Página principal. El espía de Simraz
Cuando llegamos ante las puertas de Eshyl, ya había anochecido hacía horas. Los caballos, que avanzaban ahora al paso, estaban sin resuello y a mí me costaba permanecer con los ojos abiertos.
—Ya te decía que no llegaríamos antes de que se hiciera de noche —dijo Kathas en la oscuridad.
Las antorchas de las puertas refulgían. Ya estábamos casi. Contesté con un gruñido: estaba reventado.
Llegado ante las puertas, Kathas se apeó. Su caballo jadeó y resopló. Mi compañero llamó a la puerta y se giró. Su rostro iluminado por las llamas se frunció.
—¿Deyl?
Pestañeé y oí una portezuela abrirse antes de perder el equilibrio y caer del caballo. Nuityl bufó, Kathas dejó escapar una exclamación de sorpresa y otra persona soltó:
—¿Quiénes sois?
Me sentí mareado.
—Oh, dioses, estoy tan cansado… —gemí.
Sentí la punta húmeda de la nariz de Nuityl tocar mi mejilla. Kathas me dio unas palmaditas sobre el pecho.
—¡Ey! ¡Ey, Deyl! ¿Va todo bien?
Luché contra el sueño y asentí.
—Sí, todo va muy bien.
Oí ruidos de botas contra el adoquinado.
—¿Su compañero está enfermo? —preguntó una voz.
—¿Qué ocurre? —lanzó otra voz.
—¡Capitán! No parecen ser muy peligrosos.
Oí una espada envainarse.
—Es… Caray —dijo de pronto el capitán—. Ya veo.
Me enderecé con sumo esfuerzo y crucé su mirada. A ese lo conocía, pensé, aturdido por el agotamiento. Era uno de los capitanes de la guardia así como un hombre de Ralkus. No debía dar mala imagen… Me incorporé.
—Buenas, capitán Nabem —pronuncié.
Ante sus ojos atónitos, me desplomé, dormido.
* * *
Desperté tiempo más tarde, en una reducida habitación, sobre una cama en la que apenas cabía. Una claraboya dejaba pasar un poco de luz… Oía los rumores de la ciudad, gritos, ruedas de carretas… Una alegre melodía de flauta llegaba a mis oídos, proveniente del otro lado de la puerta entornada.
Me enderecé, vigorizado por ese largo sueño. Tan sólo esperé que nada terrible hubiese ocurrido mientras yo holgazaneaba como un lobezno en su guarida. ¿Pero la guarida de quién?, me pregunté entonces, levantándome. Empujé la puerta, prudente, y vi a Kathas, sentado en una silla en equilibrio contra el muro, con los pies sobre la mesa, tocando la flauta con aire animado. Cuando advirtió mi presencia, sonrió.
—¡Ah! ¡El osezno ya se despierta!
Eché una mirada en la habitación. Era sencilla, sin adornos. Y tenía una puerta abierta del todo a un patio que, sin lugar a dudas, no se encontraba en los barrios altos. En ese instante, Nuityl aparecía en el umbral para darme los buenos días frotándose contra mi pierna.
—¿Es tu casa? —pregunté, acariciando el felino.
—Sí. No sabía dónde llevarte —se disculpó, sentándose correctamente—. ¿Estás mejor?
Asentí, paseando de nuevo la mirada por la habitación, y entonces clavé mis ojos en los del joven de pelo castaño.
—¿Saben que he vuelto?
Kathas agrandó los ojos.
—¿Te refieres a los Consejeros? No. Bueno, al menos yo no les he dicho nada. No he salido de casa. Esperaba a que te mejorases.
Resoplé.
—Muy amable. Bueno, voy a volver a casa y vestirme debidamente. Te agradezco que me hayas acogido en tu casa.
Kathas sonrió con aire medio divertido medio sorprendido.
—Es natural. ¿No quieres que te acompañe?
Entendí que, acompañándome, quería sobre todo demostrar a Isis que era él quien me había encontrado. Puse los ojos en blanco.
—Como quieras. Así te devolveré tus veinte escudos.
No emitió ninguna protesta cortés y supuse que no era precisamente rico. Bastaba ver dónde vivía.
—En marcha —solté.
Guardó la flauta en uno de los bolsillos de sus pantalones, cogió la llave y salimos. Alcé los ojos hacia el cielo y fruncí el ceño. A todas luces, era más de mediodía.
Eché un vistazo hacia la calle. Visto el tumulto, no debíamos de estar lejos de un mercado.
—¿Es el barrio de Luserre? —inquirí mientras salíamos del patio.
Kathas asintió con la cabeza.
—Sí. ¿Por dónde se va a tu casa pues?
