Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies
«Algunos no ven la necesidad de sonreír al mundo. Los de mi clan, los primeros.»
Yodah Arunaeh
* * *
Al dejar a Yeren con los de la caravana, nos encontramos sólo seis recorriendo los túneles. He de decir que, al principio, había estado luchando conmigo mismo porque mi prudencia me decía que estábamos caminando hacia nuestra muerte y que conmigo iban el hijo-heredero y mi hermana… Era sin duda un exceso, algo insensato, algo que insultaba la lógica. Por eso, en un momento, cuando estábamos avanzando un túnel particularmente estrecho, dejé escapar por lo bajo:
—«Esto… Yodah… Di, ¿crees que esto es razonable?»
Yodah alzó la linterna y sin girar la cabeza replicó mentalmente:
“¿No me digas que te estás desinflando?”
Me sonrojé. ¿Me estaba llamando cobarde?
“¿Es que no quieres ir a salvar a esa persona a la que admiras?” añadió Yodah.
Y lo decía con tono tan tranquilo… Kala replicó:
—«Yo lo que quiero es encontrar a Lotus y mis hermanos.»
Juré mentalmente mientras Yodah me echaba una ojeada pensativa. ¿Desde cuándo Kala me había robado el cuerpo? Bah… Le dejé. Total, mi conversación con Yodah no iba a ninguna parte. Ahora que llevábamos dos horas andando, dar media vuelta no era objeto de debate y, de todas formas, Yodah tenía razón: estábamos ahí para encontrar a Orih y a los demás. Preguntar había sido estúpido.
Zélif iba escogiendo siempre los caminos más estrechos y menos susceptibles de ser peligrosos. Eso significaba, en la práctica, que tomábamos túneles cavados por rowbis salvajes por los que no cabíamos dos hombro con hombro. Había hecho bien en dejar a Neybi al cuidado de Yeren, me felicité. En un momento, llegamos a un corredor tan estrecho que me dejaron pasar delante por si nos quedábamos atascados y fue una buena idea porque, de hecho, al de un rato el camino se bloqueó y, tras convencerle a Kala de que él no sabía usar bien la órica, retomé el cuerpo y estallé las rocas mientras Sanaytay, justo detrás de mí, ahogaba el sonido lo más posible. Cuando desembocamos en una caverna alta, Zélif volvió a sacar uno de sus mapas.
En la burbuja de silencio con la que nos envolvía Sanaytay, la faingal dijo:
—«Debemos de estar a unos dos kilómetros al este de Loeria. Al otro lado de esta caverna, hay un pasaje y luego, si lo seguimos… El mapa se acaba ahí y el otro no es tan reciente, así que no puedo afirmar nada con certeza, pero es posible que sea el pasadizo que rodea Loeria por el sur y se aleja hacia el noroeste. Si todo va bien, nos encontraremos cerca de las fronteras de Kozera con Lédek y Dágovil en unas horas. Una de las extremidades de ese pasadizo aparece en este otro mapa que es más fiable… Eso es lo que propongo,» concluyó.
Asentimos. Quedaba esperar que Livon, Naylah y Sirih no hubiesen caído en las garras de los vampiros y hubiesen conseguido rodearlos…
En ese momento, Sanaytay se tensó y Yánika preguntó, alarmada:
—«¿Sanay? ¿Qué ocurre?»
—«Oigo algo,» murmuró la flautista. «Viene corriendo hacia aquí. Algo grande.»
Por un instante, no nos movimos. Entonces, Zélif decidió:
—«Rápido. Crucemos la caverna. Una vez que estemos en el pasadizo, estaremos más seguros. Vamos.»
Nos apresuramos por la caverna. Esta estaba poblada de barrancos y el suelo bayo, cubierto de agua y musgo rojizo, estaba resbaladizo. Ir demasiado aprisa hubiera podido ser contraproducente y ralentizamos pese a nosotros. Cuando yo mismo oí un rugido lejano, palidecí. Diablos, sí que se acercaba. ¿Sería un escama-nefando? ¿O algo peor?
