Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies
«Dicen que los saijits, al envejecer, dejan de temer la muerte. ¿No es eso un poco como un Datsu natural que equilibra el bienestar?»
Yodah Arunaeh
* * *
Resultó que Sanaytay había caído enferma poco después de salir de Kozera e, hirviente de fiebre, les había convencido a los demás para que siguiesen buscando a Orih mientras ella se quedaba en el sanatorio. Según dijo, habían pasado ahí hacía seis días y la flautista ya estaba del todo repuesta. Ansiosa por agradecer los cuidados, había querido pagarles con música, que era lo que mejor sabía hacer. Además de las galletas negras de tugrines, recordé.
Seducido por las habilidades de Sanaytay, el Maestro del sanatorio nos había invitado a todos al desayuno del día siguiente antes de que partiéramos y entramos en el refectorio principal, extrañados de que nos recibiera en un lugar tan común. El viejo belarco, sentado sobre una basta alfombra de junco, recibió a la flautista, pletórico, ignorando al resto.
—«Ay, bella juglar,» le dijo, «sé que deseas reunirte con tu hermana y tu gente, pero este lugar echará de menos tu música divina y mis escritos se verán entristecidos por tu partida.»
Sanaytay se sonrojó como un zorfo. Alguien, una paciente con la que había trabado amistad, le había regalado unos lazos rojos para el pelo y se había recogido este, largo y negro, dejando libres dos trenzas. Con su vestido igual de rojo, se parecía un poco a la figura de la Doncella Neeka que representaban los libros. O al menos eso es lo que había oído decir a la gente nada más verla surgir de entre la Cascada de la Muerte el día anterior.
La flautista no contestó. Hablar no era lo suyo. Se sentó aceptando la taza de cereales que le tendía un asistente del Maestro Bwan y este se esforzó por dejar de mirar a su musa para dirigirse al resto. Hablaron del peligro de los Ojos Blancos, del sanatorio y de la dirección que habían tomado Livon, Naylah y Sirih. Yo me concentraba en mi desayuno hasta que capté la mirada de Reik, recordé su petición e intervine:
—«Maestro Bwan. ¿No sabrías decirme dónde podría encontrar una espada, una daga, un casco y una armadura ligera?»
Este enarcó las cejas y asintió.
—«Nosotros también tenemos que defendernos, o nuestras curas sólo servirían para dar más pasto a los monstruos. Pero no vendemos armas.»
Hice una mueca. Lo sabía…
—«A no ser,» añadió, «que nuestra artista favorita se comprometa a volver después de su aventura sana y salva y nos dedique otra de sus maravillosas canciones en la Cascada de la Muerte.»
Dánnelah, ¿quería darme todo ese material por una sola canción? Tragué saliva y carraspeé:
—«Lo siento, pero…»
—«Acepto,» dijo Sanaytay con suavidad. La miré, anonadado. ¿Aceptaba? Se sonrojó un poco cuando confesó: «Este lugar… es bueno para la música. Cuando regrese, quiero despedirme de la cascada.»
Huh… Despedirse de la cascada, ¿eh? Mar-háï, yo tal vez tenía una mente en más en mi cuerpo pero Sanaytay también tenía sus rarezas.
Entonces, me fijé en que el Maestro del sanatorio sonreía tanto que sus ojos se cerraban casi por completo de alegría.
—«¡Que la Doncella te bendiga y os proteja a todos!» exclamó.
* * *
Salimos del sanatorio un par de horas después de lo previsto, pero Mag'yohi Robelawt no parecía molesto por el retraso. Después de todo, en parte lo había causado él al tardar tanto en despedirse de su familia.
Cuando nos pusimos en marcha, constaté que la quincena de guardias se había reducido a diez, los carromatos habían desaparecido y ahora tan sólo cuatro caravaneros nos seguían además del jefe, tirando de las riendas de cuatro anobos cargados de medicinas y comida. Por lo demás, estábamos nosotros y los tres enfermeros. En total, éramos veinticinco.