—Por ahí —dije, yéndome para la izquierda. Nuityl se pegaba a mí, aterrado por tanta actividad. Si hubiese sido más pequeño, lo habría cogido en brazos, pero ese tigre pesaba tanto como un barril lleno de agua.
Eshyl era una gran ciudad y, pese a los problemas políticos de esos últimos años, no paraba de crecer. Pasamos por varios mercados y, cuanto más nos alejábamos de los barrios bajos, más tenía la sensación de que me miraban de arriba abajo con desprecio. Debía de tener un curioso aspecto con esa túnica llena de remiendos.
—Deyl —me llamó Kathas al de un rato. Parecía nervioso—. ¿Dónde vives exactamente?
Le eché una ojeada prudente mientras contestaba:
—En el barrio de Astryn.
El Cicatrices jadeó.
—Diablos. Pero ese es el barrio más caro.
Sonreí, vacilante.
—Cierto.
Cuando llegamos al barrio de Astryn, un guardia nos interpeló y me nombré. Enseguida nos dejó pasar, no sin preguntarse seguramente qué demonios hacía un diplomático como yo con un vestido, unas botas viejas y un compañero tan extraño.
Ahí, los edificios eran más imponentes y estaban adornados de florituras. A esas horas, la calle estaba casi desierta: muchos se iban a comer en las lujosas tabernas del barrio de Auri, junto al río. Cruzamos una gran plaza con una magnífica fuente y vi a Kathas detenerse ante una hermosa estatua que representaba el cuerpo entero de Ravlav cabalgando un grifo con alas desplegadas. El joven parecía fascinado por la escultura.
—Es ahí —dije para sacarlo de su contemplación.
Sus ojos se giraron levemente para posarse sobre una soberbia morada bordeada de setos perfectamente podados.
—Estoy soñando —murmuró.
Empujé el portal y entré. El Cicatrices inspiró hondo y se apresuró a alcanzarme.
—Vaya. ¿De veras es todo tuyo? —preguntó.
—Y de mi hermano. Fue Ralkus quien nos encontró la casa hace cuatro años —expliqué con voz neutra.
Me sentía algo molesto al verlo tan maravillado. Recorrimos la avenida y entonces agudicé el oído antes de pegar un salto y coger una llave sobre el marco de la puerta. Kathas me miró abrir la puerta con sorpresa.
—Para alguien como tú, me extraña que dejes la llave de tu casa al alcance de la mano —comentó.
Hice una media sonrisa y lo invité a entrar.
—Boh. En el barrio de Astryn, casi no hay ladrones. Y, de todas formas, nos cuidamos de dejar nada realmente valioso dentro. —Mientras Kathas admiraba el vestíbulo, añadí—: Haz como en tu casa. En dos minutos estoy listo y vamos para Palacio.
Kathas enarcó una ceja.
—¿Siempre andas con esas prisas?
Me detuve al pie de las escaleras y lo miré con fijeza, sorprendido. Hizo un ademán vago y cambió de tema:
—Tu casa es estupenda.
Sonreí y subí las escaleras con rapidez. Nuityl maulló y me siguió. Bueno, me dije, cuando empujé la puerta de mis habitaciones. Tenía que prepararme bien y no flaquear fuese cual fuese lo que Isis me preguntase. «¿Dónde está tu hermano?», me interrogaría. En el Bosque Azul. Y le contaría tranquilamente toda la «verdad»: que estuvimos vagando durante días en el bosque, que unos trasgos nos persiguieron y que caímos en unos túneles subterráneos que nos llevaron al norte… Pues sí, querido Isis, ya ve, ¡estaba convencido de que esos malditos túneles nos conducirían hacia la princesa! Y, de paso, había perdido mi espada y mi ropa y había encontrado una túnica.
Ya me estaba poniendo una de mis camisas blancas cuando me detuve. ¿Acaso había perdido el juicio? Mi historia dejaba mucho que desear. ¿Quién hubiera dicho que un hombre acostumbrado a mentir y a resolver intrigas sería capaz de tener tan poca inventiva? Suspiré y agarré mi túnica negra de diplomático.
Me abrochaba el cinturón cuando me pillé observando la habitación. La cama con baldaquines, el enorme armario lleno de ropa, los bonitos cuadros… Kathas se habría quedado deslumbrado, seguramente. Y sin embargo, yo apenas podía considerar esa casa como la mía: pocas veces me daba tiempo a estar ahí. Pero Ralkus había insistido en regalárnosla, por pura imagen: todo diplomático digno de ese nombre debía tener una, según decía.
Bajo la mirada curiosa del gato de nieves, levanté una tabla del suelo y saqué un pequeño cofre. Ahí se encontraba la insignia de Simraz. Era una suerte que no la hubiese llevado para ir a buscar a la princesa. La cogí, la fijé a mi túnica y, sin más dilaciones, salí, sintiendo el peso de la Gema del Abismo oculta alrededor de mi cuello.
