Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala
«Amo las emociones, y las temo por igual.»
Yánika Arunaeh
* * *
Cuatro días más tarde, estábamos de vuelta en Ámbarlain. El río Espiral volvía a fluir y su corriente, calmada al fin, había sido controlada de modo que ninguna casa de la ciudad había sufrido daño alguno. Un trabajo rápido y limpio, digno de mi abuelo.
La mayoría de los evacuados estaba de vuelta y eso significaba el regreso del caos, del ruido, de las tiendas y negocios, del ganado y de los viajeros. Llegamos adonde partían las caravanas para Firasa y fuimos a comprar los billetes. Tuvimos que hacer cola. Junto a mí, Yánika se ponía de puntillas para contar cuántas plazas quedaban en los vagones, Saoko, detrás de mí, guardaba silencio, y un poco más lejos Jiyari y Orih hablaban por los codos. El aprendiz escriba tal vez tenía problemas de memoria e identidad, pero por lo demás hablaba con soltura, soltaba bromas —malas—, sabía escuchar con interés y tenía un montón de anécdotas sobre su santuario, sobre las tabernas y sobre los pescadores de Kozera —algunas probablemente falsas. Era, en fin, un gran seductor, y Orih se derretía casi literalmente ante sus sonrisas.
—«Vamos a caber justo justo,» dijo Yani, posando los talones tras acabar de contar las plazas. «Y probablemente tengamos que separarnos.»
Finalmente Orih insistió para viajar con Yánika, y yo me senté con Saoko y Jiyari en otro vagón. Attah… Esperaba lo peor: que Jiyari se pusiese a hablarnos de trivialidades sin fondo, pero este tan sólo suspiró y me murmuró, sincero:
—«No es fácil intentar ser una persona normal. Lo intento desde hace años, pero me cansa igual. Es agotador…»
Lo miré con curiosidad y le hice notar:
—«No hace falta que te comportes como un galán dicharachero para ser normal.»
Habíamos sido casi los últimos en subirnos y en ese momento los conductores se lanzaron gritos y avisaron de que la partida era inminente. Jiyari esperó a que los anobos se pusieran en marcha, estirando los vagones, antes de contestar:
—«Lo sé. Pero si no me mantengo ocupado… mi mente empieza a hacer de las suyas.»
Le había pedido que no hablara más de los Ocho Pixies en presencia de los demás y, aunque lo vi a punto de sacar el tema, se contuvo. Mi razón principal para mantener el silencio sobre ello era egoísta: no quería que Yánika se preocupara, no quería que Saoko hablara de ello a Lústogan, no quería que los Ragasakis comenzaran a investigar sobre los Pixies. Porque, si lo hacían y averiguaban que yo era uno de ellos… o más bien si averiguaban que tenía en mí a uno de ellos, entonces… Miré con fijeza al pasajero que tenía frente a mí, que se había quedado contemplando mi tatuaje, y lo hice desviar los ojos con presteza. Entonces, me repetí. ¿Entonces qué? ¿Perdería a los únicos saijits que me habían aceptado como compañero y amigo? ¿Tan poca fe tenía en ellos como para creer que me abandonarían en caso de aprender la verdad? ¿Y si volvía a perder control sobre mi cuerpo? ¿Qué haría entonces Kala si tomaba control total sobre este y me impedía volver para siempre? Si se los llamaba Pixies del Desastre, era por algo: según las leyendas, habían causado multitud de problemas en años antes de la guerra de Liireth: destrucción de cavernas, incendios, plagas, terremotos… En unos pocos años la gente había llegado a imputarles cualquier desgracia. Sin embargo… ¿quiénes eran realmente?
Le eché una mirada de reojo a Jiyari. Si tan sólo ese tipo pudiese recordar algo más… En buena parte, le había dejado acompañarnos por esa esperanza. Sin embargo, me incomodaba la idea de meter en la Casa de los Ragasakis no solo a uno sino a dos Pixies.
A alguien tenía que avisar, me dije. Alguien tenía que saberlo. ¿Livon? ¿Naylah? ¿Sirih, Sanaytay? No quería imponerles ninguna responsabilidad. No, lo más lógico era decírselo a Zélif, la líder de los Ragasakis.
