Página principal. El espía de Simraz
Llegado ante las habitaciones del señor Ralkus, me detuve, deseando estar en otra parte, lejos de Eshyl. En el Bosque Azul, por ejemplo.
Le había pedido a Sliyi, la cocinera, que cuidase de Nuityl mientras yo hablaba con Ralkus. Esperaba que no durase mucho. Los dos guardias junto a la puerta me observaban con aire curioso.
—El señor Ralkus le espera dentro —me informó uno de ellos para romper el silencio.
En su voz percibí un deje de compasión. No resultaba muy reconfortante. Carraspeé, asentí y llamé a la puerta. Higriza la abrió. El criado, de tez pálida y pelo canoso, sin ni siquiera mirarme a los ojos pronunció:
—Entre.
Penetré en las habitaciones del Consejero. Había macetas con flores en las esquinas, espadas y dagas en un armario, unos libros y, en medio, una mesa especialmente fabricada para el juego del Jarabe, que hacía furor últimamente en la Corte. El señor Ralkus era un gran jugador.
—Haga el favor de seguirme.
Como siempre, su voz monocorde me puso nervioso. Con expresión impasible, Higriza se giró y me guió hacia un cuarto, a la izquierda.
—Señor Ralkus, Deyl de Simraz está aquí.
No hubo respuesta alguna, pero el criado me invitó a entrar con un ademán y cerró la puerta detrás de mí. El cuarto estaba más oscuro que el salón. Un hombre de edad madura, con pelo negro y peinado, estaba sentado ante una mesilla. Seguía con su colección de tréboles de cuatro hojas, observé, meneando la cabeza. Su pequeña afición se prestaba a muchas bromas, en el palacio, pero ¿quién habría osado soltarle la mínima chanza a la cara?
—Usted.
La voz glacial me estremeció. Ralkus se levantó al fin y me miró de arriba abajo con sus ojos grises penetrantes. Su rostro era un bloque de hielo. Tenía la impresión de que, de pronto, el invierno había caído sobre mí. Me incliné levemente.
—Señor Ralkus.
—¿Para quién trabaja usted? —bramó.
Su pregunta me dejó perplejo.
—Para usted, señor.
—Entonces ¿por qué ha ido a ver a Isis y ha aceptado ir a Tanante sin mi consentimiento?
Agrandé los ojos.
—Creía que estaba al corriente.
—Tal vez. Pero eso no quita que ha cometido un error. ¿No le dije que las órdenes se las doy yo y siempre directamente, sin intermediarios? —Asentí con la cabeza—. Bueno. No tenía la intención de mandarlo a Tanante pero he cambiado de opinión. A veces, Isis tiene buenas ideas. Como ya sabe, sufrimos una cruel falta de hombres y una guerra podría sernos mortal si no nos preparamos. Así que… ¿sabe lo que va a hacer?
Lo miré, interrogante, deseando volverme sordo sólo un instante. Las ideas de Ralkus eran a menudo deprimentes. El Consejero me hizo una seña para que me acercara y avancé dos pasos reprimiendo un suspiro.
—¿Qué quiere que haga? —pregunté.
La sonrisa de Ralkus me heló la sangre en las venas.
—Su misión diplomática será, en realidad, nuestro primer y tal vez nuestro último ataque. El reino de Tanante no es tan estable como se cree. Tienen disensiones por todas partes. Varios gobernadores de ciudades menores están a punto de rebelarse. Y lo esconden bien pero tienen problemas en el sur, con los bárbaros de Catlen. En fin, no necesita conocer los detalles, su tarea no consiste en comprender cada una de las maniobras, sino en matar al rey de Tanante. Nadie quiere ver a la princesa Wiza sentarse en el trono, y resulta que ella es la heredera. Sin dirigente, Tanante se hundirá en una guerra civil y nos dejará en paz durante diez años por lo menos. Sin embargo —añadió mientras yo lo miraba con ojos inexpresivos—, tendrá que sobornar los gobernadores de las ciudades de Ajourd y Eycel: traicionarán a Otomil sin muchas objeciones. Cuando estén listos, usted pasará a la acción y se irá de Tanante tan rápido como pueda. Nuestras tropas atacarán sin dejarles tiempo para reordenar sus filas. ¡Ay! ¡No hay nada mejor que ver una guerra cortada de raíz!
Su discurso me dejó silencioso un instante y entonces:
—¿Quiere que mate a Otomil de Tanante con mis propias manos?
Apenas podía contener el horror que me producía esa posibilidad.
—No necesariamente con sus manos —replicó el señor Ralkus con paciencia—. Es más, sería más aconsejable que se encargara uno de los hombres de Tanante. Cuanto más se odien los tananteses, mejor para nosotros. —Sus ojos me detallaron—. Ya me ha fallado al no encontrar a la princesa de Akarea… Cuando volvamos a vernos, más le vale que Otomil de Tanante haya pasado a mejor vida.
