Página principal. El espía de Simraz
Empuñé más firmemente el cuaderno y me pegué al suelo, rezando para que Ravlav o los Dioses de Azur no me arrancasen de mi pedrusco: apenas unos metros me separaban de un precipicio y, como bien había predicho Uli, el viento soplaba.
En tiempo normal, habría llegado a la mazmorra en tres horas. Esta vez, tardé todo el día. Más de una vez creí que una ráfaga iba a arrastrarme al vacío. En medio de ese paisaje desértico, tenía la impresión de ser un fugitivo algo tocado que se escondía detrás de todas las rocas, imaginándose rodeado de peligros. Pero, en este caso, el peligro era más que real, pensé, echando un vistazo hacia las nubes que se aproximaban desde el oeste.
Cuando avisté la mazmorra empotrada dentro del monte, sentí mi corazón dar un bote contra mi pecho. ¡Al fin!
La puerta estaba ahí, como en mis recuerdos, ingeniosamente camuflada en la roca, sumida entre las sombras del crepúsculo. Repté, alejándome del sendero que bordeaba una caída vertical. Me encontraba a una veintena de metros apenas de la mazmorra cuando una ráfaga me golpeó de pleno.
Con un grito de terror, me aferré a las piedras, arañé desesperadamente el suelo… Sin embargo, mis manos atravesaban poco a poco todo lo que tocaban. Y, tan pronto como había venido, la ráfaga se marchó. De nada servía negarlo: estaba más que nunca aterrorizado pensando en lo que me había convertido. Herras debía ayudarme sin falta para que recobrase mi cuerpo, de lo contrario tenía la lúgubre impresión de que mi juicio no iba a quedar intacto por mucho más tiempo.
Me arrastraba como un miserable hacia la puerta cuando un ruido sordo me hizo levantar la cabeza. Una silueta vestida con una túnica roja harapienta se erguía en el marco de la puerta entreabierta. La mitad de su rostro era tan horrible y esquelética como de costumbre. El mago entornaba los ojos, paseando una mirada de miope por su entorno…
—Herras —pronuncié.
Él se sobresaltó y escudriñó los alrededores con aire desconfiado. Adiviné que estaba a punto de pegar un bote hacia atrás y cerrar la puerta así que me apresuré a añadir:
—Soy yo, Deyl. Más abajo —dije, agitando una mano.
El viejo mago vio entonces la camisa blanca moverse ligeramente y se quedó boquiabierto.
—¿Deyl? —farfulló—. Deyl, ¿qué broma es esta? —Agrandó los ojos y supe que acababa de divisarme—. Estoy perdiendo el juicio —declaró.
—Claro que no —le aseguré—. Puede parecer increíble, pero me he convertido en un fantasma. Sé… sé que te había prometido que jamás volvería, pero tú eres mi última esperanza.
Callé sintiendo mi garganta bloquearse. ¿Y si Herras no me creía? ¿Y si no podía ayudarme? Tomé una inspiración y afronté la realidad: Herras no era un dios. En ese preciso instante, parecía más bien un viejo eremita atónito.
—¿Deyl? —Avanzó un paso, prudente.
—Soy yo —afirmé—. Deyl de Simraz, Siervo de la Daga Azul, Deyl de Eshyl…
Mi voz murió cuando me di cuenta de que yo mismo intentaba convencerme de que era el Deyl aquel. Herras ladeó la cabeza y me tendió al fin una mano. Se la estreché antes de levantarme, tratando de no darle demasiado la impresión de que me agarraba a él.
—Un fantasma —soltó Herras. Ahora parecía intrigado—. ¿Y cómo lo has conseguido?
—Se trata de una maldición —expliqué.
—¿Nooo me digas? —replicó el mago, reponiéndose poco a poco del susto—. ¡Ah! Te dije que no volvieras y, sin embargo, sabía que volvería a verte. Pero estaba lejos de imaginarme que vendrías bajo la forma de un fantasma…
Se interrumpió, aterrado, cuando me abalancé de pronto sobre él. Eso fue al menos la impresión que tuvo que tener cuando un súbito torbellino de viento me lanzó de pleno contra el mago.
—Esto… —mascullé, molesto, apartándome un poco—. Lo siento.
Herras enarcó una ceja.
—Debes de estar muy desesperado para venir aquí con este tiempo y bajo la forma de un…
—Sí —lo corté—, lo sé. De un fantasma. ¿Qué te parece si entramos en tu casa? A menos que quieras que la ventolera me arrastre hasta los infiernos.