O bien tomar una decisión abrupta y salir de la cofradía. No quería hacerlo. Por una vez en mi vida, había encontrado un lugar donde no me sentía como un extraño, donde había gente cuyo futuro no me era indiferente, donde podía sentirme en casa. Y también… donde yo no era un mero instrumento que se entrenaba sin cesar para ser más fuerte ni un mero espectro que huía sin saber de qué. Debía a los Ragasakis el habernos dado un gran hogar a mi hermana y a mí y deseaba devolverles ese favor como fuese. Y precisamente por eso tenía que solucionar mis problemas cuanto antes.
Para ello, no veía mejor solución que la de volver a Taey. Si lo que temía era que Kala volviera a tomar control sobre mi cuerpo, lo mejor que podía hacer era pedirle consejo a un brejista. Y la mejor brejista que conocía era mi madre.
—«Hey,» dijo de pronto Saoko rompiendo el silencio. Llevábamos ya tal vez una hora viajando y ascendiendo un interminable túnel. «Ese juego… la batalla rocal. ¿Cómo se juega?»
Lo miré con viva curiosidad. Era la primera vez que el drow de pelo pincho mostraba interés por algo. Me bajé para sacar el pequeño tablero de la mochila.
—«No esperes nada muy complicado,» le dije. «Es mero entretenimiento. El juego de verdad no lo es tanto, pero para jugarlo hay que ser destructor.»
—«Mm. Me suena que una vez Lústogan mencionó algo sobre un juego de destructores,» meditó Saoko. «¿En qué consiste?»
—«Sencillo,» sonreí. «Hay un juego de piedras con distintos componentes, algunas fáciles de romper, otras casi inquebrantables. En el juego real, el destructor las rompe de verdad. Dependiendo de la dificultad del juego de piedras, o se reducen a polvo, o se parten por la mitad… por lo general se hace una carrera. A veces las piedras son tan complicadas que el juego dura horas enteras.»
—«¿Tú ya has jugado?» se interesó Jiyari a mi derecha.
Asentí.
—«Mm. Es uno de los tests que pasé para obtener el diploma de destructor en Dágovil. Jugué contra diez adversarios y aprobé.»
Y les metí una paliza, añadí mentalmente con una sonrisa socarrona interior.
—«Sin embargo,» retomé, «el juego que Yánika y yo inventamos no tiene nada que ver aunque lleve el mismo nombre. Se juega con dados, y a las fichas las llamamos rocas. Es sencillo, pero nos ayudará a pasar el tiempo. Os enseñaré las reglas.»
No tardamos en comenzar una partida, Jiyari y Saoko como adversarios, yo como árbitro. Tras apartar una roca «destruida» en la zona de Saoko, dije:
—«Ahora que lo pienso, Saoko, se te dio bien la partida de Erlun contra el Tahúr. ¿Dónde aprendiste a jugar? No pudo enseñarte Lúst: mi hermano tiene un interés nulo por ese juego.»
—«No fue él,» replicó el drow, concentrado. «Jugaba a menudo en la Ratonera.»
En Brassaria, entendí. De modo que el Erlun llegaba hasta regiones tan aisladas como esa. No lo había pensado hasta el momento pero, si Saoko había vivido en esa zona durante toda su vida, probablemente tuviera ahí compañeros y familia.
—«Entiendo,» dije. «Di… ¿No echas de menos tu hogar?»
Saoko me echó una mirada de fastidio.
—«¿Bromeas? Roca a D, cinco, seis hacia delante.»
A lo mejor no tenía ni compañeros ni familia, rectifiqué.
—«Roca destruida,» dije, quitando la pequeña piedra del tablero del lado de Jiyari. Ya sólo quedaban tres. «Vaya suerte que tienes.»
—«No es suerte,» dijo Saoko con voz neutra. «Un buen guerrero nunca pone su victoria en manos de la suerte.»
Me quedé mirándolo.
—«Hoy estás hablador. Pero, lo siento, sigue siendo suerte. La suerte nunca sale de la balanza. Te toca, Jiyari.»
