Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies

19 El sello Arunaeh

«El Datsu es como una madre: te ama sin condición.»

Yodah Arunaeh

* * *

Estaba cayendo en un agujero sin fondo e iba soltando mi órica para ralentizar mi caída mientras veía aparecer figuras fantasmagóricas que flotaban en el aire.

Una era la de Draken. Mi profesor de caéldrico me soltaba una frase en la vieja lengua con un acento perfecto. Pero yo no le entendía. Seguía bajando. Me encontré con mi prima Alissa que me miraba, como muchos, sin decir nada. Estaba hasta el gato Ciclón de la isla de Taey observándome con sus ojos violetas. La caída era interminable. En un momento, Lústogan apareció y me tendió el diamante de Kron. ¿Todavía no lo has destruido?, me preguntaba. Y yo le decía: pues claro que sí, ¿no lo ves? El diamante se volvía polvo y, para horror mío, mi hermano se esfumaba con él.

«¡Lúst!» grité.

Me contestó su voz regañándome: no te desconcentres. De nada servía tratar de buscar algo en esa oscuridad. Seguí el consejo y ralenticé de nuevo mi caída, aunque ya no sabía muy bien por qué pues, si la caída era interminable, no habría nunca ningún impacto. Por lo tanto la velocidad no importaba, ¿no?

Cuando me encontré con Yánika, frené todo lo que pude con mi órica. No iba sola. Yodah la tenía abrazada por detrás y decía: la protejo con mi vida, palabra de Arunaeh. Y ella decía: ¡estoy bien, hermano, pero no te alejes! Yo intentaba no alejarme. Trataba de usar mi órica para volver a ella. Tendía mi mano y veía la suya, también tendida hacia mí, que se iba alejando a medida que yo caía, lejos, muy lejos de ella. Pese a mis esfuerzos, caía. Pese a mi voluntad, caía. Porque mi voluntad era también la justa, como todo. Mi Datsu me invitaba a no temer y a detener la caída ante todo. Pero yo no era lo bastante poderoso.

Al cabo, el aire se hizo cálido, me rodeó una luz cegadora y creí haber caído en un lago de lava candente. Oí gritos. Y la voz de Kala que rugía de terror:

“¡Despierta, Drey, estamos en el infierno!”

Abrí los ojos y estos me picaron enseguida. Mis pulmones me ardían y mi cuerpo se movió solo, rodó sobre sí mismo, cayó del jergón donde me habían puesto y se convulsionó en un ataque de tos. Pero el aire estaba cargado de humo. En el cuarto, no se veía nada. Espabilando del todo, me tiré completamente al suelo y me dediqué a retener el aire limpio contra mi rostro lo mejor posible. Diablos, ¿un incendio? Tenía toda la pinta, aunque de momento en el cuarto donde me habían dejado los vampiros sólo había entrado el humo ardiente. Pero si no salía de ahí rápido, Kala y yo moriríamos asfixiados.

Oí el ruido de una llave girando en una cerradura y sentí de pronto una corriente de aire quemante. La puerta estaba a mi izquierda. Unos pasos precipitados se acercaron y, cuando vi aparecer la silueta junto a mí, la reconocí. Llevaba un pañuelo que cubría la mitad del rostro y una capucha mojada para protegerse del fuego, pero advertí la cicatriz característica entre las cejas inhabitualmente pobladas para un vampiro. Era Limbel.

Me agarró y me puso una máscara. ¿Una máscara de destructor?, me sorprendí. Era la mía. Me levanté como pude sin pronunciar palabra y los dos nos apresuramos hacia la salida. Ahí, era aún peor. De verdad parecía que estábamos en el infierno. Pero esta vez Kala estaba decidido a salir de él sin flaquear y nuestros movimientos se acompasaban. Estábamos pasando ante una puerta en llamas, cuando Limbel se puso a toser agarrándose el pecho con una mano como si se lo hubiese abrasado. Lo habíamos dejado atrás unos metros y lo miré con lástima… pero no podía hacer nada. El fuego podía invadir el corredor en cualquier momento y…

Mi cuerpo se movió solo, mis brazos agarraron a Limbel y yo parpadeé incrédulo mientras Kala arrastraba al vampiro por el pasillo. No era razonable, estaba salvando a un vampiro al que apenas conocía arriesgando mi vida… Pero a Kala, por lo visto, poco le importaba. Estaba decidido, y no lo distraje.

