Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies
Suroeste de Dágovil, año 5626: Drey, 14 años; Lústogan, 26 años.
Detuvimos nuestros anobos y desmontamos los tres de un salto. Marovil era un pueblo de menos de cien habitantes y su taberna, como comprobamos al entrar en ella, era todo menos lujosa. Habíamos entrado ya en alguna posada de mala muerte en nuestros viajes… pero aquella no solamente denotaba pobreza sino que además nadie se ocupaba de limpiarla. Las sillas estaban rotas, las mesas cubiertas de polvo. Lo único relativamente limpio ahí era la barra. El caito que había detrás de esta, jorobado y viejo, graznó al vernos:
—«Antes de entrar se llama a la puerta, malnacidos.»
Lústogan y yo nos detuvimos a mitad de camino. Entonces, retrocedí un paso y di unos golpes fuertes a la puerta.
—«¿Así?»
Sharozza se carcajeó. Lústogan se adelantó hacia la barra acortando:
—«Venimos por el Ojo de Eol. ¿Tiene alcalde esta aldea?»
El posadero pestañeó, obvia señal de que nos veía borroso.
—«¿El Ojo de Eol?» repitió. «Bah, desde que se instaló en la caverna, no paran de venir extranjeros a curiosear. Aunque con él por lo menos también se nos han ido todas las sucias ratas. Marovil, la aldea de las Ratas nos llamaban por ahí de tanta rata que teníamos… ¿Eh, Bakwug?»
Le hablaba al único parroquiano que había en la taberna: una figura con un viejo sombrero, sentada a una mesa, dándonos la espalda. Este no contestó. Con gestos torpes, el tabernero tendió una mano hacia una botella. No calculó bien y no la alcanzó. Se la acercó amablemente Lúst. El posadero fue a servir un vaso y tan mal apuntó que, apoyándome en la barra, solté juguetonamente un sortilegio para desviar el chorro oscuro hacia el vaso. Al alzar este, el hombre pareció extrañado al constatar que estaba bien lleno. Se lo tragó de un sorbo.
—«Mar-háï. Eso es tener espíritu de comerciante,» silbé.
Lústogan emitió un ruido parecido a una risa ahogada y lo miré asombrado. ¿Habría conseguido hacerlo reír al fin? ¿Después de dos años de intentos frustrados? Me aplastó la bota, dejándome con la duda. Intercambié con Sharozza una sonrisa disimulada.
—«Disculpa,» dijo mi hermano con voz seca. «No nos hemos presentado. Somos destructores del Templo del Viento. Ella es Sharozza de Veyli, él mi hermano, Drey Arunaeh, y yo soy Lústogan Arunaeh. Nos han dicho que ese Ojo de Eol está metido dentro de la rocarreina de vuestra caverna y que no os deja dormir.»
El viejo tabernero emitió una exclamación.
—«¡Ah! ¡Vais a por el Demonio Solista! ¿Así que vosotros sois los rompedores? ¿Lo oyes, Bakwug? Tú que decías que no vendrían… ¡Que te estoy hablando, Bakwug!» tonó.
Este, al fin, se giró. Llevaba una barba larga y blanca de humano y unas vendas mugrientas en las manos, entre las cuales sujetaba su colgante, tres círculos negros en una línea vertical, símbolo de Antaka, Dios del Tiempo, los Ciclos y la Roca. Parecía despertar de un largo sueño.
—«¿Lo oís?» soltó de pronto.
Me quedé suspenso. ¿Se refería al bumbúm constante que resonaba en la caverna? ¿Quién no lo oiría?
La Exterminadora había agarrado un vaso sobre una pila y lo inspeccionaba con aire crítico. Lo volvió a posar, juzgando quizá que estaba demasiado sucio para beber en él, y aseguró:
—«Y desde lejos. Suena como una horda de trasgos taconeando sobre un inmenso tambor metálico. Bakwug… ¿Eres el que firmó el encargo, no? Prometiste una recompensa de doscientos kétalos…» Lústogan y yo no pudimos más que poner los ojos en blanco ante la paupérrima recompensa y Sharozza continuó: «Pero el regidor de Arhum decidió subvencionar el trabajo por ser un lugar de paso hacia zonas fronterizas, así que vosotros, los de Marovil, no tendréis más que ofrecernos gratis la comida y el lecho…»
Vaciló de pronto echando un vistazo poco convencido a la sucia taberna. Bakwug se levantó con pesadez gruñendo alto:
—«¿Qué dices, niña? Que no te oigo, ¡por Antaka, habla más alto!»
