Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 2: El Despertar de Kala
«Hay un dicho entre los comerciantes de los Subterráneos: el que viaja solo se pierde para siempre en las tinieblas.»
Yánika Arunaeh
* * *
—«¡Viajeros al bote, viajeros al bote!» gritaba uno de los barqueros.
Los pocos pasajeros que quedaban en el muelle se apresuraron a subir. Nosotros ya estábamos a bordo, instalados en un banco entre dos postes. Orih observaba la barcaza con interés.
—«Ahora que lo pienso,» dijo, «es lógico que la barcaza no tenga toldo. Aquí no llueve. Pero, entonces, ¿por qué las casas de Ámbarlain y Serasel sí que tienen techo?»
—«Por la caída de estalactitas, por la privacidad y contaminación acústica… No sólo se tienen techos por la lluvia,» razoné.
La mirol me miraba con extrañeza.
—«Contaminación acústica,» repitió. «¿En serio me hablas con palabras tan raras?»
Sonreí.
—«En los Subterráneos, es un asunto importante. La gente también lo llama nivel de ruidosidad. Cambia según los sitios, el tipo de roca, su forma… E influye bastante en el precio de los terrenos residenciales.»
—«Ya veo,» meditó Orih, cogiéndose la barbilla.
—«Por eso la rocaleón es tan preciada a pesar de ser tan común,» añadí. «No solamente renueva el oxígeno en el aire: también impide la reverberación del sonido.»
—«La reverberación,» repitió Orih. «Ya veo.»
Por su tono de voz, tuve mis dudas, pero no preguntó más, así que la dejé en sus meditaciones y me recosté contra el banco. La barcaza era notablemente menos cómoda que la que habíamos cogido Yánika y yo a la ida… Pero como a Orih le parecía un despilfarro pagar más por estar un poco más cómodo, habíamos cogido esta. A mí, a decir verdad, me daba igual y Yánika aseguró que a ella también le parecía un derroche y que no necesitaba que la atendieran con un zumo de zorfo y una sonrisa falsa como había pasado a la ida… A veces me preguntaba por qué la había tratado como a una princesa llevándola a buenas tabernas y albergues, si era para que me dijera eso luego. Podría habérmelo dicho antes. En cuanto a Saoko, no le preguntamos su opinión, eso sólo lo habría fastidiado.
La barcaza ya se alejaba del puerto de Serasel. Llevábamos dos ciclos viajando. Es decir, dos días. Primero habíamos empezado andando hasta la aldea de Artiva, siguiendo un camino abarrotado de gente evacuada. Diligencias, carruajes, animales… El caos generado le había despertado la vena de culpa a Orih y se había pasado la mitad de un ciclo ayudando a una familia de pastores de gacelas blancas. O, más bien, nos habíamos pasado, puesto que los cuatro habíamos ayudado a cargar con sacos y a mantener a las gacelas juntas y, como agradecimiento, una vez en Artiva, la familia nos había invitado a comer y a beber una riquísima leche de gacela blanca. Y, de paso, Orih se había encariñado con la gacela más pequeña. Cuando el padre de la familia me preguntó, sonriente, si el tatuaje que tenía era de algún gremio de warís samaritanos, realmente no supe qué contestarle. De haberles dicho que era un Arunaeh, lo habrían tomado por una broma. Y es que ¿qué Arunaeh se hubiera parado a echarles una mano? Mar-háï. Ni se me habría ocurrido a mí. Aun así, pensé, posando los ojos sobre el agua llana y oscura del lago. Fue divertido.
El camino de Artiva a Serasel había sido más tranquilo y ahora dejábamos la villa portuaria rumbo a Donaportela. El viaje se anunciaba monótono, sereno y silencioso. Y, al contrario que la otra compañía más cara, aquella barcaza tardaría unas cuantas horas más en llegar.
Tras observar una nube de kérejats que revoloteaba no muy lejos iluminando la oscuridad, saqué un libro de mi mochila y me puse a leer. Se titulaba La increíble leyenda de un saijit ordinario. De Sirigasa Moa. Después de haberle oído decir al vampiro con gafas, Waïspo, que se había leído todos sus libros, me habían entrado ganas de leer alguno más y se lo había tomado prestado a Loy antes de partir.
Llevaba tal vez tres horas leyendo cuando se me empezaron a cerrar los ojos. El chapoteo del agua contra la madera me adormecía y, finalmente, pese a la incómoda posición, me quedé dormido.
En mi sueño, había un dragón de tierra arrastrándose entre la roca mientras mascaba pacientemente. Yo lo veía de muy cerca, pero no estaba ahí. Era como si me hubiese convertido en la roca que estaba comiendo. Como si, de tanto haber destruido roca, me hubiese transformado en una. ¿Era acaso posible? Alguien de la familia decía que Lústogan era una roca, al fin y al cabo. Y Orih decía que yo era una roca fría…
De pronto, el dragón de tierra se durmió y, sobre él, vino a sentarse una silueta borrosa y oscura con una máscara blanca que me turbó de inmediato. La contemplé un buen rato, en silencio, antes de que ella dijera:
“¿Así que eres una roca?”
