Página principal. El espía de Simraz
Cuando desperté, sentí una extraña textura bajo mis dedos sudorosos, pestañeé y tosí. Un maullido me respondió; era Nuityl.
Sonreí débilmente.
—Hola, Nuityl.
El gato de nieves, acurrucado junto a mí, frotó su cabezota bigotuda contra mi mano. Lo acaricié y, acto seguido, inspeccioné la habitación con ojos desfallecidos.
Me encontraba en un pequeño aposento con una ventana de postigos cerrados. Unos rayos polvorientos se infiltraban por las ranuras. Se oían ruidos de cubiertos y de voces, provenientes seguramente de la taberna, en la planta baja. Afuera, relinchó un caballo y resonó una risa grave. Agudicé el oído y suspiré. Al menos, el viento parecía estar en calma.
¡Me sentía tan ridículo! Cerré los ojos un instante y los volví a abrir. Mis párpados se caían y me quemaban y me resultaba agotador impedir que mi mente vagabundease sin rumbo alguno.
Era frustrante. Yo que había sufrido el dolor de las heridas y los golpes, me encontraba en cama, inmovilizado por culpa de un simple catarro o gripe o qué sabía yo. Y acababa de fallarle a Rinan del modo más injusto.
¡Más habría valido pedirle a Ralkus que me enviase con las patrullas!, pensé, contrariado. Así no habría tenido que ponerme un collar mágico forjado por un engendro abismal y sin duda habría estado más tranquilo. Pero no habría conocido a Uli.
Sentí mi corazón en un puño cuando imaginé de pronto a la princesa arrastrada a lo lejos por el viento. Apreté los dientes. Más le valía a Rinan protegerla debidamente durante mi ausencia. Levanté una mano y tanteé mi frente. Estaba empapada de sudor. ¿Sería acaso capaz de…? Me removí, disponiéndome a incorporarme. El dolor que tamborileaba contra mis sienes me despertó de golpe, obstruyendo todo pensamiento. Tenía la impresión de tener una bola de fuego quemándome por dentro.
—Qué diablos —resoplé.
Nuityl levantó una pata y la posó con dulzura sobre mi pecho. Mis ojos volvieron a cerrarse, llevándose la imagen de su mirada esmeralda.
Cuando retomé consciencia, oí voces en mi cuarto. Abrí un ojo y entendí vagamente que el médico estaba ahí, palpando mi pulso y escuchando mi corazón. Tosí y el joven médico hizo una mueca como de repugnancia.
—Aquí huele a enfermo —masculló al fin—. Mira, ya que estás despierto, abre la boca.
Obedecí, preguntándome si el niño que sostenía una caja entre las manos era el asistente del joven médico… si acaso este lo era realmente, completé, desconfiado. Sentí el peso de la gema, envuelta en un trozo de tela, y me relajé.
El médico vaciló.
—Parece que todo está en orden. —Posó una mano sobre mi frente y asintió con la cabeza—. Tal vez sea una gripe normal.
Su «tal vez» me lo confirmó: ese hombre no era médico.
—¿Así que no es la gripe roja? —inquirió el muchacho con aire decepcionado.
El otro chasqueó la lengua.
—Trae. Voy a darle una infusión de racrusa. Lo revitalizará.
Mientras se atareaba, tosí de nuevo y carraspeé.
—Disculpen —grazné—. ¿Dónde está el médico?
El joven me echó una mirada fulminante.
—Y bueno, ¿dónde quieres que esté? El médico del pueblo soy yo. Anda, bébete esto.
Lo miré a los ojos y lo vi dudar un instante, como intimidado. Extendí una mano y me incorporé como pude. Mi cabeza me daba vueltas como una peonza. Cuando tomé el primer sorbo, refunfuñé.
—Es asqueroso.
El médico soltó una risita sardónica.
—Eres akareano, ¿eh?
