Página principal. El espía de Simraz
Cuando volví en mí, estaba tumbado sobre una alfombra, en la biblioteca. El viejo había debido de arrastrarme hasta ahí. Incluso me había llevado un cojín, observé. Y me moría de hambre.
Una ligera presión alrededor de mi cuello me recordó entonces todo lo que había ocurrido. Esa Gema del Abismo… Aún la llevaba alrededor del cuello. Pensé en quitármela, pero al cabo recapacité y la dejé donde estaba, decidiendo que era mejor preguntarle antes a Herras si podía deshacerme de ella ahora que la maldición había terminado. ¿Pero de veras había terminado?
Me incorporé y me masajeé las sienes. Me dolía terriblemente la cabeza. Herras me había dejado una especie de túnica gris usada y me la puse con movimientos lentos, sintiendo de nuevo mis músculos accionarse. Era más bien reconfortante sentirse al fin uno mismo. ¿Quién hubiera creído que un simple collar podía liberarme de mis problemas? Con este pensamiento, sonreí a solas y me di unas palmadas en las costillas, satisfecho, antes de dirigirme hacia la salida de la biblioteca.
Encontré al mago sentado a la mesa redonda, sumido en la lectura de un volumen relativamente pequeño.
—¡Ah! —soltó al verme entrar—. He encontrado lo que buscaba. Ven, siéntate y come. Te he preparado tu plato preferido.
Enarqué una ceja y comprobé, divertido, que ese plato consistía en una sopa de verduras con conejo. Nuityl, sentado al pie de la mesa, me siguió con la mirada hasta que me hube sentado. Balanceaba su cola regularmente y adiviné que le alegraría que le dejase algunos trozos de carne.
Miré hacia el plato, hambriento, pero me detuve antes de tomar la cuchara.
—Herras, gracias —declaré con sinceridad—. Sin ti, habría seguido siendo un fantasma toda mi vida.
Una sombra pasó por los ojos del mago.
—No me des las gracias tan rápido.
Su tono me alarmó enseguida y fruncí el ceño.
—¿Hay algún problema? —inquirí.
—Come —me replicó—. Te lo explicaré luego.
Me imaginé ya lo peor. ¿Y si el efecto de la gema tan sólo fuera temporal? ¿Y si fuera mortal? ¿Y si…? Gruñí interiormente. Las posibilidades eran demasiadas y, consciente de que siempre tenía tendencia a imaginarme lo peor, opté por tomar una cucharada de sopa. Estaba muy rica. Mi jaqueca se desvanecía rápidamente y, cuando ya no tuve más que dos trozos de conejo en el plato, lo cogí y se lo di a Nuityl. El gato me observó y sonrió antes de extender el cuello para tomar delicadamente una porción de carne.
—Bueno —dije, escudriñando al fin el rostro del mago—. ¿Cuál es la mala noticia?
Herras cerró el libro y juntó las manos, como para serenarse. Declaró:
—Deyl, me equivoqué de gema.
Asentí con la cabeza, tratando de no perder los nervios.
—¿Es decir? —lo incité.
El mago se revolvió, molesto. Nuityl acababa de devorar su segundo trozo de carne y vino a colocarse sobre mis rodillas. Resoplé bajo su peso. Él me observó un instante con su gran cabezota y entonces maulló y sus largos bigotes se agitaron. Acaricié distraídamente su pelaje y presté atención a la respuesta de Herras, que tardó en llegar.
—Pues, verás —dijo—. Sí que se trata de la Gema del Abismo, pero me he equivocado en cuanto a sus propiedades. La confundía con el Zafiro de la Noche —explicó—. Sé que puede parecer extraño porque yo en mi vida he visto el Zafiro de la Noche, pero… —Carraspeó—. Recuerdo haber leído un libro sobre ese objeto mágico hace mucho tiempo y me… me confundí.
Hizo una mueca de disculpa y yo suspiré.