Al principio, tuvimos que retroceder por el mismo camino que llevaba al sanatorio, pero luego viramos tomando una ruta que no había sido recorrida por un carruaje en meses. La prueba: ya desde los primeros kilómetros vi varias estalactitas caídas y una estalagmita que se había derrumbado. Aunque no necesitamos destruirlas, cuando alcanzamos el camino que subía y que nos llevaría arriba de la Cascada de la Muerte, ya había pasado medio rigú.
Mag'yohi alzó una mano indicando una pausa y palmeé los morros de Neybi para detenerla. Zélif se deslizó abajo, movió su pie y se quitó la venda.
—«Ya está más que curado,» consideró en voz alta.
Yeren quiso comprobarlo de todas formas justificándose con tono tremendista:
—«Hasta las heridas más inocentes pueden causar terribles enfermedades.»
Después de haberse pasado varias horas hablando con los tres enfermeros de su oficio, el drow albino seguía en su vena de curandero. Cogí una cantimplora y tomé un largo trago echando un vistazo a mi alrededor. La caverna era tan oscura que la mayor fuente de luz eran las linternas que llevábamos. Sin sorpresas, comprobé que Yánika y Yodah continuaban enfrascados en una conversación por bréjica; según ella, estaba entrenándose a establecer conexiones. Sentado sobre una roca, Reik había sacado su nueva espada y, con movimientos regulares y precisos, empezó a afilarla para dejarla perfecta. El Zorkia ya no llevaba la máscara: había pensado que nadie en el resto del grupo podría identificarlo mientras guardase la venda alrededor de la frente. Todos estaban atareados, constaté mientras tapaba la cantimplora. Entonces, me fijé en Jiyari y Sanaytay y advertí que ambos miraban, inquietos, hacia la oscuridad de la caverna. Me acerqué a ellos, interrogante.
—«¿Qué ocurre?» pregunté.
—«Sanay dice que en esta caverna se oyen ruidos de insectos, como si hubiera un enjambre,» explicó Jiyari.
La flautista se mordió el labio, nerviosa.
—«El sonido en los Subterráneos es muy raro,» dijo. «Por eso no sé hasta qué punto está lejos o cerca pero… ¿no lo oís?»
Agucé el oído.
—«Mm… Ahora que lo dices, se oye como un zumbido lejano,» admití. «Podría ser cualquier cosa. Saraviesas, hercatas, langostas rojas… también podrían ser okamias, aunque esas normalmente prefieren las minas de sal. Será mejor no acercarse, de todas formas. Oí decir una vez que las langostas rojas devoran toda la piel en cuestión de minutos…»
—«¡Drey!» protestó Jiyari, alarmado. «No tiene gracia.»
Enarqué una ceja.
—«No lo decía como gracia. Es lo que oí decir.»
“¿Y tú me decías que no tenía tacto?” se burló Kala mentalmente. “Mira. La flautista está pálida como una nube blanca.”
De hecho, la armónica había perdido los colores, me sorprendí.
“¡Bah! Siempre tan corto de entendederas,” suspiró Kala.
Y, sin previo aviso, me robó el cuerpo para acercar un brazo fuerte a Sanaytay y pasarlo por sus hombros con gesto amigable diciendo:
—«¡Tranquila, Sanay! Es imposible que tu hermana haya podido ser devorada por las langostas rojas.»
Apretujada por mi brazo, la humana se puso roja como un zorfo. Y yo grazné mentalmente:
“Tacto y un infierno. ¿Qué clase de consuelo es ese, Kala? ¿Es que los Pixies sois todos así de pegajosos? No hace falta tocar para consolar…”
“Ahora no está pálida,” argumentó Kala.
“¡Está roja! ¡Si te crees que es mejor!” resoplé.
“Lo creo.”
Sin embargo, haciéndome caso, Kala soltó a la flautista azorada carraspeando:
—«Olvida las langostas.»
