa srelina nos hace decir bobadas —me consoló Rinan—. Callémonos. Con un poco de suerte todo se resolverá, los tananteses volverán a Tanante, los Consejeros harán su Parlamento, los sacerdotes de Ravlav nos devolverán el cuerpo y Uli y tú podréis iros con toda alegría a cazar mariposas lejos de aquí.
Intercambiamos una ancha sonrisa boba.
—Agárrate bien, Rinan —solté entonces.
Apreté las rodillas y mi caballo salió disparado. Rinan lanzó una exclamación pero pronto me alcanzó. Al menos no soplaba el viento.
Cabalgamos toda la noche y durante el día siguiente; cuando, a la mañana del segundo día, hicimos una pequeña pausa, tuve que aceptar la evidencia: estaba agotado.
—No lo entiendo —dije—. Parece que esta vez la srelina no me hace efecto.
Por supuesto, Rinan, transformado en fantasma, no sentía el agotamiento. No tardamos en continuar, a un ritmo sostenido, bajo los rayos del sol. Si alguien llegaba a vernos, tan sólo habría reconocido a un diplomático de Ravlav cabalgando junto a una montura sin jinete.
Encontramos el ejército de Otomil de Tanante mucho antes del atardecer. Divisando la inmensa polvareda en el horizonte, nos apeamos y Rinan se apresuró a retomar la capa, diciendo:
—Espero que esta vez no me desmaye. Odio la sensación…
Apenas se hubo puesto la capa lanzó un grito de dolor ahogado y se desplomó sobre la hierba. Los caballos estaban a punto de imitarlo.
Observé impotente a mi hermano que se retorcía en el suelo y recuperaba poco a poco consistencia. Era un espectáculo turbador. Lo ayudé a levantarse y resoplé.
—¿Estás bien?
Rinan asintió con la mirada perdida.
—¿Sabes? Un poco de srelina me vendría de maravilla.
Conocía los efectos adictivos de la srelina e hice una mueca al oírlo.
—Tal vez, pero no tenemos de eso. ¿Un poco de agua?
Le tendí mi cantimplora y Rinan tomó tres largos tragos. Vaciló con aire ausente, meneó la cabeza y adoptó al fin una expresión decidida.
—En marcha.
Volvimos a montar y avanzamos al paso. El ejército ya había cruzado la frontera… Toda esa historia empezaba a ser más bien inquietante. Vimos unos cuantos centinelas y supimos que ya debían de estar todos al corriente de nuestra llegada.
Pronto pudimos contemplar el ejército de Tanante. Era grande y, por lo visto, estaba a punto de retomar la marcha.
—¿Ochocientos de infantería y doscientos de caballería? —aventuró Rinan.
Asentí con la cabeza, pálido.
—Por ahí diría, sí.
No añadimos nada pero estaba seguro de que Rinan pensaba igual que yo: si ese ejército llegaba a Eshyl se la llevaría por delante. Sólo las murallas de la ciudad podían retrasar la derrota.
Un jinete negro se desmarcó del campamento.
—Ah —dije con una sonrisa irónica en los labios—. Un diplomático.
—Una diplomática —rectificó Rinan al de poco.
Cuando llegó a nuestra altura, la diplomática estiró las riendas y nos saludó con sequedad, dirigiendo su mirada hacia nuestras insignias. Estaba vestida con una larga túnica azul y un sombrero con forma de pico de águila bastante curioso. Inclinamos educadamente la cabeza.
—Venimos a hablar con su rey —declaró Rinan con tono solemne.
—Mensajeros de Simraz —pronunció ella con tono grave—. Haced el favor de seguirme.
Volteó su caballo y la seguimos, al paso. La jinete nos guió hacia un gran pabellón rodeado de caballos y soldados. Nos apeamos al fin y dejamos a unos palafreneros las riendas de nuestras monturas reventadas antes de seguir a nuestro guía. Un hombre de unos cincuenta años salía de la tienda en ese preciso instante, cercado de capitanes con armadura. Era, sin lugar a dudas, Otomil de Tanante.