Fruncí el entrecejo bajo la amenaza. Isis tenía razón. Ese hombre empezaba a delirar: ¡incluso se atrevía a amenazar a un Siervo de Simraz! Pero, recordando el consejo de mi mentor, incliné la cabeza.
—Otomil morirá —declaré con calma.
—Y será usted recompensado más allá de sus esperanzas —replicó el señor Ralkus, satisfecho.
Hizo un vago ademán para despedirme y me apresuré a salir, con la impresión de que me perseguía una serpiente a punto de clavar sus dos colmillos en mi cuello.
Higriza me siguió con la mirada mientras yo salía de las habitaciones. ¡Que se los lleven los demonios!, me dije. Estaba harto, más que harto, de esos planes macabros. Jamás de los jamases Ralkus me había ordenado que matase a un rey. Ni a un humano a secas, en realidad. Generalmente, para esas tareas, tenía a un asesino. Pero por lo visto este había acabado asesinado o quién sabe, y ahora Ralkus me había tomado por un matón.
Se me ocurrió ir a hablar de las intenciones de Ralkus a Isis, pero lo pensé mejor y me fui directamente a la cocina. Cuando abrí una de las puertas, oí la carcajada de Sliyi. La cocinera jugaba con el gato de nieves con un lazo largo deshilachado. Mi malhumor se esfumó y sonreí al verlos correr entre las mesas vacías. Nuityl estaba mordisqueando el lazo cuando la cocinera se percató de mi presencia.
—Oh, ¡Deyl! Tu gato es un encanto. Parece que lo entiende todo.
—Sí, a mí también me ha llamado la atención —confesé mientras me acercaba—. Gracias por cuidar de él.
Nuityl, sin soltar el lazo, me contempló con sus ojos verdes.
—¿Dónde lo encontraste? —preguntó Sliyi, haciendo oscilar el lazo con aire juguetón.
—En el norte —contesté—. ¿Y Kathas?
—Se marchó. Dijo que tenía cosas que hacer. Ese joven toca la flauta estupendamente —añadió, sonriente—. Y tiene una voz dulcísima. ¿Lo conoces desde hace tiempo?
Puse los ojos en blanco.
—Desde anteayer.
La puerta que daba al patio se abrió en volandas. Tres jóvenes nobles entraron, riendo a carcajadas. Desvié la mirada cuando vi entre ellos a una joven pelirroja de sonrisa radiante. Era Alima. No sé si me vio, pero no me dijo nada. Los tres cruzaron la sala y desaparecieron por una de las puertas que llevaban a los salones. Sliyi gruñó.
—Te ha mirado, Deyl. Al menos, podrías saludarla.
Me sonrojé y suspiré.
—¿Después de la mala jugada que le hice, Sliyi?
Aún recordaba el tono tajante y poco cortés que había empleado cuando le había pedido a esa hija de barón que no me mandase más cartas encandiladas y que no me mirase siquiera. Siempre acatando los consejos de Isis, por supuesto. Aquel día, me sentí miserable.
—De eso hace ya casi diez años, Deyl —protestó la cocinera.
—Ella no lo ha olvidado —le hice notar.
—Es imposible olvidar nada si alguien te ignora de una manera tan escandalosa como la tuya. Deberías ser menos frío, Deyl.
Enarqué una ceja, sorprendido.
—¿Menos frío?
—¡Sí! Vives como un noble, pero no sabes ni cortejar a las mujeres, ni charlar tranquilamente con los hombres, ¡y eso que eres un diplomático! Creo que deberías ser más abierto —opinó la cocinera mientras enrollaba el lazo y lo guardaba en su bolsillo.
Sonreí ante su sermón.
—Tal vez —concedí.
—He oído decir que vas a salir de Eshyl mañana —dijo entonces Sliyi, apartando de su rostro unos largos mechones ondulados.
Asentí.
—Sí. Voy a parlamentar con el Rey de Tanante —expliqué.
—Hum. Parlamentar —repitió ella—. Va a ser difícil. Dicen que los Reyes de Tanante están todos sordos.
Le dediqué una mueca cómica.
—Entonces le hablaré bien alto. Bueno, voy a volver a casa —declaré.
—Es una buena idea. Estás muy pálido. ¡Descansa bien!
Le tomé la mano y, para asombro suyo, posé en ella un beso seductor.
—¿No sé cortejar a las mujeres, Sliyi? —la desafié con aire socarrón.
La cocinera, ruborizada, rió por lo bajo.
—Hablaba de las damas, Deyl.
—Pues, precisamente —repliqué.
Sliyi masculló algo y me hizo un ademán para que me fuera, acariciando a Nuityl con la otra mano. Le sonreí con dulzura y la saludé antes de alejarme.
—Nuityl, ¿me abandonas? —pregunté al ver al gato de nieves ronroneando bajo las caricias de la cocinera.
El pequeño tigre espabiló, frotó su cabezota contra la mano de Sliyi y corrió hacia mí. Salí del Palacio y tomé la dirección del barrio de Astryn. Me paré un rato en el Gran Mercado, queriendo huir de mis pensamientos, pero Nuityl estaba tan asustado por el bullicio que acabé por alejarme. En el barrio de Astryn, mucho más tranquilo, me crucé con varios vecinos que me saludaron educadamente. Y al fin, llegué a casa. Cuando abrí la puerta, me quedé un instante en el umbral con el ceño fruncido. Alguien había entrado.