El suelo de aquella casa estaba cubierto de madera y las llamas lamían las tablas ganando terreno con rapidez. Mandé una alfombra volar sobre una puerta incendiada para tratar de quitarle oxígeno al fuego y conseguimos franquearla. Aun así, no tenía claro que fuéramos a salir con vida. Estábamos perdiendo fuerzas. Mis ojos apenas lograban quedarse abiertos. Y mi órica no podía más que empeorar el fuego apartando temporalmente las llamas para que volvieran con más fuerza…

Pese a que los vampiros no eran nunca gordos ni muy pesados, Limbel me parecía pesar cada vez más y, tras una vacilación, solté:

“Kala. Agárralo y súbetelo. Te ayudaré a llevarlo.”

El Pixie me hizo caso sin protestar y traté de aligerar nuestro paso reduciendo el peso de nuestra carga con órica. No tenía ni idea de hacia dónde tenía que dirigirme para salir de ahí y Limbel estaba, por lo visto, inconsciente o demasiado asfixiado para hablar. ¿En serio se había metido en ese lugar para sacarme vivo de ahí? Pensándolo mejor, me alegraba de que Kala hubiese retrocedido para salvarlo. Si es que lográbamos salvarnos…

Reconocí la puerta de entrada gracias al movimiento del aire y gracias a los gritos de los vampiros.

“¡La salida!” gritó Kala.

Esperé que no se emocionase demasiado y perdiera el equilibrio en el último momento. Salimos por la puerta de entrada apartando las llamas y tan rápido como pudimos. La calle estaba llena de vampiros, algunos intentando apagar el fuego, otros ocupándose de los que sufrían de asfixia o quemaduras, y… hasta había saijits, me percaté. Dos vampiros me ayudaron a bajar a Limbel y se lo llevaron donde los demás heridos mientras mis ojos observaban el pequeño círculo de saijits que tosían o miraban con horror sus propias quemaduras. Ese edificio… Me giré hacia la casa en llamas. Humaredas de humo negro salían por las puertas y ventanas.

Mar-háï. Ahora lo entendía.

El clan de vampiros había ocupado Loeria desde hacía apenas unas semanas. Tomando en cuenta que este no parecía llegar a cien miembros y que un vampiro no necesitaba beber ni mucho menos todos los días, beber la sangre de doscientos saijits en unas semanas hubiera sido simplemente un derroche. Tal vez incluso les hubiera dado un atracón. Así que los habían encerrado en ese lugar con intenciones de beberlos poco a poco. Pero la sangre carbonizada de poco les valía.

No todos los saijits estaban en tan mal estado como para no tratar de salir corriendo, me fijé. Algunos vampiros habían atrapado algunos pero otros seguían corriendo por la calle. Tocaba escabullirse con ellos, decidí. Me moví entre los vampiros y, en cuanto salí de entre la agitación, eché a correr por la calle principal, tosiendo como un condenado.

“¿Crees que no nos van a ver?” dudó Kala.

“¿Prefieres quedarte quieto?” repliqué.

No tenía una mejor idea que seguir a los loerianos. Ellos sabían mejor que nadie dónde estaba la salida de su pueblo. Estaba por buen camino y acababa de avistar la gran puerta de dos batientes incrustada entre la roca cuando uno de los vampiros que perseguían a los loerianos en fuga se giró de pronto, me vio a un escaso metro, y me hizo una zancadilla… que evité con una ráfaga de viento. Lo hice rotar. Y me di cuenta con asombro de que mi tallo energético estaba muy consumido. ¿Tan malos habían sido mis sortilegios para repeler las llamas? No. Estaba seguro de haber usado mi órica sin malgastarla. Entonces, ¿cómo…?