Nos inclinamos profundamente, aunque no nos arrodillamos: un Siervo de Simraz no se arrodillaba ante nadie, ni ante su propio rey.
—Gracias, Vizora —soltó—. Bien, ¿venís a decirme que el trono de Ravlav ya es mío? Ya habéis tardado.
Su sarcasmo no auguraba nada bueno. Pero, al fin y al cabo, debía de saber que tenía las de ganar.
—Rey de Tanante —pronunció Rinan—. Antes de que nuestros reinos empiecen a matarse, sería juicioso intentar llegar a un acuerdo. Los Consejeros de Ravlav le invitan con este propósito a hablar con ellos en la Colina de los Llegados después de mañana al mediodía.
Otomil mostró una mueca indescifrable.
—Ya veo.
Se giró ligeramente para intercambiar una mirada con uno de sus capitanes y pronto volvió a escudriñarnos con altivez.
—¿Dónde está esa colina? —inquirió.
—Al sureste de Eshyl. Le guiaré si así lo desea —intervine.
El rey esgrimió una sonrisa torva y asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Pero iré ahí con todo mi ejército y llegaremos cuando nos apetezca.
Rinan y yo nos encogimos de hombros levemente. Si quería pasearse con mil hombres, era su problema.
—Rey de Tanante —dijo entonces Rinan—. También tengo que pedirle un favor. Isis de Simraz desearía que me otorgara usted una audiencia con la reina y que me permitiera transmitirle un mensaje.
Otomil sonrió irónicamente, imaginándose probablemente la intención del Gran Diplomático.
—Ya veo, se trata de un mensaje de Simraz y lo llevará usted hasta su destinatario, como es debido —declaró—. Pero antes, entren y descansen al menos una hora. Se diría que están algo… —se acercó con una ligera inclinación y soltó—: rendidos.
Vi sonrisas sardónicas esbozarse en los rostros de los capitanes.
—Sus Consejeros no deben de estar en mejor estado —murmuró uno de ellos, tan bajito que por poco no lo oí.
Rinan y yo aceptamos la invitación y, antes de entrar en el pabellón, nos registraron en busca de armas o veneno. Era un insulto al nombre de Simraz, pero no nos atrevimos a protestar. Me quitaron un saquito de lavanda y el soldado que lo recogió puso cara divertida aunque no comentó nada. Cuando descubrió la Gema del Abismo sus ojos relucieron y se apagaron enseguida ante mi mirada asesina.
—No tienen armas, Majestad —declaró, rehuyendo mi mirada.
—Venid —dijo Otomil de Tanante—. Y disculpad estos modales poco caballerescos. Pero uno nunca desconfía lo bastante.
Parecía Isis, pensé, divertido. Lo seguimos dentro del pabellón junto a varios capitanes. Con expresión afable, el rey nos ofreció una copa con uvas y pan con especias.
—Bueno, bueno —dijo—. Sois Deyl y Rinan de Simraz, ¿no es así?
Intercambiamos miradas sorprendidas.
—Exacto —asentí—. ¿Cómo es que nos conoce?
—¡Ah! He oído hablar de vuestras hazañas. Mi esposa y vuestro mentor intercambian correos desde hace tiempo. Isis, ¿verdad?
Rinan y yo asentimos con la cabeza, mudos. ¿De qué hazañas podía estar hablando? Otomil de Tanante pasó una mano enguantada por su pelo castaño y algo canoso.
—Comparten una misma afición: la de arreglarlo todo con las palabras y la paz —sonrió—. Es una noble tarea y de verdad parecen creer en ella. Por desgracia, no es realista.
—No esté tan seguro —replicó Rinan, engullendo una uva—. Aún podemos llegar a un acuerdo de manera civilizada. Créame, la paz siempre es más enriquecedora que la guerra.
Otomil soltó una carcajada seca.
