Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies
«No fue Irshae la verdadera fundadora de nuestro clan, sino su esposo Aydal: tras más de doscientos años, los Selladores siguen siendo nuestros verdaderos líderes.»
Yodah Arunaeh
* * *
Llevaba varias horas durmiendo como un oso lebrín en mi cuarto, cuando un movimiento en el aire me hizo abrir los ojos. Kala protestó, despertándose:
“¿Qué pasa ahora? Estaba soñando con que Rao aparecía y ella y yo nos tumbábamos en la hierba mirando las nubes…”
“Alguien ha entrado,” lo interrumpí. Paseé mi órica en la habitación, alerta.
“¿Rao?” jadeó Kala muerto de sorpresa. El Pixie se enderezó de golpe. “¿Puede ser…?”
Lo desengañé con brusquedad:
“No puede ser, Kala. Son tres personas.”
“¿Estás seguro? No oigo nada,” repuso Kala.
De hecho, yo tampoco, pero percibía la respiración de tres seres vivos a una altura que dejaba entender que eran saijits. Todo estaba a oscuras. No podían ser criados. Y Jiyari, Yodah y Yánika no habrían sido tan discretos. En cuanto a Reik, estaba tumbado en el jergón del cuarto y su respiración era regular, señal de que seguía durmiendo…
Kala y yo nos quedamos inmóviles cuando divisé una luz muy tenue, casi como un suspiro luminoso, que se encendió y apagó. Fruncí el ceño. Entonces la luz regresó, sentí una ligera brisa energética y oí:
—«Es él.»
Mi corazón dio un bote. Era la voz de Sanaytay.
—«¿Sanay?» murmuré, sentándome en el borde de la cama y tratando de acostumbrarme a la débil luz.
Vi dibujarse la silueta de la joven flautista. A su lado, se encontraba Sirih sosteniendo la esfera de luz armónica. La tercera figura se adelantó.
—«Livon,» dije, levantándome. «¿Qué demonios hacéis aquí?»
No me preocupé por hablar bajo: sabía que la burbuja de silencio de Sanaytay ahogaría cualquier ruido. Tal vez pensando lo mismo, Sirih dio un paso hacia adelante a su vez y se preparó para darme un puñetazo diciendo:
—«Esta te la mereces.»
Livon la agarró de la muñeca.
—«Sirih, en serio, déjame hablar antes. Lo conozco bien.» Se giró de nuevo hacia mí hundiendo sus ojos grises en los míos con decisión. «Sé que nos explicará por qué.»
—«Un momento,» protesté. «¿No me digáis que os habéis fugado del calabozo? Si os iban a sacar de ahí…»
—«Y nos han sacado,» me interrumpió Sirih con voz cáustica. «Nos han sacado hace unas horas y nos han dicho: largo. No nos dejan pasar la frontera con Lédek para investigar más a los dokohis porque dicen que acabaremos muertos, así que empezamos a andar hacia Arhum… pero Livon y yo no podíamos dejarte así como así, Drey. ¿Lo entiendes, verdad?»
Suspiré.
—«Estáis locos. ¿Os habéis metido en este edificio arriesgando vuestras vidas sólo para regañarme? Anda, Sirih. ¿Te pones así sólo porque crees que he dejado de ser Ragasaki? ¿Y si te dijera que sí, he dejado de ser Ragasaki, soy un genio destructor, no un aventurero de pacotilla, me molerías a palos?»
Le dediqué una sonrisa burlona.
—«Vamos, Sirih. ¿No crees que estás haciendo demasia…?»
Recibí el puñetazo en plena cara.
“Esa te la merecías,” aprobó Kala.
Me carcajeé pese al dolor. Y bajo la mirada suspensa de Livon, los ojos coléricos de Sirih y los labios temblorosos de Sanaytay, mascullé:
—«Estáis locos.»
Mi nariz sangraba, pero no se había descolocado. Me senté en la cama agregando:
—«Ahora que te has quedado tranquila, Sirih, déjame deciros esto: soy un Arunaeh y no soy brejista, no siempre me resulta fácil entender los sentimientos de los demás y a veces me pierdo lo principal en una conversación. Al veros en el calabozo, me… puse nervioso, se me desató el Datsu y con estas pintas que llevo… no lo notasteis. Por eso os entendí mal y me entendisteis mal. Debí haberos dicho claramente que, si juré lealtad al Templo del Viento, lo hice con la condición de que mi lealtad a mi familia y a los Ragasakis pasaría antes. No acerté a comunicar correctamente mi pensamiento, eso es todo. Aun así,» agregué antes de que nadie pudiera reaccionar, «sigo pensando que no deberíais haber venido aquí.»