En el vestíbulo, el joven de pelo castaño extendía una mano curiosa hacia el pie de un candelabro, pero la retiró inmediatamente cuando me oyó bajar las escaleras. Se me quedó mirando fijamente.
—Me cuesta creer que seas la misma persona que acaba de subir las escaleras —resopló.
Puse los ojos en blanco y una sonrisa estiró mis labios.
—¿Es el símbolo de Simraz? —preguntó, devorando con los ojos el círculo negro y dorado fijado en mi pecho.
Asentí, algo molesto.
—Sí. Ten —dije, retirando de mi bolsillo una pequeña bolsa llena de escudos—. Por lo del médico, las botas y todo.
Kathas la sopesó, boquiabierto.
—Aquí hay más de veinte escudos.
Me encogí de hombros y abrí la puerta de entrada.
—¿Vamos? —lo apremié.
Kathas silbó entre dientes.
—Empiezo a entender por qué Isis dice que tu hermano y tú sois sus más fieles sirvientes. Por lo que veo, nada os desvía de vuestro trabajo.
Lo miré con una ceja arqueada.
—He dormido hasta el mediodía. Además, ¿no decías tú mismo que debía volver urgentemente?
—Oh, por supuesto —sonrió Kathas, siguiéndome—. Olvidaba ese detalle.
Sentía que se burlaba de mí por alguna razón, pero qué más daba. Tomamos la dirección del Palacio.
—Deyl. ¿No tienes criados? —inquirió Kathas mientras avanzábamos por la calle desierta. Nuityl curioseaba por los alrededores, cada vez más confiado. Y sin embargo, en cuanto encontraba algo extraño, daba un respingo y, listo para echar a correr, bufaba y su pelo se erizaba…—. ¿Deyl?
Recordé su pregunta y meneé la cabeza.
—No. No necesito criados. Además, la casa está casi todo el tiempo vacía, de todos modos. ¿Para qué limpiarla?
Mis palabras parecieron dejar al tanantés pensativo. En silencio, rodeamos el Gran Mercado y pronto llegamos ante el inmenso patio del Palacio de Eshyl.
El edificio, majestuoso y rodeado de bellas cúpulas de árboles floridos, se alzaba como un torreón rematado con múltiples y esbeltas torres. Mientras cruzábamos la ancha avenida que llevaba a las puertas de servicio, Kathas comentó:
—Siempre me he preguntado cuántas habitaciones podía tener esta maravilla.
—Trescientas veinte —respondí.
Kathas enarcó una ceja.
—¿Las has contado? —bromeó.
Le dediqué una sonrisa, divertido.
—Sí. Cuando era un crío.
—¡Así que creciste en el palacio! —exclamó Kathas, incrédulo.
Hice una mueca y empujé la puerta de servicio. Estaba tan acostumbrado a no hablar de mi vida que prefería no extenderme más. Advertí a un hombre pelirrojo y regordete sentado en la entrada con una botella entre las manos y sonreí.
—Hola, Bharbos, un gusto volver a verte.
El guardia entornó los ojos y su rostro sombrío se aclaró poco a poco con una sonrisa.
—¡Hombre! El pequeño Deyl —dijo—. ¿No vendrás a denunciarme, eh?
Hablaba del aguardiente que llevaba entre las manos: por supuesto, estaba prohibido beber durante el servicio, pero hacía ya años que a Bharbos le traía sin cuidado.
—Ni se me ocurriría —repliqué—. ¿Cómo va tu pierna?
—Boh. Bastante fastidiada —contestó con una mueca—. Me pasaré con estas muletas unos meses más. Eso me enseñará a evitar las peleas en las tabernas.
—Ja, ¡eso espero!
Lo saludé de nuevo y me alejé, seguido de Nuityl y de Kathas. Subimos inmediatamente hacia las habitaciones del piso superior. Estaba seguro de que Isis ya me estaba esperando.
—¿No vamos a ver a Isis? —inquirió Kathas.
—Pues sí, ¿por qué?
—Pues, entonces, es del otro lado del palacio. Vive en la Torre de Elie.
Me sobresalté y lo miré, sorprendido.
—¿En la Torre de Elie? ¿Ha cambiado de habitaciones?
El tanantés se encogió de hombros.
—Al parecer.
La Torre de Elie, me repetí, sin salir de mi asombro. Era una torre muy apreciada por los habitantes del palacio, con unas magníficas vistas sobre la ciudad. Ese querido Isis no dejaría de sorprenderme.
De modo que cruzamos todo el palacio por corredores desiertos. Al de un rato, fruncí el ceño.
