Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies
«La guerra es un dragón enfermo que se devora a sí mismo.»
Yodah Arunaeh
* * *
Al día siguiente, no me fui de ahí sin haber visto la Cascada de la Muerte desde arriba. La contemplé con Yánika, Yodah y Jiyari y escuchamos juntos el estruendo del agua que se tiraba en caída libre, borbollante y fiera. Las vistas eran espectaculares. Con curiosidad, el hijo-heredero preguntó alzando la voz para que lo oyeran:
—«Di, Drey. Si cayeras por ahí, ¿sobrevivirías?»
La pregunta inquietó a Yánika. Me encogí de hombros, pensativo.
—«Mm… No tiene tanto que ver con la altura sino con el aguante y las interferencias de fuerzas. La Cascada de la Muerte es tan vertical y tan profunda que impone, pero por lo demás…» Estiré el cuello hacia la caída, tan honda que las luces del sanatorio parecían estrellas en el firmamento. Asentí para mí con ánimo: «Lo probaré a la vuelta.»
El aura de Yánika se llenó de incredulidad y Jiyari se sobresaltó.
—«¡¿Bromeas?!» exclamó el Pixie rubio. «¿Saltar de aquí hasta abajo? ¿Te has vuelto loco?»
Yodah se carcajeó ruidosamente.
—«¡Ya te digo! Eres igual que tu hermano, en menos seco.» Lo miré, suspenso, y él se perdió en la contemplación de las lejanas y apenas visibles estalactitas mientras decía con una sonrisilla: «Una vez cuando yo no era más que un niño y Lústogan ya casi un adulto, volvió a la isla cojeando y yo le pregunté: primo, ¿qué te ha pasado? Me contestó con ese tono seco suyo: nada, he saltado de la Cascada de la Muerte. Desde aquel día, lo admiré.»
Resoplé. ¿Mi hermano ya lo había hecho? Bajé la mirada otra vez hacia la estrepitosa cascada y mis labios se estiraron en una sonrisa de lobo.
—«¿Lo admiraste, dices? ¿Y si salto y acabo ileso, me admirarás también?»
Yodah enarcó las cejas girándose hacia mí.
—«¿Quieres que te admire tu futuro líder?»
La pregunta me dejó sobrecogido. Yodah añadió:
—«¿No querrás más bien que sea Lústogan quien te admire?»
Hice una mueca, desvié los ojos hacia los demás que ya habían acabado de guardarlo todo y meneé la cabeza, divertido.
—«Estás hablándole a un Arunaeh destructor, Yodah. ¿Qué significa admirar a alguien? Si es considerar con estima a una persona… creo que Lústogan ya debe de admirarme.»
Yánika rió por lo bajo y Yodah resopló, entretenido. Los cuatro nos pusimos a andar alejándonos de la cascada mientras el hijo-heredero meditaba:
—«Ciertamente, para un Arunaeh destructor, es todavía más difícil entender a los saijits que para un Arunaeh brejista, ¿verdad? Yo he llegado a admirar hasta a criminales por su pertinacia. ¿Acaso no hay nadie al que hayas conocido últimamente y hayas admirado por alguna acción?»
Fruncí el ceño. ¿Una persona a la que hubiese admirado por alguna acción recientemente? Había unas cuantas, entre ellas unos cuantos Ragasakis pero… una, en particular, me vino a la mente en ese momento.
—«Mm… Tal vez la persona que más me haya sorprendido por su pertinacia…»
—«Y a la que admiras,» apuntó Yodah.
Tras una reflexión, confirmé:
—«Y a la que admiro.»
Yánika me miró con curiosidad.
—«¿Quién? No has dicho el nombre.»
Sentí los ojos curiosos de Jiyari y mi hermana posados sobre mí y sonreí con la mirada fija en el camino que remontaba el Río Negro.
—«Livon,» dije al fin. «Ese curioso pastor de cabras.»