Hubo un profundo silencio. Entonces, Livon sonrió de oreja a oreja.
—«Lo sabía. Sabía que te habíamos entendido mal. ¡No podías haber cambiado tanto! Hicimos bien en volver.»
Sanaytay curvó sus labios en una sonrisa y tosió suavemente:
—«Ejem… Perdona la precipitación de mi hermana.»
—«Perdonada,» sonreí. «Necesitaba desfogarse un poco, eso es todo.»
Enseñé una sonrisa ladeada. Lejos de disculparse, Sirih gruñó con el ceño fruncido:
—«¿Ese Templo del Viento aceptó esas condiciones?»
Me encogí de hombros y, al constatar que el dolor amainaba, fui a limpiarme la sangre de la nariz usando la jarra de agua mientras contestaba:
—«Supongo que el Gran Monje no le dio mucha importancia. Si hubieseis sido una gran cofradía de los Pueblos del Agua, habría sido diferente pero…»
—«Una banda de aventureros de pacotilla le trae sin cuidado,» completó Sirih con mordacidad.
—«Veo que te he herido el orgullo,» me burlé.
Sirih chasqueó la lengua.
—«Porque hablas como si tú fueras mejor. Dudo de que un Monje del Viento sea capaz de meterse en este edificio sin que nadie lo note.»
—«No, ciertamente,» concedí. «Perdona mis palabras bruscas: repetí tan sólo el pensamiento del Gran Monje. Él opina que me uní a vosotros por un capricho de juventud.»
—«¿Y lo es?» preguntó Sirih.
Su pregunta me dejó silencioso un momento. Paseé mi mirada por los tres Ragasakis. Livon meneaba la cabeza y casi podía oír su pensamiento: por supuesto que no, Sirih, ¡Drey no es así! Sonreí, volví a sentarme y confesé:
—«Al principio, me quedé por Yánika. Ella estaba harta de viajar y de huir de la gente. Pero luego… sí, fue simple y llanamente un capricho. Quería saber qué era tener una relación durable con otros saijits. No pensaba quedarme más que unos meses, incluso cuando acepté ser Ragasaki,» reconocí. Se ensombrecieron los tres y agregué: «Pero luego, pasaron muchas cosas, empecé a entender lo que realmente quería y… Mar-háï, creo que fue en el cráter de los Atarah, cuando Yánika os mató de miedo con su crisis y no nos rechazasteis pese a todo… Sí, creo que fue entonces cuando entendí y decidí…»
Me sonrojé sin que las palabras me salieran. No quería sonar a libro y hacerles creer que estaba soltando frases hechas…
—«Cuando decidiste que hacíamos un buen equipo,» me ayudó Livon.
Su rostro destilaba confianza y alegría. Asentí con lentitud y me levanté.
—«Ragasakis. Lo siento. Mi hermana siempre fue sincera y abierta con vosotros, al contrario que yo. No soy el mejor compañero que se puede tener ni de lejos. Hago esfuerzos por entenderos… pero en cuanto siento demasiado, dejo de sentir nada,» confesé agachando la cabeza. «En otras palabras, si morís, lo más probable es que mi tristeza sea… muy moderada. O que no sienta nada mientras el Datsu esté desatado. Que lo sepáis. Si os ofendo, decídmelo a la cara.»
Callé cuando Livon me posó una mano en el hombro, inhabitualmente sombrío.
—«Estás exagerando,» me reprochó.
Enarqué las cejas. Él, que me había dicho junto al Pozo de la Nada que no entendía la vida real y que mi manera de pensar le daba arcadas… ¿Pero acaso valía la pena recordarlo?
—«Y aunque no exageraras,» agregó Livon. «Si tu Datsu se desata, significa que has sentido algo fuerte. ¿O no? No me engañas, Drey. Si nos dices esto, es porque quieres ser sincero con nosotros como nosotros lo hemos sido contigo, es porque te importamos, y porque quieres que nosotros te aceptemos.»
Agrandé los ojos, impactado por sus palabras. Que me aceptasen… Era como me había dicho el Gran Monje. ¿Tanto se notaba? ¿Tanto ahínco ponía en querer ser aceptado? ¿O es que Livon me estaba malinterpretando y yo…?