—Es humano. Pero entonces, ¿qué hace esa Gema del Abismo? He recuperado mi cuerpo, ¿no?
—Sí. Y mientras guardes el collar, no lo perderás —asintió el anciano—. Sin embargo…
—Espera un momento —lo interrumpí—. De modo que ese collar no elimina del todo la maldición, ¿verdad?
—No. La anula… más o menos. Pero no la elimina. Por lo que he leído, ese collar inhibe todo tipo de sortilegios. Apuesto a que es incluso más potente que el Zafiro de la Noche… pero lo que sí que no debes hacer es quitártelo a menos que quieras morir.
Palidecí.
—Herras… He estado a punto de quitármelo al despertarme.
El mago abrió la boca, la cerró y la volvió abrir:
—Pues es una suerte que no lo hayas hecho. —Ante la mirada atemorizada que le solté, pareció todavía más envejecido—. Debería haberlo sabido. No sabes cuánto me avergüenzo, créeme.
Nuityl ladeó ligeramente la cabeza, clavando su mirada sobre su amo. Inspiré.
—No es culpa tuya. Además, prefiero tener un collar mortífero y tener un cuerpo —le aseguré y, movido por el pragmatismo, le pregunté—: ¿Qué cuenta ese libro sobre la Gema del Abismo?
El mago se encogió de hombros, sumido en sus pensamientos… o en sus remordimientos.
—No gran cosa. Según la leyenda, la piedra preciosa fue forjada por un engendro abismal. Cuando vine por primera vez a esta mazmorra, hace treinta años, la encontré en el suelo, en medio de la biblioteca. Ahora me acuerdo, sí. Podría haberlo pensado antes de darte ese collar —se sermoneó—. En fin. El caso es que se trata de un objeto mágico potente y muy antiguo y, como sabes, dadas mis capacidades, soy incapaz de saber lo que hace realmente. Este libro, además, no es para nada preciso sobre los temas que aborda. Ni siquiera es un mago el que lo escribió. Pero, cuando se habla de esa gema, se dice que restablece el equilibrio de las energías, lo que es cierto, visiblemente —concluyó, señalándome con un gesto vago.
Permanecí pensativo durante un rato. De pronto, la ligera carga del collar me parecía horriblemente más pesada. Espabilé.
—Hablemos de cosas más urgentes. Ya que he recobrado mi cuerpo, iré a buscar a Rinan y a Uli en la meseta en cuanto el sol se haya levantado —anuncié.
—Ya se ha levantado —respondió el mago. Lo miré con extrañeza. ¿Así que había dormido durante toda la noche? Herras prosiguió—: Anda, ve a buscarlos, a esos dos. Yo voy a seguir con mis runas. Pero no te prometo nada. En cuanto a los objetos mágicos que te prometí para devolver el cuerpo temporalmente a tus dos compañeros, va a resultar ser más difícil. Tengo una capa que equilibra las energías, pero necesita varias horas de descanso para poder ser utilizada de nuevo y no estoy seguro de que funcione. Y bueno, creía tener el Casco de Run, pero lo he estado buscando por todas partes y no lo he encontrado. Tengo la impresión de que a veces me invento objetos que no tengo. Debe de ser la edad —bromeó.
Puse los ojos en blanco.
—Con tantos objetos que tienes en tu mazmorra, Herras, es fácil equivocarse. —Me levanté y dudé antes de añadir—: ¿De veras quieres invitar a Rinan y a la princesa a tu casa? Ya que saben que eres un mago…
—Que lo era —me corrigió Herras.
—Que lo eras… Sí. Si además mi hermano te ve con…
Carraspeé, llevándome inconscientemente una mano hacia mi rostro. El viejo mago sonrió con todos sus dientes.
—¿No les has dicho nada? Diablos, sabes guardar un secreto.
Gruñí.
—No del todo, ya que les he hablado de ti. A propósito, ¿por qué me hiciste prometer que no volviera cuando tú pensabas que volverías a verme?
