Página principal. El espía de Simraz
Se oía una respiración profunda y regular. La luz intensa del día se infiltraba por un gran agujero en la roca, en el techo. Aturdido, permanecí largo rato contemplándola, preguntándome si podía tratarse de la Puerta del Reino Celeste de Ravlav. Me levanté y me di cuenta de que ya no era más que un fantasma, ligero como el aire. ¿Podía ser que fuese simplemente porque, sin el collar, el maleficio había vuelto? ¿O bien realmente estaba muerto? Lo ignoraba.
Poco a poco, rememoré lo que había ocurrido y cerré los ojos, rezando para que Kathas fuese comprensivo y supiese proteger a Uli. Entonces los volví a abrir.
A mi alrededor, vi montículos de tierra y de esqueletos. Había huesos quebrados por todas partes. Retrocedí horrorizado. ¡Huesos!, me repetí. Huesos roídos. Retrocediendo aún, entré en una especie de capilla circular vacía. ¿De veras podía ser un templo dedicado a Ravlav, la Diosa de la Vida? ¿Por qué no me dejaban descansar en paz?
—¿Qué diablos es este antro? —pronuncié con voz ahogada.
Oí el ruido sordo de mi ropa tocar el suelo. La insignia de Simraz brillaba, negra como el ébano, bajo un rayo de luz. Si el sol lucía tan alto, es que debía de ser cerca de mediodía, estimé entonces. Iba a volver a salir con prudencia de la capilla cuando vi de pronto aparecer de la nada, en el lugar exacto donde me había despertado, la forma luminosa de una mujer. Me precipité hacia ella con el corazón latiéndome a toda prisa.
—Uli —dije, aterrado.
¿Acaso podía estar soñando?, me pregunté sin despegar los ojos de la joven. Esta dormía… ¿o bien estaba muerta? O bien estaba soñando, me repetí. ¡Todo aquello era tan extraño! Y además se suponía que ahora Uli no debía ser un fantasma. Si todo aquello era real, entonces significaba que había perdido la Gema. Y si todo aquello era real, era que, a todas luces, estaba muerto y que había caído en el infierno. Pero decían que los infiernos estaban poblados de sombras, de criaturas terribles, de llamas y de tesoros ardientes. Este lugar parecía más bien tranquilo aparte de… aparte de esa extraña respiración regular. Entorné los ojos, alarmado. ¿Quién había roído todos esos huesos?
Mi cuerpo se puso de pronto en movimiento, empujado por el miedo: cogí a Uli en brazos y la agarré con firmeza antes de dirigirme con rapidez hasta la capilla. Ahí al menos no había huesos. Y me traté de idiota: debía encontrar una manera de salir de aquí.
Un brusco movimiento me hizo bajar la cabeza. Uli, en mis brazos, había abierto los ojos y me observaba con una extraña serenidad. Abrió la boca.
—¿Estamos muertos?
Me arrodillé y la posé suavemente sobre la piedra, contestando:
—Claro que no. Somos simplemente fantasmas.
Uli frunció el ceño mirando los alrededores.
—No puedo creerlo —resopló.
—¿Por qué te quitaste el collar? —pregunté.
La princesa se mordió un labio.
—No me lo quité yo. Me caí al agua y lo perdí.
—¿Te caíste al agua? —solté en un murmullo.
—Hubo una ráfaga… creo. Ya no me acuerdo. A menos que nos hayan atacado… ¡Oh, Deyl! —se lamentó—. ¡Me has dado un susto de muerte cuando desapareciste de golpe! ¿Ya… ya sabías que ese collar no te mataría?
—No —confesé, lacónico.
Uli me miró con fijeza, incrédula.
—Entonces…
—No hablemos más de eso —la corté con suavidad—. Intentemos salir de aquí. ¿Te encuentras bien?
La veía más luminosa y con más energía. El asentimiento de Uli me llenó de alegría.
—Pero, Deyl, claro que tenemos que hablar de ello —dijo—. Me has salvado la vida.
Sentí que me ruborizaba pese a mi forma de fantasma.
—No exactamente —mascullé—. Aún somos fantasmas.
—Ah, ¿porque para ti un fantasma no vive? —replicó Uli con aire ofendido. Enseguida puso cara socarrona—. Pero sí, salgamos de aquí. ¿Tienes una idea de dónde hemos…?