Attah… ¿Es que no podía decir algo normal? Por fortuna, en ese momento, Sayla, la caravanera pregonera, pasó distribuyendo a cada uno su porción de comida. Nos reunimos con los demás a comer y, con una de sus enormes sonrisas, Mag'yohi invitó a todo el mundo a beber algayaga. Todos los guardias salvo uno se abstuvieron por ‘razones profesionales’. El que bebió, la escupió asqueado como casi todos. Cuando Yánika probó, temí que su aura se llenara de repugnancia y nos contagiara pero, para sorpresa mía, ella fue la única en decir:
—«¡Mm! ¡Está riquísimo! ¿Puedo tener otro vaso?»
Nos giramos todos hacia ella, anonadados, incluido Yodah. Mi hermana puso cara intimidada.
—«¿Qué pasa?»
—«¿En serio te gusta, Yani?» pregunté en voz baja. «No hace falta que digas que te encanta ni que pidas otro vaso, ¿sabes? Con que digas gracias por la experiencia, basta.»
El aura de Yánika se llenó de burla paciente.
—«Hermano. Ya me conoces: yo nunca miento. En serio me gusta. ¿No quieres volver a probarlo?»
—«N-no, ya he probado, gracias…» murmuré.
Tragué saliva mientras Mag'yohi le servía de nuevo a mi hermana y decía con ánimo:
—«¡Me honras, pequeña! Los Arunaeh tenéis sin duda más paladar que la media.»
—«O menos, dependiendo del punto de vista…» masculló Reik por lo bajo.
Poco después, retomamos la marcha por el túnel que ascendía. Por las grietas de la roca, corrían pequeños regueros de agua y, al contrario que hasta entonces, el suelo se llenó de musgo, de setas y arbustos. Los guardias que iban delante manejaban sus hachas para abrir el camino, pero incluso así, la ruta era ardua, empinada, enlodada y peligrosa. En un momento, cayó un doagal sobre la espalda de Neybi. Zélif se enteró antes que la anoba y gritó:
—«¡Un doagal!»
Enseguida, todos se alarmaron, alzando los ojos hacia el techo buscando más, pero parecía que ese doagal estaba solo.
—«¡Que nadie lo toque!» tonó Mag'yohi tomando su tono responsable de jefe.
—«Lo siento, pero voy a tocarlo,» repliqué.
Agarré al doagal y, este, viéndose despegado del anobo, quiso pegarse a mí. Le dejé, caminé hacia la retaguardia con el bicho cada vez más enrollado alrededor de mi brazo. Y, cuando alcancé el último guardia quien se apartó bruscamente preguntando: «¿Qué diablos haces con eso?» expliqué:
—«Esto.»
Solté un fuerte sortilegio órico. El doagal tardó un rato en despegarse, primero el antebrazo, luego la muñeca, la palma de la mano… Cuando perdió su última agarradera, salió disparado túnel abajo. Y desapareció en la oscuridad total en un traqueteo de guijarros y arbustos agitados por mi viento. Entonces me di cuenta de un detalle.
—«Attah…» mascullé mirando mi mano. «Me ha robado el guante.»
Por un momento, pensé pedir una pausa para ir a buscarlo. Entonces, el guardia más cercano me lanzó:
—«Toma el mío, mahí.»
Miré al humano con sorpresa y bajé la mirada hacia el guante que me tendía. No era de destructor pero… servía igual para ocultar los tres círculos de Sheyra que aparecían en el dorso de mi mano. Considerando que mi guante podía haber caído en cualquier sitio en aquella jungla de plantas… acepté.
—«Gracias. Te lo devolveré si no lo rompo antes.»
Me puse el guante y me adelanté en la fila diciendo:
—«¡Todo en orden!»
Proseguimos, pero ya la gente empezaba a fatigarse y el silencio tan sólo era interrumpido por resuellos, ruidos de pasos y algún comentario gruñón. En un momento, vi una serpiente contra el tronco de un gran arbusto, pero no parecía ser de las letales y me cuidé mucho de avisar a nadie, no fuera que Yánika causara una conmoción.
Zélif llevaba un buen rato subida a Neybi consultando unos mapas cuando preguntó:
—«¿No deberíamos encontrar una encrucijada en algún momento?»