—«Bakwug, que son buenas noticias, buenas noticias,» insistió el tabernero alzando la voz. «¡Que no tenemos que pagar, dice!»
—«¿Que no tenemos que pagar? ¿Ah no?»
Mientras los dos se gritaban pacíficamente, Sharozza nos consultó, asintió y berreó:
—«¡Nada! ¡Olvídate de la comida y el lecho, abuelo, nos ocuparemos nosotros mismos de ello, ocupaos sólo de los anobos! ¡Os avisaremos en cuanto hayamos echado al Demonio Solista ese!»
—«¡Que no estoy tan sordo!» protestó Bakwug.
Salí de ahí carcajeándome por lo bajo, con mi hermano y la Exterminadora detrás. Lústogan estaba menos sombrío… pero seguía sin reír.
Nos instalamos en una cueva cercana a la aldea y nadie vino a ofrecernos mejor hospedaje. Éramos «rompedores», y los rompedores para la gente normal no eran fáciles de abordar, y menos si sabían que dos de nosotros éramos Arunaeh. Tras aligerar nuestras mochilas con lo estricto necesario, nos colocamos un aislante armónico en las orejas para amainar el ruido, nos pusimos las máscaras y emprendimos la marcha hacia la zona de rocarreina. No teníamos que temer ser atacados por criaturas: estas debían de haber huido en desbandada por el escándalo, como las sucias ratas de las que había hablado el tabernero.
Cuando llegamos a la zona, Lústogan alzó una mano y nos separamos. Incluso nuestras mágaras protectoras no llegaban a aplacar del todo el estrépito. Jamás hubiera imaginado que un Ojo de Eol pudiera ser así de persistente. Si había elegido la rocarreina como casa… había que echarlo de ahí. Con un poco de suerte, con romper tan solo algún trozo de rocarreina lo asustaríamos y se iría.
El primer día, estuvimos tanteando la zona. Me pateé toda la parte sur, buscando la fuente, tratando de localizar al Demonio Solista. Cuando nos reunimos, los tres negamos con la cabeza. Nada. El sonido se repartía por toda la zona de manera tan igualada que aquel método no funcionaría. Cuando regresamos a la cueva, Lústogan tragó un Ojo de Sheyra y dijo:
—«Mañana intentaremos sondear con sortilegios, sin acorralarlo o se asustará y se pondrá a pegar más fuerte.»
Hablaba con tono más frío aún de lo acostumbrado. Sharozza le echó una ojeada curiosa.
—«Te revienta tener que ocuparte de esto, ¿eh? Que sepas, Drey, que tu hermano es un gran fan de los Ojos de Eol,» se chivó ladeando la cabeza hacia mí. «De pequeño me dijo que eran como los guardianes de Sheyra… ¿y qué me dijiste? ¡Ah! El que bebe agua tiene el deber de proteger la fuente. Lo que quería decir que, si destruyes la roca, también debes proteger a los que ayudan a crearla. Era todo un poetastro en aquel entonces. Hablo de cuando era más joven que tú incluso. Antes era más divertido. Ahora se ha vuelto un muro de mármol,» rió.
Lústogan suspiró, agarró las cantimploras y me las lanzó. Las atrapé al vuelo.
—«Ve a rellenarlas.»
Mascullé:
—«Y tanto que es un muro de mármol, que ni se mueve…»
Sharozza se carcajeó y Lústogan me recordó:
—«Estuviste insistiendo para venir. Dijiste que harías todo lo que te pidiese. Ahora a tragar.»
Sharozza agregó con una ancha sonrisa:
—«Pasa por el establo a comprobar que nuestros anobos están bien cuidados. Oh, y ya que estás, pregunta por el pueblo a ver si alguno sabe más acerca del Ojo. Puede que alguno te diga algo de provecho.»