—Deyl —susurró una voz.
Dos ojazos negros aparecieron junto a las escaleras. Por un momento, creí desfallecer. Era Rinan.
Mientras Nuityl humeaba el aire alrededor de mi hermano, seguramente reconociéndolo, empujé la puerta y la cerré con un ruido seco.
—Hermano… estamos perdidos.
Rinan frunció sus cejas transparentes.
—¿Qué le has contado a Isis?
—He…
—¡Deyl!
La exclamación de Uli me llenó de alegría pero, cuando la vi aparecer y vi su expresión abatida, sentí como si me hubiesen clavado un puñal en el corazón. La verdad estaba ahí, visible para todo aquel que quisiera verla: esa historia de cenizas y pulpos no tenía fundamento alguno.
—Deyl… —tartamudeó la princesa.
Ya no podía más, entendí.
—¿Cómo habéis entrado en la ciudad? —pregunté.
—Muy fácil. Bajo el sol —replicó Rinan—. Sólo nos ha visto un perro, creo. Bueno, como dices: estamos perdidos. Ya no hay esperanza.
Un silencio pesado cayó sobre nosotros. Entonces:
—¡Lo siento tanto! —exclamó bruscamente Uli—. Jamás debería haber salido de mi torre y jamás debería haberos dejado entrar en ella. Jamás podré perdonarme… —Dejó escapar un sollozo y cayó de rodillas en el suelo. La miré, conmocionado. Creo que nunca me había sentido a la vez tan mal y tan impotente.
—Uli. Yo le perdono —alcancé a pronunciar.
La princesa alzó hacia mí unos ojos asombrados. Rinan gruñó.
—¡Pues claro! Tú recuperaste tu cuerpo. Pero ¿y yo?
En su voz vibraba una mezcla de rencor, desesperación y rabia. Bajé los ojos, mortificado, y me arrodillé junto a Uli para cogerle ambas manos. No sentí ninguna descarga. Ya no era un fantasma. Por ello, las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas sin poder contenerlas.
—Oh, Deyl —dijo dulcemente la princesa Uli, arrebujándose contra mí—. No llores.
Apenas sentía su contacto, pero mi corazón latía aceleradamente. ¿Era acaso posible que la amase tanto?, me pregunté tontamente. Oí el suspiro de mi hermano, que se alejaba, tal vez atormentado ante tamaño espectáculo: un humano abrazando a un fantasma, no era algo que se viese todos los días. Tras un largo rato, me recobré y vi que Uli me miraba con sus ojos azules y sonrientes.
—Aún tenemos la capa de tu amigo —me anunció—. Aún queda esperanza. Así que te pondré al corriente: el cofre que contenía las cenizas fue robado. Seguramente por los trasgos. Lo malo es que Rinan no me creyó. Cree que mentí en lo del cofre y enseguida quiso volver a Eshyl porque pensaba que tú también habrías vuelto. Así que lo único que tenemos que hacer es… —tragó saliva y prosiguió—: encontrar a los trasgos.
Unos golpes frenéticos contra la puerta nos sobresaltaron.
—¡Deyl! ¡Deyl! —gritaba una voz afuera—. ¡Nos han convocado urgentemente! ¡Deyl! ¿Estás ahí?
Habitualmente tenía buenos reflejos… pero, en este caso, no los tuve. La puerta se abrió y Kathas apareció en el umbral. Cuando me vio arrodillado en el vestíbulo, agrandó los ojos.
—¿Deyl?
Entonces, un brusco movimiento lo dejó lívido.
—Un… un… —balbuceó.
Me precipité hacia él y salí, cerrando la puerta.
—¿Qué quieres? —gruñí con sequedad, agitado.
Kathas abrió la boca y la cerró varias veces.
—¡He visto un fantasma! —bisbiseó precipitadamente.
Cerré brevemente los ojos.
—¿No te han dicho nunca que no se abre una puerta sin pedir permiso? —dije, rechinando los dientes.
Antes de que contestase, volví a abrir la puerta y lo empujé hacia adentro. El tanantés titubeó.
—¿Vives con fantasmas? —soltó con voz trémula. Estaba asustado.
—Soy un fantasma —repliqué con tono de chanza—. Bueno, ¿qué te trae por aquí?
—Pero… pero ¿y los fantasmas?
Le eché una mirada fulminante.
—Basta ya con tus fantasmas, Kathas.
El joven de pelo castaño tragó saliva, me miró con más detenimiento y pareció relajarse al verme tan tranquilo. Sin embargo, yo sabía que aquella escena había sido demasiado rara como para que la atribuyese a una alucinación cualquiera.
—Está bien. Verás, se trata de Isis —explicó—. Quiere que vayamos a verlo sin demora. El rey de Tanante y su ejército se dirigen hacia Eshyl. Esto cambia todos los planes.