De pronto, en el aura de Yánika estalló la sorpresa y me giré a tiempo para tender una mano y agarrarla de un brazo antes de que patinara hasta abajo de un hoyo.
—«¿Estás bien?» le pregunté, al mismo tiempo que Yodah: con igual rapidez este le había agarrado el otro brazo.
El aura de Yánika se llenó de alivio. Cargados con nuestras linternas, Yodah y yo nos miramos y carraspeamos antes de ayudar a Yánika a retomar el equilibrio sobre un suelo seguro.
—«Ten cuidado donde andas, Yani,» le murmuré.
Olvidé sin embargo el incidente en cuanto oí otro rugido interminable acompañado por un estallido de roca. ¿La criatura se habría golpeado contra el muro? ¿Estaría siendo perseguida por algo? No tardamos en descubrirlo.
La parte de la caverna hacia la que nos dirigíamos estaba bien iluminada por rocámbares de luz dorada, de poco alcance, pero las rocas eran tantas que no había posible equivocación: cuando la criatura apareció por la gran boca negra de un túnel, enseguida vi de qué se trataba. Nunca había visto una: poca gente había visto una aórgona y sobrevivido al encuentro.
—«Que alguien me diga qué es eso,» balbuceó Jiyari delante de mí.
—«Una aórgona,» contesté. «¡No te quedes ahí parado!»
Se decía que las aórgonas eran cuadrúpedos feroces y rabiosos que lo embestían todo… Y esa parecía particularmente alocada. Era como un toro con escamas, tan inmenso que sus cuernos hasta quedaron atascados por un momento contra una estalactita. Se agitó y mandó volar en trozos la punta de la roca.
Tratamos de acelerar y estábamos llegando a la zona iluminada cuando desembocaron del mismo túnel que la aórgona un mar de personas. O esa fue mi primera impresión. Luego los conté. Eran una veintena. Traían enormes lanzas y redes. Siseaban entre ellos sin gritar, obviamente intercambiando consignas para acorralar mejor a la aórgona. En la vida había oído que las aórgonas se cazaran por la carne. Esos debían de ser cazadores de pieles o…
—«¡Vampiros!» dijo Sanaytay.
El aura de Yánika se alteró. Habíamos llegado a un lugar algo menos resbaladizo y me giré para comprobar que Yodah ya estaba tratando de tranquilizar a mi hermana. A unos cincuenta metros apenas, la aórgona dio una coz, proyectando en el aire a dos vampiros. Estos se levantaron a duras penas mientras sus compañeros corrían y saltaban de roca en roca con la agilidad de unos depredadores.
Zélif señaló algo entre las sombras de un rincón de la caverna:
—«¡El pasadizo! ¡Ahí está!»
Estaba más o menos a la misma distancia que la aórgona y los vampiros. Una columna estalló bajo la loca embestida de la bestia y nos llegaron fragmentos, y no sólo eso: una estalactita ya en mal estado se desprendió y chocó al caer contra la enorme estalagmita que se alzaba junto al pasadizo. Esta se resquebrajó. Sólo faltaba que se nos bloqueara la escapatoria.
—«¡Nos han visto!» masculló Reik.
De hecho, unos vampiros se habían girado hacia nosotros. Nada de extrañar: estábamos a plena vista, corriendo tan rápido como podíamos. Y con los bramidos de la aórgona que llenaban toda la caverna, que Sanaytay cubriese el ruido de nuestros pasos era completamente inútil. Faltaban unos veinte metros para alcanzar el pasadizo cuando la bestia cayó, arrastrando con ella estalagmitas enteras y levantando una densa humareda. Era el mejor momento para escapar. Sólo que, cuando llegamos ante el pasadizo, la estalagmita resquebrajada se partió. Nos hubiera aplastado a todos si no hubiera tenido buenos reflejos y no hubiera lanzado mi órica a tiempo. Me encontré en un equilibrio frágil, muy frágil, con una estalagmita en las manos que pesaba, según el dicho, como una aórgona. Mi órica la tenía a raya de milagro… pero no sabía ni cuánto podría aguantar ni cómo podía hacer para apartarla de encima de mi cabeza.