Inspiró profundamente y calló con una expresión de espanto dibujada en su rostro transparente. Entendí que acababa de ver los esqueletos.
—Están ahí desde hace mucho tiempo —le dije para tranquilizarla mientras salía de la capilla—. Sin embargo, hay algo vivo por aquí. Y algo gordo. Si pudiésemos llegar hasta el techo…
Uli me alcanzó, alerta.
—Imposible, a menos que el viento sople.
O a menos que lográsemos amontonar todos esos montículos de esqueletos bajo el agujero, pensé, sin atreverme sin embargo a proponer en voz alta mi idea macabra.
—Hay un túnel por ahí —dije al fin.
—¿Oyes ese resoplido? —susurró Uli.
Asentí con la cabeza.
—Sí. Parece que la criatura duerme.
—Deberíamos ser más discretos —me avisó la princesa. Aun así, percibí en su voz un deje de curiosidad.
Nos acercábamos al túnel cuando, de repente, un gruñido feroz nos dejó petrificados. Tuve la impresión de que algo, en la sala, se movía… Tomé la mano de Uli y la estiré contra uno de los muros.
—Ronca —observó Uli.
Sí, ¿pero quién?, me dije. O más bien, ¿qué? Lo que estaba claro era que la criatura no era un rumiante, vista la cantidad de víctimas que había abandonado ahí.
—Acerquémonos al túnel con mucha cautela —sugerí a media voz.
Uli aprobó con la cabeza y alcanzamos el túnel. La detuve y avancé valientemente el primero en la oscuridad. Un soplo ardiente me mandó lejos atrás en la sala y me empotré contra el cráneo de un caballo. Varios huesos rodaron por el montículo y me quedé paralizado un instante. Curiosamente, el repentino ruido en el túnel me reanimó y me apresuré a bajar del montón. Uli se reunió conmigo con los ojos dilatados por el terror.
—¡Se está acercando! —cuchicheó con una voz aguda.
El morro del monstruo apareció a la luz del día. Gruñía y parpadeaba, contrariado.
—¿Comida? —preguntó.
No hablaba, pero sus pensamientos eran tan fuertes que fue casi como si los oyese.
—Por Ravlav… —tartamudeé.
—Es… ¿un dragón? —resopló la princesa, boquiabierta.
—Eso parece —asentí juntando las manos como para rezar. Sin embargo, lo único que trataba de hacer era calmarme.
El dragón era especial, como mínimo. Tenía escamas verdes y ojos marrones. Y una melena densa, como una lechuga, crecía sobre su cabeza.
—¿Comida? —repitió con un ruido gutural, recorriendo la sala.
Aún no nos había visto. Pasó ante nosotros como si formásemos parte del decorado y fue hasta la capilla. Ahí, olfateó mi ropa y emitió un:
—Bej…
Sonreí al imaginar el olor de alcantarilla pero retomé la seriedad enseguida. Le hice una seña silenciosa a Uli y echamos a correr hacia el túnel. Nos adentramos a todo correr y nos inmovilizamos inmediatamente.
—No es un túnel —deploró Uli ante el muro infranqueable que se alzaba ante nosotros.
—Pues no —reconocí, maldiciendo nuestra mala suerte.
—Se me ha escapado —decía el dragón con aire quejumbroso—. ¡El único en cuarenta años y se me ha escapado! Es para echarse a llorar.
Intercambiamos una mirada desconcertada y volvimos a la caverna con prudencia.
—¿Qué hacemos? —preguntó Uli con una voz casi imperceptible.
—Esperamos a que vuelva a dormirse y subimos hasta la salida —decidí.
—Imposible. Eso está a al menos veinte metros de altura.
Uli tenía razón, me dije. Pero, a menos que estuviese ciego, no había otra solución.
Cuando llegamos a la sala, caímos cara a cara con el dragón, quien agrandó los ojos al vernos. Tragué saliva por pura costumbre, sintiendo que el final estaba cerca.
—No sois carne —suspiró el dragón, aburrido—. ¿Quiénes sois?
Su cabellera verde sobre su cabeza se balanceaba y recaía como una palmera del Verlish. Uli recobró la voz antes que yo.
—Somos fantasmas —dijo con tono mesurado—. Yo soy Uli. Y él es Deyl. No queríamos entrar en tu morada, pero hemos aparecido aquí sin quererlo.
