Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 3: El Sueño de los Pixies

8 Un arma espía

Pasamos el control de Kozera con las máscaras puestas sin que nos dijeran ni una palabra. Una vez dentro de la ciudad, dejamos a Neybi en un establo y le dije a Reik:

«Iré a dejar la carta del Gran Monje a Rafda antes de ir a por Jiyari. No tienes por qué acompañarme si no quieres.»

Reik asintió.

«¿No te raptará tu familia, eh?»

«Mmpf. Mi familia no es así,» aseguré. «No creo que tarde mucho. Nos encontramos en la Gran Plaza, ¿de acuerdo? Te dejo mi mochila. Ah, y toma,» añadí, tendiéndole unas monedas. «Por si quieres comer algo. No beber,» apunté.

Reik rechinó los dientes pero aceptó las monedas mascullando por lo bajo:

«Que las arpías me devoren.»

Sonreí, alcé una mano y me fundí en la muchedumbre. Me encontraba en la parte norte de la ciudad y tuve que bajar varias calles largas y pasar debajo de incontables puentes de piedra antes de alcanzar el puerto. Lo bordeé frunciendo levemente la nariz por el olor como solía hacer siempre, evité un anobero que iba demasiado rápido y llegué a una zona de la orilla más tranquila. Finalmente, avisté la casa y el muelle medio escondido por los árboles. Pasé la valla… e hice una mueca al constatar que no había nadie en el muelle. Consulté de nuevo mi piedra de Nashtag. Diablos. A esas horas, siempre solía estar uno de los barqueros.

Me armé de paciencia, entré en la casa y saludé a la vieja Kabu, que se ocupaba de mantenerla. La pequeña kadaelfa contestó con un simple gesto de cabeza. No era muda, era peor que eso: todo lo que no fuera limpiar la casa le traía sin cuidado. El interior no había cambiado. Estaba bastante vacío, quitando un bufete con vasos, una mesa y unas sillas. Sobre la mesa, había un pequeño libro verde. Le eché un vistazo. Ponía: «Poemas de la vida, de Yodah Arunaeh» Parpadeé, asombrado. ¿Yodah? ¿El hijo-heredero había escrito un libro de poesía? Ignorando a la vieja Kabu que pasaba con su escoba, me senté, abrí la tapa y leí el primer poema.

A mí me llaman torturador
pero yo soy inquisidor,
abro la mente como un doctor,
saco verdades para la ley
surco neuronas como un buey
para los reos soy como un rey.

No pude evitarlo: me eché a reír a mandíbula batiente. Los versos eran malos. La vieja Kabu se detuvo un instante para mirarme antes de reanudar sus labores sin comentar nada. Seguí leyendo.

Mi criminal no sabe de justicia:
su mundo fue miseria y no delicia.
Si cuanto conoció fue alevosía
¿quién no comprenderá su fechoría?
Mas yo he de sonsacarle muchos nombres:
no ha de turbar mi obra el mal de un hombre.

No dejé de observar, leyendo algunos poemas más, que Yodah parecía haber dedicado numerosas reflexiones sobre su trabajo, sobre lo que sentían los criminales y sobre la ley.

¿Y si todos, como yo,
fuéramos hombres sencillos,
sin inquietudes ni vicios,
no sería acaso mejor?

Esos eran los últimos versos del poemario. Y me dejaron pensativo. Con eso… ¿acaso se refería a usar el sello del Datsu sobre otros saijits que los Arunaeh? Ciertamente, si todo el mundo lo tuviera, no habría ya más criminales, ni más odios, ni más ansias exageradas de poder.

«¿Admirando mi obra?» dijo de pronto una voz.

Me sobresalté y sentí una súbita corriente de aire muy cercana. ¿Cómo es que no lo había sentido antes? Giré la cabeza hacia Yodah. Parecía estar esperando una respuesta. Sonreí ampliamente y me quité la máscara.

«Bueno… No sé mucho de poesía pero creo que los versos van mejorando a medida que avanza… ¿No lo habrás publicado, verdad?»

Los ojos negros de Yodah me observaron un instante… y sonrieron.

«¿Son horribles, eh?» Se acercó y me cogió el libro de las manos. «Ya publiqué el año pasado un libro sobre la psicología del criminal medio, ¿no lo sabías? Tiene bastante éxito entre los carceleros. Pero, tranquilo, este no voy a publicarlo. Soy demasiado tímido para escribir poesía.»