Suspiré al salir de ahí con las cantimploras. Recordaba haber visto un manantial en el centro de la aldea. Me dirigí hacia esta, pasé ante la mirada curiosa de varios aldeanos que se ocupaban de moler algo en sus morteros. Había un gran roble blanco que se alzaba junto al manantial. Sus hojas, rojas, se agitaban suavemente bajo la brisa de la caverna. Me agaché y comencé a rellenar las cantimploras mientras echaba una ojeada a mi alrededor. De no ser por el interminable estrépito del Ojo de Eol, adiviné que esa aldea, aunque pobre, debía de ser tranquila. Al fin, me levanté, me eché las cantimploras al hombro atadas por una correa y me giré… Me crucé con la mirada de una muchacha que esperaba con su cántaro vacío a unos metros prudentes. Por un momento, nos quedamos inmóviles los dos. Era una kadaelfa de mi edad, con un vestido usado pero limpio. Finalmente, me di cuenta de que estaba perdiendo el tiempo. Avancé hacia ella y la vi agrandar los ojos. Pasé junto a ella sin una palabra y tomé el camino de vuelta hacia la cueva.
Estaba llegando cuando oí las voces de Lústogan y Sharozza y me detuve, sorprendido, al oír a Lústogan jadear:
—«Lo siento. No puedo.»
Se oyó un gruñido de frustración.
—«¿Por qué no puedes?»
—«Porque no puedo. Los Arunaeh…»
—«¿Sólo aman a las Arunaeh?» siseó Sharozza. «Nos conocemos de toda la vida, Lúst, pero me sorprende tu tontería. ¿Sólo por un beso se te desata el Datsu así? Qué será para el resto. ¿Es que planeas aceptar cualquier mujer que te designe tu familia? ¿No has pensado que la intolerancia de tu familia a las personas sin Datsu es un fallo en su ideal de equilibrio?»
Me volví rojo como un zorfo y mi Datsu se desató. ¿Un… beso? Sabía que Sharozza y Lústogan se conocían de toda la vida pero… aun así… aun así creía que ella ya no… De pronto, recordé que no había pasado a ver a los anobos ni preguntado a nadie en el pueblo sobre el Ojo de Eol y mi tensión subió, desatándome todavía más el Datsu. Pero ya no me atrevía a moverme por no agitar el aire y traicionar mi presencia.
Sharozza agregó en un murmullo ahogado:
—«¿Es que tan patética me ves? ¿Acaso no soy tu amiga? ¿Acaso todo este tiempo que hemos trabajado juntos… no sentiste nunca nada? ¿Acaso…?»
Calló. Pero sus sollozos estaban ahí. Era la primera vez que oía a Sharozza llorar.
—«Lo siento, Sharozza,» dijo Lústogan, tan bajo que casi no lo oí.
—«Sé que lo sientes,» replicó Sharozza. «Hagamos una apuesta, Lúst. Si consigues echar al Ojo de Eol, no te molestaré más. Pero promete que, si no lo consigues, olvidarás excepcionalmente las costumbres de tu familia y me enseñarás lo que realmente sientes. ¿De acuerdo?»
Hubo un largo silencio. Entonces, Lústogan replicó:
—«Nunca he fallado un trabajo, ¿sabes?»
—«Este es distinto.»
Hubo otro silencio. Entonces:
—«Está bien. Acepto la apuesta. Palabra de Arunaeh.»
Al fin, acabé de envolverme de un sortilegio para no turbar el aire. Me alejé tan silenciosamente como pude hacia la aldea.
—«Attah,» dejé escapar al llegar al establo. Posé una mano sobre los morros de un anobo. «Casi me gustaría que el Ojo de Eol se quedara, ¿sabes?»
* * *
Al día siguiente, nos pusimos enseguida a trabajar. Mis interrogatorios habían surtido algo de efecto. La madre de la kadaelfa del manantial me había dicho que, cuando todo había empezado, dos meses atrás, el ruido se oía por la zona noreste de rocarreina. Teníamos por donde comenzar.