Los del norte hablaban todavía de akareanos en vez de ravlavs, recordé. Bebí el resto antes de contestar:
—Pues sí, ¿y qué?
La mirada del niño se iluminó mientras el médico cogía de nuevo el bol. Constantes oleadas de calor asaltaban mi cabeza. Resoplé y volví a tumbarme.
—El racrusa es sangre de orco con corteza de naranjo —replicó al fin el médico, levantándose. Sentí de pronto que mi estómago me daba un vuelco. Él sonrió—. Es un remedio local, odiado por los akareanos, ya ves. Pero es eficaz.
Se dirigía ya hacia la puerta y lo seguí con la mirada, asqueado.
—¿Lo dejamos así? —preguntó el muchacho.
—Mm, sí, ya volveremos mañana, si aún vive.
El joven me dedicó una sonrisa, ni malvada ni simpática. Y ambos salieron. Agotado, fruncí sin embargo el ceño.
—¿Nuityl?
El gato de nieves salió de debajo de la cama y volvió a acercarse. Suspiré mientras lo acariciaba y ronroneó.
—Debería moverme —declaré entonces.
El felino me miró con aire reprobador.
—Tienes razón, no debería. Pero…
Me incorporé. Nuityl maulló, disgustado. Le di una palmadita en la cabeza.
—Estoy bien. Debo volver junto a Uli y Rinan.
Puse un pie fuera de la cama y me levanté. Titubeé al ver que la habitación bailaba ante mis ojos.
—Arg, esto no me gusta —gruñí.
La puerta se abrió de nuevo y una muchacha apareció con una bandeja. Al verme de pie, se quedó muda de estupor durante unos segundos y entonces bramó:
—¿Pero dónde te has creído que estás, akareano? Vas a volver a meterte en la cama ¡ahora mismo! Y vas a comerte eso. ¡No te quedes ahí plantado! —me apremió al mismo tiempo que entraba.
Tanteé con una mano para regresar a mi cama y volví a acostarme, obediente. Oh… Esto no me gusta para nada, me repetí mentalmente. Comí lo que la muchacha me había traído y le di cortésmente las gracias antes de que se fuera. El cansancio no tardó en arrastrarme de nuevo.
Desperté por una luz intensa que penetraba a través de mis párpados. Entreabrí los ojos y vi sobre mi pecho la Gema del Abismo, que brillaba como un fuego. Nuityl acababa de emitir un bufido, rozando una de las paredes de la habitación, con los ojos entornados.
La tela que cubría la piedra se había caído. Recogí la gema con una mano y la solté ahogando un grito: estaba helada. Permanecí un instante paralizado. Herras me había desaconsejado vivamente intentar destruir el collar, y todavía más quitarlo, y me repetí sus palabras para refrenar mis ansias locas de tirar el collar fuera de mi vista. Prudente, coloqué la manta entre la gema y mi pecho, recordando un cuento que una vez me había contado mi hermana mayor acerca de un caballero con el corazón helado… No eran horas para andarse con divagaciones. Puse los ojos en blanco y recapacité pausadamente. Si la gema empezaba a hacer de las suyas sin previo aviso, iba a tener serios problemas.
Y, curiosamente, la luz murió tan rápidamente como había venido. Una chispa recorrió la gema en círculos cada vez más lentos antes de desaparecer. Tan sólo una suave luz de luna se infiltraba a través de los postigos. Toqué la piedra y sentí que estaba templada. Qué extraño. Realmente muy extraño, me repetí, moviendo los labios. Aj… pero bueno, ¡yo no era mago! Esos fenómenos insólitos me resultaban totalmente incomprensibles. Herras me había aconsejado que buscase más información en la biblioteca de Eshyl: era la más completa de todo Phorbasd, según decía, y no me habría extrañado encontrar las respuestas a mis preguntas. Pero, con todo eso, tal vez no llegaba a Eshyl vivo, de todas formas.