—¡Mi difunto padre decía exactamente lo contrario! —observó—. Pero, díganme, ¿cómo andan las cosas por Eshyl? ¿Se agita la gente? ¿Se tiene miedo de los tananteses? —Enarcó una ceja burlona ante nuestra ausencia de reacción—. Supongo que su profesión les prohíbe hablar demasiado. Los dejaré tranquilos. Y nos dirigiremos hacia esa colina. Joven —le dijo a Rinan—, ¿ese mensaje que lleva no es urgente?
Rinan agrandó los ojos al entender que el rey había cambiado de opinión y que deseaba verlo partir de inmediato. Asintió con la cabeza y se levantó.
—Lo es.
—Espero que su mentor no esté cortejando a mi esposa con mensajes de amor —bromeó el rey.
—Ya no tiene edad para esas cosas, Majestad —replicó uno de sus capitanes con una leve sonrisa.
—Lo sé. Márchese —le dijo a Rinan—. Pese a mis terribles celos, dicen que jamás hay que interponerse entre un mensajero de Simraz y su destinatario, de modo que… le dejo marcharse y, encima, lo hará con un caballo fresco y escoltado por dos hombres hasta Vorsé.
Rinan inclinó la cabeza como señal de agradecimiento e hice una mueca para mis adentros. Si escoltaban a Rinan, ¿cómo iba este a poder deshacerse de su capa antes de que esta se agotara? ¿Acaso Rinan había pensado en ello? La srelina tal vez estuviera volviéndolo demasiado temerario…
—Hasta la vista, hermano —me saludó antes de salir del pabellón.
Me entraron ganas de cortarle el paso, de avisarlo… pero la mirada atenta de uno de los capitanes me recordó dónde me encontraba. Más valía no hacer gestos bruscos. El rey había salido y en el pabellón tan sólo quedaban tres capitanes sentados en unas sillas, charlando de cosas sin importancia.
Pensé en Uli, sola en la casa del barrio de Astryn con Nuityl, y suspiré desanimado.
—Ey, anímate, ravlav —soltó el capitán que parecía ser el más joven de todos—. Tan sólo vamos a masacrar a tus superiores. Y tú cambiarás de amo. Dicen que eres un diplomático hábil y servil. Tan sólo tendrás que lamer las botas que se encuentren al lado, que están menos embarradas que las de los Consejeros…
—¡Capitán Ayrel! —bramó de pronto una voz—. Contenga esa lengua, se lo ruego.
Un capitán más viejo que los otros tres acababa de asomarse en la entrada. Agrandé los ojos y miré al capitán Ayrel con fijeza. Así que ese chaval era el hijo de Otomil. Ese al que Isis pretendía casar a Uli… Reprimí una mueca de desdén.
—Diplomático, venga —me dijo el capitán de la entrada—. Va usted a contestar a unas cuantas preguntas. Nada comprometedor, se lo aseguro.
Me levanté y me apresuré a salir del pabellón bajo la mirada burlona del príncipe. En la hora siguiente, informé a los capitanes del emplazamiento exacto de la Colina de los Llegados y ellos trataron de sacarme toda la información posible. Al de un rato, me volví lacónico y no insistieron. Porque, al fin y al cabo, yo era un diplomático: ¿por qué razón conocería los planes de los Consejeros de Ravlav más de lo que me hacía falta?
No me preguntaron nada sobre las defensas de Eshyl y supuse que, de todas formas, ya debían de estar más que informados. Pronto se desmontó el pabellón y la escolta del rey se puso de nuevo en marcha, siguiendo el ejército. Me devolvieron a mis dos caballos dopados y los cogí de las riendas, avanzando a pie: la mirada febril de ambas monturas me bastaba para entender que estaban que no podían más.
Anduve solo, siguiendo a los tananteses. Sabía que me vigilaban, pero nadie trató de hablarme. Cuando al anochecer el ejército se detuvo, yo avanzaba a paso lento, lejos atrás. Cuando alcancé las primeras tiendas, hice un esfuerzo sobrehumano para no derrumbarme. Conduje los caballos junto a un abrevadero y titubeé antes de sentarme a unos pasos de un fuego. Los tananteses que se encontraban ahí preparaban la cena y, al verme, uno de ellos exclamó:
—¡Si el ejército de Ravlav es como él nos bastará con darles una palmada en la espalda y los habremos vencido!
