Página principal. El espía de Simraz
Encontramos al mago sentado en la biblioteca, con varios libros abiertos ante él y dos candelabros que brillaban con fulgor. Estaba tan concentrado que Rinan y Uli pudieron detallarlo antes de que levantara la cabeza, alertado por el maullido de Nuityl. El gato de las nieves pasó junto a él, frotándose contra una de sus piernas.
—¡Oh! —soltó Herras—. Cuidado, Nuityl. Buenos días —dijo entonces, sonriente.
Pestañeó para tratar de vernos en la penumbra. Les hizo una señal a Uli y a Rinan para que avanzaran.
—Herras, te presento a la princesa Uli de Akarea y a Rinan, mi hermano.
Uli avanzó todavía unos pasos más para entrar en el círculo de luz… lo que la volvió todavía más invisible.
—Es un placer conocerlo, mago —sonrió.
Herras entornó su ojo normal con la expresión concentrada para intentar ver su rostro.
—El placer es mío —dijo al fin, escrutando los ojos azules de Uli. Sus labios dibujaron una sonrisa boba—. ¡Jamás había visto a tantos fantasmas! Sentaos. Creo que ya he conseguido entender el enigma.
Abrí muy grande los ojos y me senté junto a él, impaciente.
—¿Has conseguido descifrar las runas?
—Era algo delicado —confesó—, pero creo que lo he descifrado más o menos todo. Dime, ¿qué hora es?
—Oh. El sol empezaba ya a desaparecer detrás de los montes —lo informé—. Bueno, ¿y las runas?
Rinan y Uli se sentaron a nuestro lado y Herras nos enseñó mi cuaderno: había garabateado palabras debajo de mis dibujos.
—Esto es lo que he entendido. —Carraspeó y entornó de nuevo los ojos para ver lo que había escrito—. «La lumbre, perdida, quemante…» —giró la página siguiente para la segunda runa—: «del relámpago turbará… la maldición, terrible, sin cuerpo… cual un pulpo gigantesco… que morirá entonces… hasta que el día se levante de nuevo en el viento lejano del poniente».
Tradujo la última runa y calló un momento, como reflexionando sobre el sentido de su frase. Entonces rompió el silencio consternado:
—No tiene ningún sentido —suspiró—. Tengo que volver a empezar. Lo que pasa es que el sentido de esos signos puede variar en función de la profundidad —explicó—. Y hay tantas combinaciones posibles…
—Al menos, hay un pulpo —hizo notar Uli, siempre optimista.
—Sí, pero no —replicó el anciano, enervado—. Tengo que seguir trabajando. Según este libro, el relámpago también podría ser un ciervo o una idea de futuro que refuerce el hecho de turbar. Pero yo tenía la intuición de que tenía que ser un relámpago. Sin embargo la frase no tiene ningún sentido. Lo siento.
Agarró un gran volumen mientras yo meditaba sobre el enigma. Efectivamente, carecía de sentido y, a decir verdad, esperaba algo un poco más concreto.
—¿Qué lumbre? —preguntó Rinan, pensativo.
Parecía haberse recuperado de su encuentro con el nigromante, observé.
—Ni idea —dije—. Pero, dime, Herras, ¿realmente crees que, en ese estilo de grabados, se ponen comparaciones tipo «cual un pulpo gigantesco»? Porque eso alarga inútilmente el enigma. No le veo yo el interés.
—Quién sabe —contestó pausadamente Herras. Su mirada alternaba entre mi cuaderno y su libro todos los segundos—. Tal vez sea un poeta el que haya escrito esto.
—¡Un poeta! —exclamó Rinan—. Sólo nos faltaba eso, que hiciese metáforas.
—Es el principio de un enigma —intervino Uli con tono paciente—. Todo es confuso y es normal. Sólo nos toca pensar detenidamente en lo que significa esa frase.
—No pienses tanto en ello, jovencita, ese enigma no tiene ni pies ni cabeza —gruñó el mago, alzando los ojos por un breve instante—. Ningún hechicero, poeta o no, haría un enigma tan incomprensible si de veras quisiese que alguien lo resolviese. Id a descansar, os avisaré cuando haya encontrado algo.
—No estamos cansados —aseguró la princesa—. ¿Puedo ayudarlo?
Herras enarcó su ceja única.
—¿Conoces las runas?
—Er… No —confesó ella—. Pero quiero ayudar.