“Tu sueño,” explicó Kala. “Estabas usando órica cuando he despertado. Parecías llevar horas así soñando bobadas.”

Diablos, ¿ahora sabía leer mis pensamientos o qué? Tosí pero traté de acelerar el ritmo mientras maldecía mi órica traicionera. ¿Desde cuándo un destructor usaba su órica dormido? Que me pasara cada vez más a menudo era una manía bastante problemática.

Empujé al vampiro que me perseguía con otra ráfaga órica y avisé, sin aliento:

“Otra ráfaga y me quedo sin tallo.”

De pronto, caí. No fue por el vampiro, sino por una piedra mal colocada en el camino. Tosí estruendosamente. Miré hacia atrás y… vi al vampiro armado con un bastón metálico listo para propinarme un golpe en la cabeza. Un golpe que iba a ser indudablemente mortal incluso a través de mi máscara.

«¡Espera!» exclamé cubriéndome instintivamente con los brazos. «¡Soy…!»

El bastón se movió e iba a soltar mi último sortilegio cuando Kala, aterrado, se precipitó y lo soltó antes con toda la fuerza que pudo. El sortilegio se deshilachó en una brisa ligera, tan patética que hubiera sido cómica si mi vida no hubiera dependido de ella.

“Por piedad, Kala…” suspiré, esperando mi muerte.

Oí un sonido sordo y otro metálico. Abrí un ojo para constatar con sorpresa que el vampiro había caído en plena calle, golpeado por detrás por un loeriano forzudo que se agachó enseguida para recoger el bastón.

«No sé quién eres, pero corre si quieres vivir,» me dijo.

Asentí y me levanté siguiendo a mi salvador. En la puerta, varias decenas de loerianos habían sido detenidos por las lanzas de unos vampiros y se agitaban con pánico. Mi salvador se adelantó con el bastón rugiendo:

«¡A por ellos!»

Extrañamente, el miedo paralizante desapareció en los rostros, reemplazado por un miedo rabioso, ese miedo innato más instintivo que permite enfrentarse a cualquier cosa en busca de un pequeño rayo de esperanza. Ante la turba, los vampiros retrocedieron y fueron barridos. Las puertas estaban cerradas con cadenas y el loeriano forzudo que me había salvado antes se puso a darles golpes fuertes. Me adelanté alzando una mano.

«Un momento,» dije con voz ronca.

Lo sorprendí lo suficiente como para detenerlo, agarré las cadenas con una mano y, antes de que a nadie se le ocurriese preguntarme qué demonios estaba haciendo, las estallé. La moral subió como una flecha, cosa mala para mí pues los loerianos, frenéticos, me aplastaron casi para retirar las cadenas y empujar un batiente. Al de unos instantes, me quedé solo, con tres vampiros en el suelo y dos que trataban de sacar unas lanzas que atravesaban los cuerpos de dos saijits. Pese a tener armas, no eran precisamente grandes guerreros, entendí mientras recuperaba difícilmente el aliento.

Entonces, vi a dos buenas decenas de vampiros que se acercaban corriendo hacia la puerta, armados no solamente con lanzas y arcos, sino también con espadas. Advertí los ojos de un vampiro posados sobre mí y Kala se impulsó hacia el batiente abierto. Pero no íbamos a poder ir muy lejos en ese estado.

“Detente, Kala,” lancé.

Me detuve yo y me giré posando una mano en la roca en la que se enmarcaba la puerta del pueblo. Grité:

«¡Deteneos si no queréis que mande abajo toda la cueva! ¡Soy destructor!»

Vi al vampiro más cercano vacilar, pero otros siguieron corriendo. Siseé e hice estallar un pedazo de roca elocuentemente.

«¡La haré estallar entera!» avisé.

El grupo, que ya había alcanzado casi la puerta, me oyó bien y ralentizó hasta que un vampiro entre ellos alzó la mano para detenerlos. Era Dakoz, el ajrob del clan, y el nieto del Príncipe Anciano. Sus ojos claros, uno azul y otro violeta, me atravesaron.