Puse los ojos en blanco. ¿Tímido, él? Yodah miró, absorto, la tapa verde de su libro. En el silencio de la sala, tan sólo se oían los golpes de escoba que daba la vieja Kabu en el pasillo. Había salido de la sala sin ni siquiera sorprenderse por mi piel gris y mis ojos, por lo que deduje que o bien estaba medio ciega o bien no le importaba nada mi apariencia mientras fuese un Arunaeh.

Desvié los ojos de Yodah, molesto. Sabía que Lústogan me había avisado de que no volviera a caer entre las manos de mi familia. Sabía que ese mismo pésimo poeta que estaba de pie, a mi lado, había rebuscado en mi mente durante días, bloqueándome el Datsu, haciéndome sufrir hasta tal punto que incluso ahora, después de varios días, seguía notando una amarga y desagradable sensación al pensar en ello. Sin embargo…

Inspiré. Sin embargo, era mi familia. Y no iba a huir de ella a no ser que realmente intentase de nuevo sacarle a Kala todos sus recuerdos. Alcé una mirada evaluadora hacia el hijo-heredero de mi clan. Él la captó y una sombra inhabitual pasó por sus ojos. Los dos empezamos a decir al mismo tiempo:

«Di…»

«Oye…»

Cayó de nuevo el silencio. Entonces, Yodah arqueó una ceja.

«Dime.»

Saqué la carta y se la tendí.

«Es del Gran Monje. No sé qué dice en ella, pero supongo que algo tendrá que ver con los dos millones y el Orbe.»

Los ojos de Yodah chispearon.

«¿De modo que fuiste al Templo del Viento?»

«No estaba en los planes,» confesé. «Pero de paso me ordené.»

Le enseñé mi piedra de juramento. Yodah se encogió de hombros y aceptó la carta.

«Ya veo. Le echaré un vistazo.»

Le quitó el sello a la carta sin escrúpulo alguno. Le iba dirigida a Liyen y no a él, pero bueno… El hijo-heredero leyó rápidamente y asintió varias veces.

«Buenas noticias. Todo en orden. Oh,» dijo con sorpresa, llegando al final. «¿Un Zorkia? ¿En serio? ¿Otra vez?»

De modo que el Gran Monje se había chivado, quizá esperando que los Arunaeh se encargaran de hacerme entrar en razón y renunciar a una alianza tan peligrosa. Suspiré.

«Me salvó la vida. Le prometí que le ayudaría si me ayudaba a buscar a… los hermanos de Kala.»

Yodah se quedó un momento mirándome sin pestañear.

«Ya veo. Si él sabe, de hecho, es mejor que no caiga en manos de los dagovileses.»

No, Reik no sabía nada de los Pixies, pero no pensaba encubrírselo durante mucho tiempo de todas formas.

«No te falta razón. ¿Y Yánika?» pregunté. «¿Qué tal está?»

Yodah sonrió.

«Trabajando como una campeona. Le pone una pasión de la que sin duda ningún otro Arunaeh sería capaz.»

De modo que él la aceptaba como Arunaeh, constaté, aliviado. Eso significaba mucho: significaba que mi clan la protegía tanto como yo. Sin embargo…

«¿No es demasiado peligroso?» me inquieté. «Estar tan cerca del Sello…»

«Lo aguanta bien,» aseguró Yodah. «Además, le añadimos una barrera de protección, por si acaso. Sin ningún riesgo,» apuntó ante mi mirada fruncida. «Está contenta de poder conocer al fin a su familia. La Selladora la mima que es una vergüenza, está tranquila y en todo este tiempo no ha sufrido ninguna crisis de ansiedad… desde el día en que Kala atacó el Sello.» Agrandé los ojos. ¿Aquel día le había dado un ataque a Madre? No lo recordaba. Yodah retomó: «Por lo demás, todos bien. Lústogan se ha aficionado a recolectar almejas con ese viejo Rayp.»

«¿En serio?» resoplé. Mi hermano pasando el tiempo con mi abuelo materno recogiendo almejas… era inaudito.

«En serio,» confirmó el hijo-heredero, burlón.

Su sonrisa se hizo pronto pensativa y desapareció en un suspiro mientras él dejaba que su libro de poemas se deslizase dentro de uno de sus bolsillos. Le eché una mirada curiosa y me levanté.

«Bueno, si todos van bien, entonces supongo que no tengo por qué preocup…»

«No he acabado,» me interrumpió. «He tomado una decisión acerca de Kala.»