—Ah —dijo el dragón, avanzando sus ollares. Su resoplido nos arrojó violentamente contra el muro—. ¿Uli y Deyl? Deyl y Uli. Vale. Pero no sois carne —insistió.
—No —concedió Uli mientras caíamos hasta el suelo, sin aliento—. Pero desearíamos… salir de aquí.
El dragón se sentó sobre sus patas de detrás y nos miró con altivo orgullo.
—¿Deseáis salir? ¡Ja! —Soltó una risa estruendosa y nos enseñó sus enormes caninos—. ¡Menuda broma! No se sale de la casa de Suldor.
Entendí que el dragón se llamaba Suldor. En los libros de Historia que me había mandado leer Isis en voz alta tantas veces, recordaba que efectivamente muchos dragones tenían nombres. Abrihylisrhur era uno de ellos. Y Gabriswish. Suldor… era menos aterrador. Avancé y me incliné con respeto.
—Suldor —declaré con un tono de diplomático—. He oído hablar de tus hazañas.
El dragón verde pareció fruncir sus cejas escamosas.
—Mis hazañas —repitió, sorprendido.
—Er… sí —dije, dominando mi voz con suma dificultad—. O al menos de las hazañas de los dragones.
Suldor gruñó.
—Los dragones —escupió—. Los dragones me tienen frito. Ya no les hablo.
Uli y yo nos quedamos mirándolo, sin habla.
—Pero… ¿no eres un dragón? —inquirió tímidamente la princesa.
Suldor pareció estar a punto de perder los nervios pero se limitó a decir:
—Lo soy. Pero eso no quita que no soporto a los dragones. Son egoístas, malvados, aburridos… —Calló y agachó la cabeza hacia nosotros con curiosidad—. Uli y Deyl. Prefiero esos nombres. No os diré el nombre que me dieron al nacer, era francamente espantoso. De modo que… lo confieso, soy un eremita. Un apóstata. Un renegado. Pero me da igual. Bueno… ¿sois vosotros los que teníais el collar de comida?
Entrecerré un ojo, sin entender.
—¿El collar de comida? ¿Te refieres a la Gema del Abismo?
Suldor se rebulló y dejó su mirada vagabundear por la sala. Sentado como estaba, debía de medir unos cuatro metros, estimé.
—No lo sé —contestó—. No conozco la gema, jamás la he visto. Pero, a veces, muy de vez en cuando, trae comida fácil. Hace cuarenta años que no me pasaba y, vaya, no esperaba ver fantasmas —suspiró—. Voy a tener que salir a cazar. ¿No os molesta que me ausente durante un rato?
Nos miraba como si esperase realmente una respuesta. Meneé la cabeza sin poder hablar.
—En absoluto —aseguró Uli con naturalidad.
Suldor desplegó entonces las alas y nos tiró al suelo irremediablemente. Mascullaba en sus pensamientos algo acerca de caballos y osos.
—Agárrate a su cola —le susurré a Uli.
Nos precipitamos en el instante en que el dragón se elevaba. Agarré una punta justo a tiempo y Uli se agarró a mi otro brazo. Traté de asirla más firmemente cogiéndola por la cintura y salimos de la caverna. Tan sólo pudimos ver el bosque extenderse a nuestros pies antes de que un violento coletazo del dragón me hiciera soltarlo. Que hubiésemos aguantado tanto no estaba nada mal ya. Normalmente, deberíamos haber caído planeando suavemente, pero la velocidad del golpe nos expelió directo al suelo. Un árbol frenó brutalmente nuestra caída.
—Aaaah… —solté.
—¿Te duele algo? —preguntó Uli, con el pelo alborotado, más luminosa que nunca.
Lo pensé un rato y dije al fin:
—No.
Uli se levantó de un bote, excitadísima.
—¡Lo hemos conseguido! —gritó—. ¡Estamos vivos! ¡Somos libres! ¡Vamos a poder recuperar el cofre!
Me sonreía anchamente y le devolví una sonrisa vacilante.
—El dragón —dije.
—¿Qué pasa con el dragón?
—Vuelve.
De hecho, Suldor acababa de posarse junto a la entrada de la caverna y escudriñaba los alrededores. Nos encontrábamos apenas a una decena de metros de distancia.
—¿Deyl? ¿Uli? ¿Uli y Deyl? —llamó entonces con el morro metido en el agujero de la caverna—. ¿Estáis bien? —Retrocedió, mascullando entre dientes—. No contestan. He oído gritos, no estoy loco.