—«¿Es que aún no lo has entendido?» La mano del permutador apretó mi hombro con firmeza. «Hace tiempo que yo te he aceptado. Desde el día en que te conocí y te vi meterte en el Lago Blanco a por sankras para ayudar a unos desconocidos. Tan pronto como eso. Y luego jamás me has decepcionado. Jamás. Todos tenemos nuestros problemas. Yo tengo mi Pulga de la Malasuerte que me persigue a todas partes, tú tienes tus líos con tu Datsu y los Pixies… Pero mientras te sientas Ragasaki aquí dentro,» de un ademán me golpeó el pecho con el revés de su puño y afirmó: «entonces seguirás siendo para mí como un hermano.»
Me quedé silencioso durante un buen rato, emocionado. Y cuanto más pensaba en las palabras de Livon, más se me desataba el Datsu. Sabía que debería haberle contestado algo. Darle las gracias por esas palabras tan cálidas que eran, para mí, como una pequeña salvación. ¿Cuántas veces Livon me había dado a entender que me consideraba como a un verdadero amigo? ¿Cuántas veces los Ragasakis me habían visto distanciarme, lleno de dudas, y me habían vuelto a meter en su círculo tendiendo la mano? Más veces de lo que ellos pensaban… pero esta vez fue la que me afectó más. Aunque nadie lo hubiera dicho cuando me rasqué el cuello carraspeando y diciendo:
—«Ya veo. Esto… En cualquier caso, hablando de otra cosa, supongo que si habéis empezado a ir hacia Arhum es porque vais a por Orih.»
Los tres se quedaron suspensos por el cambio de tema e intercambiaron miradas.
—«¿Sabes dónde está?» preguntó Livon, ansioso.
Me encogí de hombros.
—«En Dágovil. No sé exactamente dónde, pero creo que podré averiguarlo. Saldré mañana a la mañana con Tchag y…»
—«¡Tchag!» dijo Livon, inspirando. «¿Sabes dónde está?»
Sonreí.
—«Creo que se ha hecho buen amigo con Yodah… ¿A no ser que sea con Myriah? Tal vez le hayan sonsacado alguna palabra más por bréjica,» medité. «Sea como sea, nos encontraremos en Arhum mañana. Pasé por esa villa más de una vez… Recuerdo que hay una buena taberna en la plaza central. La Piedra de Luna, se llama. Y ahora… será mejor que os marchéis sin que os pillen los Zombras. No sé cómo demonios habéis entrado, pero si os pillan…»
—«Nos queman vivos, morimos y tú echarás unas lagrimitas antes de olvidarnos,» replicó Sirih, irónica. «Lo sabemos. Hermana: dejemos dormir a este subterraniense que se las da de insensible y pongámonos en marcha.»
—«Gracias por la visita y el puñetazo,» lancé.
Sirih me dedicó una sonrisilla maliciosa.
—«Te lo merecías de todas formas. Oh, y ya que estamos: si nos vuelves a dejar plantados como hiciste en Kozera en La Ola de Oro, votaré para que te echen de la cofradía.»
—«Entonces ya seremos dos,» repliqué.
Le apreté la muñeca a Livon a modo de breve despedida y, cuando la luz desapareció y la puerta volvió a cerrarse en un silencio completo, me senté en la cama masajeándome la nariz. Diablos, sí que había dolido. Suspiré tumbándome de nuevo. Oí un carraspeo.
—«¿Kaladrey?» gruñó Reik en un murmullo soñoliento. «¿Por qué diablos no te duermes?»
¿Estaba despierto o dormido? Increíblemente, por su respiración, parecía lo último. Cerré los ojos, burlón, murmurando:
—«Cualquiera duerme cuando te despierta una daerciana enfadada…»
* * *
Yánika dormía profundamente cuando entré en su cuarto. No quise despertarla. Le escribí una nota: «Querida hermana. Siento no poder esperar a que te recuperes. Descansa bien y sigue aprendiendo con Yodah. Gracias por haberme leído el poema. Te quiero. Drey.»
“¿Qué has escrito?” quiso saber Kala.
Se lo leí y el Pixie protestó:
“¿Y yo? También firma con mi nombre, egoísta, yo también la quiero: es mi hermana.”