Creí de pronto oír la vocecita de Rinan diciéndome “No empieces a ser pesimista, Deyl”. Esbocé una sonrisa, me incorporé ligeramente y me detuve en seco. Espera un momento, me dije. ¿Y el dolor que me torturaba el cráneo? ¿Y mi fiebre? Habían desaparecido. Me palpé la cabeza, me rebullí y sentí, incrédulo, que mi mareo tan sólo era debido ya a mi falta de energía.
¿Podía ser que la Gema del Abismo tuviese alguna relación con ese cambio?, me pregunté, volviéndome a tumbar, turbado. Nuityl se acercó con sigilo, circunspecto. Lo acogí calurosamente. Al menos, no estaba solo.
No dormí mucho más, nervioso como estaba, y pronto dejé la cama. Mi vestido gris y usado me llegaba hasta los talones. Nuityl se estiró y me miró, interrogante.
—Nos marchamos —declaré.
Como no vi mi saco por ningún sitio, deduje que Rinan debía de habérselo llevado y no me paré más que para hacer rápidamente la cama, por pura manía. Giré la manilla… Estaba cerrada.
—Por Ravlav —murmuré—. ¡Me han encerrado, Nuityl!
El gato de nieves agitó la cola con tranquilidad. Me mordí el labio y entonces me dirigí hacia la ventana y abrí los postigos. No era la manera óptima de salir de un albergue, sobre todo dado mi estado, pero qué se le iba a hacer. No tenía nada al alcance de la mano para forcejear una puerta. Me senté en el borde y me giré hacia el tigre.
—Ánimo, amigo mío. Se dice que los gatos siempre caen sobre sus patas —lo alenté.
Nuityl se sentó sobre el suelo de madera y levantó una pata para lamérsela con desparpajo. Reprimí un gruñido.
—Nuityl… —lo amenacé. Me encogí de hombros al verlo tan terco. Era un cobarde de primera, ese pequeño tigre—. Como quieras.
Comencé mi bajada, esperando casi ver el gato abalanzarse sobre mí para impedir que me fuera. Pero no. Llegué hasta el suelo sin percances… y sin Nuityl. Levanté los ojos hacia la ventana, exasperado.
—Nuityl —cuchicheé.
Una cabeza apareció junto al borde. Sus ojos verdes me observaban a través de la noche. La calle estaba desierta. Le hice una seña para que saltase y él se quedó ahí, mirándome.
—Vaya, amigo, ¿tenemos problemas con el gato?
Me sobresalté al ver surgir de las sombras una silueta encapuchada.
—No, ninguno —repliqué, alerta. Ya me lo imaginaba sacando su daga para robarme la gema… Debería haber sido más previsor y coger un objeto para defenderme, me lamenté. Pero el hombre encapuchado no hizo ademán de acercarse más.
Ya estaría corriendo, si no fuese por Nuityl… Me esforcé por guardar la calma.
—Usted es el enfermo del albergue, ¿verdad?
—¿Tanto se ve? —repliqué.
—Pues, la verdad es que no. El médico decía que tenía usted un aspecto horrible. Pero parece más bien estar en forma. Dígame, ¿cuál es su nombre? Es akareano, ¿no es así? ¿De Eshyl? ¿Conoce la puerta de los triángulos?
Fruncí el ceño, súbitamente tenso. La puerta de los triángulos… Eso explicaba muchas cosas sobre la identidad de ese encapuchado.
—Debería haberlo sospechado —suspiré—. ¿Es usted un peón de Isis?
El hombre se quitó la capucha con un gesto y un rostro pálido y sonriente apareció. Estaba cubierto de cicatrices.
—Un peón, un campeón o un soplón, ya no me acuerdo —contestó con aire bromista—. ¿Es usted Deyl? —Asentí y él me extendió una mano amiga—. Kathas para servirle. Es un honor conocerlo. Salí en su busca, bajo las órdenes de Isis.