Oí un sonido ahogado proveniente de la sala contigua y tosí. Kathas frunció el ceño.
—¿Estás bien?
—Sí, Kathas, estoy bien —contesté reprimiendo una sonrisa: no paraba de preguntarme lo mismo desde que nos conocíamos. Se me ocurrió de pronto una idea y tosí de nuevo.
Kathas puso cara sombría.
—Sigues estando enfermo. Deberías irte a la cama.
Negué con la cabeza, haciéndome el mártir. Y me dio un ataque de tos bastante logrado.
—¿Y el rey de Tanante? —grazné, sin aliento.
Kathas hizo una mueca.
—Pues… —No parecía gustarle para nada la situación—. Estás realmente enfermo, ¿verdad?
Por toda respuesta, me tambaleé. Me agarró por los hombros.
—Voy a llevarte hasta la cama.
—No te preocupes —musité con un hilo de voz—. Oh… me siento fatal. Es terrible. Cuando pienso que Tanante va a masacrarnos a todos. Rápido, ve a ver a Isis. Que no pierda más tiempo. Creo que no estoy como para hacer nada útil… —Tosí.
Kathas frunció el ceño y acabó por asentir.
—Voy. Cuídate.
Se marchó y cerré la puerta sin dejar de toser. Resoplé y me giré.
—¿Qué demonios haces? —La voz de Rinan temblaba de ira—. Ravlav está a punto de ser invadido ¡¿y tú te haces el enfermo?!
Por poco no gritaba. Hice un gesto para que bajase la voz.
—Rinan, te lo explicaré, este reino no tiene porvenir. —Inspiré y confesé—: Isis me ha pedido que declarase más o menos la guerra a Tanante y que, al mismo tiempo, llegase a un acuerdo discreto con el Rey de Tanante para… para casar a la princesa Uli con su hijo…
—¿Qué?
Rinan me agarró por la camisa. Aun bajo su forma de fantasma, seguía siendo fuerte. Uli, de pie junto a la puerta del salón, escuchaba con los labios apretados.
—Lo que oyes —dije—. Pero no le he hablado de Uli. Isis tiene pensado reemplazarla por… otra.
Al hablar tan claramente ante la princesa se me hacía un nudo en la garganta. Uli acababa de inspirar ruidosamente.
—Se ha vuelto loco —murmuró Rinan.
—Lo sé. En cuanto a Ralkus, que no está al corriente del plan de Isis —retomé, con prisas ya de soltarlo todo—, me ha pedido que traicione a Simraz y que mate al rey de Tanante en plena misión diplomática. En conclusión, tomando en cuenta todo esto, he pensado que lo mejor para Ravlav es que el Rey de Tanante tome las riendas del reino y que eche a los Consejeros a los cocodrilos del río. Y que, nosotros, partamos de aquí cuanto antes.
Rinan se quedó boquiabierto.
—¿Matar al rey de Tanante? Pero ¿por quién se ha tomado Ralkus? Va a resultar que el plan de Isis tal vez sea el mejor…
—¡Oh, eso crees! —gruñí—. Pues yo no estoy nada seguro. Nuestro mentor ve su querido puesto temblar e intenta salvaguardarlo por todos los medios. Si hubiese tenido que mandarnos matar a todos los miembros del Consejo para su supervivencia, lo habría hecho…
—¡Deyl! —me cortó mi hermano—. No exageremos, ¿vale? Bueno, recapitulemos: Otomil quiere su Corona, Isis quiere su puesto y quiere evitar la guerra, Ralkus quiere… —hizo una mueca— ¿gobernar solito? Debe de haber alguna solución que pueda contentar a todo el mundo.
Solté una risita, nervioso.
—Revisa un poco lo que acabas de decir. Otomil, Isis y Ralkus deberían matarse en una arena y sanseacabó.
Rinan resopló, atónito, mientras que Uli reía por lo bajo.
—Deyl, ¡estás hablando de tu mentor, te recuerdo!
Puse los ojos en blanco.
—Sí, de acuerdo. De los tres, preferiría con mucho que fuera Isis quien ganase. Y ahora, si no nos damos prisa, nos encontraremos cercados por los tananteses y ya no podremos salir de la ciudad para ir a buscar esos trasgos.
—¡Al diablo con los trasgos! —siseó Rinan—. No me creo ni por un segundo esa historia de cenizas.
Arqueé las cejas.
—Sin embargo, en casa de Herras, estabas convencido de que lo lograríamos.
Oí su lamentación.
—Sólo era esperanza, nada más. Pero Isis decía que jamás hay que fiarse de la esperanza: a menudo te traiciona.
Lo observé, bruscamente desanimado.
—¿Quieres decir… que ya no esperas liberarte jamás del maleficio?
A Uli se le cayeron los hombros y Rinan suspiró sin contestar. Sacudí la cabeza, irritado.