Asentí mentalmente. Era evidente: me sentía como una roca y el dragón de tierra me había estado comiendo.
“No,” rectifiqué entonces. “Soy todas las rocas.”
Era difícil abarcar algo tan grande como ser toda la roca de Háreka, pero en ese momento pensaba poder hacerlo… Era una roca valiente. El pensamiento me arrancó una sonrisa, pero enseguida me sentí menos alegre cuando vi cómo la silueta enmascarada se transformaba en una enorme roca. Caía. Una roca también podía estropearse con otra. Pero yo no estaba en su camino. Yo estaba un poco más lejos, ¿verdad? Sin embargo, había alguien debajo de la roca que caía. El dragón había desaparecido. Ahora… estaba Yánika.
El horror me invadió. Pero no podía moverme: era una roca. No podía hacer nada…
De pronto, me fijé en que Lústogan estaba junto a mí. Miraba la escena sin moverse y yo le grité:
“¡Sálvala! ¡Hermano, salva a nuestra hermana!”
Lústogan replicaba con calma:
“¿Qué hermana?” Marcó una pausa y giró sus ojos azules hacia mí. “Tú puedes destruir esa roca, Drey. ¿Te crees acaso débil? La fuerza mental premia sobre todas.”
Apenas acabó su frase, la roca se empotró contra el suelo en un estruendo. ¡Demasiado tarde! Fui presa del terror y la desesperanza. Desde mi triste inmovilidad me desgañité:
“¡YÁNIKA!”
Desperté de golpe con el Datsu desatado. En la barcaza, reinaba el horror.
—«¡Yani, Yani, despierta! ¿Estás despierta?» decía Orih, presa del pánico.
La gente, en los bancos, o se acurrucaba muda y temblorosa o gritaba. Algunos incluso se habían tirado al agua. Eso no era normal, razoné. ¿Por qué se tiraban? No había ningún peligro visible a bordo.
—«¡Drey!» gritó Orih, agarrándome de la manga. «Ayuda, Yani está…»
Su voz se hizo tan aguda que ya no le salían las palabras. Su frente estaba empapada de sudor. Sus ojos desorbitados. Se apartó de mí vivamente. Revisé mi memoria y asentí para mí observando las acciones irracionales de los pasajeros. Yánika estaba provocando eso. No acababa de entender muy bien el «eso», pero los hechos eran innegables.
Constaté sin entenderlo que mi cuerpo se había levantado. Me acerqué a la borda.
—«¡No, Drey!» exclamó Orih. «S-se va a tirar, Saoko, ¡se va a tirar al agua!, se ha vuelto loco, ¿ha-has visto sus ojos?»
—«Qué fastidio,» espiró Saoko en un tono particularmente apagado.
Contemplé las aguas oscuras del lago y mis labios se curvaron en una sonrisa.
—«¿Ha funcionado?» murmuré.
No supe por qué dije eso. Era como si otra persona estuviera hablando por mí.
El barco dio un brusco bandazo y alguien chocó contra mí. Mis brazos se movieron solos, empujándolo sin mirarlo, se detuvieron en seco y temblaron. Entonces, algo cambió en el aire. No supe determinar el qué, pero entendí que no estaba actuando como normalmente. Y esa era una razón suficiente para pararme a analizar la situación.
Girándome, vi a Yánika abrir los ojos… y abrirlos aún más al constatar lo que había hecho.
—«Her… ma… no,» murmuró.
Algo sentía. Sí, algo sentía, pero ¿acaso era importante? ¿De dónde me venía esa idea de que me estaba perdiendo algo esencial para entender la escena?
—«¡Hermano!» gritó de pronto Yánika.
La pequeña kadaelfa de trenzas rosas se levantó y se precipitó en mis brazos, abrazándome con fuerza.
—«Hermano, ¿qué he hecho? ¿Por qué no me has detenido? ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho…?»
Me miró entonces a los ojos. Los suyos estaban anegados de lágrimas. Y, cuando me vio el rostro, se agrandaron como platos.
—«¿Qué ocurre, hermana?» dije. «¿Por qué lloras?»
Mi razón me decía que, si lloraba, significaba que algo iba mal. Parecía confirmarlo el hecho de que los pasajeros del barco no actuaban normalmente. Entonces, Yánika se enjugó las lágrimas y su rostro se cerró.