Mi tono amargo pareció divertirlo, pero aprobó con la cabeza y, sin soltarme, me hizo entrar. Cuando la puerta se cerró y el aire se calmó a mi alrededor, dejé escapar un suspiro de alivio.
—Me siento ridículo —pronuncié.
Herras seguía mirándome, con los ojos entornados, y me pregunté qué demonios podía estar viendo. Una masa de aire luminiscente que se parecía más o menos a un hombre, tal vez, pensé sombríamente.
—Ven, amigo mío, vayamos a sentarnos —sugirió Herras con un tono amable, cogiendo de nuevo la antorcha que había dejado junto a la entrada.
Había cambiado, me percaté. La mitad de su rostro que aún seguía siendo humana estaba ahora mucho más arrugada y su pelo estaba completamente blanco. Avanzó por el corredor, de paredes irregulares, y lo seguí.
—Hacía como tres años por lo menos, ¿no? —me preguntó.
—Cinco —repliqué.
El mago se paró ante una puerta de madera usada y me miró con sus ojos pequeños, sorprendido.
—¿En serio? No veo pasar el tiempo.
—Mmpf. Y tanto. ¿No has salido de esta mazmorra, desde entonces? —inquirí mientras entrábamos en su comedor.
—Apenas —contestó distraídamente el mago.
En cuanto a la habitación, no había cambiado nada: la pequeña mesa redonda seguía junto a la chimenea, las mismas alfombras cubrían el suelo de piedra y… Oí de pronto un maullido y sonreí.
—¿Ese es Nuityl?
Antes de que el mago tuviese tiempo de contestar, el gran felino apareció por la puerta entornada que conducía a la biblioteca. Sus ojos verdes me detallaron un instante, como si mi transparencia lo intrigara, y entonces maulló de nuevo, más amigable, y se frotó contra mi pierna. Me estremecí por el contacto antes de recapacitar y acariciar su pelaje atigrado.
—Parece que me reconoce. Ha crecido —observé. A decir verdad, Nuityl se asemejaba más a un pequeño tigre que a un gato.
Herras posaba en ese instante dos vasos sobre la mesa, sumido en sus pensamientos. Reprimí una risita.
—Herras, no es necesario que prepares una infusión. Me iba a costar tomarla.
El anciano hizo una mueca y asintió. Sin más palabras, guardó las tazas y se sentó con lentitud.
—No dudo de que vienes a contarme una historia apasionante —soltó—. Pero siéntate.
Tomé asiento en la otra silla y Nuityl saltó sobre la mesa vacía, haciéndola oscilar ligeramente. El felino se hizo una bola, al parecer satisfecho de colocarse entre su amo y su invitado.
—Apasionante es mucho decir —contesté finalmente—. Más bien tengo la impresión de estar viviendo una pesadilla. En fin. Como te he dicho, se trata de una maldición. El rey Ravos Mandar murió, ¿tal vez ya te hayas enterado?
El mago meneó la cabeza, como para decir que le importaba más bien poco ese tipo de cosas. Puse los ojos en blanco.
—Sí, bueno, ahora lo sabes. Un Consejero de Ravlav nos envió a mi hermano y a mí para que encontrásemos a la última princesa de Akarea, la princesa Uli. Ella vivía en el Bosque Azul, en una torre. Pero el problema es que resulta que esa torre estaba encantada. La princesa nos avisó a su manera… —Inspiré—. Ignoro por qué ni cómo, pero cuando entramos en esa torre y volvimos a salir nos convertimos en fantasmas.
El mago pestañeó.
—¿Una torre en pleno Bosque Azul? ¿Y habéis entrado ahí? Ya veo.
Enarqué una ceja.
—¿Qué ves?
Se recostó contra el respaldo de su silla y me miró con ojos más vivos de lo que me habían parecido antes, al entrar.
—¿Qué esperas exactamente? ¿Que te libere de esa maldición?
En su voz, advertí un deje a medio camino entre la compasión y la ironía. Luchando para que la decepción no me invadiese, posé mi camisa blanca sobre la mesa y desvelé el contenido. Aunque me hubiese pasado el tiempo verificando que seguía teniendo el cuaderno, no me sentí menos aliviado cuando lo vi aparecer sano y salvo sobre la mesa del mago. Él sabría qué hacer, me repetí.
—¿Y eso? —preguntó.