Bajo la luz del sol, las escamas verdes del dragón centelleaban. La lechuga que tenía en la cabeza era francamente cómica. Pero ¿dónde se suponía que estábamos?, me pregunté, echando un vistazo al paisaje boscoso y empinado. Suldor nos llamó una vez más y, al cabo, suspiró y agitó la cola, desilusionado, de tal suerte que el aire se arremolinó de pronto y salí al descubierto sin quererlo.
—Oh —dijo el dragón—. Estáis aquí. ¡Habéis… habéis salido!
Estaba atónito.
—Perdón —carraspeé—. Pero es que tenemos cosas que hacer.
Suldor se ensombreció.
—¿Unos fantasmas con cosas que hacer? ¿Qué cosas? No coméis carne, que yo sepa —replicó.
—No —confesó suavemente Uli, que me había seguido—. Pero debemos ir a buscar un cofre.
Suldor resopló.
—¿Un cofre? ¿Un cofre lleno de oro? Puah, me recordáis a Disbilafa. Era mi mejor amiga, pero cuando le pregunté si me quería más que al oro ¡se me rió al morro! No me gusta el oro, es frío, no es verde y, además, no habla. Me decepcionáis, Uli y Deyl. Deyl y Uli.
¿Por qué tenía siempre que repetir nuestros nombres?, me pregunté, intrigado.
—El cofre no está lleno de oro —explicó Uli, muy serena—, sino de cenizas. Cenizas mágicas. Ambos padecemos una maldición y tenemos que echar agua sobre esas cenizas para destruirla.
Suldor se tumbó al sol, pensativo.
—¡Ah! —soltó al fin—. Entiendo.
Permaneció un instante más en silencio y añadió:
—Entonces, os perdono. Vuestra tarea es noble. Me recuerda a las antiguas historias que me contaban cuando era un dragonzuelo pequeñajo. —Enseñó sus dientes, sonriente, y su cabellera verde se agitó—. ¿Dónde está ese cofre?
—En las manos de unos trasgos —dijo Uli—, en el Bosque Azul.
Suldor removió los labios y comprendí que hacía una mueca.
—¡Trasgos! Son repugnantes. A Disbilafa le gustaban. Cada uno con sus gustos. Yo prefiero las vacas. El Bosque Azul, ¿dices? No conozco ese sitio, ¿dónde está?
—Al norte de Ravlav —contesté—. O de Akarea, es lo mismo. Está al oeste del Bosque de las Hachas… y al sur de las montañas de Cermi —agregué al darme cuenta de que él aún no caía en la cuenta.
Suldor emitió un gruñido divertido.
—En mi vida he oído hablar de esos nombres. Espero que no quede muy lejos. Tengo la impresión de que sois buena gente. Decidme, si os parece, puedo intentar llevaros hasta ese bosque azul. Supongo que será fácil reconocerlo si es azul.
—No es azul —lo corrigió Uli mientras yo ahogaba un grito de sorpresa ante su propuesta—. Y estaremos encantados de recibir tu ayuda, Suldor.
La miré, alarmado.
—¿Por qué se le llama bosque azul, entonces? —inquirió el dragón, interesado.
—Ni idea —confesó la princesa.
Intervine:
—Es porque, en los lindes, tiene un montón de arbustos con bayas azules.
Uli sonrió, divertida ante mi explicación.
—Bueno, ¿hacia dónde vamos? —preguntó.
Nos consultamos los tres con la mirada y entonces Suldor indicó su espalda.
—Venga, subíos y agarraos bien.
Lo contemplamos, anonadados. ¿Estaba hablando en serio?
—Nos caeríamos —vaciló Uli.
—Somos fantasmas —apoyé—. Con la mínima ráfaga…
Suldor protestó.
—¡No pienso ir andando! Me gusta la aventura, pero eso sería demasiado.
Se mostró inflexible y acabamos por subirnos sobre su dorso con un mal presentimiento.
—Ve despacio, amigo mío —dije.
Suldor se sobresaltó y giró su cabezota hacia mí.
—¿Me has llamado amigo?
Sus grandes ojos marrones reflejaban sorpresa. Me pregunté de nuevo cómo demonios podía haber aceptado subirme sobre su dorso. Era un suicidio. Isis me habría tratado de imbécil…
—Sí —repliqué—. Sé que apenas nos conocemos, pero, ya que nos ayudas, ahora somos compañeros, ¿no?
