Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies
Sin corazón, sin sangre… ¿cómo podía vivir una criatura así? Tchag no era un espectro. Tenía un cuerpo bien tangible que hasta necesitaba comer. ¿Y Yeren decía que había sido fabricado por saijits? ¿Que era como una mágara con consciencia? ¿Pero de dónde había salido esa consciencia?
Tumbado en una habitación de La Ola de Oro, trataba de dormir intentando ignorar la agitación de Kala. Era necesario que estuviese reposado para viajar mañana, me repetí, pues Yeren y Zélif tenían pensado salir para el oeste en una caravana que viajaba hasta las aldeas más recónditas del país de Kozera, hasta lo alto de la Cascada de la Muerte. Zélif decía haber aprendido en la Academia de Trasta detalles útiles que la habían ayudado a determinar exactamente qué lugares podían estar siendo usados por los dokohis, pero no se había explayado, diciendo que ya tendríamos tiempo de hablar en el camino.
“Una consciencia en un cuerpo creado,” dijo Kala de pronto. “¡Es demasiada coincidencia!”
Fruncí el ceño, tragándome las ganas de replicarle que dejara de darle vueltas al asunto.
“No sólo los laboratorios del Gremio de Dágovil hacen experimentos de esos, Kala. Además, tú dices que tu cuerpo, un día, fue saijit antes de ser transformado. Tchag no es lo mismo: según Yeren, su cuerpo no ha podido pertenecer a ningún animal de Háreka.”
“Sigue siendo un experimento,” replicó Kala, temblando. “Fundieron una mente en ese cuerpo.”
Abrí bruscamente los ojos en la oscuridad.
“¿Y ahora me vas a decir que esa mente es la de un Pixie?”
Percibí su negación.
“No. Lo habría notado.”
“¿Lo habrías notado?” me extrañé.
“Sí…” El Pixie vaciló. “Lo habría reconocido enseguida de ser un hermano mío, como reconocí a Jiyari enseguida y por eso casi conseguí despertar, en el barco, cuando íbamos a Donaportela, ¿recuerdas?”
Agrandé los ojos, recordando. Por primera vez, creo, había tomado el control de mi cuerpo por unos instantes, ayudándose de la pesadilla de Yánika que había forzado mi Datsu a desatarse.
“Tchag no es uno de los Ocho Pixies del Caos,” concluyó.
“¿Del Caos?” repetí entonces, sorprendido. “Creía que era ‘del Desastre’.”
“Pues no. La vieja leyenda hablaba de los Ocho Pixies del Caos. Nosotros somos los Pixies del Caos. Si la gente cambió el nombre, es su problema.”
“Me pregunto por qué lo hicieron,” medité. “¿Tantos desastres causasteis después de huir del laboratorio?”
Kala no contestó de inmediato y, cuando lo hizo, fue por imágenes. Me hizo ver una gran torre echando humo por las ventanas. ¿Podría ser el incendio de la Torre Maga de Dágovil? Había ocurrido hacía unos cincuenta y cinco años, y se contaba que se habían perdido miles de libros y de estudios. La siguiente imagen era la de un grupo de criaturas extrañas que apenas se veían en la oscuridad y se revolcaban en un túnel, gritando de dolor. Boki sollozaba, Rao bufaba, Jiyari pedía ayuda y, sobre los demás gritos, Tafaria emitía un sonido tan fuerte que la roca que los rodeaba empezó a resquebrajarse. Kala dio el golpe final, empotrándose en la pared rocosa con todo su cuerpo metálico. Oí un estruendo como si una caverna entera estuviese viniéndose abajo. Los siete Pixies habían salido de ahí con vida de milagro.
Cuando las imágenes se apagaron, traté de atar mi Datsu, impactado. Tras un largo silencio siniestro, murmuré:
“¿Y Lotus? ¿Dónde estaba cuando vosotros sufríais así y lo destruíais todo a vuestro paso?”
“Él fue a por las lágrimas,” contestó Kala, vacilante. “Nosotros huíamos del Gremio y le seguíamos a Rao. Ella siempre era la más razonable. Nos dijo que no debíamos matar a nadie más. Yo tampoco quería pero, hasta que no empecé a roñarme y romperme, no podía quedarme quieto y si me asustaban… usaba mis puños. Los odiaba a todos tanto…”
Sentí un escalofrío. Kala hablaba a veces con tanta razón e inteligencia que me olvidaba de que había sido un cobaya de laboratorio torturado física y mentalmente desde su más tierna infancia… Decía él que no era saijit pese a haberlo sido, y yo me pregunté en ese momento qué era lo que deseaba realmente ahora que había ‘despertado’.