—Ah. Pues, si quieres ayudar, intenta encontrarme todos los libros que hablen de runas en esta biblioteca. Seguramente deben quedar algunos que yo no haya visto. Por cierto, Deyl, acércate. Aquí, este pequeño signo que has puesto, aquí, ¿estás seguro de que era así en el original?
Hice una mueca al ver a Uli sobresaltarse y mirarme con ojos azules burlones, como queriéndome decir «me olía la mentira». Me incliné sobre el cuaderno, rehuyendo su mirada.
—Esto… —dije, abstraído—. Debo decir que no me acuerdo, Herras. Lo siento. Soy un copista de lo más mediocre.
—A ver —intervino Uli—. He contemplado los grabados durante horas y horas. Me acuerdo de ellos como si los tuviese delante.
Nos quedamos todos muy sorprendidos.
—¿Es eso cierto? —dijo Herras con viveza. Realizó un ademán apresurado—. Entonces olvida esos libros y siéntate conmigo. Vas a ayudarme a reparar estos dibujos. ¿Te acuerdas también de la profundidad de los grabados?
Uli balanceó su cabeza transparente de derecha a izquierda, pensativa.
—Es posible —afirmó.
—¡Por todos los Lagartos! —El mago sonreía anchamente—. Vuestra princesa va a salvaros de la maldición, muchachos. Manos a la obra.
Sí, bueno, de todas formas, la maldición ya no me afectaba, pensé, mientras le hacía una seña a Rinan para que saliésemos de la biblioteca. Cerré la puerta detrás de Nuityl y encendí una de las candelas que se había apagado. De pronto, para mi asombro, Rinan se desplomó contra las alfombras.
—¡Rinan! —exclamé, precipitándome hacia él—. ¿Te encuentras bien?
Él se ocultaba el rostro con las manos.
—Yo… lo siento mucho, hermano —jadeó—. Todo esto ocurre por mi culpa. Si no me hubiese precipitado dentro de esa torre… Oh, que Ravlav me proteja, ni siquiera puedo llorar.
Le di unas palmaditas sobre su hombro etéreo.
—Anda, Rinan. Hemos pasado por situaciones peores —mentí—. Y además, un hombre no llora, de todas formas.
—Ya, ya —inspiró ruidosamente Rinan, apartando los dedos de sus ojos negros centelleantes—. No sé quién habrá dicho eso, pero era un idiota. —Sonreí y él volvió a inspirar—. Cómo me gustaría que ese nigromante lo arreglase todo. ¿No decías que tenía unos objetos mágicos capaces de ayudarnos a anular el sortilegio como lo hace tu collar?
Me incorporé, asintiendo.
—Me habló de una capa. Pero su efecto sólo es temporal. Lo mejor será que resolvamos ese maldito enigma.
Rinan me miró con fijeza.
—Así que tú piensas que es factible. Es… reconfortante. Bah, ¿sabes? Me das envidia con tu collar.
Me mordí un labio. Acostumbrado como estaba a analizar todas las posibilidades, me vino en mente un pensamiento terrible. ¿Y si Rinan fuera capaz de robarme el collar? Era una idea de lo más estúpida, pero no podía dejar de pensar que, si en lugar de Rinan, hubiese estado Isis, por ejemplo, me habría cuidado de dormir a su lado.
Mientras preparaba la infusión, le conté a mi hermano todo lo que había ocurrido realmente en Ahinaw así como mi estancia prolongada en casa de Herras. Rinan empezó a ver al antiguo nigromante según un punto de vista menos negativo. Y pensar que, la víspera, hubiese jurado que él jamás habría aceptado la idea de que un nigromante mereciese vivir. Recordaba con demasiada nitidez la escena de hacía tres años…
Habíamos sido enviados por el señor Ralkus a una pequeña aldea llamada Maronne para exigir en nombre del rey que el gobernador de la región bajase los impuestos sobre el trigo y se alinease con respecto a las reglas del reino. En realidad, Isis nos había avisado de que nos mantuviésemos alerta.
—Hay algo extraño en ese pueblo —nos había dicho—. Según los rumores, el gobernador formaría parte de una especie de secta peligrosa que rinde culto a la muerte. Estad atentos al mínimo indicio que pueda demostrarlo y, en cuanto tengáis las pruebas, regresad.