—«Co-rred,» jadeé.
Zélif, Jiyari y Sanaytay ya estaban metidos en el pasadizo.
—«¡Hermano!» berreó Yánika.
Reik tendió las manos, sin saber qué demonios hacer aparte de echarme una mano. Chasqueé la lengua:
—«No te me acerques o se nos cae esto encima. Rápido. Meteros en el túnel de una maldita vez.»
Apenas lograba hablar al mismo tiempo: mantener una fuerza igual al peso de aquella enorme estalagmita requería toda mi atención. Ni me atrevía a intentar romperla: me habría aplastado encima antes.
“Estamos bien entrados en el túnel,” me informó Yodah por bréjica entonces. “¿Qué piensas hacer ahora?”
¿Ahora?, me repetí. Oí el siseo de un vampiro acercarse. Y el sudor comenzó a perlar en mi frente por el esfuerzo. No tenía otra opción. En el momento en que vi aparecer, con el rabillo del ojo, la cara pálida de un vampiro, desvié mi órica, no hacia el vampiro sino hacia el pasadizo. Podía salir mal. Podía ser que no consiguiese bloquear del todo el pasadizo con la estalagmita pero… tenía que intentarlo fuese como fuese.
No acabé aplastado de milagro. Tirado al suelo, me atraganté con la humareda, tosí, mandé de inmediato mi órica hacia el pasadizo y un gran alivio me invadió al comprobar que las entradas eran tan finas que ni un gálpata hubiera podido pasar por ahí. El pasadizo estaba bloqueado, mis compañeros estaban a salvo, los vampiros no los desangrarían y… sólo esperaba que Zélif tuviera razón y ese pasadizo no se terminase en un callejón sin salida porque yo… no iba a ser capaz de salvarlos otra vez, entendí, al ver aparecer unas botas negras en mi campo de visión.
“Drey,” me dijo de pronto Yodah por vía mental. “¿Estás vivo, verdad? No voy a preguntarte por qué lo has hecho. Sólo te diré dos cosas. Primero, dije que protegería a tu hermana con mi vida y esa es una promesa de Arunaeh. Segundo… no mueras, por favor. Sería de mal gusto.”
Sentí un peso ligero sobre mí que me agarró con fuerza, inmovilizándome. Y sentí un dolor al nivel de mi cuello seguido del contacto de una lengua rasposa. Oí un siseo de placer acompañado de un aliento nauseabundo.
“Lo… intentaré,” murmuré mentalmente. “Corred. Y encontrad a Orih. Cuento con vosotros.”
Yodah cortó la conversación, seguramente para tranquilizar a Yánika, cuya aura percibía ligeramente hasta con una estalagmita enorme entre nosotros. Kala temblaba. Aunque mi Datsu estuviese bien desatado, Kala temblaba como una hoja bajo las caricias sedientas de un vampiro.
* * *
Me sentía débil. Al contrarrestar la estalagmita, mi tallo energético había acabado consumido hasta tal punto que no tenía ni fuerzas para mantener la órica que guardaba siempre instintivamente a mi alrededor. Por otra parte, mi jaipú interno estaba tan agotado que un celmista otro que yo, sin Datsu, habría corrido un alto riesgo de sufrir un ataque de apatismo energético y mental.
En cualquier caso, por fortuna, los vampiros todavía no me habían desangrado. Uno de ellos había detenido a mi atacante para enviarlo a que se llenase con la sangre de la aórgona. Mientras unos vampiros chupaban ávidamente por las heridas de la aórgona moribunda, otros, más serios, se ajetreaban rellenando vasijas que cargaban dentro de grandes cestas. Era, en definitiva, la vida común del vampiro cazador que almacenaba comida para su pueblo.