Me giré hacia el rubio y, cuando vi sus ojos atentos y burlones posados sobre mí, fruncí el ceño.
—«¿Y a ti qué te pasa?»
Su sonrisa se ensanchó, mostrando unos dientes blancos.
—«Estaba pensando que, antaño, de pequeño y tal vez no tan pequeño… siempre querías tener la última palabra.»
Me quedé suspenso. Y él añadió, pensativo:
—«Creo.»
Sus palabras me dieron un escalofrío. De pequeño… ¿se refería a la infancia de Kala? ¿Acaso me comparaba con él…? Hice una mueca, deseché mis preguntas y resoplé.
—«Mastuerzo. Céntrate en el juego o te quedarás sin rocas.»
—«Yaaa, ya, Gran Chamán,» replicó Jiyari, divertido. «Roca E, ocho. Una para la izquierda.»
Bajé la mirada hacia el tablero. Mar-háï… ¿y yo por qué tenía esa constante impresión de que Jiyari me resultaba tan familiar? ¿Acaso… acaso los recuerdos de Kala ya se estaban fundiendo con los míos?
* * *
Cuando llegamos a Firasa, eran las dos de la tarde, hacía calor y tanto el río Lur como el mar centelleaban bajo el sol. Tras nueve días en los Subterráneos ya casi había olvidado lo cálidos que podían ser los rayos del sol.
—«¡Qué ganas de comer pasteles de Kali!» exclamó Orih mientras subíamos la Colina de las Campanas.
—«¿Tan buenos son?» preguntó Jiyari, interesado.
Sin reserva alguna, la mirol se puso a hablarle de las grandes hazañas de nuestra Sirena cocinera. Yánika, Saoko y yo los adelantamos pero, al llegar ante la casa de Shimaba, Orih se abalanzó la primera abriéndose paso y empujó la puerta anunciando:
—«¡Estamos de vuelta!»
En la sala, tan sólo estaba Loy, pasando la escoba ante el mostrador. Sus ojos sonrieron detrás de sus gafas.
—«Bienvenidos a casa. ¿Qué tal el viaje?»
—«¡Muy bien! ¡Donaportela es enorme! ¡Y la biblioteca! Te hubiera gustado, Loy: im-pre-sio-nan-te. ¡Pero qué bien se está de nuevo en casa!» Orih le dio un abrazo ruidoso, se tropezó con la escoba, Loy la retuvo con una naturalidad nacida de la costumbre y, con igual naturalidad, la mirol dio una alegre vuelta sobre sí misma preguntando: «¿Dónde están los demás?»
—«Aaah…» El secretario de la cofradía se apoyó sobre la escoba. «Si supierais… Sucedió hace cuatro días. El dokohi que capturamos se escapó de la cárcel.»
Fruncí el ceño. ¿El dokohi que Zélif había dejado al cuidado de la ciudad?
—«Imposible,» se quejó Orih, ensombreciéndose. «Los de Ishap dijeron que estaría más seguro en esa cárcel porque la guardaban ellos, ¿y ahora se les escapa?»
—«¿Fueron tras él?» pregunté, suspenso.
—«Bueno… Grinan de Ishap fue el que nombró a los guardias y se ha prometido que capturaría al fugitivo para reparar su error. Partió con cuatro compañeros suyos hacia las montañas del norte y Naylah y Livon los acompañaron.»
—«¿No huyó hacia los Subterráneos?» me extrañé.
—«Supongo que ese será su objetivo,» convino Loy. «Pero habrá entendido que tomar una caravana no sería precisamente discreto. Quizá conozca algún otro camino. Es lo que pensó Livon.»
Sin duda, debía de haber otros pasajes hacia los Subterráneos, pero ninguno tan seguro como el que comunicaba Firasa con Ámbarlain. Había oído decir que las montañas del norte estaban llenas de sorpresas, túneles y criaturas. Habían salido hacía cuatro días: no valía la pena ni intentar alcanzarlos.
—«Además, según he creído entender, no iba solo,» añadió Loy.
De modo que unos aliados lo habían ayudado a escapar. ¿Dokohis? Probablemente.