—¿De Isis o de Ralkus? —inquirí.
—De Isis —sonrió Kathas—. ¡No tengo suficiente posición como para recibir órdenes de un Consejero!
Hice una mueca.
—Ya, bueno. Mire, precisamente iba a marcharme de aquí.
—Sí, eso es evidente. Es un milagro que lo haya encontrado en este pueblo. ¿Es cierto que su hermano lo dejó solo en este albergue para dirigirse hacia el sur? ¿Han encontrado a la princesa?
—Er… —Vacilé y decidí finalmente no precipitarme—. Estábamos en ello. Pero ya casi estamos. Ve a decirle a Isis que no se preocupe.
Kathas esbozó una sonrisa irónica.
—Hace más de un mes que se han ausentado ustedes.
—Ah… ¿de verdad?
—De verdad. Pero, de todas formas, Isis ya no se preocupa por la princesa. Tiene pensado algo mejor. Me pidió que les trajese de vuelta a Eshyl urgentemente, a usted y a su hermano.
Emití un siseo ahogado.
—Es… Pero usted… Espere. ¿Habla en serio?
El hombre con cicatrices asintió vivamente.
—Hablo en serio. A veces me pasa. Así que, si se siente con la suficiente fuerza para emprender el viaje, le invitó a reunirse conmigo mañana al alba. Tengo un caballo para usted. Iremos a buscar a su hermano y volveremos a Eshyl. ¿Qué le parece?
Suspiré, impaciente.
—Estupendo. Pero ¿qué estabas diciendo antes, sobre la princesa? ¿Por qué Isis ya no la quiere?
Kathas se encogió de hombros.
—Yo sólo soy un peón, como bien dice. Ya sabe, no conozco muy bien los detalles… —Lo fulminé con la mirada y sonrió con todos sus dientes—. En mi opinión, no es que Isis ya no quiera la princesa, pero los Consejeros se han puesto de acuerdo para abandonar la monarquía y crear un parlamento para que lo dirija todo.
Tragué saliva.
—Un parlamento —repetí, aturdido.
—Y pues, sí. Es por culpa de los Tanante, seguramente. ¡Al rey de Tanante va a darle un mal cuando sepa que no podrá gozar de su herencia legítima! —Dejó escapar una risita—. Es asombroso cómo estos dirigentes consiguen complicarse la vida.
A pesar mío, le devolví una media sonrisa.
—¡Ah! —dijo—. No me imaginaba que fuera tan joven. Visto todo lo que se cuenta sobre ustedes, entre compañeros de oficio… ¡Pero basta de parloteos!, como decía Isis. ¿Quiere que le espere al alba ante el albergue?
Asentí con la cabeza. No era precisamente el mejor momento para darle el esquinazo.
—Sí. Espera. ¿Trabajas para Isis desde hace tiempo? —inquirí.
Kathas se encogió de hombros.
—Desde hace unos meses. Antes trabajaba para el rey de Tanante.
Calló, mordiéndose el labio. Tal vez pensase que había hablado demasiado. Me reí por lo bajo.
—Entonces debes de estar bien entrenado. Dicen que los Tanante son los reyes de las intrigas. ¿Cuántos años tienes?
—Veintidós.
Agrandé los ojos.
—Vaya —resoplé, impresionado—. Y esas cicatrices ¿las tienes por haberte afeitado con prisas, tal vez?
Mi pulla pareció herirlo y me arrepentí enseguida de haberla sacado.
—Ya veo, es usted muy chistoso —se limitó a replicar Kathas.
—Perdón, es por costumbre. Soy así. Por cierto, puedes tutearme, eh. Bueno. —Le di una palmadita sobre el hombro para despedirme—. Nos vemos mañana, pues.
Kathas asintió con la cabeza y me miró con curiosidad.
—¿Vas a subir como has bajado?