Me inmovilicé, intrigado y tenso a la vez. Yodah me miraba con fijeza. De hecho, sí que parecía decidido, me dije. Pero ¿decidido a qué? ¿No intentaría atraerme de nuevo a la isla para rebuscar en mi mente, verdad?, me inquieté. Ahora que conocía a Kala, no quería que nos tocasen a ninguno de los dos. Solté:

«Lo siento, Yodah. Pero he cambiado de opi…»

Callé, atónito, al ver a Yodah inclinarse profundamente ante mí.

«Me excedí y pido perdón,» dijo con voz firme y sincera. «Antepuse mi curiosidad científica a un miembro de mi familia, y esa es una falta grave.»

Lo miré con asombro. Caray. ¿Se habría sentido culpable? Carraspeé.

«Yo di el visto bueno, ¿sabes? Así que…»

«Por eso,» continuó Yodah, incorporándose. Le brillaban los ojos de excitación. «Por eso voy a redimirme y voy a renunciar a mi trabajo durante un tiempo.»

Parpadeé. ¿Renunciar a su trabajo?

«¿Te refieres a ser inquisidor?»

Sabía lo mucho que le gustaba su trabajo pero… su expresión alegre me llevaba a pensar lo contrario.

«Así es,» confirmó el hijo-heredero: «he decidido acompañarte y ayudarle a Kala.»

Lo miré con los ojos abiertos como platos. ¿Ayudarle a Kala? Gruñí.

«Tú lo que quieres es tomarte unas vacaciones.»

«Bueno,» dijo él sin negarlo, «pero lo hago por ti, por Kala… y por el clan. Soy el hijo-heredero, Drey, futuro líder de los Arunaeh: no puedo dejar que un desequilibrio como el que creé dure más tiempo. Corregiré mi error. Y te acompañaré, en nombre de Sheyra.»

No me inmuté ante su solemne afirmación. Añadió:

«¿O debería decir ‘os acompañaré’?»

Lo miré. Iba en serio, entendí. Mar-háï… Meneé la cabeza dirigiéndome hacia el pasillo diciendo:

«Déjalo ya, Yodah. Es ridículo.»

«No tengo sentido del ridículo,» replicó Yodah, siguiéndome.

Pasé junto a la vieja Kabu y me detuve en la entrada, exasperado.

«Ya-náï. Te perdono, ¿me oyes? Ya está: equilibrio restaurado. Ahora…»

«No insultes mi balanza,» me previno Yodah.

Lo miré con cara aburrida.

«¿Y la mía? Te digo que está perfecta.»

«¿Incluso con Kala? El sello mantuvo la mente de Kala dormida durante diecisiete años. Su ruptura puede tener consecuencias imprevisibles. No pretendo meterme en tu mente a menos que me lo pidas, pero…»

«Yodah,» lo corté. «Eres el hijo-heredero: si te pasa algo…»

“Precisamente,” me interrumpió Yodah por vía bréjica. Me tensé y él apuntó: “Soy el hijo-heredero y deseo saber por qué mi padre tardó tanto en revelarme los detalles de un evento importante que pasó hace setenta años. Algo que tiene que ver con Lotus. ¿Te interesa… Kala?”

Clavé mi mirada en la suya, sobrecogido. Kala estaba agitado.

“¿Me está hablando a mí?” murmuró el Pixie.

“A ti te hablo,” confirmó Yodah con inhabitual seriedad. “¿No te interesa saber más sobre el por qué tu salvador fue expulsado de nuestro clan?”

De modo que Lotus había sido expulsado. No recordaba haber oído que nadie, en el clan Arunaeh, hubiera sido expulsado. Ciertamente, no se me había ocurrido que fuera posible.

Kala gruñó de manera ambigua.

“¿Sabías que las siete lágrimas dracónidas en las que os metió pertenecían a nuestro clan?” añadió Yodah.

Inspiré de golpe. Sintiendo el nerviosismo de Kala, mascullé:

“¿Déjalo tranquilo, quieres? Le estás despertando malos recuerdos.”

Yodah sonrió y retomó en voz alta:

«Perdón. Veo que lo has empezado a aceptar, ¿eh?»

Suspiré por toda respuesta y él agregó:

«Entonces, ¿puedo?»