El gobernador había resultado ser efectivamente cómplice de un nigromante y, tras nuestro regreso, los Consejeros se habían apresurado a quemar a este último y mandar al primero a las mazmorras. Habían aprovechado para colocar a uno de los suyos a la cabeza de Maronne. Rinan había quedado tan traumado por toda esa historia que decidí definitivamente no hablarle de Herras… hasta ahora.
—Deyl —soltó entonces Rinan, rompiendo un largo silencio. Yo ya había acabado mi infusión y ambos estábamos sentados el uno frente al otro, sumidos en nuestros pensamientos. Levanté los ojos hacia él.
—¿Sí?
Vaciló.
—Si un día recobramos nuestros cuerpos, ¿qué vamos a contarle a Isis?
Resoplé.
—Es una buena pregunta.
—Sobre todo que Isis lo adivinará enseguida si le mentimos —suspiró Rinan—. Nos conoce demasiado bien.
—Bah. Nos preocuparemos de ello en su momento —le aseguré.
Rinan desveló una media sonrisa.
—Tú que sueles ser tan previsor, ¿te preocuparás de ello en su momento? ¡No me lo creo! —protestó con un tono socarrón.
Le devolví la sonrisa y me sobresalté al oír un grito.
—Esa era Uli —dije, levantándome de un bote.
Rinan emitió un carraspeo mientras yo me precipitaba hacia la biblioteca.
—¿Deyl…? Es la princesa Uli, te recuerdo.
—¿Cómo? —Ya extendía la mano hacia la manilla, pero la puerta se abrió en volandas y el fantasma de la joven apareció en el recuadro.
—¡Lo hemos encontrado! —exclamó con una enorme sonrisa.
Rinan suspiró al tiempo que la esperanza me invadía.
—No importa —masculló mi hermano y, en voz alta, interrogó—: ¿Qué habéis encontrado?
Desde el interior, nos alcanzaba la exclamación de júbilo de Herras:
—¡Y pues claro! ¡Era evidente!
Uli nos invitó a que entráramos con un ademán.
—No andábamos tan desencaminados con lo del pulpo —nos dijo con voz trémula—. Entrad, ¡daos prisa!
Nos apresuramos a reunirnos con el mago.
—¡Ya está! —declaró alegremente—. Lo hemos descifrado todo.
—¿Y? —inquirí.
—¡Paciencia! Sentaos y escuchad. —Blandió una hoja donde, por lo visto, había escrito el famoso enigma y clamó—: «Aquí yace el Espíritu de la Luz que liberará de la maldición a los Sin-Cuerpo cuando, cual un fénix, renacerá de sus cenizas mojadas bajo la forma de un pulpo gigante».
Uli estaba sobreexcitada. Rinan y yo palidecimos. ¿Y eso era todo?, me pregunté, aterrado, sin entender nada. Mi hermano, sintiendo sin duda que toda esperanza acababa de hacerse trizas, suspiró:
—Bueno, ¿y dónde anda esa capa?
Uli nos vio tan desesperados que no pudo aguantarse y se echó a reír.
—¿No lo veis? ¡Pero si es evidente! En la sala de la torre, había un cofre lleno de cenizas, ¿no os hablé de él? Pues ahora lo sabéis. Basta con mojarlas. Entonces el pulpo aparecerá y el sortilegio morirá. ¡Así de sencillo!
La miré fijamente, atónito. ¿Bastaba con regar con agua las cenizas para destruir el sortilegio? Bueno, al menos, era más creíble que matar un pulpo en el Infraviento, me dije.
—Pero, ¿y la torre? —dijo Rinan, recuperándose antes que yo—. Ahora está totalmente destruida.
Adiviné la mueca de Uli.
—Es verdad. Pero ese cofre era resistente. Era duro de romper. Y las cenizas no se rompen, son cenizas.
Rinan, con un súbito arranque, se levantó.
—En marcha.
Herras frunció el ceño.
—Tranquilizaos un poco todos. Es de noche. Si tantas prisas tenéis, os marcharéis mañana al alba, pero no es una buena idea pasearse en las montañas de Cermi en plena noche, ¿vale? Bueno. Y ahora voy a enseñaros esa capa.
Los ojos transparentes de Rinan destellaron con un brillo extraño.
* * *
—¡La princesa soy yo, te recuerdo! —gruñó Uli con un tono mordaz.