Arriba, sobre el borde de la ventana de mi cuarto, Nuityl nos observaba, burlón. Hice una mueca.
—Sí, ¿por qué?
Kathas se cruzó de brazos.
—¿Puedo ver cómo lo consigues?
Me sentí algo nervioso pero no repliqué. Me aferré a una piedra y luego al borde de un postigo. No es que fuera una ascensión particularmente elegante, pero llegué a la ventana con poco más que algún rasguño. Nuityl maulló alegremente.
—No te hagas el listo —lo previne.
Me giré hacia la ventana y eché un vistazo hacia la calle. Kathas había desaparecido y, en su lugar, una patrulla nocturna de guardias de Ahinaw pasaba por la calle. Me apresuré a cerrar los postigos. Sólo faltaba que uno de esos me hubiese visto, cinco años atrás, y que me denunciase al príncipe Evitado. Todo era posible. ¿Y si Kathas me había engañado y se trataba en realidad de un espía de Ahinaw? No, eso era absurdo. Kathas había dicho la verdad. Esa historia de parlamento… Resoplé, cubriéndome con las mantas. Eso sí que no me lo esperaba. Pero, si los Consejeros decidían olvidar la Corona, ¿qué iban a hacer con Uli? ¿Cambiarían de idea si la viesen aparecer?
Conociendo a varios Consejeros y conociendo a Isis, vi de pronto la situación de Uli más crítica de lo que me había parecido antes. Todo dependía de si la princesa lograba recuperar su cuerpo, claro: si no, sólo le quedaría vagabundear de bosque en bosque… Sacudí la cabeza, rechazando ese triste destino. Fuese cual fuese el destino de Uli, yo no la abandonaría.
—Puede parecer extraño, Nuityl, pero la princesa me cae muy bien —murmuré en la oscuridad.
¿Hasta el punto de desobedecer las órdenes de Isis o las de Ralkus? La respuesta tardó en llegar. Es que no era nada fácil, me dije. Si, por ejemplo, Isis nos exigiese a Rinan y a mí que le hiciéramos un informe exhaustivo, como lo pedía en ocasiones para las misiones importantes, ¿sería capaz de mentirle? Sí. Al fin y al cabo, tampoco era tan difícil. Pero lo malo era que no podía dejar a Uli sola. Si volvía a Eshyl con Kathas, ¿cómo podía arreglármelas para que la princesa nos siguiese sin que este se diera cuenta? ¿De veras era una buena idea introducirla en la capital? Antes debía asegurarme de que el destino que le tenía reservado Ralkus a la princesa no era la muerte. No había que apartar ninguna eventualidad. Ralkus podía cambiar de opinión de la noche a la mañana. Era uno de los Consejeros más peligrosos, decidí.
Suspiré y oí el ronroneo adormilado de Nuityl.
Cabía otra posibilidad, por supuesto: la de huir. Me marchaba a hurtadillas del pueblo sin avisar a Kathas, volvía con Rinan y Uli y nos íbamos los tres juntos lejos de Ravlav… sin dinero y sin zapatos. Tuve una sonrisa de autoburla. Rinan iba a estrangularme si hacía eso. Después de todo, nuestros conocidos nos llamaban los espías de Simraz. Simraz, me repetí con una mueca. Aún recordaba con acusada nitidez el día en que mi hermano y yo habíamos jurado fidelidad a la semi-diosa de la Daga Azul, entidad de la Diplomacia, actuando así como había actuado Isis, antaño.
—¡Que Simraz guíe vuestros ojos, vuestras manos y vuestro pensamiento! —había exclamado Isis con un tono ceremonioso que, joven como era, me había dejado boquiabierto.