«¿Estallar la cueva?» dijo.

Alzando aún la mano, avanzó unos pasos, descollándose de los demás. Su abrianés era claro, con un ligero acento de Dágovil. Gruñó algo y unos vampiros se acercaron a los tres que seguían en el suelo. Dos se habían enderezado, apenas heridos, pero otro estaba inmóvil. Ladró una pregunta. Diablos…

“Nos está ignorando,” se irritó Kala. “¿No sería mejor correr?”

“Sé realista, Kala: apenas logramos respirar. Nos atraparían en nada de tiempo. Además,” añadí con tono dramático, “alguien tiene que ganar tiempo para los loerianos que se han fugado.”

“¿Te haces el héroe ahora?” me increpó el Pixie. “¡Antes ibas a dejar a Limbel atrás!”

No repliqué. Por lo visto, para él, no había mucha diferencia entre salvar la vida de un vampiro o la de un saijit. Tal vez no la había. Cuando vi al vampiro que examinaba al que estaba inmóvil asentir con la cabeza con expresión aliviada, entendí que este seguía vivo. Dakoz se giró otra vez hacia mí, observó con calma mi mano posada sobre la roca y lo oí suspirar.

«Puedes dejar de fingir, saijit. No eres capaz de hacer estallar toda la cueva en un instante. Sé de lo que son capaces los destructores. Este arquero,» lo señaló, «te mataría antes de que hicieras realmente nada.»

Attah. Tras un silencio, me dio un ataque de tos y me doblegué, apoyándome pesadamente contra la roca. Una huida fallida más, pensé. Iba a caer otra vez en manos de los vampiros y… Espera, me dije. Si sabían que fingía, ¿por qué no habían salido enseguida a por la sangre saijit descarriada?

«¿Por qué?» pregunté con un hilo de voz. «No los perseguís. ¿Por qué?»

Tosí con la respiración ronca. Dakoz no se dignó a contestarme. O pensé que no lo haría pero, cuando me agarraron y me hicieron pasar el umbral de vuelta a Loeria, aclaró:

«Allá afuera se está volviendo particularmente peligroso. Una persecución podría ser contraproducente. Tus congéneres…» Lanzó una mirada a mis tatuajes y mi piel gris y rectificó: «Esos saijits se toparán con los Shigan. Últimamente han dejado de capturar y matan, se diría, por placer. No les doy más que unas horas de vida.»

No dijo más, pero ya era mucho para alguien que no había pronunciado una sola palabra en abrianés el día anterior. Algo en su manera de ser me inspiraba más confianza que el Príncipe Anciano. Los Shigan, me repetí. Así llamaban los vampiros a los Ojos Blancos, los dokohis. Ciertamente, no sabía qué futuro era mejor, si morir desangrado o morir a manos de unos espectros-saijits obnubilados por un odio programado. Mientras me guiaban por la calle principal, protesté:

«¿Por qué no los avisáis? Necesitáis sangre, ¿no? ¿Por qué no negociáis y…?»

«Los atacamos,» me cortó Dakoz, deteniéndose y girándose hacia mí. «Matamos a gente de su pueblo. ¿Crees que serán capaces de perdonar?»

Lo preguntaba sin una pizca de burla, sin una pizca de ironía. Su pregunta era grave y llena de experiencia personal. Fui incapaz de contestarle.

Me llevaron a la casa de muros gruesos y pude constatar que el fuego de la casa incendiada, no muy lejana, había sido apagado. Pero el humo seguía flotando en el aire viciado de la cueva y todos los vampiros se habían colocado un pañuelo mojado en el rostro. Dakoz se detuvo ante la puerta de la casa preguntando:

«Di, Arunaeh. ¿No serías capaz de echar todo este humo fuera?»

Enarqué una ceja y lo miré con curiosidad.

«¿Por qué lo haría?» No contestó e hice una mueca confesando: «Consumí mi tallo energético. No puedo mover tanto aire ahora.»