Lo invité con un gesto a que lo cogiese y expliqué:
—Se trata de runas extrañas. Estaban grabadas en un zócalo de piedra, en la torre.
Le conté entonces la historia del diario del mago y, cuando le hablé del pulpo, Herras hizo un mohín escéptico.
—Tienes razón, no veo cómo la muerte de un pulpo podría deshacer ese maleficio. Yo… bueno, ya sabes que hace mucho tiempo que no leo runas —añadió. Y sin embargo, examinaba el cuaderno con vivo interés.
Transcurrieron varios minutos y lo vi sacudir la cabeza y escrutar mis garabatos a la luz de una candela… entonces, suspiró.
—¿Fuiste tú quien recopiaste estos grabados? —me interrogó.
—Esto… sí.
El mago dejó el cuaderno, pensativo.
—Necesitaría ver los verdaderos grabados para estar seguro.
¿Acaso era esa una bonita manera de decir que mis habilidades como copista dejaban que desear?, me pregunté, preocupado.
—Es imposible —dije con aire desdichado—. La princesa Uli destruyó la torre.
Él arqueó una ceja, asombrado.
—¿Que la destruyó?
—La hizo explotar —precisé. Lo observé un momento, intranquilo—. ¿Mis dibujos son tan desastrosos?
—¿Mm? Oh, no, en realidad están bien conseguidos para alguien que copia sin tener la menor idea de lo que escribe. —Esbozó una sonrisa—. Pero, para serte franco, has debido de olvidar algún que otro pequeño signo, porque el mensaje en sí es algo nebuloso.
Algún que otro pequeño signo, me repetí, helado. Me esforcé por no dejar que la desesperanza se apoderase de mí y me enderecé sobre mi silla.
—¿Así que hay un mensaje acerca de la maldición?
El anciano asintió.
—Es probable. Quiero que sepas que el significado de esas runas depende también de la profundidad del grabado, no sólo de su trazado. Es… complicado de leer. Y copiar unas runas sobre un cuaderno es… difícil.
—Mmpf. Excusando mi torpeza no llegaremos a nada —le hice notar—. ¿Has podido adivinar algo, a pesar de todo?
Herras se encogió de hombros.
—Voy a necesitar un poco más de tiempo para examinarlas con más atención. ¿Dónde están esa princesa y tu hermano? —Frunció el ceño—. Espero que no les haya pasado nada malo.
—Están bien —afirmé. O por lo menos eso esperaba…—. Simplemente se han quedado en la meseta. No quería meterte en nuestros problemas más de lo estrictamente necesario.
El mago hizo una mueca.
—Entiendo. Es muy amable. Pero, si no es mucha molestia, mañana iré a buscarlos. Necesitaré tiempo para descifrar esto… aunque… ¡Espera! Tal vez haya llegado la hora de deshacerme de algún que otro objeto del corredor del segundo piso: está abarrotado.
Agrandé los ojos recordando que, durante mi última visita, el mago me había prohibido expresamente acercarme al segundo piso asegurándome que estaba lleno de objetos peligrosos. El mago se levantó con una vivacidad rejuvenecedora. Sus ojos brillaban de excitación.
—¡He tenido una idea excelente, Nuityl! —El pequeño tigre ronroneó y levantó la cabeza con aire interrogante, preguntándose tal vez qué mosca le había picado a su amo para volverlo súbitamente tan vivaz.
Observé a Herras con precaución.
—¿Adónde vas? —pregunté, mientras él se dirigía hacia la puerta situada del otro lado de la biblioteca.
—Voy a buscar algo que te devolverá tu cuerpo —me anunció—. Espérame aquí, con Nuityl. Hablaremos más después, pero antes quisiera volver a encontrar esos objetos… Estoy seguro de que funcionarán. Y luego me contarás qué tal te han ido estos últimos cinco años, ¿eh?
Me dedicó una leve sonrisa y lo vi desaparecer, atónito.
—Dime, Nuityl, ¿tu viejo amo no habrá perdido la cordura? —resoplé, sin saber muy bien qué pensar.
El felino posó sobre mí sus ojos verdes centelleantes y pareció que me sonreía. Por más que intentase no albergar demasiada esperanza, ahora estaba persuadido de que Herras realmente iba a remediarlo todo. A decir verdad, no acostumbraba confiar tanto en las personas… Isis me había repetido ya demasiadas veces que la confianza era algo peligroso. Sin embargo, en ese momento, no tenía ánimos para pensar en lo que haría si Herras fracasara ayudándome. Seguiría seguramente siendo un fantasma hasta el fin de mis días, con mi hermano y la princesa Uli, perdido en medio de algún tornado… No, definitivamente, era mejor tener fe en las capacidades de mi amigo mago.