“Dime, Kala. Cuando te transvasaste al Sello y luego a mí… ¿qué era lo que buscabas? Rehuir el dolor, eso ya lo sé, pero ¿por qué haber elegido a un saijit? ¿Por qué Rao eligió transvasarse a ella misma y a Jiyari en saijits si tanto los odiáis?”
Kala gruñó por lo bajo.
“Cualquier brejista te lo diría: es más fácil transvasarse en una mente con una estructura semejante.”
“De modo que reconoces que eres saijit.”
“¡No lo soy!” negó Kala. “Saijit, no. Nunca.”
Suspiré y me enderecé en la cama.
“¿Qué haces?” se sorprendió Kala. “¿No íbamos a dormir?”
“¿Contigo rumiando recuerdos al lado? Imposible. Voy a dar un paseo.”
Me ponía las botas cuando Kala masculló:
“Mañana estaremos cansados. No es razonable.”
Sonreí levemente.
“Me gusta pasear cuando hay poca gente en la calle. Vamos, te dejo el cuerpo un rato, ¿qué me dices?”
Kala enseguida se apuntó a la idea y me burlé de lo fácil que se dejaba comprar. Cerramos el cuarto con llave, bajamos las escaleras hasta la taberna y salimos haciendo un gesto seco de cabeza hacia la dependienta del mostrador.
Caminamos por el puerto, escuchando el lento oleaje del Mar de Afáh, siguiendo el aire que danzaba arremolinándose con suavidad. El lugar estaba tranquilo aunque seguía habiendo más gente que en Firasa de noche. A lo lejos, se veían luces de barcos de pesca en las aguas negras. Pasamos junto a un hombre cargado con una red recién reparada, seguimos el movimiento brusco de un gato que pegó un salto sobre un montón de gravilla y salió disparado hacia la pequeña playa y anduvimos por la arena con placer, sentándonos finalmente a contemplar la lejanía, perdida entre las tinieblas y las columnas de la enorme caverna.
No llevábamos ahí mucho rato cuando sentí que alguien se acercaba con pasos ligeros.
—«Drey…»
Kala se sobresaltó y se giró para ver avanzarse a la pequeña faingal por la arena. Iba descalza. Kala frunció el ceño.
—«Zélif…»
—«¿Puedo?»
Kala vaciló y asintió, agregando mientras ella se sentaba a nuestro lado:
—«No deberías ir descalza. Esta playa no se limpia como la de Firasa: podría tener cristales o cualquier otra cosa peligrosa.»
Mar-háï… ¿Le daba sermones a la líder de los Ragasakis? Y robando informaciones de mis recuerdos, encima. Zélif sonrió.
—«Tienes razón. A tu izquierda, ahí, hay unos cuantos cristales enterrados. Y ahí, una barra de hierro roñada y puntiaguda. Tranquilo, sé evitar peligros de esos.» Giró una expresión serena y risueña hacia mí. «Por algo soy perceptista.»
Cierto, y por eso había sentido que salía de mi cuarto y me había seguido, entendí. Probablemente para hablarme del símbolo de mi mano. Siguiendo tal vez mi razonamiento, Kala tragó saliva y desvió los ojos de los suyos.
—«¿Dónde aprendiste esas artes?» preguntó.
Me sorprendí. Nunca se lo había preguntado, aunque era cierto que era la primera vez que hablaba a solas con Zélif. Esta se abrazó las rodillas y miró el vaivén de las aguas sobre la arena.
—«Mis padres,» dijo Zélif, «eran cartógrafos y perceptistas. Viajaba con ellos y trabajábamos mano a mano.»
—«¿Murieron?»
Zélif enarcó las cejas y asintió lentamente con la cabeza.
—«Sí.»
—«¿Cómo?»
Tenía la impresión de ser demasiado indiscreto y demasiado curioso, pero Kala por lo visto no tenía esos reparos.
—«Bueno…» Zélif cambió de postura extendiendo las piernas sobre la arena antes de contestar: «Hace dieciocho años, nos contrató una mujer para buscar una reliquia en las profundidades. Estuvimos meses buscándola. La recompensa era buena, pero el trabajo era demasiado arriesgado. Creo que fue después de encontrar la reliquia cuando nos atacaron unos monstruos. No recuerdo cuáles. Lo único que sé es que yo perdí el conocimiento y, cuando desperté de veras, estaba de vuelta en Donaportela, sin mis padres, y sin nadie, con una bolsa repleta de kétalos. Tenía entonces catorce años.»