—No puedes rendirte ahora, hermano. Como sueles decirme: no seas pesimista. Salgamos de esta ciudad. —Marqué una pausa—. Lo único, tendría que ir al banco a sacar un poco de dinero de la caja fuerte, sólo un poco para que…
—Deyl —me interrumpió Rinan.
—Para que podamos comprar comida… Bueno, para mí, al menos…
—¿Deyl? —insistió mi hermano con paciencia.
—¿Qué?
Lo miré, interrogante, dejando a un lado todos mis pensamientos.
—Se supone que estás enfermo. Si alguien te ve salir de esta casa, Isis sabrá la verdad.
—Sí… —Hice un mohín—. Pero…
—Además —soltó—, hemos jurado fidelidad no solamente a Simraz, sino también a Ravlav. Si ven que nos… marchamos —ladeó su cabeza transparente de lado—: nos ahorcarán.
Lo miré y, sin previo aviso, solté una carcajada. Rinan suspiró.
—Deyl, estoy hablando en serio.
—¡Siiií… hi hi…! Lo sé —dije, retomando aire. Entendía que Rinan hablaba sobre todo de mí: Uli y él podían pasar desapercibidos con más facilidad. Y además ignoraba si ahorcar un fantasma era factible.
—No puedo irme de Eshyl ahora.
Las palabras categóricas de Rinan interrumpieron mis reflexiones. Más serio, le dediqué una mueca poco convencida.
—El rey de Tanante posee un ejército más poderoso que el nuestro —argumenté—. Y el pueblo y la mitad de la Corte, al menos, están más dispuestos a aceptar la venida de ese rey, aunque sea tanantés, que la creación de un Parlamento con Consejeros ávidos de poder. Estoy seguro.
Uli suspiró, aburrida.
—Bueno, queridos diplomáticos, oyéndoos cualquiera creería que dirigís el reino vosotros solitos.
Rinan y yo intercambiamos una mirada divertida.
—Oh, no. Nosotros no dirigimos nada —le aseguré—. Nosotros no somos más que unos Siervos de Simraz.
Uli se aproximó, intrigada.
—¿Qué es Simraz?
Me encogí de hombros, sorprendido.
—Es una semidiosa. Representa la paz, la diplomacia y la astucia. Isis, nuestro mentor, nos inició a todo lo que representa. ¿Jamás oyó hablar de ella? Mm, pensándolo bien, Simraz forma parte de unas creencias muy antiguas… ¿verdad?
Rinan asintió.
—Sí. Bueno, no es por nada pero no es el mejor momento para hablar de diosas. Deyl, te aconsejo que te repongas de tu enfermedad tan terrible y que nos vayamos al palacio inmediatamente.
Me paralicé, alarmado.
—Rinan, ¿no me digas que pretendes ponerte la capa?
—Sí.
—¡Sólo tiene un efecto temporal!
—Suficiente para hablar con Isis —gruñó—. Y le contaré toda la verdad.
Silbé entre dientes.
—Oh, no, no lo harás.
—Deyl, sé lo que debo hacer —retrucó, imperante—. Isis nos ayudará. Y los sacerdotes de Ravlav también.
Uli y yo lo mirábamos, estupefactos.
—Rinan, no acabo de entenderlo —confesé—. Le vas a decir a Isis que encontraste a una princesa fantasma y que nos convertimos nosotros también en fantasmas ¿y piensas que él va a perder tiempo enviándote con los sacerdotes cuando tengamos un ejército a nuestras puertas dentro de, digamos, dos o tres días?
Rinan puso cara terca.
—Si tienes una idea mejor…
—¡Sí! —troné—. La de salir de aquí mientras aún hay tiempo.
—Y vagar como fantasmas durante toda la eternidad —resumió Rinan—. Y claro, mientras tanto tú colgarás de alguna cuerda. Brillante.
Emití un gruñido quejumbroso.
—Rinan, ¡hablamos demasiado y no actuamos! Eso no es digno de nosotros.
—¡Ah! Estoy totalmente de acuerdo. Así que espérame aquí y enseguida nos vamos.
Crucé la mirada preocupada de la princesa. Rinan no iba a cambiar de opinión, me dije. Aun así, no me gustaba para nada la idea de volver al palacio. Tal vez me faltase algo de valor, pero en fin…
—Nuityl —dije—, quédate con Uli y protégela.
El gato de nieves maulló y tuve la inquietante impresión de que no le sería de gran ayuda a Uli. Sin embargo, la princesa acarició al felino y me sonrió.
—Hagáis lo que hagáis, sabes que no quiero ser reina de Ravlav.
—¡Lo sabemos, princesa! —dijo Rinan, en el salón. Reapareció con la capa en la mano y desapareció escaleras arriba para ir a convertirse y vestirse.
Uli puso cara triste.
—No quiero ser reina —repitió.
Asentí con la cabeza.
—Y no lo será. ¿Pero qué quiere ser si no quiere ser reina?
La princesa se mordió un labio y contestó:
—Uli. Sin apellido ni territorio. —Sonrió—. Quiero ser yo sin maleficio. Pero ya sé que las cosas, en la vida, son más complicadas. Lo veo simplemente escuchándoos. A veces me pregunto si no es más sencillo ser un fantasma. Pero no puedo renunciar a… ¡Esos trasgos! —pronunció, cambiando de tono—. Debo encontrarlos sin falta.