—«Estoy bien,» murmuró. «Estoy bien. Hermano, todo va bien. Me vas a… alquilar una casa bonita con flores en la Superficie. Bajo el sol y las estrellas. Me gusta cuando me cuentas historias. Y sé que tú confías en mí. Soy fuerte, hermano, ¿verdad? Soy fuerte…»
A partir de lo de la casa, creo, mi Datsu había comenzado a atarse y sentí su creciente forzada tranquilidad y su menguante horror. Subsistía su tristeza. Pero la mía, creo, era aún mayor. Ahora lo entendía todo. Yánika había tenido una pesadilla, había afectado las mentes de todos, había aterrado a todos… y al fin todo volvía a ser normal, los barqueros se apresuraban a recuperar a los pasajeros caídos al agua y los demás hablaban entre ellos, preguntando qué diablos había pasado, o callaban, aún bajo el efecto de la tensión… Y yo, en todo eso, yo era el único que no había sentido nada. Incluso había tenido el mal gusto de sonreír a saber por qué.
—«Yánika,» balbuceé.
Su alivio al verme otra vez normal era obvio. Pero su aura seguía algo turbada pese a sus esfuerzos por reprimirla. La rodeé con un brazo y me fijé en la mirada impactada de Orih, clavada sobre nosotros. Saoko, él, no se había movido de sitio, pero aún tenía un puño sobre el pomo de su cimitarra como si su arma pudiera protegerlo del aura. Por suerte, los demás pasajeros no parecían haber entendido cuál era la fuente de todos sus males. Empujé suavemente a Yani y nos sentamos de nuevo en el banco.
—«Drey…» murmuró Orih tras un silencio. «¿Por qué no has hecho nada? ¿Qué demonios estabas haciendo?»
Le eché una mirada fulminante.
—«Silencio. No hablemos de esto. Yani, juguemos a la batalla rocal.»
Saqué el pequeño tablero con las fichas. El juego era sencillo y consistía en acabar con las rocas de su adversario; era el juego ideal para cambiarle las ideas a Yánika. Orih debió de entender pues no insistió, pero no dejé de sentir sus miradas de reproche. Al de un rato, pasaron los barqueros a preguntar si todo iba bien a cada pasajero. Un muchacho rubio sentado un poco más lejos aseguró:
—«Estoy bien. Algo me ha golpeado, me he caído y he tenido como una visión… Esto ha sido muy raro. ¿Qué creéis que ha podido ser?»
—«No lo sabemos,» confesó uno de los barqueros. «Algunos hablan de la Ensoñadora del lago… Otros dicen que podría haber sido la Sirena del Desastre. Se dice que después de haber desaparecido del mar de Afáh hace cincuenta años, reapareció en el Lago Raz hace poco.»
—«¿La Sirena… del Desastre?» murmuró el muchacho rubio. Parecía más interesado que asustado. «¿Existe?»
—«¡Cuentos de viejas!» replicó un monje apoyado en la borda con desparpajo. «La Sirena del Desastre es una leyenda pagana. Es la gran Ohawura la que nos ha hecho temblar así, ignorantes. Una vez en Donaportela, sacrificaré un vaso de sangre por Ella. ¡Que los que quieren obtener su protección hagan lo mismo!»
Su rostro tétrico, atravesado verticalmente por la flecha tatuada de Ohawura, estaba lleno de fervor, probablemente causado por un intento de acabar con la tensión. Puse los ojos en blanco. Los veneradores de Ohawura eran famosos por sus discursos sangrientos y oscuros. Al fin y al cabo, Ohawura era la diosa warí de la Sangre y les pedía a sus fieles sacrificios bastante asquerosos.
Tras sus palabras, intervino un comerciante con el tatuaje de Latarag, dios de la Luz, la Voluntad y la Acción, arguyendo que aquello no era más que una intervención de Latarag para recordarnos lo importante que era mantenerse firme. A partir de ahí, se animaron otros a sacar sus divinidades favoritas y el ambiente se fue aligerando y llenando de bromas. Suspiré y me concentré de nuevo en la batalla rocal. Era curioso ver cómo la gente se echaba a hablar entre sí sin reservas cuando ocurría un incidente inusual.
¿Lo ves, Yani? Tu poder también trae cosas buenas, pensé.
Pero no me atrevía a hablarle de ello. No ahora que mi hermana dedicaba tantos esfuerzos para pensar sólo en las fichas de la batalla rocal. Incluso si, por dentro, sabía que ambos estábamos sintiéndonos culpables. Y ella probablemente más que yo, pues no tenía Datsu. No era como yo. Ahora que lo pensaba, mi pesadilla había sido muy posiblemente influenciada por el aura de Yánika. No era la primera vez que sucedía… pero sí la primera vez que nos pillaba en una barcaza con un montón de gente encima. Hubiera podido ser peor, me dije. No se había ahogado nadie. Moví una ficha y fruncí el ceño. Sea como sea, aquella pesadilla había sido extrañamente nítida, en particular las palabras de Lústogan. Mi hermano tenía la mala manía de aparecer en mis pesadillas, pero hasta ahora jamás había recordado sus palabras con tanta exactitud. Mar-háï… ¿Tanto lo temía? Era mi hermano, pero también era mi maestro, el hombre que me había enseñado un modo de vida, un modo de pensar, un modo de ver el mundo, el hombre que me había entrenado despiadadamente para convertirme en un gran destructor…
Y también era el hombre que había prometido separarme de Yánika si esta me causaba algún daño.