—¡Ah! —Tenía cara pensativa, como si él mismo ignorase la respuesta—. Supongo que esperaba simplemente volver a verte, a pesar de todo. En cinco años, apenas he podido hablar con algún que otro viajero que pasaba por la meseta.
Me sobresalté.
—¿Les has hablado? Pero… ¿Y el Príncipe Evitado? Hay que ser prudente. Si ese loco llega a saber que tú…
—Deyl —me cortó pacientemente el mago—. Sigo vivo. Y nadie en Ahinaw hace caso a los caprichos de ese Príncipe. Creen que sigo siendo el grande y terrible Herras. ¿Quién se arriesgaría a vagabundear por las montañas de Cermi para matar al malvado mago nigromante que dejó al Príncipe Pirvas más feo que un diablo y que lo maldijo para siempre?
Tuve una media sonrisa.
—Yo.
El mago puso los ojos en blanco.
—Por supuesto.
Herras ya me había contado la historia del Príncipe Pirvas el Cruel, historia que distaba mucho por cierto de ser la misma que la versión del Príncipe Evitado: a pesar de su reputación de mago, Herras había entrado al servicio del dirigente de Ahinaw; y un día, este decidió encarcelarlo por haber dejado filtrar que Ahinaw se preparaba a atacar por sorpresa una pequeña comarca vecina que había perdido toda posible defensa por culpa de las fiebres rojas. Finalmente liberado, Herras fue esclavizado y, antes de huir, se vengó fabricando una poción que hizo estallar unos furúnculos horribles en la hermosa piel del príncipe. Eso era lo que, para el heredero, el Príncipe Evitado, constituía una terrible maldición y un crimen imperdonable.
Mientras yo recordaba esta historia, Herras parecía estar acordándose de nuestro primero encuentro: yo, con la espada en mano, mirando con aire pasmado al gran mago echar a correr aceleradamente hacia el bosque. Nos sonreímos al mismo tiempo.
—Ve —me dijo entonces—. Si tu hermano, que es un ravlav como tú, sabe ya que soy un mago, no le causará mucha más sorpresa ver que soy un muertoviviente a medias. Y, conociéndote, estoy seguro de que tiene un espíritu tan abierto como el tuyo.
Yo no estaba tan convencido, pero lo saludé con la cabeza.
—Allá voy. Aunque, ya que estamos, si tienes un par de botas, no me vendrían mal…
El mago hizo una mueca.
—Sólo tengo mis sandalias. Si quieres, te las presto…
—No —dije, riendo—. No pasa nada. Bueno, estaré de vuelta antes de la noche. ¡Que Ravlav te ayude a descifrar esas runas!
Me alejé por el corredor, hacia la entrada. Abría ya la puerta cuando me percaté de que Nuityl me seguía.
—¡Buen paseo! —me gritó la voz del mago, desde el interior.
Salí bajo el sol. Este debía haberse levantado desde apenas unas dos o tres horas. El paisaje era de una belleza impactante. Desde la mazmorra, se veían las vertientes de las montañas del norte. Algunas estaban pobladas de árboles, otras tan sólo eran cuestas llenas de piedrecillas y zarzas, como la que había subido para llegar hasta la casa de Herras. Una brisa persistente recorría la montaña y me alegré de tener aquella gema, aunque fuera peligrosa.
—Nuityl —le dije al gato de nieves. Le despeiné la cabeza—. Aún no te lo he dicho: me alegra volver a verte.
El extraño felino meneó la cola, maulló tiernamente y se alejó por la vertiente, abriendo la marcha. Lo seguí más lentamente, teniendo cuidado con mis pies. Minutos después, empecé a lamentar no haber tomado prestadas las sandalias de Herras. Pero, como decía Isis, “no te lamentes por lo que habrías podido hacer y hazlo la próxima vez”. Mi antiguo mentor era bastante filósofo, a fin de cuentas.