Sayla nos llamó entonces con su voz de pregonera:
—«¡Hey, seréis mahis, pero no podemos esperaros eternamente! ¡En marcha, tropa!»
Apreté el paso y los puños al mismo tiempo.
Más os vale seguir con vida, Ragasakis.
* * *
El primer pueblo que los enfermeros tenían que visitar se llamaba Padha. Para alcanzarlo, tuvimos que alejarnos del Río Negro: las orillas de este, de todos modos, desaparecían al de un rato, transformándose en barrancos infranqueables. Las cavernas colindantes al río estaban infestadas de criaturas de toda índole: hawis que gruñían en la oscuridad, azaritas que siseaban, y hasta vimos en un momento, levemente iluminados por una piedra de luna, a varios hawis y dos lobos furientos compartir los restos de lo que, según Sayla, era un oso y, según Reik, era un borwerg. Por suerte, estaban muy entretenidos comiendo como para atreverse a meterse con una tropa de saijits con diez guardias bien armados y un comandante Zorkia. De todas formas, al mínimo intento de acercarse, Sanaytay y Zélif se hubieran dado cuenta enseguida.
Padha se encontraba en una caverna pedregosa junto a un pequeño estanque de agua rosácea. No había, en esa aldea, más que viviendas en cuevas con una empalizada alrededor y puertas bien cerradas que se abrieron enseguida cuando nos vieron llegar. Reconociendo de lejos a Mag'yohi Robelawt, uno gritó su nombre, este alzó la mano y enseguida nos acogieron a todos con alegría. Sin dilaciones, los enfermeros se ocuparon de repartir medicinas y examinar a todos los que lo deseaban mientras los demás aceptábamos la invitación de la jefa del pueblo. Era una caita forzuda que llevaba en un brazo la cicatriz tal vez más impresionante que había visto en mi vida. Lo recorría todo en un surco profundo. Advirtiendo quizá mi mirada, o la de Yánika, sonrió y explicó sin reserva alguna si acaso orgullo:
—«Esto, viajeros míos, me lo hizo una mantícora el año pasado antes de que la atravesase con mi lanza.»
Y dicho esto, nos guió hasta su cueva. Antes de entrar, Kala y yo echamos un vistazo hacia la cola que se estaba formando ante los enfermeros y no pude dejar de constatar lo vapuleadas que parecían aquellas gentes. Todos tenían profundas ojeras y no era por trabajar demasiado. Siguiendo mis pensamientos, Mag'yohi observó:
—«Oí decir que había más criaturas por la zona, pero no esperaba esto. El camino estaba literalmente plagado.»
La jefa suspiró sentándose en un tarugo de madera que le servía de trono.
—«Las cosas han cambiado mucho por aquí. El olor a samia del lago aleja muchos bichos y hasta ahora no se acercan demasiado, pero ¿hasta cuándo? Ir a cazar es a la vez cada vez más fácil y cada vez más peligroso. Tienes agallas, Mag'yohi, de acudir cada medio año a este lugar. Y tienes mi más sincera gratitud.»
El nurón enrojeció de placer e inclinó su gran cuerpo hacia delante para aceptar los agradecimientos diciendo:
—«No podría hacer de otro modo, hermosa Skarena: asegurar el viaje y la comunicación es el deber de cualquier caravanero que se precie.»
—«Siempre y cuando no pierda a los viajeros en camino,» aprobó la tal Skarena y sus ojos vivaces se posaron en nosotros. «Sentaos. ¿Sois peregrinos de Sayiro?»
Mientras Kala se sentaba en el suelo de la rústica vivienda, entendí su error: no era tan raro que algún sirviente del dios warí de la Naturaleza viajase hasta los lindes del Bosque de Ribol a recitar sus plegarias.
—«No,» la desengañó Mag'yohi, «esta buena gente anda buscando a un grupo de tres personas que pasó por aquí.»