Mar-háï, ¿me pedía permiso para acompañarme? Bah, Yodah iba a hacer lo que quisiera aunque le dijese que no: sólo Liyen podía detenerlo. Deslicé la puerta de salida, abriéndola, mientras decía:

«Haz lo que quieras, pero entrega esa carta. No saldré de Kozera hasta mañana de todas formas.»

«Cierto,» apuntó Yodah, con tono divertido. «Tienes que recuperar a un Pixie, ¿eh? Está bien,» retomó, alzando la carta del Gran Monje. «Se la daré a mi padre. Nos encontraremos mañana por la mañana, ¿te parece? Y te contaré algunos detalles interesantes sobre Lotus. Oh, por cierto, casi lo olvidaba: acabo de hablar con unos amigos tuyos que contactaron al clan preguntando qué te pasaba. Se hospedan en La Ola de Oro. Nos veremos ahí, ¿de acuerdo?»

Ya en el umbral, me detuve, suspenso por sus palabras.

«¿Has dicho amigos míos? ¿Ragasakis? ¿En la ciudad?»

¿Serían Livon y los demás? ¿Habrían encontrado a Orih? Yodah se encogió de hombros dándome la espalda.

«¿Sabes?» Inclinó la cabeza hacia mí con una sonrisa desenfadada. «Ni siquiera se han asustado al verme. ¿Estaré perdiendo presencia?»

Mmpf. Me puse de nuevo la máscara.

«Son gente de la Superficie, eso es todo. Kabu, un placer como siempre.» Me incliné y la vieja gruñó. Bueno, ese era todo un avance con respecto a mis demás visitas… «Yodah,» añadí. «Por favor, transmite mis respetos a mi madre y a mi padre, si está. Y si puedes decirle a Yánika que… bueno, que me alegro de que todo le vaya bien…»

«Lo haré,» aseguró Yodah desde el fondo del pasillo.

Me incliné.

«Gracias.»

Los dejé ahí y salí pronto del jardín.

Me inquietaba la decisión del hijo-heredero de acompañarme. ¿Sería un capricho? ¿Una propuesta para ver mi reacción? ¿Ganas de aventura? Quién sabe. En cualquier caso, no iba a preocuparme por ello. Estaba seguro de que su padre lo haría entrar en razón.

La Ola de Oro se encontraba en el puerto, en mi camino. Aparté la cortina insonora que hacía oficio de puerta y eché un vistazo.

El interior de aquel albergue era espacioso y alto, con rincones elevados, tiestos con plantas, azulejos y columnas adornadas. Junto al mostrador, una barandilla curva y cubierta de oro diseñada por un famoso artista le daba nombre al lugar. Pese a todo, no era el albergue más caro de Kozera ni mucho menos.

Entré y me dirigí hacia el mostrador, donde el encargado se inclinó.

«Bienvenido a nuestro albergue de La Ola de Oro, mahí. ¿Qué deseas?»

«¿Recuerdas haber visto a otro Arunaeh por aquí hace poco?» pregunté.

«Sí, mahí. Salió hace un rato.»

«¿Y las personas con las que habló? ¿Siguen aquí?»

El encargado parpadeó.

«Las personas con las que habló,» repitió, intentando recordar. «Oh… ¿una pequeña rubia con un drow albino?» Esos debían de ser Zélif y Yeren, jadeé mentalmente, asintiendo. La líder y el curandero. ¿Qué hacían en los Subterráneos? El hombre meneó la cabeza. «Ah… Lamento decirte que los vi salir poco después.»

«Dánnelah,» solté.

«Pero los oí decir que iban hacia el bazar,» se apresuró a añadir el encargado. «¿No serán criminales, mahí? Puedo avisar al patrón…»

«Olvídalo, son buena gente,» lo corté. Y agregué ya dirigiéndome hacia la salida: «¡Gracias!»

Fui directo al bazar. Hubiera sido ridículo perder el rastro de Zélif y Yeren estando tan cerca. El bazar se encontraba cerca de la Gran Plaza y pasé por esta sondeando el lugar, buscando a Reik. Lo vi sentado en un banco, raspando un trozo de rama con su cuchillo, aburrido. Había temido que el mercenario, cansado de esperar, se hubiera ido a alguna taberna y que los guardias lo hubieran reconocido y encarcelado… pero, por lo visto, me preocupaba por nada. Me detuve ante él y el Zorkia se levantó con un ruido de bostezo.

«Ya te ha costado entregar la carta,» masculló. «¿Vamos a por tu hermano?»

Me puse la mochila a cuestas.