Esperé largo rato y, sintiéndome de pronto aspirado poco a poco a través de la silla, gruñí y me levanté.
—¿Qué estará haciendo ese mago?
Mi gruñido pareció despertar ligeramente a Nuityl. El gato se levantó y se estiró bostezando y abriendo muy grande la boca. Tenía unos dientes condenadamente puntiagudos, observé. Había sido yo quien lo había encontrado, durante mi estancia en casa de Herras. Había perdido toda su familia y yo lo recogí moribundo. Lo curamos y, pese a sus protestas, Herras había aceptado guardarlo cuando me despedí de él: me era absolutamente imposible regresar a Eshyl con un gato de nieves y, pensándolo con más detenimiento, estaba seguro ahora de haber actuado correctamente: durante esos cinco años, con toda esa agitación en el reino, apenas había tenido tiempo libre y no habría podido dedicarle ni un minuto de atención. Y además, así se tenían el uno al otro.
Había empezado a dar vueltas por la habitación y me detuve, impacientado. Entonces, recordé unas palabras que Herras había pronunciado un día. “La paciencia es la virtud del sabio”. Por lo visto yo distaba mucho de ser un sabio, me dije con una mueca. Me imaginaba ya que el viejo se había quedado tendido en el segundo piso, muerto por haber tenido la mala suerte de tocar algún objeto mágico… O bien se había muerto de viejo justo en el mal momento… Y ya estaba empezando a preocuparme más por mí mismo que por él. Al cabo, di un paso hacia la puerta por la que había desaparecido el mago. Nuityl maulló.
En aquel instante, oí a alguien silbar alegremente. Me invadió el alivio y volví a sentarme, con tranquilidad, bajo la mirada burlona de Nuityl.
—¡Aquí lo tengo! —declaró Herras cuando entró.
Me giré y lo vi agitar con su mano un… Fruncí el ceño.
—¿Un collar?
El viejo mago asintió enérgicamente con la cabeza y posó el objeto sobre la mesa.
—¡No se toca, Nuityl! —protestó cuando el gato gordo acercó su nariz.
Nuityl retrocedió en silencio, sin despegar los ojos del extraño collar. Este estaba formado con lazos negros atados a cuatro pequeñas anillas, las cuales estaban fijadas a un colgante azul. Una gema, entendí. No debía de ser barato. Rinan habría reconocido seguramente de qué piedra preciosa se trataba.
—Creo recordar que todavía tengo unos objetos que pueden anular sortilegios potentes, pero por el momento no he encontrado más que este —decía el anciano mientras yo examinaba el collar—. Creo que servirá.
Levanté al fin la cabeza con los labios apretados.
—¿No decías que había que tener mucho cuidado con los objetos mágicos y que sólo un mago podía utilizarlos?
Herras se encogió de hombros.
—No, ese collar lo puede usar cualquiera: basta con ponerlo alrededor del cuello. Espera —me dijo cuando yo extendía ya una mano trémula hacia el objeto. Me detuve y le eché una mirada interrogante—. Es que… —Vaciló pero acabó sacudiendo la cabeza—. Adelante, no he dicho nada.
Estuve a punto de preguntarle si de verdad pensaba que ese collar iba a devolverme mi cuerpo, pero luego decidí que lo mejor era verificarlo por mí mismo. Cuando así la cuerda percibí enseguida un cosquilleo que me recorrió el antebrazo. Un rápido vistazo hacia Herras me hizo comprobar que el anciano estaba siguiendo la escena con suma atención.
—Adelante —repitió.
Tomé el collar con ambas manos y, sin preocuparme del chisporroteo que se escapó de pronto de entre mis dedos, me lo puse rápidamente alrededor del cuello antes de que atravesase mis manos. Sin embargo, aquel objeto mágico no parecía ser capaz de atravesar un fantasma: de hecho, el collar se quedó en suspenso sobre mi cuerpo transparente.
Esperé un rato, expectante, y finalmente suspiré.
—¿Y qué se supone que hace, exactamente?
Herras tenía los labios apretados. Su preocupación era obvia. La desesperación amenazó otra vez con apoderarse de mí y la rechacé con fuerza.
—¿Herras? —insistí.
