Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala
Tras pensarlo un segundo escaso, le dejé a Orih elegir la taberna para la cena. Segura de sí misma, ella nos condujo por callejuelas y logró hacer que nos perdiéramos. Cuando, finalmente, regresamos a La Casa de Xatapek, ya a nadie le apetecía moverse y fueron el buen hobbit y su familia quienes nos prepararon la cena.
—«Hay algo ashí y todo que me confunde en eshta shiudad,» decía Orih mientras arrancaba con delicia un buen trozo de carne a su pata de pollo. Sus dientes afilados recordaban a los de los hawis.
—«¿De qué se trata?» pregunté.
—«Mm-mm,» tragó. «Nos hemos despertado a las siete y media, ¿no? Bueno, tú a las nueve. El caso es que a las diez y poco estábamos en la biblioteca. Hemos salido a las tres, nos hemos perdido por esta ciudad de locos y… según Xatapek, ya es la hora de la cena a las seis de la tarde. En Firasa se cena a las ocho lo menos…»
—«Costumbres,» le dije mientras me servía una nueva porción de pastas. «En realidad, en Donaportela, los horarios casi no cambian en comparación con la Superficie. En Dágovil capital es diferente.»
—«¿En sherio?»
—«En serio,» asentí. «En Dágovil capital, te levantas al mediodía y cenas a las dos o tres de lo que sería la noche para Firasa.»
—«¡Te levantas al mediodía!» La idea le había encendido los ojos.
—«Pero no es como en Firasa,» apunté. «La hora es la misma, pero las costumbres son distintas por los ciclos de las piedras de luna. Como sin duda Loy te habrá explicado, los ciclos duran veinticuatro horas y la piedra cambia de luminosidad según la hora.»
—«¿En serio?» se maravilló Orih.
—«En sherio,» dijo Yánika. «Por esho… A los viajerosh les cuesta adaptarse al cambio de shiclosh.»
—«No hables con la boca llena, Yani.»
—«Tú hablas con la boca llena, hermano,» replicó ella, mordaz.
Nos miramos… y nos sonreímos. A la derecha de Saoko, Nefaistos el Impávido y Campeón del Sol tragaba su cena como si no hubiese comido en varios días. ¿Tan mal andaba la caridad por los Pueblos del Agua últimamente?
—«Y bueno, Campeón,» le dije, «¿no nos ibas a contar una historia?»
Ya no quedaba gente sentada a las mesas aparte de nosotros. Todavía había algún parroquiano junto al mostrador, bebiendo y charlando, pero todos los residentes del albergue ya estaban durmiendo. Nada de extrañar. No se lo había dicho a Orih, pero los donaporteños acostumbraban levantarse antes de las seis.
—«Mm-mm-mm,» dijo Jiyari, metiéndose un vaso lleno de vino de zorfo entre pecho y espalda. Era Orih la que lo había querido probar y había encargado una botella entera… El humano soltó un suspiro de satisfacción y juntó ambas manos, agradecido. «¡Que Tatako os bendiga! Después de esto no puedo más que componeros una oda.»
Se carcajeó. ¿Estaría borracho? Como ese tipo se carcajeaba por nada, al principio tuve dudas, pero cuando vi su rostro extrañamente enrojecido dejé de dudar.
—«Me temo que nuestro Campeón Impávido le ha dado demasiado al frasco.»
—«No, no, no,» aseguró Jiyari, riéndose. «Esto no es nada. Estoy bien. Esto… es del todo normal. Siempre me pasa cuando bebo. El maestro Jok dice que no soporto la bebida. Pero no puedo dejarlo,» aseguró con una risita. «Si no… no tendría amigos. Los amigos se hacen cuando uno ya deja de pensar, ¿verdad? Porque cuando uno recuerda… cuando se ve más de lo que uno es, la gente te llama loco y te encierras en tu mente, pero también la temes a ella y el terror aquí dentro hace que los demás te vean todavía más raro pero… pero cuando ya no piensas, todo… va… bien.» Se balanceó en su silla y, con buenos reflejos, Saoko tendió una mano para evitar que se cayera al suelo. Unas lágrimas se escaparon de los ojos del aprendiz. «Gran Chamán… Gran Chamán…» repitió patosamente.