Mis palabras parecieron halagar al dragón. Eso era ser diplomático, me felicité. Sin embargo, todo mi gozo partió en volandas cuando el dragón subió como una flecha hacia el cielo. Pronto acabé en los aires y agarrado a Uli mientras el dragón seguía solo su vuelo, extasiado.
—Despacio, ¡y voy yo y me lo creo! —refunfuñé.
—¡Vamos a morir! —gritó Uli, aterrada.
Planeábamos y descendíamos muy poco a poco.
—No, no te preocupes —la tranquilicé pese a mi aprensión—. Pero será mejor que no volvamos a pedir jamás ayuda a un dragón.
La princesa asintió con viveza. Un rugido nos alcanzó y alzamos la vista. Me puse lívido.
—Oh, no…
Suldor bajaba en picado hacia nosotros. Caía a la velocidad del rayo, como un dragón de los cuentos. Pasó a unos metros, agitando brutalmente el aire, y prosiguió su carrera hasta el suelo gritando:
—¡Deyl y Uli! ¡Uli y Deyl!
Una vez llegado al suelo, lo oímos llamarnos gritando sus pensamientos y mascullando.
—¡Estamos aquí! —bramó Uli.
La imité, pero fue en vano: el dragón, tal vez oyendo nuestros gritos, se agitaba y nos buscaba entre los arbustos, convencido sin duda de que no podíamos habernos quedado colgados en el aire dando vueltas como peonzas. El viento nos mecía y tenía la terrible impresión de que no llegaríamos nunca hasta el suelo.
—Deyl…
La voz de Uli me llegó a través de la brisa. La sostenía entre mis brazos: no quería perderla por nada del mundo.
—¿Qué?
—Mira lo que hay ahí, del otro lado de los montes.
Giré la cabeza y palidecí.
—Una tormenta —declaré con voz neutra.
—No, no —dijo pacientemente Uli—. No hablo de eso. Mira más allá.
Seguí su mirada pero no lo entendí.
—¿Qué?
—Esa montaña, a lo lejos, es la misma donde vive Herras. —La verdad me impactó como un golpe de martillo—. Estamos en las montañas de Cermi —concluyó.
—Mucho más al norte —resoplé—. Vaya.
Un relámpago cruzó el cielo a lo lejos y, al cabo, un trueno resonó.
—Oh… —me desesperé—. ¡Jamás alcanzaremos el suelo! No te asustes, voy a gritar. ¡SULDOR! —me desgañité.
Al fin, la cabeza del dragón se levantó. Las sombras de las nubes empezaban a invadirlo todo. Suldor se elevó y se guió por mis gritos.
—¡Ah! ¡Ya os tengo! —dijo.
Era casi cierto: sus alas acababan de despedirnos metros más lejos. Gruñó, exasperado.
—¡Pero no huyáis!
—¡No huimos, eres tú quien nos empuja! —protestó Uli.
—Ya llego —replicó.
Lo vimos subir y descender como una flecha, esta vez hacia nosotros. No iba a fallar. Se chocó de pleno contra nosotros y salimos disparados hacia el suelo. Me levanté como pude.
—Cualquiera lo diría, pero los fantasmas son resistentes —lancé.
Uli sonrió, divertida. Suldor se posó no muy lejos y se acercó casi con timidez.
—¿Hago demasiado viento? —preguntó.
—Qué va —contesté—. Somos nosotros quienes estamos demasiado aireados.
Mi broma nerviosa no pareció tranquilizarlo.
—Bueno. Entonces ¿vamos andando? —suspiró, vencido.
Agrandé los ojos.
—¿Aún quieres ayudarnos?
Suldor ladeó la cabeza de un lado y luego del otro.
—Pues sí. No tengo nada más que hacer aparte de comer. Los dragones de la vecindad me detestan. Y me hace ilusión hablar con alguien. Así que, decidme, ¿por dónde iríais vosotros?
Uli se giró e indicó la cima de la montaña con el dedo.
—Hay que pasar esa montaña y luego otras. Pero acabaremos llegando.
Sus palabras fueron rematadas por un trueno que nos sobresaltó. Empezó a llover.
—¿Y si salimos de aquí después de la lluvia? —sugirió el dragón.
—Por mí, de acuerdo —intervine.