Llegué a la meseta dos horas más tarde, con los pies maltratados. Alcancé el lugar donde había dejado a la princesa y a mi hermano y paseé una mirada a mi alrededor en busca de algún indicio. Nada. Me puse a bordear los lindes. Nuityl iba y venía entre el bosquecillo y yo; se lo veía más que alegre de tener compañía. Deduje que Herras no debía de salir muy a menudo con él. Pasado un momento, perdí la paciencia.
—¡Rinan! —llamé.
Mi grito sobresaltó unas aves que se echaron a volar en desbandada emitiendo un ruidoso griterío. Entonces, Nuityl soltó un gruñido bajo y fruncí el ceño, alerta. Alguien venía. Esperé un instante y, de pronto, vi surgir del bosquecillo a un hombre que me apuntaba con su arco tensado. Huelga decir que no era Rinan. Y yo estaba sin armas, descalzo y vestido con una simple y miserable túnica gris. Suspiré.
—¿Quién es usted? —me preguntó el cazador, pues tenía toda la pinta de ser un cazador. Y por su acento se veía que era un ahinés.
Lo observé acercarse y detenerse a unos metros, receloso. Debía de saber que vivía un mago cerca de aquí y me había tomado por él.
—Me llamo Shab Ilshund de Treval —contesté imitando el acento de los Oronis. Era, a decir verdad, la primera vez que me apuntaban de tan cerca e hice un gran esfuerzo para permanecer tranquilo—. Estoy en pleno peregrinaje. ¿Y usted es…?
El cazador barbudo de pelo negro como el azabache pareció calmarse ligeramente pues destensó el arco. Sus ojillos de un gris pálido me escudriñaban.
—Soy Yarosh el Búho. ¿Va al templo de Ahuzath?
—Er… Así es —asentí, sin tener la más remota idea de dónde se encontraba ese templo.
La mirada de Yarosh el Búho brilló de ironía.
—Ahuzath se encuentra abajo de la meseta.
—Sí, sí, lo sé perfectamente —dije con una tranquilidad aparente muy lograda—. Pero estoy en busca de los mismísimos dioses a través de su creación de la Naturaleza. Me han aconsejado que suba a esta meseta. ¡La vida aquí es tan maravillosa! ¿Ya ha oído a los pájaros cantar hace unos minutos? Estoy en busca del Gran Nalmyn.
El teatro no era mi especialidad pero un espía debía de ser capaz de salir con elegancia de los líos en los que se metía. El cazador, él, parecía ahora convencido de que tenía ante él a un peregrino un tanto particular. Después de todo, los Oronis eran conocidos por su excentricidad y su fanatismo religioso.
Bajó los ojos hacia mis pies descalzos, marcó una pausa y se encogió de hombros.
—Haga como a usted le plazca, mientras no me asuste a las presas. Pero no entre en mis bosques, ¿está claro?
—Muy claro. Lejos de mí la intención de estorbarlo. Siga con su noble tarea, Yarosh el Búho —pronuncié con aire solemne.
Percibí la expresión burlona del cazador antes de que este bajase del todo su arco, me saludase con un gesto y desapareciese en el sotobosque. Sólo entonces Nuityl se reunió conmigo, saliendo de su escondite, y me pregunté si, en realidad, el gato de las nieves no era un poco cobarde.
Continué mi búsqueda con más discreción. Miré detrás de las rocas, detrás de los pequeños arbustos que subían ya por la cuesta hacia la montaña… Y empezaba a preocuparme cuando, de pronto, oí una exclamación de sorpresa y un murmullo.
—¡Aquí!
Me giré y me pasé una mano por el pelo, molesto. No veía nada y, sin embargo, estaba seguro de que Rinan y Uli se encontraban cerca.
—¡Deyl! —siseó enseguida otra voz—. ¿Estás ciego, o qué?