—Pues, normalmente, el maleficio debería desaparecer —dijo al fin, levantándose. Rodeó la mesa. Nuityl y yo lo seguíamos con una mirada intensa—. Ese colgante azul es la Gema del Abismo. —Se mordió el labio—. No me equivoco, ¿verdad?
El anciano se había inclinado para examinar el collar. Lo observé, más que alarmado.
—Espero que no pretendas que te conteste —solté.
—Em… No, claro que no. Es la Gema del Abismo, de eso no hay duda —afirmó—. Debo de tener una veintena de collares, sabes. Podría haberme equivocado, pero, no es el caso, estoy seguro. Quizá…
Calló y me rebullí, inquieto.
—Francamente, Herras, esto empieza a preocuparme —confesé.
Hice un amago para quitarme el collar pero, con un gesto, el viejo mago me detuvo.
—No te lo quites. Aún no. Quizá sólo haya que esperar un poco. Esto… Nos hemos precipitado —suspiró—. Debería haber consultado otra vez el libro que habla de esa gema. Mi memoria ya no es lo que era.
Me levanté de un bote.
—Entonces vayamos a consultarlo.
—Sí… —asintió, vacilante—. Pero, antes, hay que encontrarlo.
Me bastaron unas zancadas para entrar en la biblioteca; el mago y el gato de nieves me seguían de cerca. Cierto, me dije entonces, paseando la mirada por la enorme sala. Antes había que encontrarlo.
La biblioteca estaba llena de estanterías, de polvo y de libros. Aparte de una pequeña mesa y de un taburete, que no estaban ahí la última vez, nada parecía haber cambiado. Me giré hacia el mago, quien rebuscaba ya por una estantería.
—¿Ya intentaste alguna vez organizar todo esto?
Herras resopló sin mirarme.
—Me gustaría verte ordenando todos estos libros —replicó.
Frunció su única ceja y se alejó de la estantería para pasar a otra. Su túnica roja runruneaba a cada paso. Nuityl y yo lo seguíamos en silencio.
Bordeando las estanterías, me acordé de los días pasados errando por aquella sala, acariciando las viejas tapas, rozando los volúmenes con la mirada… Eran pocos los libros escritos en himoriano y, sin embargo, el himoriano había sido implantado desde hacía ya más de tres siglos en toda la región. Varios libros estaban en dikormés y me alegraba que Isis hubiese insistido para que aprendiese ese antiguo idioma que utilizaban a veces los nobles un poco nostálgicos. Aunque, me dije, mejor habría empleado mi tiempo aprendiendo las runas.
Llevábamos más de una hora buscando el libro y yo tenía la impresión de que el mago iba tan a ciegas como yo. Estaba levantando una pila de volúmenes que estaban en el suelo cuando noté de pronto que el collar se ponía a vibrar. Solté un jadeo y caí de rodillas. Todo mi cuerpo me quemaba. ¡Me quemaba! No sentía una sensación tan nítida desde que había salido de la torre… Un rayo fulgurante me atravesó de arriba abajo. Con los ojos exorbitados, abrí la boca para gritar…
—¿Has encontrado algo? —preguntó de pronto Herras, en algún sitio en la biblioteca.
Dejé escapar otro jadeo. Hubo un silencio.
—¿Deyl? —Tenía la impresión de que mi cabeza iba a estallar cuando oí unos pasos precipitados acercarse—. Deyl, ¿estás… estás llorando?
Apareció al fin junto a mí y se quedó boquiabierto. Entonces, una fina sonrisa se dibujó en sus labios.
—¡Funciona! —exclamó juntando las manos, triunfal—. Deyl, Deyl, ¡has vuelto a ser tú!
Aturdido aún por el efecto del collar, bajé la cabeza y vi que efectivamente todo estaba en orden. Al fin… Parpadeé.
—Herras…
Mis labios apenas se movieron. Era como si, en dos días, hubiese olvidado lo que era tener un cuerpo.
—¡Deyl! —lanzó el mago, exultante—. ¡Es maravilloso!
Arrodillado sobre la piedra fría, vacilé. Me sentía fatal. Mis manos estaban sudorosas y me sentía mareado. El ojo muertoviviente del mago me examinó de cerca, de repente inquieto.
—Tengo… tengo hambre, tengo sed, tengo… sueño —balbuceé.
Apenas hube pronunciado esas palabras, mi vista se nubló. Sentí las manos firmes del anciano retenerme antes de sumirme en la inconsciencia.