El dragón volvió a su caverna y, Uli y yo, nos refugiamos bajo los matorrales después de haberle asegurado que preferíamos no estorbarlo en su refugio. También tuvimos que prometerle que no nos marcharíamos sin él: ese dragón verde realmente parecía decidido a acompañarnos. Muy juntos, Uli y yo sentíamos la mínima ráfaga infiltrarse entre las ramas y algunas gotas frías nos atravesaban de cuando en cuando.
—Deyl —dijo de pronto Uli, rompiendo un largo silencio—. No te dije… gracias… por haberme salvado la vida.
Se mordía el labio con la mirada franca. Esbocé una sonrisa.
—Era natural.
—Pues, precisamente, no era tan evidente —resopló Uli—. Ese collar, no sé muy bien qué es, pero me fortaleció. Estaba segura de que desaparecería para siempre. —Hubo un silencio y—: ¿Por qué lo hiciste?
Me habría ruborizado si hubiese podido.
—Yo… bueno… —Carraspeé—. No lo he pensado. He actuado, eso es todo.
Uli hizo una mueca divertida y levantó una mano para tocar una gota de agua sobre una hoja. El agua penetró en su dedo y corrió lentamente hasta caer a tierra. Tomó la palabra:
—Cuando era pequeña, me gustaba salir bajo la lluvia con Tigali. Recuerdo que uno de los soldados de mi padre me decía que si salía cuando la lluvia era demasiado recia esta me traspasaría. Estaba un poco loco, ese soldado, pero me caía bien. Se llamaba Sidoux.
—Ah —dije, sonriente—. Lo conozco.
La princesa agrandó los ojos.
—¿De verdad? ¿Pero desde cuándo vives en el palacio de Eshyl?
—Desde los doce años.
—¿Antes de la muerte de mi padre?
Asentí con la cabeza, molesto.
—Tres años antes.
—Entonces… —había fruncido el ceño— ¿cómo puede ser que no te haya visto nunca?
Me encogí de hombros y le sonreí, divertido.
—Están los pasillos para los criados y los pasillos para las princesas.
Ladeó la cabeza.
—¿No eres noble?
En ese punto sonreí anchamente.
—No.
La princesa me devolvió la sonrisa y se estiró como un gato.
—Me alegra haber vuelto a Eshyl para ver cómo había cambiado. Pero, esta vez, te lo juro, no volveré ahí nunca más.
Permanecí un instante silencioso y, al cabo, inspiré.
—Ser reina de un reino no es tan terrible, sabes.
Uli se giró con viveza.
—¿Ya has sido reina, Deyl? —Esgrimí una sonrisa irónica y negué con la cabeza—. Jem. Durante mis quince primeros años, apenas oí hablar del pueblo de Akarea. En el palacio, eso era lo de menos. Por eso Ravos Mandar quiso asesinarnos a todos. Ser reina de un reino no es lo mío.
Resoplé.
—Te equivocas. Ravos Mandar no destruyó la dinastía para su pueblo. Sería demasiado utópico decir eso. La mayoría lo querían, al principio, claro: fue generoso con el botín. Pero, después, las cosas se torcieron. —Observé su expresión sombría y puse los ojos en blanco—. No hablemos de épocas pasadas. Dime, ¿realmente no te acuerdas de lo que pasó antes de que perdieras el collar? Mencionaste algo sobre un ataque…
Uli enarcó las cejas.
—¿De verdad? Ah, sí. Ya te he dicho que no me acuerdo. El collar me hizo efecto inmediatamente. Volví a ser un fantasma como antes, pero estaba muy mareada. He oído gritos, es cierto, pero mi mente estaba tan confusa que no podría decirte si eran reales o no. Luego, caí al agua.
Así que Uli no había recobrado todo su cuerpo cuando había perdido la Gema del Abismo, concluí. Pero, considerándolo bien, ignoraba cuánto tiempo había pasado desde mi aparición en la caverna. Por lo demás, esperaba que nada malo le hubiese sucedido a Kathas o a Nuityl. Dejé escapar un suspiro.
—La tormenta se ha ido, parece. Al menos, ahora tenemos a un simpático dragón que va a ayudarnos —bromeé.
Salí del arbusto y una repentina brisa me arrastró. Uli me agarró de la mano, riendo.
—¡En marcha rumbo al Bosque Azul! —dijo.
Sus ojos azules brillaban de entusiasmo y esperanza.