—«Sí, está justo un poco más adelante,» afirmó Sayla, oyéndola y ralentizando. «De hecho, tendremos que desviarnos y tomar la otra ruta: el túnel de la ruta original se derrumbó el año pasado. Dicen que fue una manada de nadros rojos que se enfrentó a una pareja de mantícoras, murieron todos y explotaron, y toda la boca del túnel se vino abajo. Sólo espero que las mantícoras también acabaran aplastadas.»
—«¿La ruta original?» repitió Zélif, desviando los ojos de sus mapas. «¿Quieres decir que lo que tomaremos luego es una ruta secundaria?»
No pude más que entender su tono ensombrecido. Si el camino era ya tan malo ahí, ¿cómo sería el otro? Intervine:
—«¿Pero eso no nos hace tomar un rodeo?»
—«Y un señor rodeo,» admitió Sayla. «Pero las cosas como son. Es raro que un aldeano de arriba decida bajar a Kozera y por aquí no pasan ni mineros ni destructores.»
Enarqué una ceja.
—«Tal vez pueda abrir el camino. Pero dependiendo del tipo de roca, podría no adelantarnos.»
—«Mm,» meditó Sayla con ojos chispeantes. «¿En serio? Si quieres hacerlo gratis, no me importa.»
Zélif meneó la cabeza inspeccionando un mapa.
—«Podría ser una buena idea. Si es este el túnel que seguimos, entonces de hecho sólo es un rodeo. Pasando por el otro túnel nos ahorraríamos tal vez cuatro horas de marcha.»
Cuatro horas que Livon, Naylah y Sirih no habían podido saltarse, completé. Tras un breve conciliábulo con Mag'yohi Robelawt, este decidió dejarme inspeccionar el túnel derrumbado. La perspectiva de reabrir el túnel principal lo había seducido. Por lo que deduje que el otro túnel era especialmente malo. Lo pude ver con mis propios ojos cuando lo alcanzamos: era un túnel tan estrecho que el anobo gordo de Draken no hubiera podido pasar. Proseguimos un poco por el gran camino hasta el lugar del derrumbamiento. Mientras los otros aprovechaban la pausa para descansar un poco, me giré hacia el túnel obstruido y mandé mi órica entre las rocas. Había agujeros, por los que mi órica se arremolinó suavemente, buscando el final del obstáculo.
—«Catorce metros,» murmuró Zélif a mi lado.
Me sobresalté. Caray, ¿la faingal ya lo había medido? Sus ojos azules se alzaron hacia los míos.
—«El resto parece estar libre y sin peligros. ¿Crees que podrás?»
Era granito y rocaleón. Asentí sin vacilar.
—«Sin problemas.»
Tras obtener el visto bueno de Mag'yohi, me puse manos a la obra. Primero inspeccioné la estabilidad de las rocas aún fijadas, luego comencé a agrietar las que estaban caídas. Mientras yo seguía, los más forzudos se ocuparon de sacar los trozos que podían cargar. En poco tiempo, avanzamos varios metros. Los caravaneros habían recuperado el ánimo y Sayla me trajo una cantimplora de agua emocionada:
—«¡No había visto nunca a un destructor manos a la obra! ¡Es increíble! ¿Sabes? ¡Me gustan los hombres como tú!»
Me dio una palmada en la espalda que me dejó sin aliento y se fue riendo con una risa grave. La miré, algo intimidado. Mar-háï. Esa mujer daba miedo.
Quedaba poco más de un metro para liberar el túnel cuando la roca cambió de pronto y me encontré con un bloque de darganita. No me supuso muchos más problemas pero aquello me hizo pensar en el guante derecho, que estaba ya algo deteriorado por los golpes, y en lo bien que me vendría la darganita para fabricar un guante de destructor. Por eso, cuando acabé con todo y dos guardias pasaban con linternas a inspeccionar la zona, decidí cargar a Neybi con dos buenos trozos de darganita. Al verme, Yodah se burló:
—«Cada vez te pareces más a tu hermano.»
Puse los ojos en blanco.