«Sí, pero antes vayamos a echar un vistazo al bazar. Al parecer, hay dos Ragasakis en Kozera.»

«¿La cofradía esa de cazarrecompensas?»

«Ajá.»

Nos pusimos en marcha mientras se los describía:

«Yeren es un drow albino, bajito, pelo blanco, piel blanca algo verdosa, tiene sangre verde, ojos verdes, una especie de escama negra debajo del ojo derecho y suele llevar una gorra negra sobre la cabeza.» Aparte de la sangre verde, que sobraba, el resto era una descripción bastante acertada. Agregué: «Zélif es una faingal, pequeña, pelo rubio muy largo, parece una niña pero tiene más de treinta años y es una gran perceptista, er… suele llevar una bufanda gris. Si los ves, me dices.»

Dicho esto, llegamos a los primeros tenderetes. Reinaba en toda la zona un caos abrumador. Los olores fuertes se entremezclaban, las voces, aunque bajas, retumbaban y fluían por toda la callejuela y por los pasajes superiores paralelos. Encontrar algo específico en ese bazar era tarea laboriosa. Era un verdadero embrollo de corrientes de aire, pensé.

Tal vez porque me estaba fijando en especial en el aire, reparé de inmediato en la mano que se acercaba a mi bolsillo y mi diamante de Kron. Aparté la mano ladrona con una corriente órica sin girar la cabeza. Si le veía la cara al ladrón, me vería obligado a interrumpir mi búsqueda para llevarlo a un guardia. Y no me apetecía. Mar-háï, ¿desde cuándo un ladrón se atrevía a meterse con los destructores? Debía de ser algún novato. Mascullé para mis adentros y hundí mis manos en los bolsillos mientras seguía avanzando por el mercado.

No paraban de asaltarme vendedores que me murmuraban:

«Poderoso mahí, ¿una túnica para lucir los Muérdagos?»

«¿Una tajada fina de rowbi asado?»

«¡Mahí, por aquí! Tenemos una oferta de flores recién traídas de la Superficie, rosas maravillosas y camelias frescas…»

«Di, mahí, ¿te gustan las piedras preciosas?»

«Mucho,» repliqué al joyero, «pero se me indigestan.»

Reik soltó una carcajada ahogada. Seguimos andando hasta llegar al final de la calle. Ni rastro de Zélif ni de Yeren. Suspiré e iba a renunciar pensando que ya pasaría por La Ola de Oro al final del día cuando vi una escena singular: saliendo de un bodegón, una faingal y un pequeño drow blanco sacaban casi a rastras a un humano rubio que no se tenía en pie.

«¡Ese es Jiyari!» lo reconoció Reik, sorprendido. «Está borracho perdido.»

Suspiré.

«Tener que tratar con cuatro borrachos en el espacio de dos días es demasiado. Vamos.»

Los alcanzamos cuando, sin aguantar ya el peso, Yeren y Zélif dejaron a Jiyari sentarse en el borde de una ventana. El rubio deliraba riendo por lo bajo:

«Sois tan majos… Gracias… gracias… ya podéis olvidarme, niños, yo sólo… hip… causo desgracias.»

«¡Que no somos niños!» protestó Zélif. Por su tono, adiviné que no era la primera vez que se lo decía.

«¿Es que no me reconoces?» añadió el pequeño drow albino. «Soy Yeren, de los Ragasakis. El curandero, ¿no recuerdas?»

«Nunca tuve buena memoria,» murmuró Jiyari.

«Pero de mí te acordarás, ¿no?» intervine, sobresaltándolos. «Prometí que volvería… Perdón por la tardanza.»

Curiosos, Yeren y Zélif escudriñaron mi máscara, tratando de adivinar quién era… Jiyari, él, se levantó deslumbrado por el alivio y exclamó con voz temblorosa:

«¡Gran Chamán!»

Se me tiró encima y me abrazó. Luché por no perder el equilibrio. Una mezcla de culpabilidad y exasperación me invadió mientras sentía, a través de un velo, cómo Kala se dejaba embargar por la emoción. El Pixie correspondió a su abrazo sin que yo hiciera nada. Aposté a que ni siquiera se había dado cuenta de que me estaba robando el cuerpo.

«Eres real,» tartamudeaba Jiyari. «Eres real.»

«¿Y cómo no voy a ser real?» mascullé. «Hola, Zélif. Hola, Yeren.»