Lústogan trabajaba con un ahínco inhabitual. Sondeaba la roca a cuatro patas sobre el suelo mientras Sharozza y yo hacíamos lo mismo unos metros más lejos. Cada movimiento que rozaba la rocarreina emitía un fuerte sonido metálico de ultratumba que venía a complementarse con los golpes dados por el Ojo de Eol. ¿Se habría vuelto loco ese Demonio Solista? ¿O es que simplemente le gustaba hacer ruido?
Durante una pausa, de vuelta a la cueva, pregunté:
—«¿Los Ojos de Eol tienen oído?»
Sharozza se había ido a la taberna a dar cuenta de los avances y ver si no encontraba más información útil. Lústogan bajó la cantimplora de la que bebía y replicó:
—«¿Y tú, Drey, tienes oído?»
Parpadeé, perdido, hasta que entendí la alusión y desaté conscientemente mi Datsu. Resoplé de lado.
—«¿Con este ruido que mete el Solista? Estoy sordo como una piedra.»
Attah… Él sabía que yo sabía. Desvié la mirada sintiéndome de pronto como un mirón. Lústogan suspiró.
—«Pues me alegro.»
Enarqué una ceja. Y entonces sonreí.
—«Como dice Padre, cada Arunaeh tiene que descubrir su propia Senda, ¿no?»
La burla surgió en los ojos de Lústogan.
—«Por una vez, tienes razón.»
* * *
Fue al día siguiente cuando la situación del Demonio Solista se nos escapó de las manos. Habíamos empezado a resquebrajar la rocarreina, emitiendo un estrépito aún más infernal que el del Ojo de Eol, cuando, de pronto, oí un grito ahogado de sorpresa. Alzando la cabeza, vi a Lústogan despegar del suelo y ser proyectado unos cuantos metros hacia arriba.
Por un instante muy breve, el horror se apoderó de mí… y luego mi Datsu se desató. Recordé a tiempo las palabras de Lústogan: “Si se te vuelve a desatar el Datsu por completo, Drey, será la última vez que te lleve a trabajar conmigo”.
Conseguí tranquilizarme sin que el Datsu se excediera. Al instante siguiente, Lústogan aterrizaba fuera de la rocarreina amortiguando la caída con órica y hacía un gesto urgente para invitarnos a salir de ahí. Creí oír su grito de aviso, medio ahogado por nuestras mágaras protectoras…
Demasiado tarde. Con nuestros sortilegios de destrucción, el Demonio Solista nos había localizado a nosotros y deseaba echarnos. Una fuerza violenta me proyectó directo hacia una estalagmita que bordeaba el lugar. En pleno vuelo, desvié la trayectoria con órica y aterricé con más o menos elegancia a unos metros de Lúst. Sharozza se unió a nosotros justo después, gritando:
—«¿De dónde saca ese poder?»
Lústogan sacudió la cabeza sin saber qué contestar. Había tanta cosa que ignorábamos sobre los Ojos de Eol… Aquel Ojo de Eol parecía ser un maestro órico.
De pronto salió disparado un trozo no pequeño de rocarreina, con tal fuerza que se levantó unos seis metros antes de empezar a caer.
—«Dánnelah,» murmuré.
Para asombro mío, Lústogan se abalanzó hacia la rocarreina y Sharozza lo siguió gritando algo que no conseguí distinguir.
En el momento en que entendí que la caída de una piedra de rocarreina de ese tamaño sobre un terreno de rocarreina podía dejarnos sordos incluso con nuestras mágaras de protección y que el choque podía causar una resonancia magistral capaz de resquebrajar, si no desequilibrar, toda la caverna… cuando entendí eso, Lústogan ya estaba parándose debajo de la piedra y alzaba las manos para ralentizar la caída de esta. Sharozza se le unió al instante y observé con admiración a ambos Monjes del Viento aunar sus esfuerzos.
Sin embargo, el Demonio Solista era un verdadero demonio. Apenas los dos detuvieron la piedra, aguantándola, salieron del terreno otras piedras, no tan grandes, pero… Lústogan y Sharozza no podrían pararlas con las manos ocupadas. Me adelanté preparando un sortilegio órico. Las piedras habían sido lanzadas más alto todavía y no todas habían sido arrojadas con la misma fuerza, pero todas estaban en la parte donde estábamos: el Ojo de Eol estaba desprendiendo la rocarreina que nosotros habíamos resquebrajado ya. ¿Lo haría contra nosotros o estaría simplemente alisando su casa? A saber.