Apenas Zélif comenzó a describírselos la caita lanzó un ruidoso resoplido exclamando:
—«¡Esos locos! Pasaron por aquí hace cinco días. Bien me acuerdo, tres muchachos eran. Una tenía una lanza y decía saber manejarla… Pobres insensatos. Intentamos convencerlos de que dirigirse hacia Loeria era una locura, pero no me escucharon.»
El aura de Yánika se tensó. Todos estábamos muy atentos.
—«¿Loeria?» repitió Mag'yohi Robelawt, alzando el morro, inquieto. «Ese es el siguiente pueblo al que iremos después de este. ¿Ha sucedido algo ahí?»
Skarena cruzó sus forzudos brazos replicando:
—«¡Ni se os ocurra acercaros! Ahí… algo oscuro está pasando desde hace unas semanas. Algo demoníaco. Ni las criaturas se acercan ya. Esos tres me explicaron que andaban buscando a una compañera suya raptada por los Ojos Blancos… Pero no son los Ojos Blancos los que habitan Loeria. Los Ojos Blancos no huelen tan mal. Vampiros,» escupió. «Eso es lo que pasa en Loeria.»
—«Attah, ¿vampiros?» juró Mag'yohi. «¿Y los habitantes? ¿Los mataron a todos?»
—«No se sabe. Pero, a juzgar por el territorio que han ocupado, son un clan entero y, a menos que hayan dejado a los aldeanos en la reserva de comida… Diablos, lo que está claro es que, si alguien intentó huir, ni uno llegó hasta Padha.» Skarena frunció el ceño, observándonos. «Sois compañeros de esos tres jóvenes aventureros, supongo. Seré franca. Después de cinco días… es poco probable que vuelvan.»
—«Si no los han chupado los vampiros, se los habrán comido los hawis o los Ojos Blancos,» aprobó con naturalidad un niño con huso y rueca en las manos.
—«Cierra la boca, hijo,» le ordenó Skarena.
La tensión de Yánika iba en aumento y fui a tender una mano hacia ella para avisarla cuando me di cuenta de que Yodah acababa de hacer lo mismo, hablándole por bréjica seguramente también. Yánika se relajó. Sin duda, se controlaba mejor que antes. ¿Sería por el saber sellado que Madre había despertado en su mente o sería por las enseñanzas de Yodah?
—«Vampiros,» murmuró Zélif. «¿Y dices que nuestros compañeros fueron para allá?»
—«Es la única ruta hacia el norte que vaya hacia Lédek,» explicó Skarena. «Dijeron que iban a tratar de rodear la aldea, que sabían esconderse… Sin embargo, no te escondes del olfato de un vampiro. Basta que uno se haga un pequeño corte para que cincuenta vampiros se les planten ante sus mismas narices. Los conozco bien: de niña, vi a dos. Se movían como murciélagos y los golpes de mis padres casi no les acertaban. Cuando empezaron a beberles la sangre, ni siquiera los habían matado todavía. Mis padres murieron desangrados y, si no me mataron, fue porque uno de ellos, que usaba nuestro abrianés con acento kozereño y todo, me dijo: crece y procrea y, entonces, vendremos a por ti.» Chasqueó la lengua. «No sé si los rumores de que son inmortales son ciertos o no: lo que sé es que no voy a dejar que mi gente vea lo que vi yo ese día. Estamos pensando en dejar el pueblo.»
—«¿Dejar Padha?» se asombró Mag'yohi Robelawt. «¿Estás hablando en serio, Skarena? Tú… ¿dejar tu pueblo?»
La caita sonrió con sorna.
—«No dejaría mi pueblo. Lo trasladaría a un lugar más vivible. Si es que podemos viajar contigo hasta entonces.»
Mag'yohi exclamó:
—«¡Que los dioses me cieguen si no os protejo con mi vida! Pues claro que podéis. Ya que Loeria queda descartado, tenemos tiempo de sobra para ir a Beyg…»
—«Partiremos mañana,» lo cortó la jefa. «¿Está bien?»
El nurón asintió vivamente, obviamente alegre de poder escoltar a los habitantes de Padha. Zélif preguntó:
—«Pero, si Loeria está infestada de vampiros, ¿qué hay de Beyg?»