—¿Dónde se ha ido la gente? —pregunté.
Kathas hizo un ademán para darme a entender que no tenía ni idea. De pronto, Nuityl bufó y lo vi rodear una planta de cactus con la nariz fruncida. Me carcajeé.
—¡Nuityl! Esas plantas no se mueven —lo apacigüé—. Ven ya.
El gato de nieves espiró, como nervioso ante tanta novedad. Llegamos al fin a la Torre de Elie. Ante la primera puerta se encontraba un guardia apoyado sobre una lanza. Era rubio, con aire soñador y mirada perdida. Era Manzos.
—¡Deyl! —exclamó al verme.
—¡Manzos!
Estreché la mano extendida de mi amigo de infancia y nos dimos un abrazo amistoso.
—¡Empezaba a creer que no volverías! —me dijo, sonriendo ampliamente—. Y bueno, ¿encontraste a la princesa?
Negué con la cabeza y aparté los remordimientos: no iba a poner en peligro a Uli por culpa de una mentirijilla. Más valía atenerme a mi historia.
—Un mes buscándola para nada —suspiré.
—Pero al parecer estaban a punto de encontrarla —intervino Kathas.
Manzos enarcó una ceja mientras yo reprimía un suspiro exasperado.
—¿Cómo que a punto?
Realicé un gesto vago.
—Te contaré después. ¿Está Isis?
Mi amigo asintió con la cabeza, decepcionado.
—Sí. Te está esperando. El capitán Nabem nos avisó de que llegaste ayer…
Vista su expresión, deduje que estaba al corriente de lo de mi caída del caballo de la víspera. Hice una mueca molesta mientras Manzos abría la puerta y anunciaba mi llegada.
—Deyl de Simraz, señor —lo oí decir.
—Nuityl, quédate aquí, por favor —le pedí en voz baja.
El gato de nieves maulló contrariado pero no me siguió cuando Kathas y yo entramos en las habitaciones de Isis.
La sala olía a incienso y a papel viejo. Aunque Isis hubiese cambiado de habitaciones, los olores lo perseguían, pensé, divertido.
—Señor —pronunció Kathas, inclinándose respetuosamente.
Lo miré con el rabillo del ojo y levanté vivamente los ojos hacia la silueta que nos hacía frente. De pelo gris, ojos verdes tan brillantes como los de Nuityl, de rostro cuadrado y porte majestuoso, Isis se erguía ante nosotros con los brazos cruzados. No parecía especialmente contento.
—Ya has tardado para encontrarme a uno de ellos —le soltó a Kathas. Y, sin dejar que este contestase, encadenó—: Mi querido Deyl. ¿De modo que has sido incapaz de encontrar a la princesa?
Sacudí la cabeza.
—No. En realidad…
—No me importa —me cortó Isis—. No tenemos tiempo para informes inútiles. Tanante está a punto de declararnos la guerra. ¿Dónde está Rinan?
Tragué saliva sintiendo mi corazón acelerarse.
—En el Bosque Azul.
Isis resopló y descruzó los brazos.
—¿Y qué demonios hace ahí y sin ti?
—Creemos que la princesa se encuentra ahí. Desafortunadamente, caí enfermo y él continuó la búsqueda sin mí —expliqué.
El anciano frunció el entrecejo.
—¿Caíste enfermo? Bueno. —Suspiró—. ¿Y te encuentras mejor? —Asentí vivamente—. Bueno —repitió—. Pues es una suerte porque tengo trabajo para ti.
No ¿en serio?, repliqué mentalmente, sarcástico. En fin, al menos, no parecía muy interesado por saber qué me había pasado realmente estos últimos días.
—¿Qué es esa historia de guerra? —pregunté, viendo que se sentaba detrás de su escritorio.
Isis sacó un pergamino de un cajón y explicó con concisión:
—Otomil, el rey de Tanante, es ahora el único heredero de la Corona de Ravlav. Y resulta que los Consejeros no quieren dejarlo entronizarse en nuestra casa. Las tierras de Tanante no harían más que empobrecernos, según dicen. Así que han decidido otorgar todos los poderes al Parlamento, que se compone fundamentalmente de ellos mismos. En tres días, festejamos la República de Ravlav. Y al mismo tiempo reunimos nuestras tropas. Otomil ya está reclutando las suyas.
Lo miré atónito, analizando la situación.
—Una guerra —articulé—. Es absurdo. ¿No se puede llegar a un acuerdo?
Isis me dedicó una de sus sonrisas torvas.
—Por eso quería verte regresar. Es una pena que tu hermano no esté aquí, sin embargo. Vas a tener que llevar a cabo dos tareas importantes a la vez.
