Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala
Inspiré. Espiré. Evalué los flujos óricos. Incluso en aquel cuarto de albergue, el aire siempre se movía. A veces apenas se percibían, pero sus movimientos estaban ahí: ascendía y descendía en círculos, con una regularidad casi perfecta. Tracé un sortilegio de fuerza suficiente para crear un viento comparable al de las tormentas de Firasa, pero no lo rematé y dejé que el sortilegio se deshilachara sin llegar a haber sido más que un amago.
Sentado en la cama con las piernas cruzadas, junté de nuevo las manos e inspiré. En la oscuridad del cuarto, reinaba un silencio casi absoluto. El albergue en el que nos habíamos quedado era el mismo donde habíamos pasado Yánika y yo varias semanas al llegar a la villa, más de medio año atrás. El dueño, un hobbit pequeño pero robusto, me había reconocido enseguida y, tal vez recordando mis pagos diligentes, nos había atendido como a clientes de confianza dándonos las habitaciones mejor aisladas. Y, de hecho, no se oía casi un ruido. Aun así, no quería dormirme.
Abrí los ojos en la penumbra. Saoko dormía profundamente en la cama vecina. La habitación de Orih y Yánika estaba justo al lado, pero los muros eran demasiado gruesos para que pudiera percibir el aura de mi hermana. Y eso era lo que me impedía estar completamente tranquilo pues, sin su aura, mis sueños se hacían cada vez más inquietantes. Hasta hacía poco, nunca les había dado importancia, pero ahora tenía otra teoría. Esos sentimientos que no sentía, esa presencia que captaba Yánika y de la que yo no era consciente… si de verdad existían, entonces significaba que tenía metido dentro al menos parte de los recuerdos de un tipo llamado Kala. Tras darle vueltas a todos los sueños que había tenido últimamente, era la conclusión más lógica. Pero eso me traía más dudas que respuestas.
Bajé la mirada hacia mis manos. A la tenue luz del pasillo que se filtraba por la rendija de la puerta, las vi, lisas, de un azul claro y sin tatuajes. Mi Datsu, al igual que el de cualquier Arunaeh, cubría por lo normal el torso y el rostro. Sin embargo, al contrario que el de Lúst, cuando se desataba, mis líneas bréjicas resaltaban, algunas enrojecidas, otras ennegrecidas, y cubrían además los brazos, las manos, todo el cuerpo. Cerré mi puño derecho. ¿Se habría equivocado Madre también fabricando mi Datsu? ¿O bien el comportamiento extraño de este se debía a la presencia de Kala?
¿Me estaré volviendo paranoico?
Inspiré. Y volví a mis ejercicios óricos. Generalmente, los hacía todos los días al levantarme, pero llevaba dos semanas sin hacerlos por la misión del Gurú del Fuego y el rodeo por la cueva de Myriah. Consistían básicamente en «escuchar» las fuerzas a mi alrededor y trazar sortilegios sin completarlos para no gastar mi tallo energético inútilmente.
Paranoico o no, me dije entonces, ahora que lo pienso es posible que Madre sepa algo.
Ella había inspeccionado mi Datsu cada vez que, al comienzo del mes de Ciervo, viajaba yo hasta la isla de Taey para quedarme ahí tres meses. ¿Cómo, siendo una experta brejista, hubiera podido obviar la presencia de algo inusual en mi mente? Si no me había mencionado nada, ¿era porque no había querido alarmarme? ¿porque no quería recordar algún error? ¿o porque simplemente no había visto nada extraño y yo me estaba imaginando cosas falsas?
—«Tu hermano no tardaba tanto tiempo para hacer sus ejercicios.»
La voz bien despierta de Saoko me sacó de mis pensamientos. Le eché una ojeada en la oscuridad. Mmpf. ¿Ejercicios? Si hubiese estado de veras haciendo mis ejercicios me habría dado cuenta de que él estaba despierto. Sin replicar, deshice el sortilegio que había dejado olvidado y en suspenso y me recosté en la cama. Tras contemplar las sombras del techo unos instantes, murmuré:
—«Dijiste que mi hermano te salvó hace tres años. ¿Estuviste con él todo ese tiempo?»
Hubo un silencio.
—«¿Qué importa?»
—«Importa porque te lo pregunto,» repliqué.
—«Mmpf. Estuve con él la mayor parte del tiempo. Y tu hermano hacía menos preguntas.»
Le lancé una mirada exasperada desde mi cama.
—«Podría contar las preguntas que te he hecho con los dedos de mis dos manos.»
—«No sabes contar, entonces.»
Sonreí pese a mí. Que me dijese eso un superviviente de Brassaria que probablemente no sabía ni hacer divisiones tenía su lado irónico.