Yo observaba todo esto maniatado y descamisado, metido ya dentro de una de las cestas. Había conseguido tirar mi diamante de Kron mientras me debatía, pero dudaba mucho de que fuera a volver a verlo algún día. Mi vigilante, aunque no se atrevía a tocarme el cuello, me miraba con innegable apetito.
“Me siento como un tugrín a la plancha esperando ser servido,” carraspeé.
Kala no contestó. Suspiré.
“Deja de temblar, Kala. No estamos muertos.”
“Si lo estuviéramos, estaría bien quieto,” replicó Kala con mordacidad. “Y tú, no sé a qué esperas para sacarnos de esta con alguna de tus explosiones.”
“Ya te lo he dicho: estoy seco. Mi órica no da para tanto.”
“Pues qué basura de órica.”
Me quejé:
“Evité que una estalagmita nos aplastara a todos y conseguí salir vivo de esa. ¿Te parece poco?”
“No es suficiente,” afirmó Kala.
Suspiré mentalmente. De hecho, no era suficiente. Porque a este paso íbamos directos a la mesa de un banquete de vampiros.
Estuvimos ahí varias horas. Le quitaron la piel a la aórgona y la despedazaron, por lo que supuse que tenían algún tipo de criaturas domesticadas que alimentar. Hasta recuperaron los huesos y, al final, sólo dejaron un amplio charco de sangre y la cabeza de la enorme bestia. Cuando los vampiros se pusieron en marcha, además de una de las patas, habían puesto en mi cesta los grandes ojos de la aórgona, en un frasco transparente, y Kala los miraba con horror. Le hubiera quitado el cuerpo para mirar por dónde íbamos, pero era vano: la cesta tenía bordes altos y, al empujarme para colocar todo el resto, había quedado relegado al fondo. Así, tan sólo alcanzaba a ver el techo, poblado de sombras, y los ojos azules y alegres del vampiro que transportaba la parte trasera de la cesta. Mientras caminaban por los túneles, los chupasangres se mandaban gruñidos entre ellos en su lengua vampírica. Parecían contentos con la caza.
No tardamos en llegar a una caverna mal iluminada. Mi tallo se había repuesto un poco y pude sentir el cambio en el movimiento del aire. Sin embargo, no lograba romper la cuerda que me ataba: estaba hecha con tendones de algún animal, sorprendentemente resistentes, y destruir tejidos vivos con órica, como se lo expliqué a Kala, no sabía hacer.
La cesta se balanceó, caímos contra un lado, luego contra el otro y finalmente nos quedamos quietos. El vampiro de ojos azules asomó la cabeza y me sonrió con sus dos colmillos emitiendo unos gruñidos casi amigables. Oí una risa estridente en la fila. Y luego más voces, más agitación y más transporte. Pasamos por los enormes batientes de una puerta, ¿los de Loeria, tal vez?, traté de alzarme pero el vampiro de ojos azules gruñó, me escupió a la cara y el olor fétido fue tan fuerte, tan repentino, que me dejé arrastrar por el horror de Kala y gritamos de desesperación. Sin dilaciones, me posaron y me pusieron una mordaza antes de continuar.
Dejaron todas las cestas en un almacén, pero a mí me trasladaron, no andando sino en volandas, escaleras arriba y por un corredor hasta una habitación ricamente adornada. Me posaron con suavidad sobre una alfombra pringada de sangre seca. Kala alzó la cabeza para ver al vampiro sentado en un sillón. Se estaba pintando las uñas de negro mientras gruñía y fruncía el ceño sacudiendo la cabeza. Al cabo, uno de los vampiros que me habían traído me agarró, neutralizando los vanos intentos de Kala por alejarse de ahí, y preguntó en un abrianés horrible:
—«¿Eres demonio?»