—«¿Sólo fueron Livon y Nayu?» preguntó Orih, inquieta.
—«Ajá. Sirih y Sanaytay estaban fuera en una misión cuando ocurrió y sólo regresaron ayer. En cuanto a Yeren, tiene mucho trabajo últimamente con la oleada de gripe. Y Staykel está muy metido con sus experimentos de alquimia. Con lo que finalmente sólo fueron ellos dos.»
—«Y Myriah,» murmuró Orih. Y añadió con confianza: «Y Astera.»
—«Eso marca toda la diferencia,» me mofé.
—«¿Tchag fue con ellos?» preguntó Yánika.
—«Ah… Ese es otro asunto,» carraspeó Loy. «Livon me lo dejó en una caja pero… unas horas después vinieron unos miembros del Consejo a decirme que tenían sospechas sobre Tchag y… se lo llevaron.»
El aura de Yánika se cubrió de inquietud y Loy se apresuró a decir:
—«Tranquilos. Prometieron no tomar ninguna decisión al respecto antes de que regresara Zélif…»
—«Pero se lo llevaron,» se lamentó Orih. «Qué cara. Justo cuando Livon se fue… ¿Por qué les dejaste?»
Loy suspiró y dijo, razonable:
—«Llevaban una orden oficial. Además, Tchag estaba transformado cuando lo vieron. Tenía los ojos blancos… Difícilmente podía explicarles cómo es que guardábamos a un dokohi en nuestra cofradía. Les dije que ya recibirían explicaciones en su momento…»
—«Aun así…» murmuró Orih. «Cuando Livon se entere…»
—«No te preocupes,» insistió Loy. «Cuéntame más sobre Donaportela. Y, por cierto, todavía no me habéis presentado a ese muchacho de pelo rubio. ¿No querrá unirse a la cofradía?»
Se le habían encendido los ojos. Era una de los pocas cosas que animaban particularmente al secretario de los Ragasakis: los nuevos miembros. Jiyari parpadeó, sonrió con su sonrisa de galán y fue a hablar pero yo me adelanté:
—«No. Jiyari no quiere unirse.»
—«Pues él no parece tan en contra,» intervino mi hermana.
¿Lo hacía queriendo para llevarme la contraria? La miré de soslayo y resoplé de lado.
—«Jiyari no quiere unirse,» repetí. «Él quiere ser escriba de Kozera.»
—«Er… Si tú lo dices,» tosió Jiyari a media voz.
—«Drey…» se sorprendió Orih entornando los ojos. «¿Qué diablos estás diciendo?»
Sentí de pronto sus ojos tomar el mismo color de fuego vivo que habían tomado durante la dichosa cena de hacía unos ciclos y sonreí nerviosamente. Esto… ¿no se iría a cabrear, verdad?
—«Olvidadlo,» dije entonces. No iba a conseguir mantener a Jiyari fuera de la cofradía con unos argumentos tan ridículos. Les di la espalda. «Voy a dejar la mochila en La Calandria. Enseguida vuelvo…»
—«Espera, Drey,» me cortó Loy, y regresando a su mostrador y posando la escoba explicó: «Ahora que lo recuerdo, llegó una carta para ti hace unos días. Esto… Ah. Aquí la tienes.»
Era de Taey. La cogí y me la metí en el bolsillo.
—«Gracias. Por cierto,» añadí, parándome en la puerta. «Zélif… ¿Dónde está?»
—«Se fue a Trasta,» dijo Loy. «Creo que algo que le dijo el dokohi durante los interrogatorios le dio que pensar. Fue a consultar a un amigo suyo de la Academia.»
De modo que tendría que esperar a su regreso para hablarle. Le eché una mirada de reojo a Jiyari y me encogí de hombros.
—«¿Zélif estudió en la Academia de Trasta?» preguntó Yánika, impresionada.
—«No, pero conoce a gente ahí,» contestó Loy. «Y la biblioteca de Trasta es un verdadero tesoro.»
—«¡Ja! ¡Habría que verlo!» replicó Orih. «La de Donaportela…»
—«Jiyari,» dije mientras seguían hablando de bibliotecas. «¿Puedo hablar contigo un momento?»