Bajábamos la cuesta hacia la meseta bajo los primeros rayos del día. Antes de perder de vista la mazmorra, levanté una mano. Herras, vestido con su túnica roja, me devolvió el saludo. Había insistido para que me llevase a Nuityl. Según él, el gato de nieves necesitaba vivir aventuras.
—No puede quedarse a holgazanear conmigo indefinidamente —había razonado.
Por un lado, me alegraba tenerlo conmigo: sentía mucho cariño por ese pequeño tigre. Sin embargo, adiviné el pensamiento escondido de Herras: preveía que no viviría mucho más tiempo y no deseaba dejar al gato solo y abandonado. Con ese triste pensamiento, desvié la mirada.
—Pero ya la ha llevado anoche, alteza —gruñó Rinan, levemente irritado.
Hablaban de la capa: Rinan había insistido en llevarla durante la bajada y la princesa había aceptado, pero ahora refunfuñaba, como lamentando su decisión. Mientras bajábamos, en ningún momento le solté la mano.
—Venga, dejad de reñir —intervine—. En unos pocos días, estaremos todos como nuevos.
Uli no replicó y se dejó llevar. Era una suerte que ya no fuésemos todos fantasmas porque, aquella mañana, el viento soplaba. Cuando llegamos a la meseta, dejé escapar un gemido gruñón.
—Estos zapatos son todo menos zapatos.
Rinan asintió con la cabeza, contemplando sus propios pies con aire ceñudo. Aquella noche, nos habíamos fabricado unas sandalias pero con tales prisas que eran más bien poco resistentes.
—Yo si fuese tú, me quitaría la capa —le aconsejé—. Ya le has oído a Herras, el contra-sortilegio no puede durar más de cuatro horas seguidas. Más vale guardar sus energías para cuando realmente las necesitemos.
Rinan concedió que tenía razón y, mientras se quitaba la capa, lo vi reconvertirse en fantasma.
—Es más agradable transformarse en fantasma que en humano —apuntó.
Resoplé, divertido, al tiempo que guardaba su ropa en el saco que me había dado Herras. Mi hermano nos hizo seña para que avanzásemos y, como el viento seguía soplando, los cogí a ambos de la mano. Andábamos desde hacía tal vez una hora cuando Uli siseó entre dientes y nos detuvo.
—Trasgos.
Agrandé los ojos, alarmado. Ese no era el momento ideal para encontrarse cara a cara con esas criaturas.
—¿Dónde? —inquirí.
—Ahí.
Seguí la dirección de su índice y vi aparecer unas sombras. Nos agazapamos detrás de un arbusto y permanecimos inmóviles largo rato, amedrentados… Y entonces solté una carcajada.
—¡No son trasgos, son humanos!
Uli entornó los ojos, extendiendo el cuello para ver mejor.
—¿Estás seguro?
—Seguro a cien por cien —afirmé.
Rinan asintió.
—Pero eso no cambia el hecho de que debemos pasar desapercibidos —observó.
Entonces, a nuestras espaldas, resonó una exclamación.
—¡Lo encontré!
Me paralicé un instante.
—¿Buscan a alguien? —murmuró Rinan entre dientes—. ¿A quién?
Al parecer, a mí, pensé, sobrecogido. Las personas se acercaban… Y entre ellas, se encontraba el cazador, Yarosh el Búho. Vi venir el peligro y resoplé:
—Escondeos y, si se tuercen las cosas, corred fuera de la meseta en cuanto podáis. Voy a intentar entretenerlos.
Mi hermano me miró, preocupado, bajo la sombra del matorral.
—Evitad las sombras —añadí, antes de avanzar hacia los cinco hombres que se allegaban, con Nuityl siguiéndome de cerca—. ¡Buenos días! ¿Qué tal el día de caza?
Detrás de mí, un joven muchacho surgió del sotobosque. Debía de ser aquel que me había descubierto, suspiré con resentimiento.
Yarosh el Búho me contemplaba, pasmado.
—¿Está vivo?
Parpadeé y entendí al fin lo que ocurría: el cazador, al volver a Ahuzath, había debido de notar que el peregrino no había vuelto al templo y había alertado al pueblo, creyendo seguramente que alguna bestia me había devorado. Era amable de su parte.
—Er… sí, ¿por qué? —repliqué, amable, desempeñando el papel del peregrino Oronis inconsciente—. Simplemente he querido pasar la noche en estos hermosos parajes, ¿está acaso prohibido?