Parpadeé. Y Kala se puso a temblar violentamente. Estaba muerto de miedo. Alcancé sin embargo a tartamudear:
—«Por favor, no me matéis, soy destructor, puedo seros útil, de alguna forma…»
Mi voz sonaba más interrogante y patética de lo que había temido posible. Kala me estaba sacando de quicio. Advertí la mirada intercambiada de los vampiros y comprendí que, con toda probabilidad, no habían entendido ni papa de mis tartamudeos.
El vampiro del sillón se levantó, se agachó y tendió una mano hacia mi herida aún abierta en el cuello. Recogió una gota de sangre y la saboreó. Sonrió con todos sus dientes y dijo algo apreciativo.
“Por Sheyra, ¡¿si será que además le sabemos bien?!” jadeé.
Ese chupasangre parecía ser una especie de líder. Si tan sólo consiguiera amenazarlo…
Se levantó diciendo algo, me levantaron de nuevo y me cambiaron de sitio. ¿Una cocina? ¿Me irían a sacar la sangre ahí? No: me dieron un vaso de agua y me hicieron comer algo tan picante que me dejó la boca en fuego. Luego me llevaron a una mesa, donde me tumbaron sin prestar demasiada atención a mis intentos por deshacerme de ellos. Los vampiros, como hubiera dicho Skarena, eran criaturas fuertes para lo que aparentaban y me tenían ahí como a un conejo atrapado.
“Nos van a beber enteros,” siseó Kala con el corazón alocado. “¡Haz algo, Drey!”
“¿Y qué hago? Haz algo tú,” repliqué.
Al final, ninguno de los dos hizo nada, porque no podíamos hacer nada. Para asombro nuestro, no nos habían acostado en una mesa para descuartizarnos ni quitarnos la sangre: uno de ellos se puso a darme masajes. Y Kala enseguida se relajó. Las manos frías del masajista nos amasaban como el pan.
“Es… agradable,” confesó el Pixie.
“Están haciendo esto para hacer correr la sangre,” le expliqué con paciencia. “Nos están preparando, eso es todo.”
Enseguida, Kala volvió a desesperarse y lamenté haberle estropeado el masaje. Mientras el cocinero nos daba golpes bien medidos, sentí tristeza. Mi Datsu ya no estaba tan atado, porque empezaba a asumir mi destino. No es que fuera a rendirme si veía la mínima escapatoria, pero bueno… no la había. Y yo hubiera preferido que todo aquello no acabara de esa forma. Aún tenía que romper el diamante de Kron, y ver a Yánika crecer, y ver a Rao, a Lotus, a Madre, a los Ragasakis, ver a Livon conseguir meter a Myriah de nuevo en su cuerpo, ver a Yodah ganar o perder el amor de mi hermana, destruir túneles, destruir roca, y ver de nuevo las nubes…
Las nubes, me repetí.
Me sorbí la nariz, los ojos anegados por las lágrimas. No estaba preparado para esto.
“Kala,” murmuré mentalmente. “Me alegra… tenerte a mi lado. Me siento menos solo.”
“Si tan sólo no le hubieses dejado mi lágrima a Livon habría podido regresar a ella,” masculló él.
Suspiramos. Y nos dejamos llevar por los masajes del vampiro.
“No es posible,” dije al fin. “Myriah está dentro ya, así que no habrías podido entrar, ¿verdad?”
Kala gruñó.
“No sé cómo demonios consiguió entrar. Según Rao, las lágrimas estaban programadas por Lotus para cada uno de nosotros. Era mi sitio. No el de esa saijit de Arlamkas. ¡Era mío!”
Su rabia crecía en su interior ahogando su miedo. Y deliraba.
“Tengo que volver a ver a Rao. Quiero volver a verla. Quiero ver a Padre. ¡No quiero morir!”
Me fijé en que las rayas de mi Datsu, rojas y negras, se extendían aún más por mi cuerpo. La ira de Kala me envolvía, aprisionándome en mi burbuja defensiva mientras seguía hablando de lo que quería hacer.