—«Antes, en Ámbarlain, me preguntaste si tenía una mala opinión de mi hermano,» dije. «¿Puedo saber cuál es tu opinión sobre él o me vas a decir que es un fastidio contestar a mis preguntas?»
—«Es un fastidio contestar a tus preguntas.»
Ni siquiera lo había dudado un segundo. Puse los ojos en blanco.
—«Qué mal. Entonces, dulces sueños de nuevo.»
Me giré, cubriéndome con la manta, y cerré los ojos. Si en algo me ayudó la conversación con Saoko llena de preguntas sin respuestas fue a desconcentrarme del análisis sobre mi mente: en unos segundos, me quedé dormido y soñé con algo estúpido. Nos encontrábamos con un enorme tigre de las nieves y Orih reía y salía corriendo hacia él pese a su aire amenazante para acariciarle las orejas. Ven, Drey, ven, Yani, ¡es divertido!, nos decía la Ragasaki. Yo resoplaba de lado… Y el tigre se ponía a ronronear.
Desperté con el corazón ligero. Saoko no estaba en la habitación y al echarle una ojeada a mi anillo de Nashtag me di cuenta de que eran ya más de las nueve. Mar-háï. Había dormido como un oso lebrín y nadie me había despertado.
Me levanté de la cama y me vestí con presteza. Dejé la mochila en el cuarto y cogí sólo lo imprescindible antes de salir. La habitación de Orih y Yani estaba cerrada. En la taberna, algunos parroquianos todavía desayunaban. Pedí mi desayuno al dueño hobbit y este me saludó con una sonrisa:
—«¡Buen despertar, mahí! ¿Lo habitual, verdad? ¿Dos panecillos, aceite de talvelia y tugrines a la plancha?»
Asentí, sintiendo un impulso de empatía hacia ese buen hombre que hasta se acordaba de mi desayuno favorito. El hobbit ya se ajetreaba detrás del mostrador. Pese a su pequeño tamaño, se lo veía claramente pues había elevado el suelo de su lado para no perder de vista a sus clientes.
—«¿Has visto salir a mis compañeros?» pregunté, mientras me sentaba ante el mostrador.
—«Sí. Han ido a la Plaza del Tagón hace ya una hora. Me pidieron que te dijera que te esperarían ahí.»
La Plaza del Tagón era la mayor plaza de Donaportela. Estaba repleta de estatuas warís, de olivos blancos y de peregrinos. Desayuné con rapidez y, para que el buen hobbit no pensara que no había saboreado su plato, le dije al levantarme:
—«Gracias, Xatapek. ¡Tan delicioso como siempre!»
—«Y tú tan educado, mahí,» respondió él con una gran inclinación y una ancha sonrisa. «Pasa un buen ciclo.»
—«¡Lo mismo digo!»
Salí de La Casa de Xatapek y tomé la dirección de la Plaza del Tagón. Para llegar, tan sólo tenía que subir unas cuantas escaleras y atravesar la Gran Avenida en la parte alta de la ciudad. Pasaba y adelantaba a la gente sin mirarla, ignorando los escaparates de las tiendas y fijándome tan sólo en el movimiento del aire. A veces tenía la impresión de que, sólo con eso, incluso ciego hubiera sido capaz de esquivar a los transeúntes. Evité a un niño que bajaba la cuesta con un aro que hacía rodar y giré a la izquierda para subir las últimas escaleras.
—«¡Eh… disculpa!» dijo de pronto una voz detrás de mí. «¿Arunaeh?»
Un humano moreno me alcanzó, sin aliento. Necesitó un momento para recobrar su respiración y lo observé, levemente intrigado. Llevaba conchas rojas dibujadas en su tabardo de funcionario público. Ese era el símbolo de la villa de Ámbarlain.
—«Disculpa,» repitió, inspirando. «Me manda un gobernador de Ámbarlain. Si es posible, quisiera hablar contigo un corto instante.»
Lo miré, sombrío.
—«Si es para contratarme por lo del río, lo siento, pero mi abuelo dijo que no me necesitaba.»
De hecho, a estas alturas ya debía de estar en pleno lugar del bloqueo, trabajando con los mineros.
—«No se trata de eso,» aseguró el hombre y se inclinó presentándose: «Rayafest, para servirte. En resumen, mis superiores quisieran saber cómo lograste encontrar el lugar exacto del bloqueo del Espiral con tal rapidez, mahí.»
Así que era eso. Puse los ojos en blanco y me encogí de hombros.
—«Que asuman su ignorancia, entonces. Incluso los gobernadores no pueden saberlo todo.»
Lo vi parpadear, atónito. Le di la espalda y seguí subiendo los peldaños añadiendo:
—«Mira que hacerte venir hasta Donaportela para eso… Mar-háï. No tienen vergüenza.»