Siempre todo era suyo, suspiré. Pero añadí su nombre, con elegancia para que no se sintiera denigrado, dejé la nota, hice un gesto a Jiyari y salimos los dos cerrando la puerta con suavidad. Reik nos esperaba al final del pasillo. Lo alcancé y dije:
—«Vamos.»
Invisible sobre mi hombro, sentí que Tchag asentía con firmeza y se volvía visible para esconderse dentro de mi mochila: le había dicho que, para evitar incentivar malas curiosidades, era mejor que se escondiera hasta Arhum. Bajamos las escaleras, donde nos encontramos con Tarmyn Lexer, el hobbit consejero de Zenfroz Norgalah-Odali. Se inclinó muy bajo.
—«Buen rigú. Yodah Arunaeh nos avisó de que tú también partías de viaje hacia el norte. Será un honor viajar contigo.»
Me tragué la sorpresa. Yodah no me había avisado. Pero claro: él seguía durmiendo después de una larga cena. Suspiré y, con una afirmación seca de cabeza, contesté:
—«El honor es mío.»
“Honor y un cuerno. ¿Por qué mientes?” me reprochó Kala.
“Es cuestión de etiqueta,” le expliqué.
“¿Cuestión de qué?”
“Olvídalo,” suspiré.
Cuando salimos y advertí que nos habían reservado dos anobos, mi humor mejoró un tanto. Yo me subí en uno, Reik y Jiyari en el más grande. Tarmyn Lexer no tardó en reunirse con nosotros y nos pusimos en marcha. Nos escoltaban cinco Zombras encargados de proteger al consejero.
Atravesamos un campamento de mercenarios animado con las tareas matutinas. Unos guardias fronterizos jugaban a los dados sobre una piedra lisa. Pensé que la llegada de los Zombras debía de haberles quitado todo el trabajo… hasta que vi a un Zombra gritarles “¡Ohey, moved esas patas, anobos gandules!” y entendí que no: simplemente se habían quedado con el trabajo sucio y, por sus caras, entendí que deseaban que los Ojos Blancos fueran exterminados de una vez para que las fuerzas especiales del Gremio los dejaran de nuevo tranquilos.
Cuando llegamos a la ruta del norte, los Zombras que la guardaban se apartaron para dejarnos pasar, reconociendo de inmediato al consejero.
Mientras avanzábamos, eché un vistazo curioso al hobbit. Estaba casi calvo, pero no aparentaba tener más de sesenta años. Vestía menos sobriamente que el comandante al que servía: pese a ir todo de negro, llevaba un jubón con florituras, pantalones de terciopelo y un collar de fina plata. De ahí las pintas de rico comerciante. Además de que sus ojos claros te evaluaban como si no se le escapara nada.
Dejando que mi anobo siguiera a los demás, me absorbí en mi diamante de Kron. No duró mucho mi concentración: al doblar la esquina de la caverna, nos encontramos con el grupo de Sharozza, con sus siete Kartanes. Me saludó.
—«¡Oí que tú también viajabas para el norte, así que pensé: mejor viajamos juntos!» se entusiasmó. «¿Qué tal el dolor de cabeza?»
Entorné un ojo. ¿Esa era la excusa que había inventado Yodah para librarme de la cena? Carraspeé.
—«Estoy como nuevo.»
—«¡Me alegro!» lanzó Sharozza.
Entendí que, con dolor de cabeza o no, me habría seguido hablando igual. Durante las dos horas siguientes, no me dejó concentrarme en mi diamante de Kron. Me hablaba de rocas y de destrucciones de túneles que ella había realizado. Traté de ser educado. A veces, un estrechamiento en el túnel me daba unos instantes de tranquilidad pero, en cuanto el túnel se ensanchaba, la Exterminadora volvía a mi lado y me hablaba. Al de dos horas, mi hartazgo había llegado a tal punto que mi Datsu lo aplacaba.
“Me está poniendo nervioso con tanto ruido,” gruñó Kala.
“Pues díselo.”
Kala se sorprendió.
“¿En serio? ¿Puedo? ¿Y la etiqueta?”
Sonreí.
“Sharozza tiene una susceptibilidad cero. Como si tuviera un Datsu, en serio. Mi hermano ya lo intentó todo, y nada: es impermeable como un diamante de Kron. Que yo recuerde, sólo consiguió hacerla llorar una vez.”
Kala se lo tomó en serio y girándose hacia ella sobre el anobo, lanzó:
—«Sharozza. ¿Puedes callarte?»