“Aún tenemos un sueño y tengo que cumplirlo. El sueño de los Pixies. El sueño de Rao, mi sueño…”
“¿Qué sueño?” pregunté, intrigado. No era la primera vez que lo oía hablar del sueño de los Pixies.
Kala siseó y gritó en nuestra boca amordazada mientras aullaba mentalmente:
“¡Mi sueño! Salvar este mundo de la locura de los saijits, ese es el sueño de todos nosotros. Lo recuerdo bien. Se lo prometí a Rao. Todos se lo prometimos. Que viviríamos nuestro destino. Que salvaríamos el mundo…”
Salvar el mundo, me repetí. Definitivamente, Kala desvariaba. Suspiré para mis adentros.
“Sálvanos y después salva al mundo, Kala. En ese orden.”
“¡No te burles de mí!” tonó Kala.
Me sentí claramente rechazado en mi tranquila burbuja. Kala hervía, ardía, y sus ojos, nuestros ojos, quemaban como dos tizones. Y me dio la impresión de que los manotazos que nos daba el vampiro en la espalda se hacían más potentes. Empecé:
“Lo siento…”
“¡No lo sientes!” me cortó Kala. “No sientes nada. Eres un muerto. Una roca. No eres nada. Yo soy el verdadero. Yo el que volví a la vida después de tanto tiempo. Los vampiros no pueden matarme. Soy de acero. Mi sangre los matará. Mis puños los destruirán. ¡Tengo que salir de aquí!”
De nada servía gritarlo a los cuatro vientos. Intenté tranquilizarlo, pero ya no me hacía caso, me ignoraba, me olvidaba. En un momento, se me ocurrió la terrible posibilidad de que no solamente me olvidara sino que yo no pudiera ya nunca retomar control de mi cuerpo… Mi Datsu se desató aún más y advertí cómo, poco a poco, una mancha negra serpenteaba por mi muñeca derecha hacia los círculos de Sheyra con las tres líneas negras.
“Kala,” dije en un momento.
El Pixie se había callado. El vampiro había dejado de darme masajes. Murmuré:
“Dime, ese símbolo en la mano, ¿te lo puso Lotus?”
Kala tardó tanto en contestar que creí que no iba a hacerlo. Entonces, cuando dos vampiros me levantaron con el cuerpo molido, contestó:
“Es el símbolo del Equilibrio. Lotus nos lo marcó en nuestras mentes para que no olvidásemos. Le pedimos que nos lo hiciera. Él… siempre hace lo que le pedimos. Es nuestro padre. Y quiero pedirle algo ahora si es que me puede escuchar. Si pudiera… entonces le pediría que me salve otra vez. Me lo debe. Siempre me lo deberá. Porque yo le estoy eternamente agradecido.”
Me pregunté, por un momento, si Kala no se estaba volviendo loco. Pero claro, pudiendo sentir tanto y tan fuerte, no era extraño. Si tan sólo pudiese cubrirlo con mi Datsu para que, al menos, muriera en paz…
“No sientes nada. Eres un muerto. Una roca. No eres nada. Yo soy el verdadero.”
Las palabras de Kala sonaron de nuevo en mi mente, bruscas, dañinas y despiadadas. Si yo no era el verdadero, ¿entonces qué era? ¿Una ilusión?
Attah… No era el mejor momento para ponerse a pensar en ello, me recriminé. Habían debido de pasar ya unas cuantas horas desde que me habían atrapado los vampiros porque mi tallo energético estaba bastante recuperado. Dos vampiros me llevaban, uno por los pies atados, el otro por las muñecas. Como una gacela a punto de ser cocinada.