—«Esto… ¡Mahí!» me llamó el empleado, muy molesto. «Con todo mi respeto, no puedo volver y decirles eso.»
Giré la cabeza y clavé mi mirada en la suya.
—«No es problema mío.»
Creo que lo desalenté lo suficiente porque no me persiguió. Mar-háï, resoplé interiormente. ¿No tenían bastante los gobernadores de Ámbarlain con poder desbloquear el río más rápido gracias a mí? Sólo faltaba que averiguasen que quien lo había bloqueado era Orih y sus abogados no dudarían en honrarnos con su visita por daños y perjuicios.
Minutos después, alcancé la Plaza del Tagón y no tardé en encontrar a Yani, Orih y Saoko admirando la estatua de un árbol tawmán, representación de Sayiro, dios de la Naturaleza. Es decir, Yánika explicaba haciendo de guía, Orih escuchaba atentamente y Saoko arrastraba los pies detrás. Creí ver un destello de alivio en los ojos del drow cuando me vio aparecer.
—«¿Eres warí?» pregunté al de un rato de dar vueltas de estatua en estatua.
—«No,» dijo Saoko. «De donde vengo, les rezaban a varios dioses, pero yo nunca he entendido por qué.»
Sonreí y no insistí. Orih estaba tan concentrada en las palabras de Yánika que hacía gracia verla. Parecía una alumna aplicada. Pasamos ante el altar azul de Netel, dios del Fuego, de la Fuerza y de la Abundancia, y me fijé en que el siguiente altar era el de Tokura, diosa de la Destrucción.
—«De esa no le hables, Yani,» le dije. «Orih es explosionista. Si se llega a convertir en una fiel de Tokura, adiós Subterráneos…»
—«¿Tokura?» inquirió Orih, interesada, mirando la estatua.
Yánika sonrió.
—«La diosa de la Destrucción es nuestra segunda diosa. Bueno, al menos la de Drey. Yo todavía no he decidido.»
—«¿Así que puedes elegir el orden? ¡Me gusta!» apreció Orih. «Por lo que me has dicho… primero me quedo con Kofayura, Diosa del Viento…»
—«¿Porque su símbolo es un gato?» se rió Yánika.
—«Sí. Y como segunda… ¡la Diosa de la Destrucción, por supuesto!»
Me dedicó una sonrisa con sus dientes puntiagudos y yo le puse cara fatalista. Entonces exclamó:
—«¡Vayamos a la biblioteca! ¿Estará abierta, verdad?»
—«Siempre está abierta,» aseguró Yánika. «Drey y yo íbamos a la sección básica casi todos los días y a cualquier hora. A él le gustan mucho los romances, ¿a que sí, hermano? Y a mí me gustan los libros de la Superficie. ¡Ya lo verás! La llaman sección básica, pero es enorme.»
—«¡Me has dado más ganas aún de verla!» La mirol me miró de reojo y le cuchicheó a mi hermana una palabra que oí perfectamente: «¿Romances?»
Mascullé entre dientes y las seguí por la plaza gruñendo:
—«No son romances, son libros de aventuras con humor, romance y un poco de todo. Es diferente. Los líos románticos tontos son aburridísimos. Siempre pasa lo mismo: los personajes se enfadan sin razón, se hacen los sordos, se complican la vida, y luego se reconcilian o se quitan la vida o, peor, nunca vuelven a verse porque no han sido capaces de decirse dos palabras claramente. Lo que leo yo no tiene nada que ver con esas estupideces.»
—«Lo que dices demuestra lo contrario,» comentó Orih, sinceramente sorprendida. «Nunca lo habría imaginado…» Me sonrojé, protesté y Orih se rió asegurando: «¡Cada uno lee lo que quiere! Yo también tuve una época en la que me hacía muchas preguntas sobre esos temas, no creas. Pero, cuando el año pasado, le pregunté a Livon qué era para él el amor y él me dijo que no lo sabía pero que amaba a Myriah con todo su corazón… me di cuenta de lo complicado que podía ser a veces el amor y me cabreé con él.»
Por poco me detuve en plena calle. Livon… ¿enamorado de Myriah? Jamás se me había ocurrido que su relación pudiera ser de ese estilo.
—«¿Te cabreaste con Livon?»
—«No. Con el amor,» me corrigió Orih. «Por eso, los libros que más me gustan ahora son los de exploración donde todos son amigos y tienen un montón de problemas juntos. Aunque… ahora pienso que, si Livon y Myriah están de nuevo juntos, tal vez el destino no sea tan cruel.»
Había un deje de amargura e indecisión en su voz. Ralentizó levemente.
—«Dime, Drey. ¿Cómo es Myriah?»