Dakoz asintió para sí con lentitud.

«Lástima.»

Hizo un ademán y gruñó unas órdenes.

* * *

Momentos después, estaba sentado a una mesilla baja con un plato lleno de cereales y un vaso de agua. Me habían dejado dos vampiros de vigilantes, a los cuales se acababa de unir Waïspo, el que llevaba gafas y leía a Moa. Mientras dejaba a Kala masticar y beber con ansia, observé a Waïspo sentado enfrente con un libro en la mano. Este se titulaba Memorias y consejos de una agente entre saijits. Advirtiendo mi mirada, Waïspo sonrió.

«Radjini,» dijo, «fue una agente secreto vampira que vivió más de la mitad de su vida entre saijits.»

Kala hizo una mueca de desinterés y tragó su última cucharada, levantó el plato y atrapó con la lengua los últimos granos de cereales. Me reí mentalmente:

“Eso no se hace en Dágovil, Kala. Pareces un hawi.”

“Tú ríete,” replicó Kala. “Estoy cuidando el cuerpo y la más mínima gota de aceite cuenta.”

“¿Aceite? Esos son cereales.”

“Lo mismo.”

Puse los ojos en blanco y, cuando Kala terminó de tragar, dije:

«Perdón, pero cuando Kala está comiendo no hay quien lo interrumpa. ¿Así que tenéis agentes vampiros en ciudades saijits?»

Waïspo me tendió el libro.

«Mira por ti mismo. La inscripción de la primera página.»

Curioso, miré y observé la firma, elegante, metida en un rombo rojo. Fruncí el ceño… y de pronto jadeé.

«¿Qué hace aquí el sello de Sirigasa Moa?»

Waïspo enseñó sus dos colmillos, divertido, y retomó el libro diciendo:

«Me halaga que seas capaz de reconocer el sello de mi abuela. Sirigasa Moa y Radjini fueron una misma persona,» confirmó ante mis ojos atónitos.

Sirigasa Moa, la autora de libros de aventuras de humor y romance, ¿era una agente vampira? Y más que eso… ¿era la abuela de Waïspo? Recordé cómo, en el valle de Skabra, le había recomendado los libros y cómo Waïspo había sonreído. Era un gran fan de Moa, había dicho. ¡Un gran fan de su abuela!

«Attah,» dejé escapar. «¿En serio?»

Waïspo se echó a reír.

«¡Perdón por no habértelo dicho antes! Ahora mi abuela ha dejado su trabajo de agente secreto pero… pensé que esto podría cambiar tu opinión sobre nosotros. Aunque,» agregó ante mi mueca sorprendida, «tal vez ya haya cambiado. Al fin y al cabo… le has salvado la vida a Limbel.»

Sus gafas destellaron, rojizas, a la luz de la linterna. Murmuró:

«Limbel es como un hermano para mí. Es un gran líder y un vampiro al que admiro. Se metió en esa casa en llamas conociendo los riesgos, sólo porque sabía que el Príncipe Anciano no quería verte muerto. Sin embargo, al final, fuiste tú quien lo salvaste. Darte las gracias a la manera de los vampiros tal vez te asustaría, así que lo haré a vuestra manera.»

Los dos vampiros vigilantes vieron con sorpresa a Waïspo inclinarse hacia mí.

«Gracias por salvar a Limbel.»

Parpadeé. Y Kala sonrió anchamente diciendo:

«De nada, fue un impulso. Me intriga… ¿cómo se dan las gracias los vampiros?»

Waïspo se enderezó con un rostro pálido risueño.

«Hay diversas maneras. Si quieres dar las gracias por un pequeño favor, puedes regalar cualquier objeto que te sea algo preciado. Si es por un gran favor, puedes prometer alguna presa con sangre de buena calidad o dedicarle tiempo de lealtad a través de un juramento. Si es por algo tan importante como que te han salvado la vida o se la han salvado a un ser querido… siempre se jura eterna amistad a través de un pacto de sangre.»

Kala tragó saliva.

«¿Un pacto de sangre?»