—«No soy tu Gran Chamán,» le replicó Saoko, fastidiado. Y lo movió de tal suerte que la cabeza del aprendiz escriba aterrizó contra la mesa y no se movió.
—«¿Se ha quedado dormido?» inquirí.
—«No,» dijo Yánika. «Todavía dice cosas.»
De hecho, seguía murmurando para sí, pero ya era imposible entender de qué hablaba.
—«Mar-háï… ¿Qué vas a hacer ahora con él, Orih?» pregunté.
La mirol se limpiaba los morros acabando su postre, bastante ajena a la borrachera de Jiyari. Me miró con cara perpleja.
—«¿Yo?»
—«Bueno… Tú has invitado a Nefaistos, ¿recuerdas? Y tú pediste la botella de zorfo.»
Orih resopló ruidosamente.
—«¿Me vas a dejar con el muerto?»
—«No está muerto, está borracho,» maticé, bromista. «Mar-háï, si los Arunaeh carecemos del sentido de la caridad, es por algo: la caridad es improductiva. No sacaremos nada de ese borracho.»
Hubo un silencio. Entonces, para sorpresa mía, Orih se levantó y me dio una bofetada. Sonó en toda la taberna y la recibí con una expresión de asombro. ¿Y eso?
—«¿Te das cuenta de lo que acabas de decir?» exclamó. «¿La caridad es improductiva? ¿Ayudar a sus semejantes es improductivo? Es la mayor bobada que he oído en mi vida, Drey Arunaeh.»
Parpadeé. Los tres bebedores que quedaban en el mostrador se habían dado la vuelta, curiosos. Xatapek había alzado unos puños nerviosos hasta su rostro sin saber qué hacer. El aura de Yánika se había llenado de asombro… Alcé dos manos en señal de paz, más perplejo que ninguno.
—«Esto… Lo siento, Orih. ¿Te has enfadado?»
Orih meneó la cabeza con ojos brillantes y, súbitamente reservada, nos dio la espalda y dijo:
—«Buenas noches.»
Y se alejó hacia las escaleras bajo mi mirada atónita. Tras un silencio, Yánika suspiró:
—«Has hablado de más, hermano. Dulces sueños.»
Y se apresuró a seguir a Orih escaleras arriba. Jiyari seguía balanceando la cabeza contra la mesa y delirando por lo bajo. Me masajeé la mejilla. A pesar de haber resonado en toda la taberna, el golpe no había sido muy fuerte. Attah… Hasta ahora, muy poca gente se había enojado conmigo —no era fácil enojarse con alguien que no podía enfadarse de verdad— y tenía muy poca experiencia para manejar una situación como esa. Era mejor dejar que Yánika se ocupara de calmarla. Aun así… Meneé la cabeza, confuso.
—«Sólo repetí las palabras de mi padre sin pensarlo… Attah. A veces olvido que hablo con saijits sin Datsu… Saoko. ¿Tú qué piensas de esto? ¿Se ha enfadado en serio?»
El drow me echó una mirada aburrida y acabó su vaso de vino de zorfo antes de soltar:
—«Ni idea. No es asunto mío.»
Le lancé una ojeada de soslayo y suspiré. Pedirle a Saoko consejos sobre el comportamiento saijit era como pedirle zorfos a un árbol tawmán.
—«En fin,» dije, levantándome y echando un vistazo hacia la triste figura de Jiyari. Orih se habría enfadado pero bien que me había dejado ocuparme del presunto Pixie… «Mar-háï. Habrá que meter al Campeón en algún sitio. Tenemos otra cama en la habitación… ¿Me ayudas, Saoko?»