Me estremecí.
—Puedo ir a buscar a mi hermano…
—No —tonó mi mentor, categórico—. Ya no tenemos tiempo. Kathas te acompañará. Es un buen espadachín y te ayudará en tu cometido. Fíate de él. Y ahora, escuchadme bien, vosotros dos.
Nos invitó a sentarnos. Kathas manifestaba sorpresa. No esperaba por lo visto que Isis le pidiese que trabajase conmigo en un problema tan importante como lo era una guerra. Y, sin embargo, Isis parecía confiar enteramente en su lealtad.
—Iréis al palacio del rey de Tanante. Tú como diplomático y tú como simple criado. Se trata de una misión diplomática: estás acostumbrado a eso, Deyl, no creo que deba darte consejos sobre cómo proceder. Aprovecharás para entregar con toda discreción este pergamino a Kirïé de Aobonte. ¿Te acuerdas de ella, espero?
Asentí con la cabeza. Kirïé era una infiltrada de Isis instalada en Vorsé, la capital de Tanante. Ya la había visto una vez entrar en las habitaciones de Isis cuando yo tenía dieciséis años. Recordaba su hermoso rostro de inocente joven y me acordé de haber pensado, aquel día, que era la viva imagen de las apariencias engañosas.
—Hablarás con el rey —retomó Isis—, y le dirás con claridad que no nos dejaremos aplastar y que estamos dispuestos a comenzar una guerra para defender nuestro reino.
—¿Con claridad? —repetí.
—Sí. Ya nos han insultado demasiado para andarse con delicadezas: el rey de Tanante incluso declaró públicamente que el Consejo está lleno de villanos heréticos que intentan destruir la imagen de los Dioses. Te he preparado un bonito discurso. Toma. Tan sólo te falta repetirlo adaptándolo a la situación. Tienen que entender con quiénes se están metiendo. No te preocupes, no se atreverán a atentar contra la vida de un diplomático. Aún no hemos llegado a esas. En cambio —dijo, cambiando de tono—, también quisiera que aprovechéis para recoger toda la información posible sobre el ejército del rey, en particular sobre su material de guerra. Kathas, tú te encargarás personalmente de eso, conoces el ambiente mejor que Deyl.
Yo permanecía impasible y sin embargo me sentía arder por dentro. Toda esa historia ocurría francamente en mal momento. Mientras Isis seguía hablando de los detalles, lo escuché a medias y pensé en Uli y en Rinan. ¿Qué pasaría si recobraban los cuerpos y Rinan convencía a la princesa de que volviese al reino?
—Isis —dije, cortándolo en medio de los consejos que iba soltando como si no hubiese un mañana—. Si me permite… ¿qué pasa con la princesa?
El anciano frunció el ceño.
—¿La princesa Uli de Akarea? Oh. Supongo que podemos olvidarla. Seguramente debe de estar muerta desde hace años.
—No pensaba así el mes pasado —observé.
Isis levantó los ojos al cielo.
—El pasado mes, los Consejeros no se habían puesto aún de acuerdo con lo del Parlamento. Bueno, retomando, ¿qué estaba diciendo…?
—¿Y qué habría hecho si Rinan y yo hubiésemos vuelto con ella? —insistí.
Mi mentor se encogió de hombros.
—Seguramente, la habríamos entronizado. Aunque… Ahora sería más complicado. Habría habido querellas —confesó—. La idea del Parlamento dirigente le ha gustado a más de un Consejero y, a decir verdad, nadie quiere volver a ver a la hija del rey asesinado. Tal vez porque les carcomen los remordimientos… —Su media sonrisa me dio escalofríos—. En fin, hablemos de los verdaderos problemas, Deyl. Esa joven debió de morir en algún sitio, hace diez años. En cambio, lo que debemos evitar ahora es una guerra sangrienta que no haría más que provocar aún más revueltas. El rey de Tanante sospecha que tenemos dificultades y cree poder aplastarnos como a la chusma. Desengáñalo, Deyl, y haz caer sobre Vorsé la ira de Ravlav.
Puse los ojos en blanco.
—Si voy a Vorsé como diplomático, dudo que me dejen solo un minuto —hice notar.
—Cierto. Sin embargo, esta vez no te necesito como espía, sino como portavoz. Ningún Consejero se atreve a viajar a Tanante, dadas las circunstancias.
—Menudos valientes —comenté.
Isis se carcajeó y Kathas nos observó alternadamente con una ceja enarcada.
—Sí. En fin —dijo el anciano con una sonrisa en los labios—. Además, tienes una mente perspicaz, podrás describirme a la vuelta qué gobernadores de Tanante están por la guerra y cuáles se oponen a ella. Eso nos resultará útil. Los otros tres diplomáticos se fueron para los Nalfes, Sisthria y el Verlish para alertar a los gobernadores. Así que, mañana a la mañana, sales para Vorsé con Kathas y diez guardias.