Cuando las piedras comenzaron a bajar, solté una ventolera, confiando en que Lústogan y Sharozza se protegerían con su propia órica. Eché afuera de la rocarreina una lluvia de piedras. Pero no las eché todas, y el estrépito de las que salieron fuera fue ahogado por el estruendo provocado por las otras.
Mi concentración se partió en dos y me doblegué apoyando mis manos contra mi máscara, ahí donde estaban mis oídos. Oí otro estruendo, y otros golpes que resonaron a mis oídos como martillazos enormes. ¿Se me habrían descolocado las mágaras de protección? No. Ahí seguían puestas, y aun así… Attah. Estaba seguro de que, incluso en la aldea, a más de uno le habían estallado los tímpanos con ese concierto de rocarreina.
Cuando me enderecé, Lústogan y Sharozza corrían hacia mí. El gesto que me hicieron era inequívoco: tocaba retirada. Sólo que, incluso en la cueva, se volvió imposible quitarse los protectores: el Demonio Solista se había desatado. ¿Estaría de malhumor? Recogimos nuestros haberes sin una palabra y sólo cuando salimos Lústogan me lanzó quitándose un protector con prudencia:
—«Lleva a los anobos al túnel.»
—«¿Nos vamos?» me sorprendí. «¿Y el Demonio Solista?»
—«Me ocuparé de él. Tú espéranos en el túnel. Tengo que avisar a los aldeanos de Marovil de que su caverna no es segura. ¿No has notado los tremores?»
Que me echase de esa forma me decepcionó, pero había prometido que haría lo que él me pidiera… Suspiré y asentí.
—«¿La caverna está tan mal?»
—«¡Desequilibritis aguda!» confirmó animadamente Sharozza, saliendo a su vez de la cueva. Hablaba como si se tratara de una enfermedad real. «El Ojo no lo ha arreglado. Vamos.»
Fui a recuperar a los anobos y ayudé a mi hermano y Sharozza a avisar a los aldeanos con los que me cruzaba. En el establo, mientras trataba de calmar a nuestros anobos, agitados por el estrépito, me encontré con la muchacha kadaelfa del manantial. Estaba sentada sobre un cubo a modo de taburete y se tapaba los oídos con expresión desasosegada. Una hilera de sangre partía de su oreja izquierda. Me inquieté.
—«¿Puedes oírme? Hey. La caverna está en peligro y tienes que salir de aquí cuanto antes. ¿Puedes oírme?»
La muchacha alzó la vista, pero más porque le toqué el brazo que porque me hubiera oído. Sus ojos se agrandaron aún más. Entonces, su madre apareció en la entrada y, sin echarme más que un vistazo, apremió con gestos a su hija. Cuando salí con los anobos, no esperé a encontrarme de nuevo con Lústogan y Sharozza. No sabía dónde se habían metido de todas formas. Estiré a las monturas hasta alcanzar el túnel del norte y seguí un poco adentro hasta que el ruido se hiciera soportable. Entonces, me quité los protectores y me di la vuelta.
Mi Datsu tardó en atarse de nuevo a un nivel más normal. Por eso, al principio, esperé sin impaciencia alguna, diciéndome que Lústogan y Sharozza eran mejores óricos que yo, que sabían hacer su trabajo y que no me necesitaban. Pero, a medida que pasaba el tiempo, mi inquietud fue creciendo. Pasaron varios aldeanos de Marovil llevando lo estrictamente necesario. No me dijeron nada… pero noté miradas de reproche que no entendí. ¿Acaso no les acabábamos de avisar por su propia seguridad?
Esperé durante un tiempo interminable a que mi hermano y la Exterminadora volvieran. Estaba ya pensando que a lo mejor debería ir a Arhum a pedir ayuda o regresar al menos a la entrada del túnel a ver si los veía cuando aparecieron al final del túnel, agotados, con los uniformes cubiertos de polvo. Inspiré y espiré de alivio.
—«¡Hermano! ¡Sharozza!»