De repente, vi aparecer ante mí un par de ojos y me sobresalté.
—¡Caray! —resoplé—. Es increíble, realmente sois invisibles. Venid, hay un cazador que anda no muy lejos, no querría que me viese hablando solo. Los Oronis no rezan en voz alta.
Una mano luminiscente apenas visible me tanteó con nerviosismo.
—¡Has recobrado tu cuerpo! —soltó Uli, excitadísima—. ¡Ese mago parece poderoso!
Me ruboricé, incómodo, sintiendo su mano atrevida tantearme. Por lo visto, a Uli le costaba creer que fuese posible tal milagro.
—Esto… Venga conmigo, princesa, debo explicarle unos cuantos detalles antes de ir a ver a Herras.
—Toma mi mano —me pidió Uli.
Se la cogí, así como la de Rinan, y los arrastré detrás de una gran roca. Si el cazador me veía, tal vez creyese que intentaba echar a volar.
—¿Qué es ese cuento de Oronis? —preguntó Rinan.
—¿Cómo es ese mago? —inquirió Uli—. ¿Y quién es ese gato que nos sigue?
Nuityl agitó tranquilamente la cola en silencio.
—Sí —retomó Rinan, agitado—. ¿Y cómo es que el sortilegio ya no opera en ti y sí en nosotros? ¿Es que el mago no podía deshacer la maldición por completo?
Puse los ojos en blanco. Tal vez yo fuera un ignorante en cuestión de magia, pero Rinan lo era todavía más, al parecer.
—Esa maldición es un sortilegio —expliqué—. Herras se ha limitado a darme un objeto que inhibe su efecto, pero no me lo ha quitado.
Saqué mi bonito collar de debajo de mi túnica y lo enseñé a ambos. Rinan ahogó una exclamación.
—¡Es una piedra preciosa! —Se precipitó hacia mí y levanté una mano para detenerlo.
—Ten cuidado, es un objeto mágico. Además, el problema, con este collar, es que no puedo quitármelo en ningún momento. Si me lo quito, muero.
Rinan, cuyos ojos transparentes examinaban la Gema del Abismo con vivo interés, alzó bruscamente la cabeza.
—¿Qué? —graznó.
Los ojos azules de Uli me miraron fijamente, espantados.
—¡Pero eso es horroroso!
Sonreí.
—Más horroroso es no tener cuerpo. Pero, de todas formas, creo que Herras encontrará algo mejor para vosotros. Está descifrando las runas. Os conduciré hasta él pero, antes, quisiera… avisaros de algo.
—¿Las runas? —inquirió Uli, sorprendida—. ¿Qué runas?
Mi corazón dejó de latir por un segundo. Si le revelaba que había recopiado las runas de la torre, ella deduciría que, esa dichosa noche, mi intención primera había sido la de hurtarle la llave y no la de… Resoplé.
—Las runas —repetí—. Sí. Como os he dicho, Herras es un gran sabio y tiene libros por todas partes. Encontró un pequeño volumen donde están recopiadas las runas de su torre, princesa. Pero están tan mal recopiadas, según él, que va a necesitar tiempo para descifrarlas —sentí más que vi la mueca de Rinan—, así que me ha pedido que os llevase hasta su casa. El problema —dije, sin permitirles comentar nada— es que Herras, en su juventud, no solamente fue un mago, sino que además tuvo su período de nigromante; de manera que temo que os impresione un poco verlo: tiene la mitad de la cara como la de un esqueleto. Pero os aseguro que uno se acostumbra a ello rápidamente, y por lo demás es un hombre adorable —agregué, mientras sentía que Uli y mi hermano me contemplaban boquiabiertos, con los ojos abiertos como platos. Me mordí el labio—. Espero no haberos asustado demasiado.
Aguardé pacientemente a que se recobraran. Rinan dejó al fin escapar un resoplido.