Los demás prorrumpieron en risas. El efecto vigorizador de la srelina empezaba a abandonarme del todo y parpadeé con la vista nublada. Vale, habíamos llegado a tiempo para que el ejército de Tanante no se instalase a nuestras puertas, pero, así y todo, Isis tenía cada idea… Sin embargo, la última vez que había utilizado la srelina, había terminado en un estado mucho más deplorable. En este caso, al menos, podía pensar. Una presión alrededor del cuello me estremeció. Sentía la Gema del Abismo, helada contra mi pecho. Tenía que leer más cosas sobre esa gema y sin falta, me dije.
Alguien se agachó a mi lado.
—¿Estás bien, diplomático?
Alcé los ojos y me encontré ante el Príncipe Ayrel con su bella armadura dorada. Asentí firmemente con la cabeza y me sentí mareado.
—Estoy bien, gracias.
Los ojos azules del príncipe me detallaban en la penumbra del crepúsculo.
—¿Cuánto tiempo llevas sin dormir?
Su tono solícito me sorprendió aún más que su pregunta.
—¿Tal vez sea una pregunta comprometedora para Simraz? —soltó entonces con una sonrisa de mofa.
Puse los ojos en blanco.
—No.
—¿Y bien? —dijo al ver que yo no contestaba.
—Dos noches.
Me pregunté adónde quería ir a parar con esa conversación.
—¿Dos noches? —Se carcajeó—. ¿Y estás en ese estado? No me lo creo. Pensaba que los espías estaban mejor entrenados.
Sonreía, burlón. Lo fulminé con la mirada.
—Soy un diplomático —repliqué.
—Pues claro. —El Príncipe Ayrel se levantó y bajó los ojos hacia mí—. Ven. Te conduciré hasta tu tienda.
Me incorporé como pude, extrañado.
—¿Qué tienda?
—La tienda que el rey te ha atribuido. Es por ahí. No te preocupes por los caballos, alguien los cuidará.
Lo seguí y me esforcé por no quedarme atrás. La cabeza me daba vueltas… y sin embargo sentía que la gema aspiraba de alguna forma los efectos secundarios de la planta. Pero el cansancio persistía.
—Es aquí.
Le di las gracias con un gesto de cabeza: tenía la impresión de que, si le contestaba, no me quedarían más fuerzas para entrar. Entonces entré… y caí de bruces, dormido.
Desperté demasiado pronto, con el alba. Alguien me había puesto una manta. Y alguien me llamaba. Asomé una cabeza adormilada por la entrada de la tienda y me crucé con la mirada del rey. Espabilé de golpe y me apresuré a salir.
—Esto… Buenos días —dije—. ¿Ya nos vamos?
Otomil de Tanante me miró con una ceja arqueada.
—A menos que quiera seguir durmiendo…
Me sonrojé y los capitanes rieron. Otomil de Tanante sonrió.
—Era una broma, mi querido diplomático. Estoy seguro de que ahora que está más descansado me hará el honor de cabalgar conmigo.
Agrandé los ojos. Entonces, traté de reprimir mi expresión de disgusto y de sustituirla por un poco de entusiasmo.
—Será un honor —repliqué, inclinándome.
Me dieron otra montura y cabalgué durante toda la mañana junto al rey de Tanante. Curiosamente, yo que siempre había evitado frecuentar a los grandes de este mundo cuanto me era posible, me pareció que Otomil era más bien cómico. Mantenía una conversación amena, hablaba de juegos, de Historia, de anécdotas extravagantes, y filosofaba alegremente. Y pensar que Ralkus me había ordenado matar a ese hombre… En ese momento, el rey cantaba una balada sobre una pescadora que salía con su barco y era raptada por unos piratas. Por supuesto, la pescadora se enamoraba de un pirata que no quería serlo y juntos conseguían entrampar a los canallas y se convertían en gobernadores de una ciudad costeña.