Puse cara sorprendida.
—¿Diez guardias? ¿Tanto?
—Diez —aseguró Isis—. No es ni demasiado ni demasiado poco. En realidad, la mitad son guardias-espías.
Resoplé. Me aliviaba saber que Isis enviaba también a unos guardias-espías: al menos se veía que realmente pensaba que no sufriríamos bajas porque arriesgar a guardias-espías en una emboscada habría sido una jugada más bien torpe.
Oh… Esto no me gusta para nada, me quejé entonces mentalmente. Entonces crucé la mirada de Isis.
—No me defraudes, ¿eh? —soltó—. Esta se trata tal vez de la misión más importante que hayas cumplido nunca. Centenas de vidas están entre tus manos, Deyl. Cuida cada una de tus palabras cuando estés junto a ese maldito rey.
—Siempre tan poético, mi querido mentor —repliqué con una sonrisita.
Isis me tendió el pergamino para Kirïé y lo metí en mi estuche, que a su vez guardé en un bolsillo interior, y entonces recogí la hoja con el «bonito discurso». Tuve la brusca impresión de que él estaba a punto de preguntarme cómo había ido la búsqueda de la princesa y me apresuré a preguntarle:
—¿Por qué el palacio parecía tan desierto antes?
Isis espiró.
—Es por el Teatro de Rowzalat. Se instaló en el parque del palacio y todos los nobles han ido a comer ahí para ver el espectáculo. Ya ves cómo viven: se les dice que el rey de Tanante está a punto de invadirnos y ellos lo olvidan enseguida. A veces uno se pregunta para qué molestarse en salvar a esa gente.
A Kathas parecieron chocarle sus palabras y ahogué una risita nerviosa. ¡Por Ravlav! ¡Empezaba a estar más que harto de todas esas intrigas reales!
—Bueno, no es por nada pero tengo hambre —declaré, levantándome—. ¿Tiene usted aún algo más que pedirme?
Isis le hizo una seña a Kathas para que se retirase.
—Has realizado un buen trabajo a medias, Kathas. La próxima vez, cúmplelo enteramente, me resultará todavía más útil.
El joven de pelo castaño se ruborizó y se levantó para inclinarse con humildad.
—Sí, señor.
Aún no acababa de entender por qué le gustaba tanto a Isis que lo tratasen de «señor». Manías suyas, sin duda. Cuando Kathas se eclipsó, me giré hacia Isis. El anciano rodeó la mesa y me dio un palmadita sobre el hombro clavando su mirada en la mía.
—Me alegra volver a verte, Deyl. Empezaba a cansarme de hablar con espías de pacotilla. El palacio está lleno de chusma, como dice el rey de Tanante. Y a los Consejeros, apenas los soporto. Ese Ralkus que te da órdenes… —Gruñó—. Me gustaría verlo trabajar sin descanso como yo. Es un enfermo mental. Y es el único que realmente quiere ver a la princesa de Akarea de vuelta. Ten cuidado cuando lo veas. Te ha convocado dentro de dos horas, en su torre. Sé humilde y no levantes demasiado la cabeza, ¿entendido?
Palidecí.
—¿Ha hecho más tonterías?
Isis inspiró profundamente y se giró a medias.
—Hace dos días, mandó colgar a su criado por haberle robado una alhaja. Sin prueba alguna. Asistí al espectáculo, más para ver qué cara ponía Ralkus que por otro motivo. El muy desgraciado sonreía. —Hicimos una mueca al mismo tiempo—. Anda mal de la cabeza, ese Consejero —concluyó—. Y está demasiado bien colocado para que ninguno de sus compañeros que lo odian se atrevan ni siquiera a votar contra él.
Asentí con la cabeza, pensativo. No me extrañaba. ¡Si Isis supiera todo lo que Ralkus nos había pedido que hiciéramos a Rinan y a mí! Por suerte, no habíamos recibido el entrenamiento para asesinos, de lo contrario nos habría empleado, tomándonos por unos sicarios. La mano izquierda de la Daga Azul, como me llamaba a veces Rinan para burlarse, se alegraba cada vez que el criado Higriza declaraba que el señor Ralkus no estaba en sus habitaciones. Me vino en mente un súbito pensamiento.
—Ese criado… ¿era el criado Higriza?
Isis, que se había acercado a una de ventana, meneó la cabeza.
—No, qué va. Era un recién llegado. Higriza, él, está hecho con la misma madera que Ralkus. Ese tipo me da grima: curiosea por todas partes y me vigila constantemente.