—«Beyg está en los lindes del Bosque de Ribol,» contestó de inmediato Mag'yohi Robelawt. Al girarse hacia la faingal, hizo tintinear sus pendientes. «Los Koobeldas no permitirán que se instalen tan cerca de su casa.»
—«Beyg es seguro,» aprobó Skarena, «pero no nos quedaremos ahí. Mi intención es salir de Kozera y viajar hacia el sur hasta Raizoria. Esas son tierras libres. No tendremos problemas para encontrar un lugar apartado y refundar Padha.»
Su tono rezumaba espíritu aventurero. La admiración que brillaba en los ojos de Mag'yohi Robelawt fue secundada por la de Yánika. Zélif se levantó. Incluso de pie, su cabeza era apenas más alta que la del nurón. Con decisión, declaró:
—«Gracias por la información y los avisos, Skarena. Sin embargo, nosotros iremos hacia el norte. No me creeré que mis compañeros han muerto antes de ver sus cuerpos.»
Skarena la miró con evidente desaprobación.
—«Por mi vida, jovencita, ¿es que no has escuchado lo que he dicho? Sois siete, y sólo uno de vosotros tiene pinta de saber manejar un arma. En fin, yo no me meto, haced lo que queráis, yo os habré avisado. Sólo recordad: cuando uno se tira a un barranco sin cuerda, que no se sorprenda luego si cae hasta el fondo.»
Se levantó diciendo esto y añadió:
—«Dicen que compartir comida con gente que va a morir es de mal augurio, pero beberé con gusto la buena algayaga tuya, Mag'yohi.»
Este se puso radiante.
“Otra loca a la que le gusta ese veneno,” resopló Kala.
Padha estuvo agitada durante las horas siguientes. Los aldeanos se ajetreaban, empaquetando sus bienes, arreando los pocos anobos que tenían, arrejuntando sus ovejas y recolectando todo lo que podían de sus huertos. Los tres enfermeros estaban también muy ocupados: arrancaban dientes dolorosos, aplicaban pomadas, aliviaban las pequeñas dolencias de la gente con infusiones con efecto placebo más que otra cosa. Sólo a uno, un niño postrado en cama con alta fiebre, tuvieron que dar medicina de verdad y hasta le pidieron muy educadamente a Yeren si no sería tan amable como para echarle un vistazo al muchacho. El curandero, por supuesto, aceptó de inmediato.
Mientras comía un bol de cereales calientes, medité:
—«De verdad deben de estar al borde de la desesperación si han decidido abandonar todo esto.»
Lo decía observando por la puerta abierta de la empalizada el lago rosáceo, la bella piedra de luna que alumbraba el lugar casi tan bien como en Kozera y los bolones de granito que decoraban la caverna.
Percibí el suspiro de Zélif.
—«¿En eso estás pensando? Yo estaba pensando más bien en qué lío estamos.» Se mordisqueaba el labio. «Esa caita tiene razón. Nos estamos metiendo en la boca del lobo sin haberlo planeado lo suficiente. No puedo creer que Naylah haya seguido a pesar de todo…»
Meneó la cabeza, ensimismada. Estábamos sentados entre los anobos y los guardias de la caravana, y estábamos acabando de comer. Aparté los ojos de una bella piedra romboidal y asentí. Ciertamente, teníamos un serio problema. Pero no podíamos resolverlo ahí sentados. Tal vez llegando a la misma conclusión que yo, Reik intervino:
—«¿Qué tal si dejamos los planes atrás y nos ponemos en marcha? Si en Loeria de verdad hay un clan de vampiros, nuestro grupo no está tan mal: tenemos a una armónica que puede apagar el sonido de nuestros pasos y oír a larga distancia, algo realmente útil en esta zona de túneles. Una perceptista que puede percibirlos también de lejos y que se ha estudiado los mapas. Un destructor y…»
Pasó la mirada por Jiyari, Yodah y Yánika… y añadió:
—«Un buen guerrero. No hace falta más.»