Enarqué una ceja y lo pensé un instante antes de contestar:
—«Jugadora. Exaltada. Y exagerada. La verdad, un poco como tú.»
Yánika resopló, pero Orih repitió, ensimismada:
—«¿Como yo?»
Mis indirectas no parecían haberle llegado. Agregué:
—«Pero además es una mandona. Cuando mueve sus fichas, parece la general de un ejército.»
—«Ya veo…» Se rascó la mejilla, sonrojándose. «Es hermosa, ¿verd…? ¡aaah!»
Se había tropezado con un adoquín y Yánika y yo la agarramos de un brazo cada uno. Sonreí.
—«Supongo que es hermosa, sí, no soy especialista.» La vi sonrojarse aún más bajo mi mirada y enarqué una ceja antes de soltarla y señalar el frente con un gesto de barbilla. «Ya hemos llegado. Esta es la biblioteca,» anuncié.
La Academia se alzaba justo a la izquierda. Ambos edificios eran de telkemita gris con cúpulas en cristal de zafiro y esculturas externas discretas y elegantes. En el tiempo de su construcción, cuatrocientos años atrás, habían sido grandes obras maestras y seguían siéndolo hoy en día.
Atravesamos el portal abierto y el pequeño patio de la biblioteca y entramos por la enorme puerta de dos batientes. El vestíbulo recordaba un poco al de una taberna, sólo que en las baldas detrás del mostrador, en vez de botellas, había series enteras de libros de registros. Dos puertas a ambos lados de la sala guiaban a la gran sección abierta al público. Como Yánika le agarraba a Orih de la manga animándola a seguirla hacia una de las entradas, dejé que se alejaran y me acerqué a una mesilla donde los bibliotecarios ponían a disposición de los lectores varios ejemplares del catálogo de los libros disponibles. Era monstruoso, pero después de pasar medio año consultándolo, ya no me asustaba tanto. Tres de los asientos estaban ocupados por tres jóvenes estudiantes y me senté en el cuarto. Saoko, aunque probablemente no hubiera visto tantos libros en su vida, parecía todo menos impresionado y observaba su alrededor con desgana, apoyado en el mostrador. No parecía siquiera curioso por ver el verdadero interior de la biblioteca. Mar-háï… Tal vez no tuviera Datsu, pero a veces daba la impresión de ser más indiferente que Lúst.
Fuera como fuera… me centré en el catálogo y giré las páginas recorriéndolas con ojeadas vivas. Instantes después, tomé prestado un trozo de papel al estudiante de al lado y fui apuntando títulos. Llevaba ya un buen rato ahí cuando la voz alegre de Orih rompió el respetuoso silencio de la biblioteca.
—«¡Drey, hey, Drey! ¿Qué estás haciendo?»
Mar-háï… Más de uno la miró con mala cara cuando se acercó. La vi inclinar la cabeza hacia mis notas, curiosa, y puse los ojos en blanco.
—«Estoy siguiendo tu plan.»
—«¿Mi plan?» se sorprendió.
—«Busco información sobre los dokohis.»
—«¿En verdad?» se emocionó.
—«Baja la voz, ¿quieres?» resoplé.
Al ver pasar a un bibliotecario temí que nos echara y, con un suspiro, me levanté tomando el trozo de papel. Le hice una señal a Orih para que me siguiese.
—«De verdad, Orih, esto es una biblioteca,» le murmuré, una vez en la sección básica. «La gente de por aquí tiene sus tradiciones, y el silencio es uno de los pilares más sagrados que haya. No puedes ser así de irrespetuosa y romperles la concentración.»
Orih puso cara de disculpa.
—«Lo siento.»
Realmente parecía sentirlo. Sonreí con malicia y dije:
—«Estás disculpada. Siendo explosionista, supongo que el ruido te habrá dejado medio sorda.»
Me pisó el pie sin piedad y ahogué un gruñido de dolor sin dejar de sonreír.
—«Mis oídos funcionan perfectamente,» me graznó.
—«¿Qué hacéis?» preguntó Yánika en voz baja, apoyándose sobre el balaústre del piso superior. Llevaba un libro en la mano. ¿Conque ya se había puesto cómoda en su sillón favorito? Sonreí.
—«Estamos investigando,» dije. Y dividí el papel con los títulos en dos, tendiéndole un trozo a Orih. «Los números van así: sección, balda, estantería. El resto va por orden alfabético, normalmente. Si tiene un asterisco delante, no lo busques: significa que el libro está en una sección especializada.»
Orih asintió mirando fijamente su papel con una sonrisa decidida.
—«Claro como el agua. ¡Manos a la obra!»
Esta vez, hasta intentó cuchichear… pero se le daba muy mal. Eché un vistazo hacia atrás y constaté que Saoko se había escabullido, probablemente hasta la entrada. Cuando hay trabajo, sabe estar lo suficientemente lejos, ¿verdad?