Los cazadores intercambiaron miradas.
—No —respondió al cabo Yarosh—. Pero este lugar es peligroso para alguien que no va armado. Sobre todo de noche.
—¡Ah! —dije, sonriendo con aire despreocupado—. No os preocupéis por eso. Los Dioses velan sobre mí. Pero llegáis en buen momento. Justamente iba a marcharme hacia otras comarcas más lejanas y me alegro de poder deciros adiós. Que las Almas Divinas os protejan. Que tengáis un buen día.
Esbocé un saludo típico de los Oronis y me alejé, dejándolos plantados y enmudecidos. Nuityl se pegaba a mis piernas, asustado.
—¡Nuityl…! —le cuchicheé con apremio.
El felino estaba muy nervioso: estaba claro que no estaba acostumbrado a pasar tan cerca de otros humanos. Cuando llegaba a otro bosquecillo, le di una palmadita en la cabeza.
—¡Ánimo, Nuityl!
Sus ojos verdes me miraron, con aire poco convencido. Retomé la marcha, dirigiéndome hacia el sur. Apenas un cuarto de hora después, cuando salí del bosquecillo, junto al borde de la meseta, oí a Rinan que me llamaba. Levanté los ojos, turbado, y los encontré a ambos aferrados a una rama a dos metros del suelo.
—¡Es por el viento! —explicó Uli, asustada.
Efectivamente, las ráfagas se habían intensificado. No vi una mejor idea que atraparlos por los pies y estirarlos para abajo.
—Gracias —soltó mi hermano.
Me apresuré a tomarlos de la mano.
—Odio los fantasmas —suspiró Rinan.
Me carcajeé y él me fulminó con la mirada. Enseguida adopté un aire inocente.
—Aparte de eso, ¿todo bien?
—¿Quiénes eran esos hombres? —inquirió.
—Cazadores. Uno de ellos me vio ayer y por lo visto se preocupó por mí. Me hice pasar por un peregrino Oronis.
Rinan tuvo una media sonrisa.
—¿Shab Ilshund de Treval?
Hice una mueca, sonriente, y asentí con la cabeza.
—El mismo.
Uli nos miró, intrigada.
—¿De qué estáis hablando? ¿Quién es ese Shab y por qué te haces pasar por él?
—Oh. Es por costumbre. Todos los Oronis se llaman Shab, o casi —bromeé—. Y además, cuando éramos más jóvenes, conocimos a un Shab Ilshund de Treval, en Tanante. Era todo un personaje.
La princesa hizo una mueca.
—Veo que el oficio de diplomático os ha enseñado muchos trucos.
Carraspeé, molesto, e indiqué el cielo con un gesto de la barbilla.
—Se avecina una tormenta.
Uli pareció olvidarlo todo para centrar su atención sobre las nubes negras que se acercaban desde el este.
—En marcha —dijo con aire valiente. Y añadió con una vocecita—: No nos sueltes, Deyl, ¿eh?
Sonreí y contesté:
—Jamás.
Media hora más tarde, la tormenta se abatió sobre nosotros. La lluvia tamborileaba contra las rocas y el viento se hizo tan violento que decidimos refugiarnos en un bosquecillo. La tormenta acabó por alejarse, dejándome completamente hundido. Me estremecí y los ojos de Uli se posaron sobre mí.
—Como decía, el otoño está al llegar —pronunció, como un profeta.
Salimos del bosque. Las nubes negras se deslizaban rápidamente hacia el sur, dejando atrás una tierra embarrada y resbaladiza. Gruñí y me quité las sandalias, hechas andrajos, antes de tirarlas al barro.
—No me sirven estrictamente de nada —dije, para justificarme.
En los minutos siguientes, tuve la sensación de cubrirme totalmente de barro y envidié casi los elegantes movimientos de mis dos compañeros fantasmas.
A decir verdad, empezaba a cansarme y a tener hambre, pero, como no avistaba ningún cobijo aceptable, me esforcé en seguir avanzando sin protestar. El sol declinaba ya cuando divisamos el Camino de Cantor.
—Un pueblo —observó Uli.
De hecho, a lo lejos, se podía columbrar una aldea perdida entre el terreno ondulado y desértico. Tan sólo algunos arbustos dispersos poblaban aquella región. El cielo era gris y conseguía ver sin dificultad a Uli y a Rinan.