—Los encontraremos —le prometí—. Pero antes, voy a hacerle caso a Rinan.
—No deberías. En este caso, se equivoca.
Me encogí de hombros con una sonrisa.
—Tal vez, sí.
Se equivocaba y de mucho, añadí para mis adentros. Isis tal vez sería más comprensivo, pero no me cabía duda de que Ralkus no iba a soportar que un fantasma lo sirviese: para él, hubiera sido como aceptar a una babosa nigromante. En cuanto a mí, me enviaría de inmediato para que atajase al avance de Otomil en una expedición suicida. Y, había que decirlo, morir no era una de mis prioridades. Rinan no podía contar la verdad ni en sueños.
Sentí, ligera como una brisa, la mano de Uli posarse sobre mi brazo.
—Sé que vuestra vida está aquí, en Eshyl —dijo—. Pero, antes, ¿no sería más aconsejable encontrar esas cenizas? Es nuestra última esperanza.
La miré a los ojos… y suspiré.
—Tal vez —repetí.
Uli masculló, apartándose.
—Tal vez, tal vez… ¡Reaccionas como un akareano! Admito que siempre me ha costado entender a los humanos. Pero, en este caso, me supera del todo. ¿Qué les importa a esos Consejeros lo que hagáis? Se repondrán rápido y enviarán a otros hombres.
—Hum. Cierto. Pero resulta que ha estallado una guerra. Rinan y yo siempre hemos servido al reino y los Consejeros esperan que estemos listos para ejecutar sus órdenes.
—¡Puah! Y tú no eres más que un esclavo del poder, ¿es eso? —siseó la princesa, contrariada.
Me mordí el labio, molesto.
—En cierta forma —confesé—. Pero no te enfades conmigo, es Rinan el que quiere volver al palacio. Yo proponía que nos fuéramos de aquí.
Sus ojos azules se entornaron.
—¿Y supongo que no eres capaz de hacer algo sin el consentimiento de tu hermano?
Puse los ojos en blanco, sin poder evitar sentirme irritado.
—Si logramos calmar la guerra…
—¡Ah! ¿Porque eres tan fuerte que te crees capaz de parar una guerra? —atacó Uli—. Se arreglarán perfectamente sin vosotros. Vayamos a buscar los trasgos, es mucho más importante.
Empecé de pronto a entender el razonamiento de Rinan. ¿Podían los Consejeros arreglárselas sin nosotros? Unos minutos atrás, habría contestado que sí. Pero, ahora, empezaba a dudar. Los Consejeros eran viejos y la mayoría de los diplomáticos también lo eran. Los espías… bueno, no es que los hubiera a montones. Y los asesinos… Ralkus tenía uno, pero dada la odiosa tarea que me había pedido que cumpliese, era probable que ya no lo tuviese. Definitivamente, Ravlav estaba a dos pasos de pasar a ser de Tanante. Lo que, en sí, tampoco era muy grave. Pero, si era posible hacer algo para que el cambio fuese lo menos brusco y lo menos sangriento posible…
Levanté los ojos hacia las escaleras.
—¿Qué demonios estará haciendo?
Eché a correr escaleras arriba. Llegué hasta su cuarto y empujé la puerta. Rinan, ataviado con la capa negra, yacía en el suelo, inconsciente.
—Oh, no…
Me precipité hacia él y le di unas palmaditas en la mejilla; le di una bofetada… Nada. Nuityl vino a frotarse contra su brazo, con aire curioso.
—Herras dijo que podía ocurrir —soltó Uli, arrodillándose junto a mí con expresión preocupada—. Debe de estar agotado.
—Y debe de estar hambriento —completé. Me incorporé—. Voy a ir a sacar dinero y a comprar galletas de Rasolf.
—¿Galletas de Rasolf? —repitió Uli.
—Son las preferidas de Rinan —expliqué, sonrojándome ligeramente.
El rostro de la princesa se iluminó.
—¡Me acuerdo de esas galletas! Rasolf… Rasolf… Es el gran maestro pastelero de la ciudad, ¿verdad?
Enarqué una ceja.
—Pues sí. ¿Comía de esas galletas cuando era más joven?
—¡Vaya que sí! Mi padre no paraba de comprarnos bolsas enteras. A Tigali le encantaban.
Súbitamente, su rostro se ensombreció y temí que se echase a llorar con tantos recuerdos en la cabeza, pero se controló.
—Ve a buscar esas galletas —me dijo—. Nuityl y yo velaremos por Rinan.
Me dedicó una suave sonrisa y asentí.
—Enseguida vuelvo.
Salí de la casa y, cuando me crucé con un transeúnte, recordé que estaba enfermo y tosí muy correctamente. Primero fui al banco y saqué trescientos escudos de mi caja personal bajo los ojos vigilantes de un guardián, y luego me dirigí hacia la pastelería. Rasolf vivía no muy lejos, en la esquina de la avenida de las Asklanias. Me reconoció enseguida cuando entré en su tienda.