Tras asegurarle a Yánika que no necesitaba ayuda, dejé mis botas en la parte de abajo con las de los demás y subí unos cuantos pisos. La gran sala era triangular con unas paredes curvas contra las cuales se alzaban, casi hasta las cúpulas, inmensas baldas de piedra cargadas de libros de todos los colores y tamaños. Varias escaleras de roca guiaban hacia los pisos superiores, cubiertas con suaves alfombras de colores cálidos. Tras una observación cuidadosa el primer día en que había entrado ahí, había llegado a la conclusión de que aquel edificio había sido cavado en la roca misma. Y no sólo eso: los constructores habían usado minerales para fusionarlos a las paredes y hacerlas más robustas. Una tarea laboriosa, ardua y que requería una gran habilidad. Una obra maestra.
Me percaté entonces de que estaba rozando con la mano la pared de roca tratando de adivinar de nuevo todos sus componentes y resoplé interiormente. Mar-háï… A veces soy igualito a Lúst.
Me detuve ante una estantería y consulté mi papel. Había apuntado todos los títulos que había visto relacionados con la guerra de Liireth y la magia negra, pero la mayoría de estos se encontraban en las secciones especializadas, fuera del alcance del público. Si tan sólo tuviera acceso a estas… hubiera podido investigar con libertad todo lo relativo no solamente a Liireth sino también a los Ocho Pixies. Me hubiera gustado saber por qué el Príncipe Anciano me había hablado de ellos justo en el momento en que su atención estaba puesta en la lágrima de cristal que me había dado Rao. Tantas coincidencias me molestaban. Y mi ignorancia me inquietaba. Bien recordaba las palabras que una vez me había dicho Lústogan: “Así como el olvido destruye lo que no necesitas, la ignorancia destruye las posibilidades: es un destructor sin brújula. Hasta que no la detienes y no la analizas, puede causar cualquier desastre.”
De alguna manera tenía que analizar esa ignorancia, entonces. Eché un vistazo abajo, avisté a Yánika acurrucada en el sillón con su libro, sonreí y me puse manos a la obra.
Los primeros libros que hojeé hablaban de la guerra de Liireth como de un conflicto colateral a las guerrillas entre el Gran Gremio de las Sombras de Dágovil y el Círculo de la Contra-Balanza. Este último, compuesto de numerosos criminales y celmistas desterrados por malas prácticas, había tratado de expandir su poderío en tierras de Dágovil usando no sólo mercenarios sino también forzando a aldeanos y niños a luchar por ellos. ¿Podía ser que esos guerreros forzados fueran dokohis? No se comentaba nada sobre los collares. Aun así, Liireth, como era de esperar, aparecía mencionado muchas veces, ora como el máximo líder del Círculo de la Contra-Balanza, ora como un monstruo de las artes negras con apariencia saijit… En el libro más científico que encontré lo presentaban como a un celmista de orígenes desconocidos experto en energías bréjica y esenciática y proponían diversas teorías sobre su impacto en la guerra, ninguna aseverada, ninguna demostrada. Entonces, un párrafo retuvo mi atención.
«Según los registros del puerto de Kozera, el presunto mago negro llamado Liireth embarcó con destino a la isla de Taey el día cinco de Musarro del año 5584, cinco años antes de que el Círculo se alzara contra el Gran Gremio. Nakerya Arunaeh, entonces Selladora de su clan, confirmó haber recibido la visita de un saijit con una máscara blanca pero se negó a compartir más información sobre el tema. ¿Fue esa visita la razón por la cual los Arunaeh decidieron no entrometerse en el conflicto?»
La posibilidad de que mi abuela materna, ya difunta, se hubiera encontrado con Liireth me sorprendió pero, cuando leí la pregunta, perdí cierta fe en el autor del libro. ¿Acaso ignoraba que los Arunaeh solían mantenerse siempre fuera de los conflictos? Como decían, Sheyra, divinidad de la Mente y del Equilibrio, era pendenciera en la paz y serena en combate: siempre iba a contracorriente.
—«¿Oh-oh?»
La repentina voz me sobresaltó. Alcé los ojos hacia un humano rubio que se había detenido ante mi mesa y lo vi leer en voz alta:
—«Historia de Dágovil, La Rebelión del Círculo de la Contra-Balanza, La leyenda del Gran Mago Negro de Dágovil… Ahora entiendo por qué no encontraba ningún libro sobre el tema en esta sección, has sacado toda la colección.»
El rubio se carcajeó quedamente. Me miraba con ojos negros sonrientes, un libro bajo el brazo. Parpadeé. Después de estar hojeando tanto tiempo y con tanta concentración tenía la impresión de ver letras por todas partes.