Lo observé, sorprendido ante la amargura que despuntaba en su voz. Parecía fatigado. Mi mentor, al que quería sinceramente pese a ciertas reservas, estaba ya muy viejo para vivir una guerra contra otro reino. Y yo también lo estaba, pensé, con una media sonrisa.
—Deyl.
Se había girado y me observaba ahora con ojos verdes relucientes.
—¿Qué?
—Esa princesa… ¿de veras crees que sigue viva?
Me encogí de hombros, con el corazón latiéndome con fuerza.
—No lo sé. Lo creía, en todo caso.
Isis frunció el ceño y se aproximó a su escritorio.
—Si estuviese viva, eso podría suponer un problema. Si Rinan no aparece antes de que vuelvas de Tanante, irás a buscarlo, diga lo que diga Ralkus. Y si tu hermano ha encontrado a la princesa… —Una fina sonrisa flotó sobre sus labios—. Siempre podremos guardarla en lugar seguro e entronizarla en el momento oportuno…
Sus últimas palabras me dejaron pasmado.
—Espera, espera. ¿Cree usted que aún es posible que la princesa Uli sea reina?
Pese a la puerta espesa, Isis bajó la voz cuando habló:
—Tengo un plan, muchacho. Ya que los Consejeros no tienen otro plan que luchar tontamente contra sus vecinos, alguien tiene que arreglar las cosas. Escucha. Otomil de Tanante tiene un hijo. Si encontramos a esa princesa y la casamos con ese joven, es posible que reparemos todo este desastre: Ravlav no es más que un reino agonizante, Deyl. Y Otomil lo sabe de sobra. Si hace falta que unamos los dos reinos, mejor hacerlo a consciencia y manejando algunos hilos. Los miembros del Consejo son unos imbéciles. Sólo piensan en su patrimonio. Desde luego, la unión de los dos reinos causará estragos irreparables. El Consejo se disolverá, seguramente. ¡Qué calamidad! —dijo, riendo por lo bajo.
Lo contemplé con los ojos agrandados. ¿Casar a Uli con un príncipe tanantés? ¿Pero qué era ese delirio?
—Venga, tranquilízate —me dijo con más seriedad—. Sé que lo que te estoy pidiendo es arduo de aceptar: tendrás que traicionar al Consejo. Pero, seamos sinceros, no sería la primera vez. Así que estamos de acuerdo: mientras a la vista de todos clamas un bonito discurso elogiando nuestro increíble ejército y nuestras fortalezas inexpugnables, le hablarás al rey, con toda discreción, de la propuesta de matrimonio. Actúa como si ya tuviésemos a la princesa en nuestro poder. Si encontramos a la verdadera, mejor, y si no, buscaré yo mismo una bella flor que convenga. ¿Has entendido?
Asentí y me esforcé por sonreír.
—Confieso que su plan me parece algo retorcido.
Isis se encogió de hombros.
—Deformación profesional. Me siento como un reyezuelo moviendo unos títeres —bromeó.
Y uno de esos títeres era yo, comprendí, molesto.
—Pero hay un problema —observé—. El heredero del rey de Tanante es su hija mayor, Wiza.
Isis sonrió con todos sus dientes.
—Sí. Por eso te doy un pergamino para Kirïé.
Tragué saliva.
—¿No irá usted a asesinar a la hija mientras esté yo en Tanante, en el palacio del rey?
Isis puso los ojos en blanco.
—Piensa un poco antes de hablar, Deyl. Dudo que si matamos a su hija el rey de Tanante se muestre muy favorable para ratificar cualquier acuerdo. Otomil es conocido por su carácter vengativo. No, Kirïé se encargará simplemente de dar una excusa al rey de Tanante para desheredarla. Un simple deshonor valdrá. —Mi expresión afectada pareció divertirlo—. No te hagas el inocente, hijo mío…
—Pero… Isis —pronuncié—. Usted conoce tan bien como yo el destino reservado a las jóvenes deshonradas en Tanante.
El anciano hizo una mueca.
—No es culpa mía si los tananteses son tan retrógrados. Si Otomil es capaz de matar a su hija deshonrada con sus propias manos, que así sea. La alianza entre nuestros reinos nos evitará un baño de sangre. Si una vida debe ser sacrificada para ello, que así sea —repitió con tono grave.
Reprimí un mohín. No me gustaba nada cuando Isis empezaba a hablar de vidas sacrificadas por la buena causa.
—Así que, en palabras claras, está proponiendo que Ravlav se convierta en vasallo de Tanante —dije, interrogante.
—Oh, no —replicó Isis—. Ravlav será un reino y Tanante otro. Pero las Coronas estarán unidas. No tenemos nada que perder.
Suspiré, superado por los sueños de grandeza de mi mentor.