Para alivio mío, el drow esta vez no se desentendió y me ayudó. Levantamos a Jiyari y este tosió, carraspeó y pestañeó.
—«Per-hip-dón por llegar… hip… tan tarde, maestro… hip… Jok.»
Estaba delirando, seguramente imaginándose que volvía a su santuario después de una velada festiva. Puse los ojos en blanco mientras lo arrastrábamos por el parquet de la taberna.
—«Ma-es-tro,» sollozó de pronto Jiyari. «Créeme. Tengo que ir a encontrar a los ¡hip! Pixies. Tengo…»
Repitió varias veces lo mismo y, al cabo, cuando estábamos arriba de las escaleras, agregó:
—«No quiero que me dejes… hip… solo. Maestro… Todos… los matamos… todos… destruidos… todos… muertos…»
Sollozó. Por Sheyra… Sus palabras empezaban a inquietarme seriamente. ¿Sería razonable dejar a ese tipo raro en el mismo cuarto que nosotros?
De pronto, Jiyari recobró cierto equilibrio y, de entre sus desordenados mechones rubios, vi sus ojos oscuros clavarse en los míos. Dijo con voz ronca:
—«No estoy… loco.»
Tras esa dudosa aseveración, bajó la cabeza y se quedó dormido. Intercambié una mirada indecisa con Saoko, aunque este más que indeciso parecía estar esperando a ver si me decidía a meter a Jiyari dentro del cuarto o si lo iba a dejar fuera. Pero dejarlo fuera significaba dejarlo en la avenida, donde podía pasarle cualquier cosa al aprendiz… Chasqueé la lengua y mascullé:
—«Adentro.»
* * *
Durante los tres días siguientes, no volvimos a ver a Jiyari. Una vez despierto y lúcido, el joven rubio había soltado un «lo siento» abochornado y había vuelto a su propio albergue. Orih no me volvió a hablar de él. De hecho, aquellos tres días, la vi comportándose de manera extraña. Me miraba cuando yo no la miraba, desviaba sus ojos para no cruzarse con los míos pero, en vez de ruborizarse como lo haría Sanaytay, ella se ensimismaba y adoptaba una expresión grave poco usual en ella.
Al tercer día, tras salir de la Biblioteca de la Academia, nos instalamos en un banco de la Plaza del Tagón a ver pasar a la gente. Esta era diferente a la de Firasa: había gran cantidad de estudiantes de la Academia en sus largas túnicas negras, peregrinos cubiertos de tatuajes, empleados públicos en su pomposo traje oficial, pero también aventureros esquivos en ropa oscura, ensangrentada o harapienta, misteriosos personajes encapuchados, armados, descalzos, niños y viejos… Uno podía imaginarse veinte mil historias para cada figura que pasaba. Tras observar a un grupo de niños que seguía obedientemente a un sacerdote de Tokura por la plaza, comenté:
—«Es extraño. Hemos hojeado todos los volúmenes sobre el tema de Liireth y en ningún momento mencionan los collares.»
—«Cierto,» convino Orih.
Su parca respuesta… ¿se debía a que estaba distraída o que simplemente no quería hablarme? Giré la cabeza hacia el altar de Tokura, molesto.
—«Orih.»
—«¿Mm?»
—«¿Todavía… esto… todavía estás enojada?» Sentí que la mirol se giraba hacia mí e hice una mueca. «Siento lo que dije sobre la caridad. No pensé antes de hablar.»
Hubo un silencio, seguido de un resoplido de asombro.
—«¡Drey…! ¿Todavía estás con eso? Al final le permitiste a Nefaistos dormir en tu cuarto hasta que se repusiera, ¿no? Además, no me enojé: sólo me disgusté.»
¿Y das bofetadas cuando te disgustas? Tuve un tic nervioso mientras ella añadía, inquieta:
—«¿Te… te hice daño?»