—«¿Tan baja opinión tienes de mí?» se quejó Yodah, divertido. Bajo la mirada fulminante del Zorkia, alzó las manos, inocente: «Está bien. Reconozco que mi papel aquí no tiene nada que ver con el de rescatar a unos Ragasakis.»
—«Tú estás aquí de mirón,» aprobé.
—«Exacto. Y de profesor. Y de vigilante. Si te parece poco,» sonrió el hijo-heredero.
Recordé entonces que, en Kozera, había prometido hablarme de algo relativo a Lotus que el líder de los Arunaeh le había revelado y me pregunté de qué se trataba. En el sanatorio, al hablar de los Pixies, no lo había mencionado, por lo que entendí que era información confidencial del clan.
En ese momento, llegó Yeren y se unió a nosotros sirviéndose un bol aún caliente.
—«¿Qué tal el muchacho?» pregunté.
—«Temí que fuera gripe, pero parece ser una intoxicación,» contestó el curandero. «Está grave y me temo que viajar no mejorará su estado pero su familia no quiere quedarse atrás, como es comprensible. Les he dicho que fabriquen una camilla. Pasaré mañana a la mañana a verlo antes de retomar el viaje.»
Zélif se mordió el labio y adiviné que ella había pensado ponerse en marcha antes. Pero si Yeren podía hacer algo para salvar a ese muchacho…
—«Deberíais salir hoy,» dijo Yeren para sorpresa nuestra. «Estoy seguro de que Livon, Naylah y Sirih siguen vivos.»
—«¿Y tú?» preguntó Jiyari.
El drow albino hizo una mueca culpable.
—«Según se dice por el pueblo, Beyg está sufriendo una epidemia y los Koobeldas, como siempre, no se entrometen ni ayudan. De atacar unos vampiros, los expulsarían, pero una epidemia… Ni se acercan. Así son los Druidas de Ribol, por lo visto. Debo decir que estoy algo decepcionado…»
—«Ve,» dijo Zélif con una leve sonrisa convencida. «Salvarás más vidas ahí que con nosotros.»
El curandero la miró… y vaciló.
—«Gracias, Zélif, por entenderme.»
—«Seremos prudentes,» aseguró la faingal, leyendo en su expresión.
El drow asintió, absorto.
—«Claro. Como siempre. Tú, además, siendo cartógrafa, no te perderás, ¿eh?»
Zélif sonrió.
—«Procuraré.» Dejó el bol vacío y se levantó. «Escuchad. Vamos a entrar sin guardias en una zona llena de vampiros. Que cada uno se lo piense bien antes de venir.»
Hubo un silencio. Los guardias de la caravana, a unos metros, nos escuchaban, curiosos. Yo miraba a Yodah. ¿Por qué no decía nada? Hubiera podido decir: renuncio, no puedo morir, soy el heredero de los Arunaeh… Pero no dijo nada. Zélif inspiró.
—«Bueno. Reik tiene razón. Tenemos un buen grupo. Sacaremos partido de nuestras habilidades. Iré a hablar con Mag'yohi y Skarena. Dentro de una hora, salimos de aquí.»
Se alejó con paso ligero, rodeando los anobos, y Yodah comentó tras un silencio:
—«No se diría, siendo tan pequeña, pero tu segunda líder tiene agallas, Drey.»
—«Esto… ¿Segunda?» repitió Sanaytay, desconcertada. «¿Quién es el primero?»
Yodah sonrió y contestó antes que yo:
—«Mi padre.» Y, señalándome con el pulgar, añadió: «Algún día me convertiré en su primer líder y lo acribillaré a órdenes. Eso suelen hacer los déspotas, ¿verdad?»
—«Lo pregunta porque, siendo Arunaeh, no sabe abusar de su poder,» aclaré, burlón.