Lústogan cojeaba. Acababa de oír un estruendo en la caverna. ¿Se le habría caído alguna roca? Me precipité.
—«Estoy bien,» dijo Lústogan, anticipándose a mi pregunta. Se quitó la máscara, me miró, le miró a Sharozza y masculló: «¿Cuántos aldeanos han pasado por aquí?»
Fruncí el ceño. ¿Debería haberlos contado? Me encogí de hombros.
—«¿Yo qué sé? Unos cuantos. Todos no.»
No recordaba haber visto la muchacha kadaelfa. Lústogan hizo una mueca sin mirar atrás y agarró las riendas de un anobo.
—«Ya saldrán. Volvamos a Arhum.»
Montó y Sharozza lo imitó. Me subí sobre mi propio anobo preguntando:
—«¿El Ojo de Eol se ha ido?»
—«¿No has oído el estruendo?» dijo Sharozza. «Cayeron unas cuantas estalagmitas encima de la rocarreina y el Solista dejó de golpear.»
Su tono era sombrío. Muy sombrío. Lústogan la miró otra vez. Y replicó:
—«Esperaremos unos días en Arhum y volveremos para comprobarlo.»
* * *
Sentado en los cojines, junto a la linterna blanca, leía las aventuras del pícaro Danfán, de Sirigasa Moa, desde hacía unas cuantas horas. Me quedaban unas pocas páginas cuando la puerta de la taberna se abrió y alcé la cabeza, expectante, para mirar entre los balaústres hacia la parte de abajo. Era un parroquiano habitual, que se inclinó y saludó con una sonrisa grácil al alto tabernero. Suspiré. Nada. Lúst y Sharozza seguían sin volver. Y yo ahí estaba, en La Piedra de Luna, leyendo desde hacía un buen rato la misma página…
La Piedra de Luna era una taberna regida por elfocanos del pueblo yorusha, conocido por sus artes culinarias tradicionales, sus músicos espirituales y sus bailes lentos. De cuando en cuando, me dejaba adormilar por la suave música que flotaba en la gran taberna. Llevaba tres días en ese lugar, dos desde que Sharozza y Lúst se habían ido a verificar la huida efectiva del Ojo de Eol. Llegar a la caverna, desde Arhum, en anobo, tomaba apenas una hora y media. ¿Qué diablos estarían haciendo? Hubiera querido saberlo, sobre todo si el Demonio Solista no se había ido aún. Hubiera querido estar ahí para verlos trabajar. Pero…
“Un pupilo obedece a su maestro, ¿no? No te muevas de aquí, Drey.”
Las palabras de Lústogan, secas y estrictas, resonaban aún en mi mente. Suspiré y seguí leyendo hasta la última página. Al final, el pícaro Danfán tomaba la decisión de ser honrado y exclamaba: «¡Si la felicidad no viene a mí, entonces iré yo hacia ella!» Me repetí la frase. Inspiré y cerré el libro con una resolución.
—«Un pupilo también debe preocuparse de no quedarse sin maestro,» murmuré.
Me levanté, fui a guardar el libro en el cuarto, salí de ahí hasta el establo y desaté a mi anobo. En marcha, me dije. En ese momento, vi aparecer al tabernero, un elfocano alto, rubio y habitualmente sereno y risueño. Se inclinó diciendo:
—«¿Mahí? ¿De veras crees que es necesario? Tu hermano…»
—«Hace lo que le apetece,» lo corté. «Y yo también. Gracias de todos modos, yorusha.»
—«Mi nombre es Kaxen,» suspiró el elfocano, porque no era la primera vez que me lo decía.
No repliqué, me subí al anobo y salí de ahí. Enseguida estuve fuera de Arhum, recorrí unas cavernas con aldeas, pastores de anobos y ovejas antes de llegar al Túnel de la Punta, como lo llamaban. La entrada estaba vigilado por unos guardias. Cerca del camino, avisté un campamento de aldeanos. Al pasar ante él, reconocí a la muchacha kadaelfa, con una gran venda que le cubría ambos oídos. ¿Se habría vuelto sorda de veras? En cualquier caso, adiviné que los aldeanos de Marovil estaban esperando con impaciencia poder volver a su pueblo. Hice una mueca. Desgraciadamente, por cómo me lo habían descrito Lúst y Sharozza, la caverna no parecía ya un lugar seguro al que regresar.