Advertí la expresión impactada de Tarmyn Lexer que cabalgaba justo detrás. La Monja del Viento sonrió anchamente y se carcajeó.
—«¡Eres igualito a tu hermano! ¡Cuántas veces me habrá repetido lo mismo!» se emocionó.
Y siguió hablando como si de nada. Suspiré.
“¿Lo ves?” solté. “Es inútil.”
Sin embargo, cuando desembocamos en una caverna amplia iluminada por piedras de luna, Sharozza calló. La caverna se hundía en una pendiente constante cubierta de rocas abultadas que hubieran imposibilitado el viaje a cualquier caballo. Los anobos emprendieron la bajada sin bajar el ritmo, posando hábilmente sus grandes patas reptilianas. Bajé la mirada hacia la cabeza verdosa y oscura de mi montura. Avanzaba en la bajada con la confianza de una bestia que ha recorrido Dágovil de norte a sur y de oeste a este durante toda su vida. Era un anobo de guerra. Un anobo de mercenario. Y me sentía seguro sobre él. Aun así, hubiera preferido tener a la Neybi juguetona y dócil y no a ese. Pero se la había dejado a Yeren…
Me volví hacia Sharozza, inquieto. No había pronunciado una palabra desde que habíamos entrado en esa caverna. La vi, con el rostro absorto y la mirada posada en las piedras abultadas. Entonces, sus ojos violetas se alzaron hacia mí. Desvelaban… ¿nostalgia? ¿tristeza? No supe muy bien qué. El caso es que, con un gesto inhabitualmente discreto, me invitó a ralentizar un poco para separarnos de la fila. Fruncí el ceño pero le seguí la corriente. No ocurría a menudo que una parraplas como ella deseara hablar a solas con alguien. El problema era que no estaba solo: estaba con Kala, Tchag y Myriah. Esperaba que no fuera a hablar otra vez del Orbe…
—«¿Algún problema?» pregunté.
Sharozza meneó la cabeza.
—«Mm. Esta caverna me trae muchos recuerdos. El Ojo de Eol. ¿Recuerdas?»
Agrandé los ojos y volví a echar un vistazo a mi alrededor. Un Ojo de Eol era una criatura rara que nacía en la roca, migraba en ella y, cuando encontraba la roca apropiada, fundaba su hogar. Mientras no se lo molestase, era inofensivo, ayudaba a crear rocas metamórficas y se contaba que, sin los Ojos de Eol, no habría habido rocaleón, los Subterráneos no habrían podido ser habitados por saijits y la roca-eterna que nos protegía del agua de los océanos de la Superficie no habría existido. De ahí que los destructores y los subterranienses en general les tuvieran un gran respeto aunque pocos hubieran visto uno.
Recibí otra ojeada de Sharozza de Veyli y asentí, ensimismado.
—«Lo recuerdo. El Ojo de Eol que se fundió en la rocarreina junto a la aldea de Marovil. Los habitantes no podían dormir a causa del ruido que metía golpeando la rocarreina. Lo llamaban el Demonio Solista y pidieron ayuda al Templo del Viento para que echáramos al bicho fuera. Pero esta caverna no…»
—«Es donde estaba la aldea,» me aseguró Sharozza con voz extrañamente pausada. «El techo se derrumbó poco después de que nos marchásemos. ¿No te dijo nada Lúst?»
Fruncí el ceño y asentí.
—«Sí. Lústogan recomendó que los aldeanos se marcharan,» recordé.
—«Y, que yo sepa, todos se marcharon,» dijo Sharozza. «Y no volvieron. Desde entonces, a esta caverna la llaman la Casa del Demonio Solista.»
Enarqué una ceja.
—«¿Sigue ahí?»
—«¿No lo oyes?»
Seguí la dirección de su mirada, hacia el suelo rocoso. Esa no era rocarreina, pero lo que había enterrado metros más abajo… Agucé el oído y percibí un ruido inconstante, como si un músico tocase al tuntún cuerdas de laúd desafinadas. El Demonio Solista era persistente. Esbocé una sonrisa burlona. Ahora entendía por qué Sharozza se había puesto así de nostálgica.
—«Lústogan perdió su apuesta, ¿eh?»
La Monja del Viento agrandó los ojos como sorprendida antes de dedicarme una sonrisa de lado con una pizca de burla en su rostro.
—«Y, entre nosotros, creo que perdió aposta…»