—«¿Y quién te dice que no sé?» replicó Yodah con ligereza. «Los del linaje principal no somos iguales: tenemos obligación de establecer el orden en la balanza de nuestros miembros. A su vez, cada miembro debe asumir y reparar los desequilibrios que causa. En nombre de Sheyra,» sonrió. «¿No es así, Drey?»
Lo miré con fijeza. Asumir los desequilibrios… Los demás nos miraban con muecas perplejas. Lo que había empezado con una broma se había convertido en una lección que ellos no podían entender: Yodah me recordaba la importancia que habían tenido los actos de Kala sobre el clan y la necesidad de que asumiese la destrucción del Sello para tratar de reparar el desequilibrio. Si aceptaba la presencia de Kala en mi interior, no tenía otra que aceptar mi responsabilidad conjunta en el asunto. El hijo-heredero acababa de recordarme perfectamente nuestros roles.
—«Yodah,» intervino Yánika, molesta, rompiendo el súbito silencio. «Drey no causó ningún desequilibrio. Él…»
—«Yani.»
La paré antes de que se le escapara alguna palabra de más e incliné la cabeza hacia Yodah.
—«Mis disculpas. Tienes razón.»
Yodah se encogió de hombros con una sonrisa indulgente.
—«Sólo recordaba.» Se levantó. «¿Seguimos con nuestra lección, Yánika? Hoy quería enseñarte algo que necesita concentración y que no se puede enseñar andando. Tenemos una hora, si quieres…»
La miró, interrogante. Yánika me observó, como inquieta, y le sonreí:
—«Ve. Limpiaré los boles. Pero no le enseñes a descuartizar mentes, ¿eh, Yodah?»
—«Todavía está muy lejos de aprender eso,» aseguró Yodah con seriedad. «Hoy pensaba enseñarle a poner la mente en blanco, no por voluntad solo, sino por bréjica.»
Yánika se levantó de un bote con interés.
—«¡Eso yo quiero saber!»
—«¿Poner la mente en blanco?» repetí. Suspiré, teatral. «Así te has quedado, Yodah.»
El hijo-heredero respondió a mi burla empujándome la cabeza al pasar antes de alejarse con Yánika hacia un lugar apartado dentro de la aldea. Sanaytay se sentó un poco más lejos y se puso a tocar la flauta, pero no se oía ni un ruido: su inquietud por Sirih debía de carcomerla. Reik tenía el ceño fruncido.
—«Puede que me meta donde no me llaman pero yo que tú, Drey, no lo dejaría solo con tu herm…»
—«Efectivamente te metes donde no te llaman, Reik,» lo corté con tono amable. «Yodah te habrá interrogado en Kozera y sé que no te cae bien y hasta te da miedo, ¿verdad?» Rezongó y me encogí de hombros. «Es de lo más normal. Yo vi una vez un interrogatorio… Me imagino bien la cosa. Sin embargo, con los miembros de su familia, Yodah es alguien fiable. Del todo fiable.»
Casi, rectifiqué para mis adentros recordando el error que había cometido en la isla conmigo. Tal vez notando mi vacilación, el Zorkia, Yeren y Jiyari me echaron una mirada escéptica.
—«Justo antes cuando te hablaba,» intervino Jiyari, «no parecía bromear del todo, ¿sabes?»
Meneé la cabeza y me levanté con los boles sucios en las manos.
—«No son asuntos vuestros. Ni tuyos, Jiyari.»
Y me alejé a lavar los boles. Un momento después, Jiyari me alcanzaba y me los quitaba de las manos diciendo:
—«No sé hacer gran cosa, pero sé limpiar boles. Déjamelo a mí.»
Lo observé con curiosidad. Y sentí de pronto una oleada de ese amor característico que a veces sentía Kala hacia el Pixie rubio. Mi Datsu se desató. Según decía Kala, era un amor que ningún saijit podía entender… No pudiendo conocer la pasión saijit, yo estaba aún más lejos de abarcar aquello pero, al menos, lo llegaba a sentir durante unos efímeros segundos antes de que mi Datsu lo sumiera en un sereno mar.