—«¡Chico!» me dijo de pronto una voz mientras me acercaba a la boca del túnel. Me giré y reconocí al tabernero miope. «¿Tú eres el que iba con los rompedores, no? Malditos seáis… No sé qué diablos habéis hecho, pero malditos seáis…»
No dijo más. Los guardias me echaron una mirada como preguntándose si el muchacho Arunaeh dejaría pasar la maldición o si ellos mismos debían decir algo… Al final, solté:
—«Guardias.»
—«¿Sí, mahí?» contestó uno con voz reacia.
—«¿Los destructores siguen en la caverna?»
—«Eso parece, mahí.»
—«Ellos,» intervino otra aldeana, «se fueron a por el Demonio. Sabemos que la culpa la tiene el Demonio, mahí. Bendigo a los destructores, los bendigo y… espero que nos dejen volver pronto.»
Su voz se había ido haciendo cada vez más baja a medida que hablaba. No contesté, pero en el fondo me pregunté si no sería mejor para ellos dejar definitivamente esa caverna que los había hundido en tanta pobreza. Haciendo un gesto de cabeza, animé a mi anobo y desaparecí túnel adentro alzando mi piedra de luna. No había recorrido ni la mitad del largo túnel cuando percibí luz y detuve mi anobo. Cuando avisté a mi hermano y a Sharozza sobre sus monturas, hice una mueca. Vaya…
Esperé hasta que estuvieran cerca para mascullarles:
—«Justo llego cuando os marcháis. ¿Por qué habéis tardado tanto?»
—«¿Y por qué tú desobedeces a tu maestro?» replicó Lústogan.
—«Porque decidí seguir mi propia Senda,» repuse con una sonrisilla desafiante.
Mi hermano se me quedó mirando con burla. Me sorprendí. Su expresión estaba extrañamente tranquila y satisfecha.
—«¿Entonces? ¿El Demonio Solista?» inquirí.
Lústogan puso a su anobo en marcha y me apresuré a darle la vuelta al mío para seguirlos.
—«Todo se acabó,» dijo.
¿Y qué se suponía que debía entender con eso? Le miré a Sharozza. La Monja del Viento tenía en su rostro unos sentimientos opuestos: diversión, comprensión… y a la vez contrariedad. Huh. Los miré alternadamente. ¿Qué habría pasado entre esos dos?
—«¿El Demonio Solista se fue?» insistí.
Los dos me atravesaron con la mirada. Ninguno me contestó. Pero creí entender y refunfuñé:
—«Maestro: ¿qué vas a hacer ahora?»
Lústogan puso los ojos en blanco y sonrió.
—«¿No es obvio? Seguir mi propia Senda.»
En ese momento, no entendí por qué Sharozza se ensombreció. ¿Me habría perdido algo? ¿Habría malinterpretado la satisfacción de Lúst?
Dos meses después, Lústogan desapareció del Templo del Viento con el Orbe. Tardé en relacionar lo uno con lo otro pero, cuando lo hice, entendí que, en su Senda, pasaba antes su familia. Antes que cualquier otra cosa.
Y ahora, mientras cabalgaba hacia Arhum junto a Sharozza, siguiendo de lejos la tropa de Zombras y Kartanes… entendí hasta qué punto Sharozza amaba a Lústogan. Hasta el punto en que había dejado pasar el Templo después que él: no le importaba que hubiese robado el Orbe porque ella…
—«Lo sabías, ¿verdad?» pregunté. Sharozza enarcó una ceja, interrogante, y murmuré: «El Orbe.»
Una sonrisa estiró los labios de la Exterminadora.
—«¿De qué me estás hablando?»
Suspiré y sacudí la cabeza sin insistir, pues empezaba a sospechar que no solamente lo sabía… sino que había participado en el robo junto con Lúst.
A saber cuánto Sharozza había tenido que insistir para que mi hermano la dejara ayudarlo… Puse los ojos en blanco. Si Lústogan tenía un punto débil además del de su querido pupilo, ese era ella.