Puse los ojos en blanco.
—«No.» Me levanté bostezando. «Voy a dar una vuelta. No me voy lejos,» agregué para Saoko.
Me alejé por la gran plaza con las manos en los bolsillos. Al pasar junto a una fuente, le di una leve patada a una bola de papel abandonada y rodeé un gran roble blanco así como a un grupo de peregrinos absortos en su cena frugal. Finalmente, nuestros esfuerzos por aprender algo sobre los dokohis habían sido vanos. En esos tres días, habíamos rebuscado en la biblioteca sin descubrir gran cosa nueva; habíamos pedido información a los Dorohos, una de las cofradías más poderosas de Donaportela, y tan sólo nos habían podido decir que, efectivamente, había rumores de que unos saijits de ojos blancos merodeaban por la zona sur de Dágovil. La zona sur de Dágovil… ahí se encontraba el Templo del Viento y me pregunté si el Gran Monje tendría más información sobre el tema… Pero no había modo de que yo fuera ahí a preguntárselo.
Llegué al otro lado de la enorme plaza sin casi darme cuenta de ello. Me detuve al pie del altar desierto de Kofayura, diosa del Viento, y le quité una hoja de tawmán que se había quedado atascada en la estatua de pequeño felino que la representaba. Fue entonces cuando lo vi, acurrucado en un banco lejos de las linternas, con su bufanda roja escondiendo medio rostro. Jiyari. Sus ojos miraban el vacío pero ellos mismos no estaban vacíos: refulgían, rojizos, y rebasaban sufrimiento, dolor y una inmensa soledad.
Soledad, dolor, sufrimiento…
Algo, en todo eso, me hizo sentirme tan mal que mi Datsu se desató, aunque no lo suficiente para que dejara de sentir nada. Fue como si algo, en mi mente, hubiese traspasado una barrera y agarrado unas riendas abandonadas. Mi corazón se aceleró, mis manos temblaron y se empaparon de sudor, mis ojos se humedecieron aunque yo no entendí por qué. Me adelanté hasta Jiyari y me detuve ante él. Lo vi alzar la vista hacia mí, sorprendido, y, sin entender aún por qué, le sonreí y le tendí una mano grisácea tatuada con tres círculos.
—«Bienve… nido,» articulé, como si me costara hablar.
Los ojos de Jiyari se iluminaron. Se levantó temblando y me cogió la mano. La suya me pareció a la vez fría y cálida al tacto. El fantasma de un impulso de empatía, no, algo más, el reflejo borroso de un sentimiento intenso que nunca había sentido siquiera por Yánika, me llevó a darle un abrazo…
—«Herma… no,» murmuré. «¿Dónde están… los demás?»
Jiyari se apartó con los ojos brillantes y temerosos a la vez.
—«N-no sé de qué me hablas pero… ¿realmente eres…? Te conozco, ¿verdad? Antaño, nosotros… Yo… Si es que es cierto que tú eres… Significa que no estoy tan loco como creía… ¿verdad?»
Mientras farfullaba, su bufanda roja se deslizó, desvelando su rostro, y pude ver el blanco de sus ojos hacerse de un negro profundo, sus iris enrojecerse como la sangre, su piel volverse gris como la ceniza y… me sonrió con vacilación y esperanza.
—«Hermano… Tengo la memoria hecha un trapo.»
Le devolví una sonrisa torva.
—«La mía no anda mejor. No consigo ni controlar este cuerpo como quiero.»
¿Controlar?, me alarmé. ¿Qué diablos estaba pasando? Mis sentimientos fluctuaban, intensificándose y apagándose como la luz de un kérejat moribundo a través de un velo. Martilleé mi conciencia. Algo no andaba bien. Yo no era el hermano de Jiyari. Yo era… yo era…
Drey Arunaeh.