—«Son costumbres de destructor. Lústogan no tiene nada que ver en esto.»
Pese a todo, la burla en los ojos de Yodah no desapareció. Cuando nos pusimos de nuevo en marcha, yo estaba reventado ya de tanta caminata, y no era el único, pero Mag'yohi Robelawt insistió en que la salida no estaba lejos. Así que continuamos.
Por fortuna el nurón no se equivocó y, al de una hora, desembocamos en la parte alta de la Cascada de la Muerte. Sanaytay fue la primera en oír su rumor de agua y nos subió a todos la moral. Llegar a un terreno llano y bien iluminado fue una bendición. Mientras los caravaneros buscaban el mejor lugar para acampar junto al Río Negro, yo me dejé caer en la hierba azul soltando un largo suspiro. Hasta me temblaban las piernas del cansancio.
“Este cuerpo es tan débil…” masculló Kala. “Con el de antes, no me cansaba y podía correr durante todo el día.”
“Pues vuélvete al que tenías antes,” repliqué.
“Sólo estaba comparando,” se irritó Kala. “El de antes tenía el inconveniente de descomponerse.”
“Este también,” aseguré. “Cuando muramos, nos comerán los insectos. Es el principio de la balanza.”
Kala inspiró, suspenso.
“Yo no moriré. La muerte es la nada. ¿No te da miedo a ti?”
Fruncí el ceño y me levanté al oír a Sayla gritar que ya habían encontrado el sitio ideal.
“Algo, supongo. ¿Qué quieres decir con que no morirás, Kala? ¿Es que piensas reencarnarte todas las veces que quieres? ¿No te parece un exceso? Robarle el cuerpo a un recién nacido… es robar una vida.”
¿Acaso no se daba cuenta de ello? Hubo un silencio y sentí cómo Kala meditaba seriamente sobre mis palabras.
“Solo, no,” contestó al fin. “Si me reencarno un día, me reencarnaré con mis hermanos.”
Cerré los ojos y me dejé caer junto a una placa metálica donde Yeren ya estaba disponiendo un puchero lleno de agua del Río Negro. No lo había entendido.
“Kala. Piénsalo,” insistí. “Aunque no lo recuerdes bien, te criaste conmigo, conoces los preceptos de Sheyra, conoces el valor de una vida y sabes que no se debe jugar con ella. Querer reencarnarse porque temes la muerte… no tiene sentido.”
Kala frunció el ceño. Se masajeó las sienes. Y gruñó tendiéndose en la hierba.
—«La vida no tiene sentido,» replicó en voz alta. «El sentido se inventa.»
Recibí más de una mirada sorprendida y Jiyari rió:
—«¡Estás profundo, Gran Chamán!»
Tan profundo que el razonamiento de Kala me inquietaba…
—«Las grandes acciones llevan a frases memorables,» afirmó entonces Mag'yohi Robelawt acercándose con una gran sonrisa. «Se cuenta que el anterior Rey Nurón de Afáh dijo después de ahogar a sus enemigos: idiotas, cuantos más soldados y barcos nos mandéis, más subirá el nivel del mar, y más grande será mi reino.»
Sonreímos todos y Yánika se carcajeó:
—«¡No tenía mucha idea de física, ese rey!»
Mag'yohi admitió:
—«Era un guerrero. Pero, si es cierto que su reino no se hace más grande, el de los terrestres puede hacerse más pequeño, ¿verdad?»
Se giró hacia mí y la sonrisa de Kala se transformó enseguida en una mueca cuando el nurón le tendió un recipiente óseo lleno de algayaga.
—«Drey Arunaeh, nos has ahorrado horas de viaje y abierto un túnel que creía ya para siempre condenado. Por favor, acepta este tazón como señal de agradecimiento mío y de toda la tripulación.»
¿Tripulación? Ni que estuviéramos en un barco… Por un momento, pensé que Kala iba a rechazar. Pero, entonces, suspiró, aceptó y bebió la algayaga. Seguía siendo amarga pero… Sonrió.
—«Empiezo a acostumbrarme a tu infame brevaje, saijit.»