—«Disculpa,» dije. «No era mi intención acapararlos. A estos ya les he echado un vistazo. Puedes cogerlos.»
—«¿Ah?» dijo, sorprendido, y sonrió anchamente. «Gracias.»
Sin embargo, en vez de marcharse, el joven deslizó los libros señalados hacia el otro lado de la mesa y se sentó ante mí.
—«¿Puedo?»
¿Me lo preguntas después de sentarte? Me encogí de hombros y volví a centrarme en mi libro. Sin embargo, me había desconcentrado, y mis pensamientos vagaban ahora sin objetivo… Tras unos instantes, me fijé en que el libro que llevaba el rubio bajo el brazo y que había posado junto a otro como para compararlos tenía una etiqueta roja. Venía de una sección especializada. En un momento, cuando movió la tapa, pude leer muy rápido el título: Los Ocho Pixies del Desastre. Inspiré en silencio, eché una ojeada al rostro concentrado del rubio y… de pronto caí en la cuenta. No llevaba la bufanda roja, pero vestía la misma sotana gris de aprendiz que el tipo que nos había abordado en la barcaza. Lo vi sonreír sin desviar los ojos de su lectura.
—«Curioso,» dijo. «Nos encontramos ayer en el mismo barco y hoy estamos sentados a la misma mesa interesándonos por los mismos libros. ¿No es gracioso?»
A él, en todo caso, parecía hacerle gracia porque volvió a echarse a reír quedamente. Lo observé con detenimiento. El día anterior me había parecido un muchacho de apenas quince o dieciséis años, pero ahora que lo veía a la luz blanca e intensa de las piedras de luna parecía tener mi edad.
—«Inesperado, a lo menos,» convine. «Pero, contrariamente a ti, no tengo permitida la entrada a las bibliotecas especializadas.»
Ante mi mohín, el rubio sonrió con un deje divertido.
—«Cierto. Alguna ventaja debe tener haber estudiado en una Escuela Sabia, ¿no?»
Mi mirada se deslizaba irresistiblemente hacia el libro de los Pixies. ¿Me dejaría echarle un vistazo si se lo preguntaba? No parecía ser un tipo huraño…
—«Jiyari Tatako,» se presentó entonces. «Me enviaron a Donaportela en misión de estudio y tengo la obligación de leerme al menos doscientos libros de la biblioteca especializada y redactar un resumen de todos antes de regresar. ¡Cuando vuelva seré Escriba-Poeta oficial de Kozera!» Se encogió de hombros con una mueca cómica. «Sólo tengo un único problema,» confesó.
—«Tener que leerse doscientos libros como obligación ya me parece un problema,» comenté, bajando los ojos hacia mi libro. Ese tipo… ¿se había sentado ahí para estudiar o para contarme su vida?
—«Exactamente, es un problema,» apuntó él. «Y cansa más que irse de parranda toda la noche, créeme. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que no me gusta leer.»
Alcé la vista, resoplando. ¿Entonces para qué te has metido a Escriba-Poeta y qué demonios haces en una biblioteca? Adivinando mi pregunta, sonrió anchamente y confesó con tono culpable:
—«Sólo ver tantos libros me da mareos y a veces me digo que no nos perderíamos nada si ocurriera alguna desgracia que convirtiera todo en cenizas… Malos pensamientos, supongo. A decir verdad…» bajó una mirada lánguida hacia el libro de los Pixies y posó las manos sobre este admitiendo: «lo único que me interesa… es esto.»
Y para alegría mía deslizó el libro de los Pixies hacia mí. Sobre las dos páginas que quería mostrarme, se encontraban dibujadas con elegancia formas bien distintas: algo que se parecía a un oso sanfuriento sobre dos patas, una sirena con tridente, un cuervo de pico muy largo, un gato con dientes de vampiro, un golem de acero, un puercoespín, una rosa y… Fruncí el ceño.
—«Falta uno.»
Jiyari se había puesto cómodo apoyando la cabeza contra sus brazos, como adormilado, pero se movió para señalarme algo con su largo índice, algo dibujado sobre el título. Cuando vi la máscara sentí un escalofrío. Era muy parecida a la que recordaba haber visto en los recuerdos de Kala, en la caverna de las conchas. Era la máscara de Lotus. Tras examinar los dibujos con curiosidad, pregunté:
—«Jiyari, ¿verdad? ¿Por qué te interesas por los Ocho Pixies?»