Al segundo siguiente creí oír un resoplido mental. Parpadeé, aturdido, como si acabara de despertar de un sueño.
—«¿Qué ha pasado?» murmuré.
Jiyari pestañeó, interrogante, y se turbó de pronto; una chispa de comprensión pasó por sus ojos. Contempló la mano que aún apretaba la suya y me miró con una expresión entre burlona y molesta.
—«Somos hermanos. Es eso o estás flirteando conmigo.»
Lo solté y retrocedí torpemente, preso de vértigos. Por increíble que pareciera, alguien había controlado mi cuerpo. ¿Pero quién? Kala, sin duda. Tenía que ser él. De modo que no eran sólo recuerdos: tenía metida dentro de mi mente otra consciencia… ¿Era acaso posible? Attah… Me había pasado como en la barcaza al despertar de la pesadilla, entendí. Mi piel se había hecho gris y se habían dibujado tres círculos y tres líneas en mi mano derecha… Era como si algo en mi mente se hubiese desatado. Y no era el Datsu… era otra cosa. En cuanto a Jiyari… Contemplé al rubio. Su rostro, grisáceo hacía un instante, había retomado un color vivo y bronceado.
Poco a poco, se me fue atando el Datsu. Inspiré y mascullé:
—«¿Quién diablos eres?»
—«Puedo preguntarte lo mismo,» me replicó. «Estaba tranquilamente sentado reflexionando sobre mi vida y tú vienes y me das un abrazo. Estaré sin blanca, pero no tan desesperado para aceptar cualquier cosa…»
—«¿De qué hablas?» resoplé.
—«¿Nos conocemos?»
—«¿Acaso lo has olvidado?» me exasperé. «Soy el que te invitó a una cena hace tres días. Drey Arunaeh. Y no tenía ni la más mínima intención de darte un abrazo: por alguna razón que desconozco, te he dado la mano y… y…»
—«Me has dado un abrazo.» Me ruboricé. «Y me has llamado hermano.»
¿Así que de eso se acordaba, eh? Su sonrisa me arrancó un suspiro cansado.
—«Eso parece,» convine. «Pero no lo hice queriendo.»
Sólo lo había hecho porque había perdido el control de mi cuerpo…
Jiyari posó una mano sobre mi hombro, sonriente.
—«Tranquilo. Yo también tengo problemas a veces para saber si lo que recuerdo es cierto. Pero me acabas de enseñar que todos estos años creyendo que había sido reencarnado… no me equivocaba. No estoy soñando. No sé quién eres y a la vez algo en mí me dice que te conozco desde hace muchos años. Es una locura, ¿eh?» rió.
Su expresión, antes perdida en no sé qué pozo negro, mostraba tan sólo comprensión y solidaridad. Mar-háï. Ese tipo era más raro… ¿Pero acaso lo era más que yo? Turbado, barrí su mano de mi hombro sin miramientos e hice una mueca terca.
—«¿Qué haces ahí parado? ¿No se supone que debías leerte doscientos libros?»
Jiyari agrandó los ojos.
—«Cierto…» Y se pasó una mano por su cabello rubio, irguiéndose. «Pero he cambiado de opinión. A partir de ahora…» Sonrió con todos sus dientes. «¡Voy a acompañar a mi hermano!»
Enarqué una ceja.
—«Perfecto. Entonces que tengas un buen ciclo.»
Jiyari se carcajeó y se cruzó de brazos con una amplia sonrisa.