Sólo que todavía la preparación no había acabado. En una habitación algo más iluminada que la otra, un vampiro de pelo verde me miró los ojos, probó de nuevo mi sangre, apuntó algo en un cuaderno y aprobó con la cabeza. Entonces, me dieron otra vez un vaso de agua y me ataron a un poste en ese mismo cuarto. Y cometieron el error de quitarme la cuerda de tendones de los pies. Enseguida, le robé el cuerpo a un Kala cegado por el malhumor, estallé con dos dedos un pequeño trozo de piedra del poste, lo afilé y empecé a rascar los tendones que me maniataban. En unos minutos, estaba libre. Sólo que tenía a tres vampiros en la sala. Me levanté de un bote y los mandé al suelo con una ráfaga órica. Salí corriendo hacia la puerta. No había tomado en cuenta la rapidez de los vampiros: estos se volvieron a poner de pie en un abrir y cerrar de ojos y apenas alcancé la puerta sentí cómo el aire se apartaba de mis tres perseguidores mientras estos se abalanzaban. Giré el pomo de la puerta, abrí, volteé y solté otra ráfaga.
“¡Así se hace!” exultó Kala.
“No he acabado,” sonreí.
Cerré la puerta y destrocé la cerradura de modo que el pestillo se quedase atascado. Oí un golpe, dos, tres contra la puerta. Pero esta no se movió. Antes de que me hubiese dado tiempo a mirar a mi alrededor, Kala ya se había puesto a correr por el corredor. Estaba muy oscuro, tan sólo iluminado por una antorcha al fondo, pero Kala no tropezó. Iba casi volando. Y tanto que, al llegar al fondo, no se paró y siguió corriendo sin mirar siquiera dónde se metía. Yo sí que miré. Y me puse lívido. Acabábamos de llegar a una gran plaza círcular, tal vez la plaza de Loeria, sólo que ahí no había saijits, sino varias decenas de vampiros ajetreados, colocando vasos sobre unas mesas en círculo mientras unos niños —vampiros también— correteaban persiguiendo un bebé anobo que acababa de pasar por debajo de uno de los bancos. Hubiera parecido una escena de cuento de hadas de no ser porque varios vampiros se habían girado hacia mí, sorprendidos.
“¡Drey!”
Kala acaba de retroceder de vuelta hacia el corredor y protesté:
“Kala. Aprovecha que están sorprendidos y corre hacia la izquierda. Esa calle… debe de ser la principal del pueblo. Y estamos metidos en una gran cueva por lo que la única salida debe de estar por ahí. ¿Me oyes? Es nuestra última esperanza.”
A Kala le flojeaban las piernas, pero me hizo caso. Salió corriendo escaleras abajo, hacia la plaza, pasó frente a dos vampiros atónitos, evitó a una vampira con su recién nacido, recibió un golpe en la espalda y cayó de bruces. Contrarresté la caída, sin embargo, con un sortilegio órico que nos proyectó para arriba, mi cabeza golpeó con otra, vi las estrellas y caí de rodillas con la vista nublada. Los vampiros gruñían, más divertidos que asustados. Una mano fría me cogió del pescuezo. Y Kala gritó de rabia. Todavía no nos habíamos quitado la mordaza, así que su grito quedó ahogado en un simple gemido. Pero no su puño: sin avisar, golpeó el suelo con todas sus fuerzas, la física y la órica. Acabó con mi tallo energético. Y acabó con el más mínimo resquicio de esperanza para que pudiéramos salir de ahí con vida.
Lo único que consiguió fue crear una enorme polvareda. Todos tosían. Pero la mano en mi pescuezo no soltó y otras me agarraron de los brazos, me volvieron a atar y, cuando el polvo cayó de nuevo y la cueva se aclaró, me ataron al poste de la plaza, vigilado por dos vampiros con lanzas. Kala no se resignaba. Se agitaba y nos pusieron cojines para que no pudiéramos hacernos daño. No fuera que perdiéramos sangre o la infectásemos, pensé, irónico.
Sin embargo, al cabo, Kala dejó de removerse, exhausto. Habíamos andando durante todo el día y llevábamos probablemente más de veinte horas despiertos. El cansancio acabó por rendirnos a los dos y ahí nos dormimos, cómodamente recostados contra unos cojines, en medio de la preparación de un banquete en el que, sin duda, habría sangre mía de postre.