Al no recibir respuesta, desvié la vista del libro y, cuando vi al rubio con la cabeza hundida entre sus dos brazos, hice una mueca de asombro. ¿En serio se había quedado dormido? Tras observarlo unos segundos soñar plácidamente, me pregunté qué pensarían sus superiores de la Escuela de Escribas de Kozera si lo encontraban roncando ahí el primer día de su misión de estudio… Me levanté y eché un vistazo por la balaustrada hacia los pisos de abajo. Orih se había reunido con Yánika y trabajaban en voz baja rodeadas de libros. O eso parecía, hasta que vi a la mirol hacer un gesto cómico y sonsacarle a Yánika una carcajada ahogada… Trabajando seriamente, ¿eh? En fin, poco importaba. Volví a sentarme y aproveché la siesta de Jiyari para examinar más a fondo el libro de los Pixies. Giré una página. Blanca. Giré otra. Y fruncí el ceño hojeando. Todas las páginas estaban blancas quitando el dibujo del principio. ¿Cómo diablos había podido acabar un libro vacío en una biblioteca? Sólo llegando al final, avisté dos líneas. Estaban escritas en caéldrico, la lengua antigua de la Tierra Baya, pero eso no me desanimó. Draken, el famoso Monje del Viento al que había visto medio aplastado bajo las rocas del túnel de Kozera, me había enseñado lo suficiente sobre el caéldrico para poder leerlo. Era uno de los pocos monjes a los que Lústogan había recurrido para completar mi educación. Tal vez porque le tenía respeto.
Así, en poco tiempo, descifré las dos líneas y las traduje en mi mente. Decían así:
«En la luz, caza las rosas, la palabra sigue, flota y gira. Entre la arena y la sal, el gato la atrapa, salta y mira.»
La escritura estaba cuidada. Parecía un acertijo. ¿Tendrían algo que ver el gato y las rosas con los Pixies representados con esos elementos? ¿O bien ese libro era tan sólo alguna broma que había dejado algún catedrático chistoso? No tenía ni la más mínima idea, ni entendía una pizca de ese arranque poético.
Tras recopiar las dos líneas en un papel, me aseguré de que no había nada más escrito en el interior y examiné la tapa. Era de cuero. Fui incapaz de evaluar su antigüedad y finalmente volví a contemplar los dibujos. No había colores, eran sólo trazados.
Había pasado tal vez media hora cuando noté que la respiración de Jiyari se aceleraba levemente y, con rapidez, dejé el libro de los Pixies a un lado y me levanté, apilando los demás volúmenes. Sólo me faltaba coger el que tenía el rubio debajo… Entonces, este alzó la cabeza bostezando. Se le había quedado la marca del libro en la mejilla. Me miró con extrañeza.
—«¿Tú eres…?»
Enarqué las cejas. Ya me había presentado pero…
—«Drey Arunaeh,» dije. «Iba a volver a dejar los libros… ¿Quieres que te los deje?»
Jiyari se masajeó las mejillas con brusquedad y, de pronto, se echó a reír.
—«¡Drey! Es verdad. Perdón, cuando me despierto me cuesta recordar. ¿Me he quedado dormido? Qué vergüenza,» rió, rascándose sus mechas rubias. «Esa es una de las razones por las que no me gusta leer. Me duerme como si me hubiesen dado morsodina. ¿Te vas ya?»
—«Sí. Se ha hecho tarde,» dije. «Entonces, ¿te dejo los libros o los devuelvo a su sitio?»
Jiyari alzó la mirada hacia el enorme reloj de la biblioteca y se levantó con ligereza.
—«Te ayudaré a guardarlos, si no te importa. Así sabré dónde encontrarlos mañana fácilmente.»
No protesté. En unos minutos dejamos todos los libros y bajamos hasta el primer piso donde me acogieron Orih y Yánika posando ojos curiosos sobre mi acompañante.
—«Todavía tengo que devolver el libro de los Pixies,» recordó el aprendiz escriba. Y se giró hacia mí con desenfado. «¡Por cierto! Ese tatuaje… me suena un montón. ¿Eres de la familia de los Bókmanon, verdad?»
Yánika resopló de risa. Puse los ojos en blanco.
—«¿Estás sordo? Soy Drey Arunaeh. Es la tercera vez que te lo digo.»
¿Cómo podía ser que alguien que estudiaba para ser escriba no supiese reconocer los tatuajes de las grandes familias de los Pueblos del Agua?
—«Ah… sí, supongo que sí,» sonrió, moviendo una mecha de su cara con un movimiento de cabeza. «Entonces, serás brejista. ¿No estarás leyéndome los pensamientos ahora, verdad?»
Esa era una creencia sobre los Arunaeh bastante expandida, aunque falsa. Y, por lo general, generaba miedo. Sin embargo, Jiyari tenía cara bromista. Sin contestarle, resoplé de lado y dije:
—«Antes no me has respondido. ¿Por qué te interesan los Ocho Pixies del Desastre?»