«¿Drey?» dijo al fin Yeren, asombrado. «¿Eres tú?»

«El mismo. No esperaba veros por aquí. ¿Están también Livon y los demás en Kozera?»

Zélif se ensombreció sin dejar de escudriñar mi máscara.

«No. Aún no han vuelto, aunque no es de extrañar: sólo ha pasado una semana desde que salieron de aquí. Aun así… tengo un mal presentimiento.»

Jiyari babeaba sobre mi traje de destructor, riéndose por lo bajo de los dioses sabían qué. Resoplando, lo aparté y lo agarré de nuevo al verlo tambalearse.

«Diablos. No creo que les haya pasado nada,» dije.

«¿Por qué lo dices?» preguntó Yeren.

«Er… bueno, en el peor de los casos, si los pillan los dokohis, siempre se puede esperar que les pongan collares. Si es que todavía les quedan sin usar.»

Mi razonamiento les arrancó una mueca inquieta a los dos Ragasakis y entendí que no los había tranquilizado para nada. Balanceándose, Jiyari me murmuró sin fuerzas:

«Gran Chamán, te prometí que no bebería, pero como no volvías…»

«Lo sé, Jiyari. Tardé un poco más de lo previsto.»

«S-siií, por eso…» Se agarró a mi manga. «Soy un Campeón deplorable. Pero no volverá a ocurrir… hip… lo prometo.»

Enarqué una ceja.

«Prométemelo cuando estés sobrio, ¿quieres?»

“Mar-háï, apuesto diez kétalos a que no se acuerda,” le solté a Kala.

Kala resopló.

“¿Qué importa, si los kétalos están en el mismo bolsillo?”

No le faltaba razón.

«¿Dónde está tu hermana?» preguntó Zélif.

Ignorando los delirios de Jiyari pero sin soltarlo, contesté:

«Yánika está con mi familia y…» Advirtiendo la mirada curiosa que Zélif le echaba a la máscara de Reik, lo presenté: «Él es un amigo. Yodah me dijo que os hospedabais en La Ola de Oro y que hablasteis con él… ¿Estáis aquí desde hace mucho?»

«Desde hace dos días,» contestó el curandero. «Volvamos al albergue, ¿os parece? ¡Había olvidado lo ajetreado que está siempre el bazar de Kozera!»

Asentí y, entre Reik y yo, agarramos a Jiyari y nos pusimos en marcha, de vuelta hacia el puerto. Mientras caminábamos, Zélif me echaba frecuentes ojeadas poco discretas.

«Di, Drey,» dijo al cabo. «Ese pariente tuyo, Yodah Arunaeh, nos dijo que no estabas en condiciones de viajar y de cruzar el Mar de Afáh pero… te noto en plena forma.»

Hice una mueca detrás de mi máscara y aseguré:

«Estoy mejor.»

Yeren y Zélif intercambiaron una mirada, pero no insistieron. En plena calle, nos topamos con un pequeño humano que nos contemplaba a Reik y a mí con cuatro dedos en la boca y ojos curiosos. Súbitamente nerviosa, su madre lo estiró con premura fuera de nuestro camino hacia el escaparate de una tienda y se inclinó humildemente hacia nosotros para disculparse de la molestia.

Aunque la disculpa no le iba dirigida, Yeren se puso rojo como un zorfo. Yo la ignoré. La deferencia de la gente hacia los destructores me confundía más que otra cosa.

Finalmente, entramos en La Ola de Oro. Tras tumbar a Jiyari en la habitación de Yeren, fuimos a instalarnos en el suelo del cuarto de Zélif, cubierto por una cómoda alfombra coloreada.

«Drey, ¿es costumbre llevar la máscara incluso dentro de las habitaciones?» preguntó Yeren con curiosidad.

Carraspeé y me quité la máscara.

«No, pero como veis, se me han quedado pintas raras.»

Los dos me miraron, anonadados. Saqué la insignia azul de los Ragasakis de mi bolsillo asegurando:

«Sigo siendo yo, que no os quepa duda.»

Los ojos de Zélif brillaban, mirándome como si tratara de entender el misterio. Yeren se inclinó para verme más de cerca con interés profesional.

«Por mi vida, sí que es curioso. Una mutación, ¿verdad? Tranquilo, ciertamente son pintas raras… ¡pero diría que menos que las mías!» rió. «Tu sangre sigue siendo roja, ¿verdad? Saca la lengua, a ver…»

Resoplé pero saqué la lengua, arrancándole una ancha sonrisa al curandero.