—Y vivieron felices y comieron perdices —declaró Otomil de Tanante con una sonrisa en los labios—. ¿No es maravilloso?
Le dediqué una mueca burlona por toda respuesta. El rey puso cara pensativa.
—¿Está usted casado, joven diplomático?
Reprimí un mohín y esperé que no empezase a hacerme demasiadas preguntas.
—No —contesté.
—Mm. ¿Puede ser porque jamás se ha enamorado? —insistió el rey.
¿Y a ti qué te importa?, gruñí interiormente. Mi caballo, que avanzaba al trote junto al rey, se tensó ligeramente y le palmeé el lomo.
—Sí, una vez. ¿Y usted?
Mi pregunta mordaz pareció divertir a Otomil, pero vi a más de un capitán fruncir el ceño.
—Le noto un poco tenso —observó—. Por supuesto que me he enamorado. Esa bella dulcinea que tengo como esposa, ¡cómo no amarla!
Su comentario hizo reír por lo bajo a más de un capitán. Otomil retomó:
—Pero se lo preguntaba sobre todo a usted, ya que existe un dicho en Tanante que dice así: sin amor el diplomático es sordo.
—No entiendo su dicho —dije con voz neutra.
El rey esgrimió una media sonrisa y entonces levantó una mano.
—Anunciad la pausa —ordenó a un heraldo—. Reanudaremos la marcha dentro de media hora.
Mientras los criados se apresuraban a disponer un lugar aceptable donde el rey pudiese comer, contemplé a los soldados activarse. Distinguía en ese ejército a grupos de guerreros aguerridos, acostumbrados a largas marchas; pero también había soldados, demasiado jóvenes, que estaban ahí, se diría, tan sólo para impresionar al enemigo en número y deduje que todos los gobernadores de Tanante ni aprobaban esa guerra ni se habían unido a la marcha. A decir verdad, era la primera vez que veía a un ejército tan imponente y me ponía la carne de gallina pensar que se dirigía directamente hacia Eshyl. En fin, directamente a la Colina de los Llegados, rectifiqué.
Me senté a la mesa del rey como invitado de honor. Me resultaba bastante molesto ser tan bien tratado por el «enemigo», pero tampoco iba a rechazar los platos que me ofrecían. El capitán Ayrel, en cambio, aprovechaba cada momento para pedirme precisiones sobre mi oficio y burlarse de mí inmediatamente después. No le ofrecí muchas oportunidades para ello, pero ese falso capitán parecía aburrirse tanto que no me dejaba en paz.
Pasamos la noche no muy lejos de Eshyl y, a la mañana siguiente, vino un diplomático que trabajaba para otro Consejero y declaró que los dirigentes de Ravlav esperarían al rey de Tanante sobre la Colina al mediodía.
—Muy bien —afirmó Otomil—. Diles que estaré ahí y que espero que de aquí a entonces hayan tomado la única decisión sensata posible: ceder su sitio al rey legítimo.
Observé la mueca enfurruñada de Ayrel de Tanante y me pregunté si, a fin de cuentas, ese joven no le iba a causar a su padre más problemas de lo previsto. Quién sabe, tal vez tuviese ambición… Suspiré mentalmente: ya empezaba a inventarme enredos.
Al mediodía, el rey salió con su escolta y lo seguí, deseando con fervor que los Consejeros recobrasen la cordura y que yo pudiera al fin volver junto a Uli. En la cima de la Colina de los Llegados, los ravlavs habían tendido una especie de ancha tela ricamente adornada destinada a protegerlos del sol durante las negociaciones. Me apeé y, mientras el rey de Tanante avanzaba hacia las dos mesas alargadas donde estaban los Consejeros, les hice dar un rodeo a mis monturas y me reuní con Isis, quien se encontraba a una distancia prudente. Me acogió con un leve movimiento de cabeza.
—Deyl. ¿Rinan ha ido a ver a la reina? —Asentí—. Bien. Vamos a ver cómo se desarrolla esta reunión. Dos Consejeros se han fugado —me informó.