No sé en qué estaría pensando, pero sin duda alguna no era lo que Waïspo explicó:

«Un pacto boca a boca. El salvador acepta la sangre cazada que el salvado ha ingurgitado y viceversa. Así alimentan los padres a sus recién nacidos y así se crean los lazos familiares. El salvador recibe apoyo y lealtad a cambio de tratar a su seguidor con amistad. De esta forma se crearon los clanes de vampiros, y así se siguen creando. Yo juré lealtad a Limbel, y él la juró antes al Príncipe Anciano.»

Kala parecía aliviado y para nada asqueado. En cuanto a mí… no sabía qué pensar. Solamente imaginarme a dos vampiros compartiendo sangre a través de un beso de eterna amistad me recordaba cuán diferentes eran esas criaturas de los saijits y a la vez cuán semejantes. Tenían la misma ansia de crear vínculos, juramentos y familias. Y podían llegar a tener una misma forma de pensar. Sirigasa Moa me lo había demostrado en sus libros.

Tras estar unos instantes observándonos, esbocé una sonrisa.

«De modo que Sirigasa Moa es abuela tuya. ¿Se encuentra bien?»

«Estupendamente,» afirmó Waïspo con ligereza. «Te pediré que no vayas diciendo por ahí que es una vampira o quemarán sus libros.»

«Ni una palabra, promesa de Arunaeh,» aseguré alzando el puño.

«Si quieres te la presentaré en cuanto se calme la situación,» dijo Waïspo.

Agrandé los ojos. Así que Sirigasa Moa estaba en Loeria. Fruncí el ceño.

«Ese fuego… ¿Fue un accidente?»

«No,» admitió Waïspo ensombreciéndose mientras hojeaba el libro. «Al parecer uno de los saijits encerrados perdió la cabeza e intentó quemar a todo su pueblo vivo para que no los desangrásemos. Mi abuela me contó muchas creencias saijits acerca de los vampiros. ¿Sabías que algunos creen que nuestras mordeduras envenenan no solo la sangre de la víctima sino también la de toda la familia? Envenenamos sus almas.» Meneó la cabeza. «No logro reírme de ello porque nosotros también tenemos creencias absurdas sobre los saijits. Como, por ejemplo, que beber la sangre de una joven humana rubia y virgen permite alcanzar la sabiduría y respuestas a incógnitas como la vida y la muerte.» Alzó unos ojos burlones hacia mí. «Mi abuela escribió un libro sobre las creencias de ambas especies, con la esperanza de que los saijits y los vampiros aprendiesen a conocerse. Pero al final no lo publicó. Cuando le pregunté por la razón, me dijo: si los saijits no se llevan bien entre ellos, ¿cómo van a llevarse bien con nosotros?»

Alzaba un índice mientras citaba las palabras de su abuela. Orih había dicho que tenía pintas de bibliotecario… A mí me recordaba a un sacerdote warí. Le devolví una mirada escéptica.

«¿Los vampiros os lleváis siempre bien entre vosotros?»

Waïspo sonrió.

«No,» admitió. «Pero nos matamos menos.»

Se entendía: su población era mucho menor que la de los saijits. Alguien llamó a la puerta y Waïspo se levantó añadiendo con sinceridad:

«Eso sí, si fuéramos tan numerosos como vosotros, quién sabe lo que pasaría.»

Fue a abrir la puerta y vi aparecer a Limbel. Su piel estaba menos pálida de lo acostumbrado y, por un momento, pensé que se había quemado. Cuando se aproximó, entendí que no era el caso: debía de haber bebido mucha sangre para reponerse, eso era todo. Bajo su mirada grave, Kala se levantó, sobrecogido. Nos observamos unos instantes que me parecieron interminables, sobre todo cuando Kala murmuró:

“¿Crees que nos va a hacer un pacto de sangre?”