Kala no contestó. Parecía haberse dado cuenta al fin de que era demasiado curioso. Sin embargo, Zélif continuó:
—«Tuve la suerte de ser recogida por Duï, un erudito amigo de mis padres. Cuando le conté lo ocurrido, me dijo que tantos agujeros de memoria se debían a una amnesia. Él quiso tranquilizarme pero, con los años, me pregunté: ¿y si esa amnesia ha sido provocada? Recordaba vagamente los rostros de los dos guardias, pero la mujer… al principio ni siquiera me acordaba de ella. Hasta que, un día, en Donaportela, me crucé con un adorador de Sheyra, vi los tres círculos tatuados en su torso y recordé un detalle. Esa mujer… llevaba esos tres círculos en su frente.» Alzó unos ojos intensos hacia los míos. «Tres círculos con tres líneas entrecruzadas.»
Kala y yo nos estremecimos al mismo tiempo. De modo que, como era lógico, Yodah no le había dicho nada sobre los Pixies. Era el símbolo el que había perturbado a Zélif y la había hecho recordar… Attah, tres círculos en su frente, me repetí con el corazón sobrecogido. Rao… ¿Podía ser Rao?
La pequeña faingal hizo una mueca molesta y carraspeó.
—«Después de eso, me puse a dudar de todo lo que recordaba diciéndome que esa mujer era una inquisidora Arunaeh que me había cambiado la mente. Estuve revisando tu clan durante mucho tiempo, buscando a la que encargó el trabajo a mis padres. Pensaba: ¿y si el cuento de los monstruos es inventado? ¿Y si ella fue en realidad la que los mató?» Meneó la cabeza mientras Kala y yo tragábamos saliva. «Fui por eliminación hasta que tuve que aceptar la evidencia: ningún Arunaeh había llevado ni llevaba ese símbolo en la frente. Y bueno, traté de olvidar toda esa historia. Una buena líder no se obsesiona por su pasado,» sonrió redondeando las mejillas. Frunció el ceño, ensimismada. «Un día, le hablé de ello a Néfikel. Ya sabes, el que se fue de la Orden de Ishap y fundó conmigo y Shimaba la cofradía de los Ragasakis. Dijo que estaba seguro de haber visto en algún sitio a alguien que correspondía a la descripción. Le dije que lo olvidase pero se fue a investigar de todos modos… Y no regresó.» Zélif tamborileó nerviosamente sobre sus rodillas. «Por los Ojos de Zarbandil, estoy segura de que entiendes por qué te cuento esto, ¿verdad? No creía que algún día llegara a esclarecer todo el misterio. Hasta hoy.» Clavó su mirada en la mía. «Hoy tal vez puedas explicármelo tú. Dime, Drey. ¿Has visto ya a otras personas con tu misma mutación? ¿Con ese mismo símbolo?»
Guardé silencio durante largo tiempo. Dioses. Todo concordaba. Hacía dieciocho años, Rao había ayudado a Kala a fusionarse en el Sello de los Arunaeh. Para ello, había tenido que buscar la raíz de este. Considerando que Lústogan había tardado más de un año en encontrarla, no era de extrañar que Rao hubiese pedido ayuda a unos cartógrafos expertos perceptistas. Y tras encontrar el Sello… ¿los habría matado? ¿Le habría alterado la memoria a Zélif?
“¿Sería capaz de eso, Kala? Rao… ¿sería capaz de matar para guardar un secreto?”
“¡No!” gruñó Kala.
Su reacción fue tal que tuve que tensar todos los músculos de mi garganta para ahogar su exclamación indignada. Sin embargo, su furia se transformó muy rápido en confusión. Zélif seguía mirándonos y Kala balbuceó:
—«L-Lo siento. Seguro que hay una explicación… Ella no puede ser.»
—«¿Ella?» repitió Zélif.
El oleaje susurraba rozando la arena. La faingal tendió una mano hacia mí me cogió la mía para observarla. La dejamos. Cuando vi algo brillar en sus ojos, apreté los dientes y traté de atar mi Datsu. No era un buen momento para rehuir de mis sentimientos.
—«Era igual que este,» aseguró Zélif, liberándome la mano. «¿Qué significa este símbolo? Lo siento, Drey, pero tengo que saberlo.»
Kala permaneció en silencio. Mascullé:
“Kala, déjame ya: me toca hasta mañana a las tres de la tarde según el acuerdo, ¿recuerdas?”
“No le hables de mis hermanos,” dijo Kala. “Ella… no lo entenderá. No es como los Arunaeh. Nos odiará, y el Gremio nos perseguirá otra vez.”