Agrandé los ojos y ahogué una risita.
—Ya os decía que nuestros Consejeros eran unos valientes de primera…
Pero Isis no estaba de humor para bromas.
—Tres están a favor de Tanante, siete en contra y Ralkus… —Hizo un mohín y bajó aún más la voz—. Quiere arreglar las cosas con un crimen.
Levanté los ojos al cielo.
—Lo sé.
Mi mentor palideció ligeramente.
—¿Te pidió a ti matar al rey?
Asentí discretamente.
—Oh, vaya —susurró—. Podrías habérmelo dicho antes, ya pensaba que había mandado a algún asesino mercenario. Bueno. Veamos qué pasa ahora.
En este instante, Kathas y Manzos se reunieron con nosotros.
—Todo esto es estimulante —lanzó Kathas. Pero lo veía nervioso.
—No te preocupes —le dije—. Si se tuerce, tan sólo tendremos que imitar a nuestros dos Consejeros fugitivos.
Manzos sonrió, divertido. Isis chasqueó la lengua.
—Si uno de vosotros intenta escaparse, aunque sólo lo intente, tendrá que vérselas conmigo.
Asentí con expresión grave y me giré hacia las mesas. Los Consejeros, Otomil y sus capitanes acababan de tomar asiento tras unas palabras relativamente educadas. Empezaron a parlamentar y me esforcé por escuchar sus palabras durante un rato. Finalmente, aburrido, me giré hacia Isis.
—¿Qué le ha dicho a la reina?
Mi mentor suspiró, exasperado.
—No te incumbe. Cállate, estoy escuchando.
—Ya.
Levanté de nuevo la cabeza hacia las mesas. ¡Qué aburridos eran con sus negociaciones! Aunque no había que olvidar que numerosas vidas dependían de su decisión. Sentí de pronto el sol desaparecer detrás de las nubes y alcé la cabeza. Si todo iba bien, Rinan debía de estar a punto de llegar a Vorsé. Si todo iba bien, me repetí sombríamente.
Se levantó una ligera brisa y, por casualidad, mi mirada se posó sobre una sombra blanca oculta detrás de un matorral, al pie de la colina. Sentí que la sangre abandonaba mi rostro. ¿Acaso Uli había salido de las murallas de la ciudad?
—Mañana le comunicaremos nuestra respuesta —declaró Ralkus, sacándome de mis turbadoras reflexiones.
—Y yo les daré igualmente la mía mañana —replicó Otomil, solemne, al levantarse.
Ignoraba cuánto tiempo había durado la reunión, pero parecía al fin terminada.
—Desearía puntualizar algo, sin embargo —añadió el rey mientras los Consejeros dejaban sus asientos—. Me extraña que el Consejero Minplos me haya prometido una tregua con tal sinceridad cuando una compañía de soldados ravlavs va a intentar esta noche envenenar los pozos de los pueblos vecinos.
La reacción no se hizo esperar: los Consejeros se pusieron rojos, palidecieron, se agitaron o permanecieron estoicamente impasibles. Isis resopló.
—Eso es un insulto —replicó uno de los Consejeros con tono colérico—. Ninguna compañía ha recibido órdenes de envenenar los pozos.
Otomil de Tanante puso cara meditativa.
—Tal vez los rumores fuesen falsos. Perdonad mis palabras precipitadas. Que tengáis un buen día, Consejeros de Ravlav.
Su tono burlón le atrajo miradas llenas de odio. Observamos a los tananteses alejarse. Al menos la mitad de los Consejeros se apresuraron a retomar sus monturas o sus palanquines sin demora. Los demás se quedaron a cuchichear entre ellos mientras que los soldados ravlavs se agitaban, nerviosos, pensando seguramente que la reunión no había sido ningún éxito.
Me percaté entonces de que Isis ya se alejaba y Kathas, Manzos y yo lo seguimos con rapidez.
—Dígame, Isis, ¿es cierto lo de los pozos? —inquirí.