«Bien roja,» confirmó.

«¿Pasó de repente?» preguntó Zélif.

«Er… Sí, bueno… en cierto modo.» Cerré la boca. Los ojos azules penetrantes de la faingal me pusieron incómodo. Me quité los guantes de destructor y eché un vistazo a los tres círculos de mi mano derecha agregando: «En realidad, de alguna forma… er… soy así.»

Me acobardé de pronto de contarles la verdad. Ya teníamos problemas con los dokohis y con el rapto de Orih como para que empezara a contarles los míos.

«Tres círculos y tres líneas,» dejó escapar Zélif, sobrecogida. La miré, extrañado, mientras ella cerraba los ojos durante unos instantes y los volvía a abrir. «¿Será posible que…?»

Agrandé los ojos, desconcertado. ¿Habría adivinado algo con sólo mirar ese símbolo? ¿O sólo me lo imaginaba? ¿Yodah le habría dicho que…? Imposible. Entonces, ¿cómo? Zélif no acabó la frase, sin embargo. ¿Estaría sacando demasiadas conclusiones?

«¿Zélif?» se preocupó Yeren.

La faingal meneó la cabeza, ensimismada, y murmuró:

«No es nada.»

Así, cambió de tema con brusquedad y, en pocas frases, la líder de los Ragasakis me puso al corriente de lo que sabía sobre Livon y los demás: las dos armónicas, Naylah, Livon y Tchag habían salido de Kozera el tercer Ventisca de Musarro, hacía una semana. Según Yeren, Tchag se había repuesto rápido de su inconsciencia por la pérdida del collar pero la experiencia lo había traumado.

«Se quedó mudo,» dijo Yeren. «Por lo demás, está bien y sus cuerdas vocales están en perfecto estado. La causa debe de ser psicológica. Debo decir que cuando lo examiné… lamenté no haberlo hecho antes. Tchag no es una criatura normal. De hecho, sospecho…»

Echó una mirada prudente hacia Reik, quien se había quitado la máscara y escuchaba, recostado contra el muro, sin mostrar gran interés.

«Puedes hablar sin miedo,» afirmé. «En realidad, Reik no es destructor: es un mercenario fugitivo, de lo más inofensivo.»

«Gracias por la presentación,» masculló Reik, fulminándome con los ojos. «Ya que estás, diles que soy un Zorkia buscado por las autoridades de Dágovil.»

«Eso lo has dicho tú,» apunté con una media sonrisa. Los dos Ragasakis lo miraban, sorprendidos.

«Un Zorkia,» murmuró Zélif. «Ya veo.»

Parecía que esa faingal lo entendía todo con una facilidad exasperante. Me giré hacia el curandero.

«¿Por qué dices que Tchag no es una criatura normal?» inquirí.

«Bueno…» Yeren se mordisqueó el labio y suspiró. «He estado examinando su cuerpo en profundidad, y no se parece a nada de lo que conozco. Su cerebro es perfectamente esférico, pero eso no es lo más extraño: sin duda alguna le faltan órganos que para nosotros son vitales.»

«El aparato reproductor,» adiviné.

Yeren meneó la cabeza con una leve sonrisa.

«Bueno, ese es importante pero no lo llamaría vital, no, es más grave que eso…» Se ensombreció. «Sus pulmones inspiran y espiran, pero el oxígeno que aspira no va a la sangre. Porque no tiene.»

Agrandé los ojos. ¿Que Tchag no tenía sangre?

«Imposible. Entonces, ¿para qué respira?»

Yeren explicó:

«Para alimentar su cuerpo, que no está hecho de ningún material que conozca. Es morjás, energía viva… y a la vez no lo es. Y, obviamente, en esas circunstancias, como el oxígeno se reparte por su cuerpo sin necesidad de sangre ni venas… Tchag tampoco tiene corazón.»

Me quedé atónito y Yeren lo remató cuando concluyó:

«Está claro que Tchag es una criatura única. Dado que es capaz de hacerse invisible cuando no respira y no se mueve, sería un excelente espía. Con una mente que parece igual de complicada que la nuestra pese a ser contenida por una esfera… con el tiempo, sería capaz de razonar como nosotros. Todo eso me lleva a sospechar que Tchag…»

Marcó una pausa en el silencio de la habitación y terminó con expresión turbada:

«Es un arma viva fabricada por saijits.»