Salí de ahí rumbo al albergue junto con el aprendiz escriba. Saoko, por supuesto, nos siguió, pero de lejos, tal vez adivinando que necesitaba cierta privacidad.
—«Una hermosa ciudad,» dijo Jiyari caminando tras ver pasar a un grupo de lavanderas. «Curiosamente, me suena haber pasado por aquí en la otra vida.»
—«¿En la otra vida?» repetí. «¿De modo que para ti es como si hubieses muerto y revivido?»
—«En cierto modo,» reflexionó Jiyari. «Aunque, cuando uno no sabe si lo que recuerda es sueño o realidad, a veces llega hasta a dudar de si todo no es un sueño.»
Sus ojos se habían posado sobre una joven elfa que limpiaba un escaparate. Le dedicó una sonrisa sutil, pero ella se contentó con fruncir el ceño y darle la espalda. Con una mueca paciente, pregunté:
—«Entonces… ¿ya habías estado en la Superficie?»
—«No en esta vida.»
—«Mmpf. Ya veo. Di, Jiyari. ¿Cómo es que tus recuerdos fueron a parar a este cuerpo? ¿Utilizaste un cristal en forma de lágrima?»
Jiyari enarcó las cejas, marcó una pausa y me mostró una leve sonrisa.
—«No lo recuerdo.»
Suspiré. Era inútil. No importaba las preguntas que le hiciera sobre su proveniencia o sobre los Pixies, él siempre me respondía con delirios vagos o con un simple: no lo recuerdo.
—«No te desanimes,» me dijo entonces. «Ahora somos dos. Seguro que con un poco de esfuerzo podremos entender por qué seguimos en este mundo.»
Si pusieses también un poco de esfuerzo tú…
Jiyari se detuvo admirando el cielo.
—«Creo…» dijo, «que estamos aquí por una razón. Algo relativo a una balanza, quizá.»
—«¿Una balanza?» me extrañé.
Aquello me recordó a la guerra entre el Gremio de Dágovil y el Círculo de la Contra-Balanza. ¿Tendría algo que ver? Suspiré. Los acertijos demasiado vagos me aburrían más que otra cosa. Miré al rubio con ojos entornados.
—«¿Nada más? ¿Tampoco recuerdas nada de cuando jugábamos juntos?»
Jiyari bajó la vista hacia mí, sorprendido.
—«¿Te acuerdas tú?»
Me impactó de golpe el haberme incluido en mi pregunta. Técnicamente, no era yo quien había jugado con el anterior Jiyari… Había sido Kala. Meneé la cabeza y Jiyari meditó:
—«Tal vez a mí me gustasen las flores. Sí… creo. Es posible. Y tal vez las nubes. A menos que esa fuera otra persona…»
Sus ojos oscuros se habían perdido de nuevo en el cielo. Su inseguridad empezaba a ser preocupante.
—«¿Nada más?» insistí.
Hubo un silencio. Y entonces agitó suavemente la cabeza con una sonrisa ladeada.
—«Nada más.»
Pese a su sonrisa, adiviné en sus ojos un destello de tristeza cuando repitió:
—«Nada más.»
* * *
Sólo cuando me acosté aquella noche abrí la carta que me había enviado Madre. Yánika leía un libro de historia que le había prestado Loy aquella misma tarde, sobre la ciudad de Trasta. La luz de la linterna iluminaba cálidamente el cuarto del albergue y se oían los crujidos de la madera, una música lejana, así como el suave rumor de las olas del mar.
Flotaba en el aire un olor a aceite de seolio. Al sacar la carta de mi bolsillo, pensé de nuevo en cómo Orih había conseguido llevarnos a todos a las termas aquella tarde. Incluida a Kali. La Sirena de los Ragasakis les había traído a Yani y a Orih toda una colección de jabones con presuntas propiedades maravillosas para la piel. Así que Yani había perfumado todo el cuarto con sólo entrar. Bah, fuera bueno para la piel o no, no olía mal, reconocí.