—Hagamos un rodeo —propuse.
Acabábamos de reanudar la marcha cuando un ruido de cascos me interpeló. Me giré y vi a dos jóvenes jinetes recorrer el terreno al galope, hacia el camino. Ambos gritaban y reían a carcajada limpia. Cuando pasaron a escasa distancia, los miré con una sonrisa en los labios.
—¿Te acuerdas, Rinan? —solté—. Éramos igualitos, cuando teníamos su edad.
Rinan, que se había tirado al suelo, frunció unas cejas nebulosas.
—Tal vez.
Se incorporó cuando los caballeros se hubieron alejado.
—Dime, Deyl, ¿no estás un poco cansado? —preguntó entonces Uli.
Enarqué una ceja, sorprendido, y me di cuenta entonces de que acababa de bostezar.
—Er… sí, un poco —confesé.
—Diablos, es verdad —lanzó mi hermano—. Debes de estar reventado. Habérnoslo dicho.
—Boh —dije—. Había que avanzar, de todas formas. Pero no me vendría mal una pausa. Aunque, antes, alejémonos del pueblo.
Uli hizo una mueca burlona.
—Está bien.
Cuando anocheció del todo, les hice signo para que nos detuviéramos.
—Yo ya no veo nada.
Rinan y Uli se sentaron e intenté hacer un fuego. Sin embargo, con la lluvia, todo estaba húmedo y no tardé en renunciar. El aire no era demasiado frío, decidí. Aquella noche, estábamos callados, cada uno sumido en sus meditaciones. Recorrido de escalofríos, me arrebujé rápidamente en una vieja manta que me había dado Herras.
—Buenas noches —dije.
Ambos me contestaron y me dio una extraña sensación el saber que se quedarían velando junto a mí. Con los ojos perdidos en el cielo, contemplé largo rato las sombras de la noche antes de conciliar al fin el sueño.
Desperté con la mente en fuego, temblando de escalofríos.
—No —murmuré.
Los ojos azules de Uli me examinaban, inquietos. Aún era de noche, pero el cielo se había aclarado y la Luna brillaba detrás de un velo turbio.
—Tienes fiebre —me informó. En su voz vibraba la preocupación.
El rostro de Rinan apareció junto a mí, pálido, con la frente arrugada. Había vuelto a ponerse la capa, entendí.
—Su frente está ardiendo.
Sentí dos brazos fuertes cogerme de los hombros y levantarme a medias.
—Deyl. Voy a llevarte al pueblo. No podemos dejarte aquí.
Di unos pasos hacia delante, vacilante, y entonces pillé el sentido de sus palabras y me detuve.
—No. No podéis continuar sin mí —articulé débilmente. Tenía un terrible dolor de cabeza.
Nadie me contestó y me dejé llevar, medio inconsciente. El trayecto me pareció largo y corto a la vez. Oí finalmente unas voces y a Rinan, que contestaba. Un ruido de puerta y ya estábamos dentro de una casa.
—Por aquí —decía una voz hosca.
Entramos en un aposento y pensé que nos encontrábamos en un albergue. Rinan me ayudó a tumbarme en la cama.
—Oh, qué tontería —llegué a pronunciar.
Rinan me dio unas palmaditas sobre el hombro.
—No te preocupes. Descansa. En unos días, estaremos de vuelta —susurró.
Ardiente y helado, tembloroso y sin fuerzas, espiré.
—Esto no puede ser —deploré—. ¿No tendrás algo de srelina?
A través de mi vista nublada, percibí el sobresalto de Rinan.
—Deyl —siseó—. No vas a drogarte ahora. Ni lo pienses.
—Pues, mira, acababa de pensar en ello —repliqué, cerrando los párpados.
—Bah, duérmete ya. Y deja de pensar como Isis. Sobre todo, no te muevas de aquí y…
Se inclinó hacia mí. Sentí que movía algo.
—¿Qué estás haciendo? —inquirí, medio dormido.
—Nada, he escondido un poco tu gema —murmuró.
Al pensar en ello, abrí muy grande los ojos, aterrado.
—¡No deben quitármela!
Una mano helada se posó sobre mi frente.
—Duerme —me repitió.
Como si hubiese sido una orden, me sentí resbalar hacia las profundidades del sueño, vencido. En un susurro, dejé escapar:
—Cuida de Uli, hermano.