Resoplé, incrédulo, sintiendo su corazón latir más rápido. ¿Estaba acaso emocionado por la perspectiva? Limbel soltó entonces sin desviar los ojos de los míos:

«Drey Arunaeh. Me has salvado la vida. Y yo te la he salvado a ti. Pero no podemos estar en paz. No mientras siga un alma en tu cuerpo queriendo matar al Príncipe Anciano.»

Hubo un silencio. Junto a la puerta, Waïspo puso cara molesta. Me mofé para mis adentros:

“¿Decepcionado de que no te bese el vampiro?”

Kala masculló con exasperación:

“No te burles. El primer ser vivo en besarme en este cuerpo será Rao. Así lo he decidido.”

Sonreí ante su tono ferviente y dije en voz alta:

«Gracias, Limbel. Kala sigue creyendo que el Príncipe Anciano mató espiritualmente a su padre y me temo que la paz entre nosotros va a tener que esperar pero… que sepas que quien decidió salvarte fue Kala. Yo sólo ayudé. No estoy acostumbrado a tomar tan rápido una decisión que reduzca tan drásticamente mi probabilidad de supervivencia.»

«Hablas tan raro a veces que me das mareos,» graznó Kala, robándome el cuerpo. E hinchó el pecho añadiendo para Limbel: «Te salvé porque me apetecía. Ni se te ocurra darme sangre ingurgitada, sucio saijit. Los Pixies se agradecen de otra manera. Te lo mostraré,» dijo.

Se adelantó y, sin miedo alguno, envolvió al serio vampiro con nuestros brazos y lo apretujó. Me dejó atónito. Pero, a Limbel, lo dejó todavía más anonadado. Waïspo reprimió mal una carcajada. En cambio, los dos vigilantes se rieron bien alto hablando en su idioma. Murmuré:

«Ese es… Kala, no yo.»

Me parecía importante apuntarlo. Cuando Kala soltó a Limbel, este tenía la cara todavía más rosácea que antes. Ladró algo a los vigilantes para acallarlos y se giró hacia la puerta diciendo dignamente:

«Esta tarde, el Príncipe Anciano te hará llamar. Hasta entonces, descansad y no arméis jaleos.»

Era la primera vez que alguien nos hablaba en plural tan naturalmente. Justo antes de cerrar la puerta, creí ver una leve sonrisa en sus labios. Suspiré. Kala era un maestro haciendo el ridículo. Pero a veces surtía un buen efecto.

En las horas siguientes, me dediqué a leer el libro de Radjini, alias Sirigasa Moa. Se lo pedí prestado a Waïspo y él me lo dejó encantado. Comenzaba hablando de los gestos y conductas que delataban a los vampiros y que había que evitar para ser un buen agente secreto. Me enteré de que Radjini había sido capaz de infiltrar hasta el círculo de artistas más importante de Dágovil, que había conversado con gente perteneciente al Gremio y que había recibido varios premios, todo para sacar la máxima información posible de las actuaciones de los dagovileses. He de confesar que me decepcionó un poco saber que había desarrollado tantas técnicas para engañar a los saijits. Sin embargo, al mismo tiempo, Radjini se decía seducida por ellos hasta tal punto que había llegado a dudar de que fuera necesario seguir engañando a sus seres saijits más queridos… La vida de agente secreto era dura, me percaté. Mentalmente bastante más dura que la de destructor. Pero tal vez no tanto como la de inquisidor.

Debía de llevar unas cuatro horas leyendo cuando regresó Waïspo con un cuenco lleno de bayas y un plato con un líquido rojo.

«Sopa de sangre. De aórgona,» especificó. «Es una especialidad de este clan. En mi opinión, sabe mejor con sangre de corriacero, pero mi abuela dice que es tóxica para los saijits. Prueba,» me animó.

El vampiro estaba ansioso por ver qué tal me parecía y acepté la cuchara desatando mi Datsu para evitar poner caras raras. Kala no se mareó, probablemente porque no era sangre saijit. Probé, y tragué.

«Attah,» me sorprendí. «Está rico. ¿La ha hecho tu abuela?»

Los ojos oscuros de Waïspo sonrieron, complacidos.

«No. La he hecho yo.»