El sello era azul, con los tres círculos de Sheyra y los diversos motivos más complicados que conformaban el símbolo de los Arunaeh. Lo rompí y desplegué la carta. Había tres hojas. Una era de Madre. Tragué saliva cuando vi escrito un «VUELVE» que ocupaba toda la superficie del papel. La segunda hoja era de mi tía Sasali. La escritura era más razonada:
«Estimado sobrino. Me alegro de que al fin les hayas dado noticias tuyas a tus padres. Tu madre se puso muy contenta pero a la vez muy impaciente de tu regreso. La convencí de que no te mandara más que una carta y, como verás en esta, su deseo por verte es grande.» Tan grande como las letras, pensé. «Recordarás que en el mes de Ciervo se realiza la reunión anual del clan. Son unos tiempos oscuros y se espera que todos los miembros acudan a la llamada. Tu presencia es requerida. Adjunto un billete de viaje abierto que te pagará la ida pasando por el teleférico de Kozera. Estaría bien que llegaras a la isla al menos un día antes de la reunión, el veintidós de este mes. Hasta pronto, tu tía Sasali.»
Estábamos a seis de Ciervo. Aún tenía dos semanas para decidir si mi «presencia requerida» era necesaria o no. Releí la carta. Mi tía no mencionaba ni implícitamente nada sobre Yánika. Ahora que el Sello había dejado de funcionar correctamente de manera obvia, mi hermana ya no corría el riesgo de que Madre intentara arreglar su Datsu. Sin embargo… los Arunaeh eran un clan del Equilibrio, un clan de la Mente: lo más probable era que, como Lústogan, los demás tampoco considerasen a Yánika como a un miembro de la familia. Una criatura fallida capaz de contagiar sus sentimientos sin control alguno no podía formar parte de un clan cuyos pilares se basaban en el equilibrio y el control de sí mismo.
Bostecé, eché un vistazo al billete de viaje y finalmente lo dejé todo sobre la mesilla y me puse las manos detrás de la cabeza. Contemplé el techo cálidamente iluminado hasta que me fijé en que hacía un rato ya que Yánika no giraba páginas. La miré… y la vi profundamente dormida con el libro caído sobre el rostro. Puse los ojos en blanco, me levanté para ir a quitárselo y la arropé bien con las mantas. El movimiento la hizo abrir los párpados a medias.
—«Hermano…»
Pasé una mano por su cabeza.
—«Dulces sueños, Yani. Ha sido un día largo.»
—«Mm. Hermano…»
—«¿Qué, Yani?»
—«Tchag… ¿Tú crees que estará bien?»
Sonreí.
—«Probablemente esté haciendo piruetas en su caja. Cuando vuelva Livon, lo sacaremos de ahí.»
—«Mm. Hermano…»
—«¿Qué, Yani?» repetí.
Hubo un silencio. Entonces, sentí un aura cálida envolverme, como una luz en la oscuridad. ¿Esa era felicidad? Sin duda, una felicidad a la vez intensa y duradera que deseaba ser compartida y, aunque tal vez como Arunaeh no pude sentirla por completo, alegró y aligeró mi corazón. Sonreí y aparté una trenza rosa de su rostro.
—«Dulces sueños, princesa.»
Yánika respondió con un murmullo y se durmió plácidamente. Su aura se suavizó pero no dejó de envolvernos con la ternura de una madre. A veces esta casi parecía un ente aparte. Durante un rato, me quedé sentado al borde de su cama, observando el fenómeno como lo había observado ya cientos de veces. Y como otras veces, me pregunté qué era lo que en ella tanto les repelía a los Arunaeh. Sin duda su poder era impresionante y su carácter indómito lo hacía imprevisible; sin embargo… eso no le quitaba los puntos positivos. Si acaso les repele porque la temen, pensé. En tal caso, viajar con Yánika hasta Taey podía ser una mala idea… pero no iba a ir sin ella. De eso estaba bien seguro. Con una media sonrisa determinada me levanté para ir a apagar las luces. Ya cubierto con la manta y con los ojos cerrados y a punto de dormirme, murmuré mentalmente:
Livon. Ni se te ocurra hacer nada insensato.