—«¿Eres duro de mollera, eh? Yo soy Jiyari. Y tú eres Kala. Y… esto, ¿quién es Kala?» rió, confundido, frotándose el cabello revuelto. «En fin, el caso es que sé que nadie más podría haberme abrazado así. Y a nadie más le salen tres círculos y tres líneas en la mano. Eres Kala. Somos Pixies del Desastre. Somos hermanos. En el barco hacia Donaportela, te vi transformado, te vi con los ojos rojos y la piel gris… Creía que había sido otra alucinación, pero no lo es, y no sabes cuánto me alegro, esto es real, todo lo que el maestro Jok llamaba delirios… es real. Soy un Pixie. Y eres un Pixie como yo. Estamos de vuelta, hermano. Es de lo único que estoy seguro ahora. Oh, y también de otra cosa,» añadió mientras yo lo miraba, boquiabierto. «El acertijo del libro que leíste mientras yo dormía en la biblioteca… lo escribió nuestro padre.»
Ladeó la cabeza.
—«O eso creo.»
Lo contemplé fijamente. Decía estar seguro y al segundo siguiente se mostraba indeciso… Mar-háï. Levanté los ojos hacia las lejanas estalactitas antes de volver a posarlos sobre el aprendiz escriba.
—«Jiyari, ¿verdad? Ahora lo recuerdo. Eras un amigo de Kala. Pero siento decírtelo: yo soy Drey Arunaeh. No Kala.»
—«Es lo mismo,» aseguró él. «Yo soy Mensig en los papeles oficiales, pero sigo siendo Jiyari.»
No era lo mismo… Meneé la cabeza.
—«¿Esperas acaso que voy a invitarte a más cenas caritativas, ‘hermano’?»
La sonrisa de Jiyari se desvaneció.
—«Esto… Bueno, yo… Supongo que podría no comer todos los días…»
Suspiré mientras seguía farfullando. Lústogan hubiera dicho de él que era una persona inestable, desequilibrada, pero a mí su comportamiento empezaba a parecerme más comprensible. Al fin y al cabo, si de verdad era un Pixie del Desastre resucitado en las carnes de ese humano y si tenía tantos problemas para recordar quién era, era normal que se sintiera tan inestable considerando que no tenía un Datsu para protegerlo.
—«Puedo vivir comiendo sólo pan y drimis durante un mes,» continuaba diciendo el aprendiz. «Lo hice hace tres años cuando el maestro Jok me castigó por haber sido indecoroso con el Gran Escriba. Qué recuerdos… De verdad, a veces me siento como si pudiera vivir sin comer, pero luego me doy cuenta de que no puedo y entonces me entra un hambre voraz que hasta podría comerme un rowbi entero y…»
—«Déjalo y ven conmigo,» lo corté.
Me alejé, tomando el camino de vuelta hacia el banco donde había dejado a Yánika, Orih y Saoko. Me sorprendí a mí mismo. ¿Le estaba permitiendo que me siguiera? ¿En serio? Antes de darle del todo la espalda, avisté un destello de esperanza en los ojos de Jiyari.
—«¡Voy!» dijo alegremente. Y alcanzándome el Pixie del Desastre añadió con burla: «Gran Chamán.»
—«Mmpf. ¿Lo dices por el tatuaje?»
—«No, no,» sonrió él. «Lo digo porque Kala es el Gran Chamán, como Tafaria la Gran Navegante, Rao la Buscadora, Jiyari el Olvido… Y quizá precisamente por eso no me acuerdo bien de nada,» rió. «¿Tú no te acuerdas?»
—«No.»
Dimos unos pasos en silencio. Entonces, él recitó:
—«En la luz, caza las rosas, la palabra sigue, flota y gira. Entre la arena y la sal, el gato la atrapa, salta y mira.»
Se carcajeó y me detuve un instante, mirándolo con fijeza… El rubio se giró hacia mí con una ancha sonrisa caminando hacia atrás.
—«Nuestro padre juega con nosotros incluso al borde del precipicio, ¿no crees?»
Mi verdadero padre nunca ha jugado conmigo, pensé, exasperado, pero retomé la marcha preguntando de todas formas:
—«¿Tienes alguna idea de lo que significa, Campeón?»
La sonrisa de Jiyari se ensanchó.
—«Ni una maldita idea, Gran Chamán.»