—«No sé lo que significa,» dije en voz alta, ignorando a Kala, «pero sé quién lo lleva.»
Zélif no me quitaba el ojo de encima. La líder de los Ragasakis no tenía miedo de descubrir la verdad. Tampoco perdía el control sobre sus nervios. Esperaba pacientemente, exigiendo respuestas.
—«Intentaré explicarte lo que sé,» prometí al fin. «Esto es muy nuevo para mí también. Sólo sé que, los que tienen esa mutación, comparten un mismo origen.»
Desvié la mirada hacia las sombras del mar. El tranquilo oleaje ya no me serenaba para nada y era el Datsu el que se ocupaba de calmar mis nervios. La alteración de Kala no lo arreglaba.
—«El caso es que llevo en mi mente…»
Recibí un golpe mental y jadeé. Kala protestó:
“Otra vez estamos con las mismas. Esta es mi mente, Drey. ¡La mía! No divulgues secretos que podrían ponernos en peligro a todos. Los Arunaeh son diferentes. Pero ella…”
“Puede que de verdad Rao le haya trastornado recuerdos,” siseé. “Ella fue la que contrató a sus padres y estos murieron. ¿Y me dices que Zélif no tiene derecho a saber? No interfieras en esto.”
Kala se quedó sorprendido, sin saber qué contestar. Antes de que reaccionase, declaré:
—«Los Ocho Pixies del Caos. ¿Has oído hablar de ellos?»
Zélif me miraba, confundida por mi comportamiento.
—«Sí… Son una leyenda tradicional vieja de varios siglos. ¿Qué tiene que ver?»
—«Ya lo vas a entender. Hace unos cincuenta y pico años, salieron siete niños de un laboratorio del Gremio de Dágovil después de haber padecido experimentos de todo tipo sobre su cuerpo… y tal vez sobre su mente. Uno tenía un cuerpo metálico, otro elástico, otro estaba cubierto de plumas… pero no podía volar y le dolía todo el cuerpo. Durante años creyeron que los científicos los curaban. Cuando comprendieron que no era así, huyeron masacrándolos a todos y se hicieron llamar los Ocho Pixies del Caos, incluyendo al brejista que los ayudó.» Alcé la mirada hacia las lejanas estalactitas. «Ese brejista comprendió que poco a poco sus cuerpos inestables se descomponían y los transvasó a una lágrima dracónida a cada uno. Los dejó así, en reposo, durante décadas, salvo a una. Esa… la transvasó a un recién nacido. Y sin duda es la persona a la que tú viste. La persona que vio pasar la guerra de la Contra-Balanza y la que se encargó de transvasar la mente de cada uno de sus compañeros a un nuevo cuerpo. Ahora, créeme o no, el transvase no funcionó conmigo, sigo teniendo la misma consciencia que cuando nací y…»
Callé cuando bruscamente Zélif se levantó. La miré, sorprendido. Cuando habló, sus ojos brillaban, su voz temblaba.
—«¿Me estás diciendo que tienes en tu cabeza una mente que conoció a esa mujer? ¿De verdad tengo que creerme eso?» Sentí cómo su respiración se precipitaba. Ella normalmente tan tranquila… Me dio de pronto la espalda como para esconder su expresión turbada y agregó con voz ahogada: «D-Dime, Drey. ¿Acaso confié demasiado en ti?»
Algo encorvada, claramente confusa, se alejó con pasos silenciosos y vacilantes. Caray. ¿No me había creído?
“Te lo dije,” lanzó Kala, malhumorado.
Fruncí el ceño y, mientras se alejaba, solté con franqueza:
—«Aprendí lo que es la verdadera confianza con vosotros, Ragasakis.» La líder se detuvo, suspensa, sin girarse, y aproveché para confesarle: «Vosotros me enseñasteis a dejar de huir, vosotros me disteis un hogar al que quiero tanto como al de mi verdadera familia. Por eso,» dije; empuñé la arena con ambas manos y alcé la voz, «por eso quiero devolveros el favor sea como sea. Lo que te he dicho sobre los Pixies es todo cierto. Lo juro por Sheyra.»
De espaldas a mí, Zélif se abrazaba a sí misma guardando silencio. La pequeña faingal me parecía tan frágil en ese instante… Entonces, empezó a darse la vuelta y… de pronto pegó un grito de dolor. Di un bote de sorpresa y estuve junto a la faingal en un abrir y cerrar de ojos.
—«¿Zélif? ¿Estás bien?»
—«He pisado un cristal,» gruñó. «Me sangra.»