Había jurado votos de lealtad con quince años, un poco precipitadamente, el día posterior a la muerte del rey Koyben de Akarea. Isis no pareció muy afectado por ese asesinato, pero ¿había participado en él? Lo ignoraba. En todo caso, yo pasé rápidamente al servicio del señor Ralkus. No me había faltado razón cuando le había dicho a Uli que mi vida había sido más monótona que la suya: jamás había tenido tiempo de apreciarla. La había recorrido sin vivirla… Y, en fin, ya me estaba poniendo melancólico.
Bueno. Pero ¿podía yo actuar sin responder por esas famosas palabras que había pronunciado ante los Consejeros? ¡Lealtad, abnegación y diligencia a cambio de dinero, una pensión y «una vida resuelta»! Resuelta para quién, eso, no lo especificaban.
Esa enfermedad me había dejado sin fuerzas y por ello, cuando desperté al alba sobresaltado y vi a la hija del posadero dejar una bandeja sobre la mesilla de noche canturreando, tuve que hacer un inmenso esfuerzo para no caer dormido otra vez. Kathas me estaba esperando.
—Vaya, pareces estar mejor, forastero —soltó la muchacha—. Cómete esto. Y, oye, espero por tu bien que tienes pensado pagar al médico, ¿eh? El otro que te acompañaba nos prometió que lo haría y que sería generoso. ¿No era una mentira, al menos?
Enarqué una ceja y cogí un buñuelo. Estaba riquísimo.
—Lo pagaremos todo —aseguré al fin.
La joven hizo una mueca.
—Más te vale. Porque si no lo haces puedes estar seguro de que mi padre te arrancará las orejas. —Sonrió, traviesa, con las manos en las caderas—. ¿Qué miras, akareano?
Puse los ojos en blanco y volví a interesarme por el buñuelo. Ella se fue a abrir los postigos y la luz del día bañó toda la estancia.
—No eres muy hablador —observó entonces—. Hay un tipo que te espera abajo. También es de tu reino, según he entendido. ¿Sois amigos?
—Un poco —contesté, mientras cogía un segundo buñuelo.
Hizo otra mueca.
—¿Un poco amigos? Tienes una curiosa forma de hablar. —Marcó una pausa—. No parece muy gracioso él tampoco. Tiene la cara llena de cicatrices.
La ancha sonrisa que me dedicó me dejó perplejo.
—Esto… sí.
—¿Es un guerrero?
Sus ojos se habían iluminado.
—Eso. Es un guerrero. ¡Estos buñuelos están riquísimos! —declaré. Y me levanté—. ¿Vienes, Nuityl?
El gato de las nieves asomó tímidamente la cabeza de debajo de la cama. La joven dio un respingo.
—¡Creía que el otro se lo había llevado! —dijo, muy animada—. ¡Qué monada!
Nuityl empezó a gruñir y me fue difícil reprimir una sonrisa.
—Nuityl, vamos. —Cuando alcancé el umbral, me detuve—. Por cierto, ¿por qué cerráis la puerta, de noche?
La muchacha se sonrojó ligeramente.
—¿Eh? Oh. Manías de mi padre. Desconfía de los forasteros. Pero, dime, ¿te vas así, descalzo, sin ponerte nada?
Bajé los ojos hacia mis pies callosos. Sonreí.
—A menos que me propongas otra cosa…
La muchacha puso los ojos en blanco.
—Va a costarte más caro —previno con el índice levantado—. Unos zapatos… ¡Ahora mismo te los busco!
Bajé a la taberna pensando que esa joven resultaba ser simpática. Encontré a Kathas sentado a una mesa, tamborileando con una mano, impaciente. Se levantó de un bote al verme.
—¡Ya son más de las nueve!
—Lo siento. Aún estoy algo enfermo —me disculpé—. Buenos días —le dije al tabernero, quien me contestó con un breve gesto de cabeza. Me senté a la mesa y le hice una seña a Kathas para que me imitara—. Oye, estaba pensando, dado que ahora somos socios, ¿no podrías hacerme un favor?
Kathas enarcó una ceja, desconfiado.