—¿Y si la princesa no aparece y usted no encuentra una reemplazante convincente? —inquirí.
Los ojos verdes del anciano sonrieron.
—Honestamente, ya la he encontrado.
Me sobresalté y silbé entre dientes. Hablaba de la reemplazante, claro.
—¡Ah, Deyl! No pareces andar muy despierto hoy. Vete a comer. Espera, escucha. Esta tarde, los mensajeros diplomáticos que he enviado volverán y los he invitado a cenar. Ven a verme después, para que te ponga al corriente de las últimas nuevas. —Asentí en silencio—. Ve a reunirte con Kathas, anda. Es un buen chico. Y es de Tanante, ¿sabes? Antes trabajaba para la mujer de Otomil, como soplón. Le falta tal vez un poco de práctica, pero puedes fiarte enteramente de él.
—¿Por qué está tan seguro? —pregunté, pensando por mi parte que, si confiaba tanto en él, también le habría hecho cómplice de su plan acerca de la alianza entre Uli y ese maldito hijo de Otomil.
—Kathas es un leal sirviente de la reina de Tanante desde que tiene cinco años —explicó Isis—. Y la reina de Tanante es una gran amiga mía, como ya sabes.
—Leal, pero fue torturado —observé.
Isis alzó los ojos al cielo.
—Si realmente quieres saberlo, Wiza, la hija de Otomil de la que hablábamos, mandó castigarlo cruelmente hace unos meses porque pensaba que la espiaba para su madre. Lo cual era cierto. La reina me envió a Kathas para que lo protegiera y le curase las heridas con los mejores bálsamos del reino. Y bueno, me parece que ya sabes todo sobre tu nuevo compañero de viaje.
Suspiré, deseando no saber nada más.
—Nos vemos esta tarde, entonces —solté.
—No te olvides de Ralkus —me recordó mi mentor cuando me alejaba—. Y quiero que sepas que, aunque tenga sus ataques de nervios, sigue estando en nuestro bando: estoy seguro de que, cuando saque a luz a la princesa, será el primero en darle su apoyo: le encanta hacer de serpiente silbando al oído de los monarcas.
Sonreí a mi pesar. Isis me divertía con sus metáforas. Cuando salí, encontré a Manzos charlando tranquilamente con Kathas. Nuityl estaba acurrucado en bola en el borde de una ventana y parecía sumido en un profundo sueño.
—Ya has tardado —apuntó Manzos.
—Estaba por marcharme a la cocina sin ti —me informó Kathas, sonriente—. Hablábamos de las diferencias entre las tradiciones de Tanante y de Ravlav. Y yo le estaba diciendo que esa costumbre de escupir en el vino antes de beberlo para cerrar un trato es asquerosa.
—Sí, pues esa manía que tenéis, los tananteses, de beber directamente del barril, como vacas, tampoco es mejor —retrucó Manzos con una sonrisa burlona en los labios.
Los miré, divertido.
—¿Entonces es cierto? —dijo Manzos—, ¿vas a ir a hablar al rey de Tanante?
Hinché las mejillas con aire infeliz.
—Oh. Sí.
Mi amigo adoptó una expresión más sombría.
—¿Y qué le vas a decir? ¿Que se vaya a freír truchas a los infiernos y que empieza la guerra?
Manzos me caía bien. Al menos, él tenía las ideas claras: no le gustaban ni la guerra ni la violencia. Para un guardia, era algo bastante reconfortante. Suspiré.
—Le hablaré y veré cómo reacciona —respondí—. Bueno, voy a comer algo y luego voy directo a ver al señor Ralkus. Hasta luego, Manzos.
Kathas resopló ruidosamente mientras saludaba a mi amigo y me alejaba para despertar a Nuityl. El pequeño tigre bostezó descubriendo su lengua rosa y dio un salto al suelo antes de alejarse por el corredor sin echarme un solo vistazo. Kathas y yo lo seguimos. Los pensamientos se arremolinaban en mi mente como un nido de avispas. Empezaba a pensar que la idea de huir de Ravlav no era, a fin de cuentas, tan mala: ¡incluso casi extrañaba mis días de fantasma! Una guerra, reyes, reinas, una deshonra, un compromiso de matrimonio… Era para echarse a llorar.
—¿Estás bien, Deyl? ¿No estarás teniendo una recaída? —se preocupó Kathas cuando llegábamos a la planta baja.
Apenas había titubeado, pero los ojos alertas del joven de pelo castaño lo habían advertido.
—Estoy bien, Kathas, estoy bien. Es sólo que, como te decía, cuanto menos se ve a los reyes, mejor.
Empujé la puerta de la cocina, dejando a un Kathas pensativo detrás de mí.