Era cierto. Y la visión de la sangre me empezaba extrañamente a marear. No, entendí con sorpresa. Era Kala el que se mareaba, asustado. ¿Es que Jiyari no era el único Pixie al que le pasaba? Al menos no se desmayaba… Desaté el Datsu y me agaché junto a la faingal.
—«Súbete, anda. Te llevaré de vuelta al albergue.»
Con ojos aún brillantes de lágrimas, Zélif parpadeó.
—«¿Qué?»
—«Que te subas. Podría haberse quedado algún trozo de cristal dentro: es mejor que no apoyes el pie.»
La vi vacilar. Diablos, ¿a qué esperaba? Finalmente, la pequeña faingal se subió, la agarré, me levanté y tomé la dirección de La Ola de Oro.
—«Pesas todavía menos que mi hermana,» comenté.
No contestó. Cuando pasamos por la recepción, aseguré que no necesitábamos médico, que ya teníamos uno, y fuimos directos a la habitación de Yeren. Este abrió la puerta con cara medio dormida.
—«¿Qué paaasa? ¿Ya es la mañana?»
—«Zélif se ha metido un cristal en el pie,» expliqué.
El curandero enseguida se despabiló y, mientras limpiaba la herida, sermoneó a la pequeña faingal mascullando:
—«Por el amor del cielo, Zélif, no seas tan imprudente. Quién sabe lo que podrían tener esos cristales. Siendo tú perceptista, me extraña que no lo evitaras.»
Sentada sobre su cama deshecha, Zélif estaba sonrojada. Suspiró y alzó la vista hacia mí.
—«Drey. Lo siento. Me precipité.»
Sabía que no se refería al cristal sino a mi historia de Pixies. Incliné levemente la cabeza.
—«Es culpa mía. Fui demasiado directo.»
Yeren nos miró alternadamente, confundido.
—«¿Cómo que directo? ¿De qué estáis hablando? ¿Qué hacíais fuera a esas horas de todas formas?»
Consulté mi anillo de Nashtag.
—«Ciertamente es muy tarde. Será mejor que vuelva a mi cuarto o no habrá quien me levante a la mañana. Con permiso.»
Me incliné y me alejé por el pasillo hasta mi habitación. Cuál no fue mi sorpresa cuando oí un sollozo proveniente de un cuarto vecino. El de Jiyari… Mi cuerpo se movió solo, abrió la puerta y la cerró murmurando:
—«¿Jiyari? ¿Estás bien?»
“Kala…” mascullé.
Pero la inquietud de Kala me pudo y me acerqué hacia los sollozos en plena oscuridad.
—«¿D-Drey?» preguntó el joven con la voz ahogada. «¿Eres tú?»
—«Soy yo. Drey. Kala. Y el Gran Chamán.»
Los sollozos se detuvieron. Me paré ante la cama y sentí una mano buscarme a tientas, moviendo el aire. Antes de que pudiera agarrársela, me aferró por el chaleco.
—«Gran Chamán…»
Estiró con fuerza. No me lo esperaba y caí sobre él emitiendo un gruñido.
—«Attah… ¿Qué diablos haces?» mascullé, tratando de levantarme.
Pero Jiyari no me soltaba.
—«Por favor. Sólo esta noche. Esta noche, tengo tanto dolor. Tengo miedo… Por favor…»
Me quedé inmóvil por unos instantes mientras él me agarraba sin querer dejarme ir. Kala temblaba por dentro.
“No lo sueltes,” me dijo.
“Pero…” protesté. “No es natural. ¿Qué diablos le pasa?”
“Abrázalo, Drey,” me replicó Kala sin contestar.
¿Qué? Kala se sentía tan impactado, que no hallé razón por la que no hacerle caso. Aun así, me sentí ridículo cuando respondí al abrazo de Jiyari.
“Él…” murmuró Kala en mi mente. “Jiyari es el más sensible de todos nosotros. Él sufre el que más. Siempre lo ha hecho. Pocas veces recuerda pero… cuando lo hace, le viene todo igual, como si lo reviviese. Está muerto de miedo. Consuélalo o deja que lo haga yo. Oírle llorar así… me destroza el corazón.”
Cerré los ojos en la oscuridad con el cuerpo de Jiyari aferrado al mío como si me hubiese confundido con un salvavidas. Su respiración precipitada moría contra mi pecho, sus brazos temblaban, su corazón latía tan fuerte que lo oía retumbar contra el mío. El más sensible, decía, y el que más sufría… Recordé vagamente el inmenso dolor de Kala y, escuchando la aspiración entrecortada de Jiyari, me pregunté: ¿cómo lo aguanta?
La respuesta era sencilla: no lo aguantaba.