Jiyari sonrió. Se cruzó de brazos con una pose de seductor y sus ojos negros chispearon.
—«¿Que por qué me interesan? Porque yo soy uno de ellos.»
Creí tragarme un cubo de hielo. Lo miré a los ojos. Bromeaba. Ese dandi rubio en sotana gris bromeaba. Sin embargo, Yánika no reaccionó ante su mentira, ni él se carcajeó esta vez. Se acarició la cabeza agregando con expresión pensativa:
—«Eso creo, al menos. Pero, como ya te digo, mi pobre memoria tiene problemas.»
Era su cabeza la que tenía problemas. Attah… ¿Me habría encontrado con un Pixie de verdad o bien ese rubio tenía un serio problema mental? Lo último era más probable. Además, si hubiese sido un Pixie de verdad, ¿por qué razón se lo habría dicho a unos desconocidos?
—«¿Qué es eso de los Ocho Pixies?» preguntó Orih, perdida, adelantándose. «¿Los pixies no son algo así como hadas?»
—«En la tradición,» convine sin quitarle el ojo de encima a Jiyari.
—«Las leyendas pueden encerrar verdades ocultas,» intervino este. «En realidad, si he venido a este sitio, también es porque quiero saber si lo que creo es real o no, si la realidad se mezcla con la imaginación o todo es sueño, si de verdad es posible acordarse de la anterior reencarnación… Por eso, también los cuentos de hadas tienen su importancia.»
Orih se quedó mirándolo, atónita. Fruncí el ceño. Que ese rubio aprendiz hablara de sueños, realidades y reencarnaciones me turbó sumamente. Podía ser que fuera simplemente un erudito fascinado por la psicología o el esoterismo o qué sé yo pero… ¿por qué se interesaba por los Ocho Pixies?
—«¿Me esperáis?» añadió Jiyari con una ancha sonrisa. «Devuelvo esto y luego os cuento por qué llegué a esa conclusión. A cambio de una cena gratis. Te aseguro que vale la pena, Gran Chamán.»
¿Gran Chamán?, me repetí, asombrado. Jamás ningún escriba de los Pueblos del Agua se habría atrevido a llamarle a un Arunaeh con un apodo tan ridículo. ¿En serio era un escriba? Lo miré con aburrimiento.
—«Ven si quieres. Pero la cena te la pagas tú.»
—«¡Con mucho gusto…! ¿Qué? No, ¡espera! No tengo un kétalo. No lo entiendes,» aseguró. «Los monjes escribas jamás pagan sus comidas. Vivimos de la caridad.»
—«Pues qué descarada es la caridad,» repliqué.
—«Invitémoslo,» dijo de pronto Orih.
La miré con sorpresa y ella declaró:
—«¡Es igualito a Nefaistos!»
Parpadeé.
—«¿Quién?»
Orih resopló.
—«¿Nunca has oído hablar de Nefaistos? ¡Es una de mis historias favoritas!» Alzó la mano como blandiendo una espada. «¡El caballero Nefaistos el Impávido! Derrotó cuatrocientos enemigos defendiendo solo un castillo de la isla de Euktipre, salvó a los campesinos de los piratas y zarpó hacia tierras incógnitas… Tenía la piel bronceada como la tierra y el pelo tan rubio que lo llamaban el Campeón del Sol. Igualito que él,» aseguró, señalando a Jiyari. «Te enseñé el dibujo, Yani, ¿lo recuerdas?»
Yánika observaba al anonadado aprendiz en sotana con súbito interés.
—«Lo recuerdo. Tiene cierto parecido.»
Puse los ojos en blanco.
—«El Campeón del Sol… Sí, sólo le falta la armadura.»
—«¿Lo ves?» se emocionó Orih.
Mar-háï, iba en serio. Carraspeé.
—«Y quieres invitarlo porque se parece a ese Nefaistos…»
—«¡No vamos a desperdiciar esta oportunidad de obtener información!» rió Orih. «¡Seguro que tiene un montón de cosas que contarnos!»
Seguro… Le eché una ojeada a Jiyari. El haber sido comparado con un héroe parecía haberlo halagado. Me encogí de hombros.
—«Haced lo que queráis. Yo salgo.»
Mientras me dirigía hacia la salida con Yánika, hundí las manos en los bolsillos sintiendo una mezcla de expectación y tedio. Conque se nos colaba ahora un escriba dandi al que no le gustaba la lectura y que decía ser uno de los Ocho Pixies del Desastre… La cena prometía.
Yánika alzó una mirada hacia mí y observó con tono inocente:
—«¿Sabes, hermano? A veces, tu aura es igual que la de Saoko.»
Lo que faltaba, que mi hermana me comparara con ese drow eternamente fastidiado… Le devolví una irreprimible sonrisa.