—¿De qué se trata?
—Estoy sin blanca —murmuré—. Rinan me dejó aquí sin nada… iba con prisas —expliqué para justificarlo—. De modo que… ¿podrías adelantarme un poco de dinero para pagar el albergue, el médico y…?
—¡Ya he encontrado las botas! —exclamó la joven, corriendo escaleras abajo.
—Y las botas —acabé por decir.
Mientras el posadero preguntaba qué era eso de las botas, el rostro de Kathas se iluminó con una sonrisa.
—Faltaría más, amigo mío, dalo por hecho.
Cuando me puse las botas, viejas pero en buen estado, aprobé e hice un saludo de agradecimiento exagerado.
—Su hija es la bondad en persona —dije al posadero con un tono solemne de bardo.
Mientras la muchacha tomaba una expresión desenfadada, como diciendo «Ya lo sé», su padre se ruborizó.
—Venga ya —replicó—. ¡Váyase con sus melindres a otra parte y vuelva a su reino!
Salimos del albergue alegremente y montamos los dos caballos de Kathas. Me costó convencerle a Nuityl de que se mantuviese tranquilo sobre la silla, pero acabé consiguiéndolo y nos alejamos del pueblo al trote.
—Ese gato que tienes es algo raro —observó el Cicatrices—. Es… grande.
Hice una mueca, sabiendo de sobra que los gatos de nieves no tenían una reputación que se dijese muy buena.
—Está domesticado.
Nuityl alzó la cabeza vivamente y no pude evitar sorprenderme de nuevo: parecía siempre entenderlo todo. Le guiñé el ojo y el pequeño tigre puso los ojos en blanco antes de posarlos sobre el paisaje en movimiento.
—Bueno, entonces, ¿dónde se ha metido el gran Rinan de Simraz? —preguntó Kathas cuando perdimos de vista la aldea.
Arqueé una ceja ante su aire socarrón.
—¿No te estarás burlando de mi hermano?
El Cicatrices pareció turbarse durante un instante y me carcajeé.
—Así que vienes de Tanante. ¿Creciste ahí?
—Sí… —Vaciló—. Pero ¿y tú hermano?
Señalé el camino con un gesto de barbilla.
—De momento, continuamos todo recto. Rinan ha vuelto al Bosque Azul.
Observé, divertido, la mirada inquieta de Kathas. Su pelo castaño caía sobre sus hombros como una cascada. Volví a preguntarme cómo demonios había conseguido tener un rostro con tantas cicatrices.
—¿Vamos a entrar en el Bosque Azul? —interrogó. Su voz no temblaba, al menos, comprobé.
—Ajá. —Marqué una pausa—. Tienes un arma, ¿verdad?
—Er… Sí. Una daga —asintió—. Y una espada corta en mis sacos.
—Perfecto. Porque yo no tengo nada.
—Pero… —Kathas carraspeó—. Ese bosque es peligroso.
—¿Peligroso? —repetí, falsamente sorprendido—. Oh, ¿hablas de los trasgos, de las serpientes o bien de los árboles-devoradores? Bah, no les prestes atención.
Me miró con fijeza desde su caballo.
—¿Árboles-devoradores? —tartamudeó.
Me esforcé por no estallar de risa.
—Sí. Y también hay trolls. Pero te aseguro que, si somos lo suficientemente rápidos, no nos cogerán. Confía en mí.
Le dediqué una ancha sonrisa. Kathas meneó la cabeza, indeciso.
—Me estás tomando el pelo.
Tuve una ataque de risa y Nuityl maulló y bufó, el caballo se encabritó y lo controlé justo a tiempo, con las lágrimas en los ojos.
—¡Perdón, Kathas! No he podido resistirme.
Sin embargo, Kathas sonreía.
—De modo que no entramos en el Bosque Azul, ¿verdad?
Hice una mueca, recobrando mi seriedad.