—Oh, Deyl de Simraz, ¡qué agradable sorpresa! —exclamó—. ¿Cómo está?
—Podría estar mejor —dije débilmente—. Un placer volver a verlo, Rasolf. He venido a comprar galletas.
Rasolf era un hombre alto y fornido, de ancha sonrisa y mejillas regordetas.
—Pues claro, pues claro —dijo—. No tiene pinta de estar muy en forma, es verdad. ¿Está usted enfermo? —preguntó mientras se ocupaba de las galletas.
—Un poco —respondí, dejando vagabundear una mirada apagada por los bellos pasteles.
—Ah, ¡pues hace bien entonces en venir a ver a Rasolf! Una galleta de estas le devolverá la salud, se lo garantizo.
Sonrió anchamente y se puso a envolver las galletas en un trozo de papel. Venga ya: en realidad le traía sin cuidado mi enfermedad. Desde la muerte de Akarea, Rasolf odiaba a todos los del palacio. No iba a compadecerse de un diplomático que trabajaba para el Consejo, aunque no por ello dejaba de fingir.
—Gracias, Rasolf —dije cuando me entregó las galletas.
—Son veinte escudos.
Agrandé los ojos.
—Es más que normalmente —observé.
—Estamos en guerra —replicó.
Hice una mueca y le di los veinte escudos.
—Se dice que los tananteses están de camino para masacrarnos a todos —retomó el pastelero.
Tosí y carraspeé.
—No se preocupe, Rasolf. La ciudad de Eshyl no sufrirá ningún daño. Que tenga un buen día.
Sentí la mirada aguda de Rasolf seguirme hasta la salida. Debía de estar preguntándose si, como diplomático, no debería estar trabajando en vez de comprando galletas en su tienda. Saqué una de estas del papel y la engullí de camino a casa. Estaba deliciosa. Cuando desemboqué en la plaza de las fuentes, me detuve en seco: había tres caballos sin jinete atados al portal abierto de mi casa.
Con el corazón latiéndome a toda prisa, eché a correr y alcancé el umbral en el instante en que Isis, Manzos y Kathas llegaban al pie de las escaleras; los dos últimos llevaban a Rinan en brazos. Nuityl maullaba, rabiando, pero cuando el mentor chasqueó la lengua para hacerlo callar el gato de nieves gimió y desapareció hacia la cocina, acobardado.
—¡Deyl! —exclamó de pronto Manzos al verme.
Los tres me miraron con aire sorprendido.
—Pero… ¿qué estáis haciendo? —pregunté, pálido como la muerte.
Isis alzó una mano para detener a Kathas y a Manzos. Su mirada colérica me petrificó.
—No nos habías dicho que tu hermano había vuelto. Un descuido, ¿tal vez?
Tragué saliva.
—No. Apenas acaba de llegar. Precisamente íbamos a ir juntos al palacio…
—¿Pero no estabas enfermo? —inquirió Kathas con aire inocente.
Una oleada de calor me quemó las mejillas. Ni siquiera conseguía ya controlar mis emociones, me increpé.
—Sí, lo estaba —repliqué—. Pero ahora ya no, estoy mucho mejor.
—Oh. —La voz melosa de Isis me dio mala espina. Se acercó con su luenga túnica de un verde oscuro. Siempre había sido más alto que yo—. Entonces, si estás mucho mejor, al fin vamos a poder preocuparnos del… ¡reino!
Su estallido me sobresaltó. Bajó su mirada hacia mis manos y esgrimió un mohín de desprecio.
—¿Unas… galletas?
Isis tenía un don para que me sintiese avergonzado. Suspiré.
—Eran para mi hermano. Se encuentra mal.
Mi mentor hizo una mueca.
—Ya lo he notado. Vamos a devolverle el vigor ahora mismo. Llevadlo al salón —les ordenó a Kathas y a Manzos.
Mientras estos obedecían, el anciano no despegó su mirada de la mía. Aquello me recordaba las raras veces en que nos había castigado a Rinan y a mí cuando cometíamos alguna falta grave. Me sentí empequeñecer.
—Ven —me exhortó.
Me acerqué y, sin previo aviso, su mano me agarró por el cuello de la camisa y me obligó a mirarlo a los ojos sin miramientos.
—Eres un diplomático, Deyl de Simraz. Eres un instrumento del reino. ¡Simraz guía tus ojos, tus manos y tu pensamiento! —siseó—. ¿Recuerdas?
Como no podía asentir con la cabeza, murmuré:
—Sí.
Jamás en la vida mi mentor había sido tan seco, me dije con una mezcla de cólera y humillación. Me soltó y reprimí las ganas de masajearme el cuello.
—No me decepciones nunca más —me exigió—. Estamos viviendo unos días críticos. No debería desperdiciar mi tiempo recordándote tus obligaciones.