—¿Un nigromante? —lanzó con voz ahogada—. Pero… ¡Deyl! Esto es… —Inspiró—. Tengo una buena capacidad de adaptación, hermano, pero ¡es que yo ya no entiendo nada! Ya que en Ravlav los magos son considerados como unos monstruos, no te cuento los nigromantes. ¡Son unos desequilibrados infernales que alteran por completo el principio de la Vida! —Marcó una pausa—. ¿No será una broma?
—No, no lo es.
Mi hermano masculló algo ininteligible.
—Y tú, lo consideras como a un amigo.
—Sí.
—Y te ha dado ese collar mortal.
Me sonrojé pero asentí de nuevo.
—Sí. Pero no lo ha hecho aposta.
—¡Ah! ¡Por supuesto! ¡No lo ha hecho aposta! —Su sarcasmo me hirió—. ¿Te das cuenta de que los nigromantes son todos unos sádicos y unos infieles? No voy a permitir que vayamos a verlo. No debería haberte dejado ir solo.
Resoplé, exasperado.
—Rinan, sé que me llevas dos años, pero te recuerdo que ya no soy un niño, tengo veinticinco años y sé lo que hago.
—Sí, y hace cinco años tampoco eras un niño, en teoría —rezongó Rinan—. Pero, por lo que veo, conociste a ese monstruo y caíste entre sus garras. Darte un collar maldito para liberarte de una maldición… Yo no lo veo muy útil. Ese Herras te ha engañado, hermano, admítelo.
Hice un esfuerzo por no irritarme más de la cuenta.
—Rinan. Herras es un amigo y seguirá siéndolo seguramente para siempre. A veces actúa de manera algo precipitada, pero su pasado es pasado y él mismo me confesó que lamentaba haber caído tan bajo en las prácticas nigrománticas. Isis solía decirnos que el primer paso hacia la redención era la de confesar sus crímenes. Y Herras jamás hizo daño a nadie realmente… a nadie bueno, por lo menos. Piensa un poco —insistí—. Tiene el cuaderno con las runas. Tiene objetos mágicos que pueden liberarte de tu estado. ¿Quieres seguir siendo un fantasma por siempre jamás por culpa de un simple prejuicio?
Entreví la expresión incrédula de Rinan.
—¿Un simple prejuicio? —repitió—. Oh, Deyl, me temo que has perdido el juicio.
—No más que tú —repuse—. Piensa en la princesa. Tiene que recuperar su cuerpo. Y a menos que te venga ahora una idea maravillosa, no veo quién más que Herras podría ayudarnos sin salir huyendo. —Entonces, adivinando sus pensamientos, añadí—: Los sacerdotes de Ravlav son unos charlatanes, Rinan. Si tuviesen que deshacer esa maldición, no sabrían ni por dónde empezar. Y tú lo sabes tan bien como yo.
Uli intervino:
—Por mí, subamos. Después de todo, en el Bosque de las Hachas, he visto muchas cosas y ahora sé no hacer caso a los prejuicios. Joven agente —le apostrofó a Rinan—. Subiremos esa montaña y hablaremos con ese nigromante. Ojalá hubiese sabido antes que existía, en tal caso habría recobrado mi cuerpo hace tiempo —se lamentó.
Se levantó de un bote, decidida. Sonreí… y me precipité para agarrarla cuando la brisa empezó a llevársela.
—¿Rinan? —lancé, sin soltar a la princesa.
Mi hermano suspiró.
—Prometedme que jamás hablaréis de esto en Ravlav. Nos quemarían vivos.
Solté una risita.
—¡Venga, Rinan! Estamos a días de viaje de Ravlav. Nadie se enterará de nada. Y volveremos como si nada hubiese pasado. ¿Vamos?
Le extendí la otra mano y mi hermano la asió a regañadientes.
—Maldita torre —pronunció muy bajito.
Creo, sin embargo, que Uli lo oyó porque sus ojos azules perdieron ligeramente intensidad, velados por los remordimientos.