El anciano hizo una mueca descontenta pero no contestó y su silencio me hizo fruncir el ceño. Se sentó sobre su palanquín y, mientras los portadores lo levantaban, nos soltó:
—Kathas, Deyl, venid a mis habitaciones ahora mismo.
Lo miramos alejarse, sumidos en nuestros pensamientos.
—¿Crees que el rey Otomil va a aceptar las condiciones de los Consejeros? —preguntó Kathas.
—¿Qué condiciones?
El joven de pelo castaño me miró fijamente.
—Pues, las que han propuesto: casar al segundo heredero de Otomil con la princesa Uli y transformar Ravlav en una monarquía parlamentaria. Ralkus no parecía muy contento… ¿No has escuchado las negociaciones o qué?
Suspiré.
—Boh. Sí, pero no mucho.
Kathas rió por lo bajo.
—Estás en la luna, amigo, o eso parece.
Me encogí de hombros y retomé las riendas de los dos caballos.
—Volvamos.
Cuando llegamos al palacio, toda la Corte estaba en efervescencia: los sargentos corrían, los secretarios volaban de despacho en despacho… Pasamos por la cocina y saludé a Sliyi de lejos pero esta estaba tan ocupada que ni me vio. Pasábamos por uno de los corredores cuando oí a un guardia llamarme.
—¡Señor! El señor Ralkus quiere verlo inmediatamente.
Una oleada de aprensión me invadió. Kathas se mordió el labio.
—No te preocupes, le diré a Isis dónde estás.
Asentí y lo saludé antes de seguir al guardia hasta las habitaciones del Consejero. Cuando Higriza me hizo entrar, me quedé un instante junto a la puerta sin saber qué hacer: Ralkus iba y venía recorriendo el salón, dando vueltas a la mesa de Jarabe.
—¡Deyl de Simraz! —tronó de pronto.
Se dio la vuelta y pude ver muy claramente su expresión deformada por la ira. La reunión parecía haber acabado con todo atisbo de cordura. Me incliné, prudente.
—Señor Ralkus.
Avanzó hasta la mesa y se aferró a sus bordes. Las junturas de sus manos eran blancas como la nieve.
—¿Para qué le pido que realice una tarea si no es capaz de cumplirla?
Inspiré suavemente para calmarme. Definitivamente, el Consejero tenía las ideas hechas un verdadero lío. No solamente su plan para matar a Otomil carecía completamente de sentido común, sino que además parecía no estar al corriente del hecho de que los planes habían cambiado totalmente desde que Otomil había cruzado la frontera. Los gobernadores de Ajourd y de Eycel no habían sido ni contactados para que se aliasen a nuestra causa.
—Señor Ralkus —repetí—. Me pidió usted que matase al rey de Tanante, pero no especificó cuándo.
Mis palabras no lograron más que acrecentar la furia del Consejero. Rodeó la mesa y se acercó con rápidas zancadas y, sin previo aviso, me dio una bofetada. Me quedé boquiabierto.
—¡Es usted un inepto! —escupió—. ¡Un inepto!
Lo fulminé con la mirada.
—Consejero Ralkus —gruñí—, no se pase de la raya.
Agrandó mucho los ojos y retrocedió, gritando:
—¡Pues claro, ahora lo entiendo todo! ¡Guardias! ¡Detened a este hombre! Es un espía de Tanante. ¡Fue usted quien pasó la información a Otomil, pondría las manos en el fuego! ¡Encerrad a ese traidor en las mazmorras!
Ahora, los guardias me agarraban con firmeza. Siseé entre dientes: no me lo podía creer.
—¡Señor Ralkus! —exclamé—. ¡Pero está usted loco!
Me arrastraron fuera de la sala sin que encontrase más palabras para describir la locura de Ralkus.
—Está desesperado —mascullé—. Amigos, ¿no iréis a encerrarme realmente en las mazmorras? —pregunté a los guardias. Después de todo, los conocía desde mi infancia…
Estos carraspearon.
—Pues… —dijo el primero.
—No hay otra —dijo el segundo.
Suspiré ruidosamente.
—Entiendo.