—Sí que entramos. Pero no te preocupes, no hay trolls en ese bosque, que yo sepa. Sólo es un poco laberíntico.
La aprensión de Kathas era manifiesta.
—Escucha —dije—. Propongo más bien que volvamos a Eshyl. Así podré vestirme más decentemente y cogeré una espada. Luego, volveré a por Rinan y U… y ya está —dije, interrumpiéndome.
Kathas frunció el ceño.
—Isis me pidió que avisase a Rinan, también.
Puse los ojos en blanco.
—Sí, pero, visto cómo están las cosas, con esta túnica y sin espada, no estoy como para entrar en el Bosque Azul. Y tú te perderías al de dos minutos.
—¡Ah! —gruñó, herido—. El gran espía ha hablado.
Resoplé, impaciente.
—He dicho eso porque Rinan y yo nos perdimos y vagamos por el bosque durante días, ¿vale? Y claro, tienes razón, quién sabe, tal vez tú seas capaz de encontrar a Rinan en la jungla sin guía, pero tengo mis dudas.
El Cicatrices había adoptado una expresión sorprendida ante mi franqueza.
—Bueno —dijo, más tranquilo—. Está bien, te escucharé.
Un problema menos, pensé. Llegado a Eshyl, me informaría sobre el cariz que habían ido tomando los acontecimientos en lo referente a la princesa Uli. Debería afrontar las preguntas de Isis, por supuesto, e iba a tener que inventarme una buena historia. Desde luego no le iba a hablar de fantasmas… ni de mi collar.
Seguimos cabalgando hasta llegar a Sisthria, condado de Ravlav. La ciudad había cambiado desde mi última visita: se habían talado casi todos los árboles de un parque, se habían construido otras casas y ensanchado una avenida.
—¿Vamos a visitar al conde? —inquirió Kathas mientras avanzábamos entre la gente.
Lo miré, extrañado.
—¿El conde?
Kathas se ruborizó.
—Pues sí… Creía que tenías buena relación con los nobles de Ravlav.
Resoplé, a la vez molesto y divertido.
—Te veo bastante optimista. No, si quieres un consejo, cuanto menos se ven a los condes, barones y reyes, mejor. Tomaremos algo en una taberna, al sur de aquí, y seguiremos el viaje. Quiero estar de vuelta a Eshyl antes de que anochezca.
Kathas balanceó la cabeza de un lado al otro.
—Va a ser difícil llegar antes de que anochezca.
—Claro que no —repliqué—. Los caballos galopan bien.
Kathas sonrió, divertido, pero no contestó. Tomamos una comida caliente en una taberna llamada la Caverna y, cuando salimos, me ensombrecí: el cielo se había oscurecido y espesas nubes negras se avecinaban de nuevo desde el este.
—¿Algún problema? —preguntó Kathas, subiéndose a su caballo.
El viento hizo revolotear unos mechones negros ante mis ojos.
—Ninguno —repuse.
Espoleé mi montura y salimos de Sisthria al trote y luego al galope. Media hora más tarde cruzamos el Puente Siflecha, por donde habíamos pasado, Rinan, Uli y yo con tantas dificultades. Bordeamos el Bosque Azul, avanzando rápidamente hacia el sur, sobre el Camino de Cantor. Un trueno retumbó. Las nubes arrojaban agua y las ráfagas silbaban a mi oído. Con el corazón pesado, me pregunté cómo Uli y Rinan vivían esa nueva desventura. Al menos estarían seguramente a cubierto, en el bosque. Si realmente habían llegado hasta ahí…
Los caballos cabalgaban a galope tendido. Nuityl, aferrado a mi silla, mostraba una expresión sombría, con los bigotes caídos y la mirada gruñona. A través de las flechas de agua, divisé la sonrisa radiante de Kathas. Completamente hundido, el joven parecía feliz. Sonreí. Lo cierto era que ese Kathas era más bien simpático.