De acuerdo, ya lo he pillado, suspiré mentalmente sin contestarle. No había tiempo para los enfermos y las galletas. Había que acabar con la guerra. Entendido, querido Isis.
Pasamos al salón y solté una ojeada prudente detrás de mí. Los ojos azules de Uli nos observaban, acongojados.
—Ve a buscarme un vaso de agua, Manzos —soltó Isis.
El guardia se levantó inmediatamente y, cuando salió, me dedicó una mueca como para decirme «cuidado, hoy el viejo no está de humor para bromas». Rinan, tendido en el sofá, seguía inconsciente.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Isis mientras sacaba algo de su bolsillo.
Ahogué una exclamación.
—Oh, no… Isis, ¿no lo pensará en serio?
Mi mentor me fulminó con la mirada y, sin una palabra, posó las hierbas sobre la mesilla, junto al sofá.
—¿Qué es? —me murmuró Kathas al oído.
Con los ojos idos, contesté:
—Srelina.
El tanantés frunció el ceño, tratando tal vez acordarse de algo…
—Va a drogar a mi hermano —mascullé con el corazón helado.
Entonces, el joven de pelo castaño recordó las propiedades de la planta y palideció.
—Dejad ya de cuchichear y levantadlo un poco —nos mandó Isis.
Como Kathas no se movía, avancé y estiré a Rinan para apoyar su cabeza contra un cojín. Por un instante, se me ocurrió quitarle la capa… pero Manzos llegó entonces con el vaso de agua y retrocedí en silencio.
Isis vertió la srelina en el vaso y removió un poco con el dedo antes de abrir la boca de Rinan. Vi el líquido introducirse en esta poco a poco.
—No pongas esa cara de entierro, Deyl —suspiró Isis cuando volvió a posar el vaso medio vacío—. No es la primera vez que utilizáis la srelina, tu hermano y tú.
No, de hecho, era la segunda. La primera vez, había sido cuando, seis años atrás, Ralkus nos había pedido que le trajéramos cuanto antes a un miembro fugitivo de la familia del difunto rey de Akarea, un tal Drashet, hermanastro de Uli, que iba, según él, a refugiarse en el Verlish para levantar un ejército rebelde. Viendo que no llegaríamos a tiempo, habíamos decidido arriesgarnos y tomar esa planta y luego hacérsela ingurgitar a nuestros caballos, siguiendo el consejo de Isis. Cumplimos con nuestra tarea sin dormir durante tres días seguidos, pero volvimos como espectros y Drashet de Akarea estuvo a punto de escapar de nuevo por culpa de nuestro estado lamentable. A partir de ahí, Uli se convirtió en el último miembro de la familia real de Akarea.
Un brusco gruñido me sacó de mis pensamientos amargos. Rinan acababa de incorporarse y paseó una mirada agitada por la sala.
—¿Qué me está pasando? —preguntó con un hilo de voz. Tosió para expulsar el agua que había tragado mal y se limpió la boca con el dorso de la mano.
Isis le dio unas palmaditas sobre el hombro.
—Ya estás otra vez con nosotros y al fin vas a poder trabajar, Rinan.
—¿Isis? —Mi hermano frunció el ceño. Se rebullía febrilmente—. ¿Está hablando de la guerra con los tananteses? Yo… precisamente, quería hablarle de eso.
Se levantó frotándose las manos y los brazos y bajé la mirada, desanimado. Ahora iba a ser imposible salir de Eshyl para encontrar a los trasgos. Tan sólo restaba esperar que esos trasgos abriesen el cofre y lo dejasen bajo la lluvia… Y aun así, a mí mismo me costaba creer en historias tan extravagantes.
—Tranquilízate, Rinan. Has bebido srelina —lo informó Isis—. Deyl, bebe lo que queda, por favor. Todos los planes han cambiado, todos sin excepción. Deyl, devuélveme esa carta para Kirïé de Aobonte, la destruiré —afirmó mientras yo se la tendía—. Vosotros iréis al campamento de Otomil de Tanante. Partid esta misma noche y llegaréis dentro de dos días como mucho. Decidle que está invitado a parlamentar sobre la Colina de los Llegados con los miembros del Consejo de Ravlav. Deyl, tú lo guiarás hasta la Colina. Rinan, pedirás audiencia para la reina y le entregarás esto. Nuestra situación es de lo más delicada. La reina, sin embargo, es nuestra última esperanza para evitar una confrontación que acabaría con nosotros.
Rinan cogió vivamente el pergamino que le tendía nuestro mentor. Lo guardó y asintió.
—Entendido. Esta guerra será evitada.
Isis sonrió, satisfecho; cuando me miró, su sonrisa se borró, remplazada por una expresión severa. Ante sus ojos atentos, avancé, cogí el vaso de srelina y la bebí de un trago. El líquido me quemó la garganta.
—Entendido —pronuncié.
Isis aprobó e hizo una mueca.
—Ahora, sólo me falta convencer a todo el Consejo para que vaya a la Colina de los Llegados —murmuró.
Meneé la cabeza, algo divertido pese a todo. Isis era un maestro de la improvisación.