Deseché el pensamiento. Sabía que Yánika era muy sensible a mi estado de ánimo y ese no era el momento para preocuparla aún más. Acabé destrozándole todas las rocas de su lado y dije:
—«¿Quieres que te lea el libro de Moa?»
—«¿Qué cuenta?»
—«La vida de un domador de gatos salvajes que se va de viaje con un tigre de las nieves en busca del clan de este.»
Yánika mostró interés.
—«¿El tigre habla?»
Sonreí, recogiendo el libro y abriéndolo.
—«Por supuesto. Pero por vía mental.»
Me puse a leérselo desde el principio y al de un rato me alegró comprobar que el aura de Yánika estaba sosegada y embebida. Cuando me di cuenta de que Orih también escuchaba con cara totalmente embelesada, recordé con diversión que Orih Hissa tenía una verdadera pasión por los felinos, al igual que el protagonista del libro. Debía de sentirse identificada.
Poco después de comer, cuando mi anillo de Nashtag cobraba un color verde fosforescente, rodeamos al fin una enorme columna que se hundía en el lago y avistamos las luces de Donaportela.
La vista era hermosa. Las aguas del lago, negras como la tinta, apenas reflejaban la luz de las miles de linternas que iluminaban las empinadas calles de la parte alta de la ciudad.
—«Es enorme,» murmuró Orih. Sus ojos naranjas centelleaban como dos linternas, arrobados.
Me levanté a mi vez cerrando el libro.
—«Y esa es sólo la parte que ves. La mayoría de la gente vive en galerías interiores. Algunos la llaman la Ciudad Laberinto. Pero, créeme, las calles interiores son muy amplias y hay grandes plazas. Es un lugar agradable. La única parte realmente claustrofóbica es el Barrio Faingal. Como ahí sólo viven faingals y hobbits, piden túneles más pequeños para que no se les metan otros saijits.»
—«Astuto,» dijo Orih poniendo los ojos en blanco. «Y, Drey, ¿ese gran edificio sobre el acantilado? ¿Es el Consejo?»
—«No, esa es la Biblioteca.» La mirol abrió mucho los ojos. Me apoyé contra la borda de la barcaza, agregando: «Bonita, ¿eh? La Academia Celmista es lo que hay justo al lado. Donaportela es como una madeja de telarañas. Y lo digo en todos los sentidos. Su administración es tan complicada que hasta los secretarios se pierden. Por eso también hacen la vista gorda cuando les viene en gana. Es una ciudad algo caótica, pero tal vez por eso la gente es más abierta que en Dágovil. Lo cual no es difícil, es cierto. Tranquila, estoy seguro de que te gustará el ambiente,» aseguré ante la mirada interrogante de Orih.
—«Sin duda,» sonrió ella, optimista.
—«Disculpad,» intervino una voz. «Pero no he podido evitar escuchar. ¿Vais a la Biblioteca de la Academia?»
El muchacho rubio de antes estaba apoyado en la borda apenas dos metros más lejos. Lo miré de arriba abajo. Quitando su bufanda roja, llevaba una túnica larga sencilla de aprendiz de algún santuario. No tenía ningún tatuaje, pero su colgante en forma de cuadrado con bordes cóncavos y una estrella en medio me informó de su proveniencia: probablemente viniese de una Escuela Sabia donde se le rendía culto a Tatako, el dios de la Escritura y de la Historia. Antes de que me decidiera a contestarle, Orih lo hizo:
—«¡Sólo iremos a la sección básica! No tenemos tarjeta.»
—«¿Tarjeta?» repitió el muchacho. «Oh. Sí. Claro. Tarjeta. Qué lástima.»
No dijo nada más y nos dio a medias la espalda para seguir contemplando las luces de la ciudad. Intercambié una mirada con Orih, nos encogimos de hombros y regresamos al banco a recoger nuestras mochilas. Unos minutos después, estábamos desembarcando. Orih brincó hasta la tierra firme y dio una vuelta sobre sí misma, radiante.
—«¡Drey, Yani! ¡Cuento con vosotros para enseñarme todo lo interesante! ¿Hay muchos gatos por aquí?» preguntó mientras nos poníamos en marcha.
—«Algunos,» dijo Yánika. «Pero no todos son cariñosos. Hay que saber reconocerlos.»
—«¡Tranquila! Conmigo, no hay ninguno que se resista,» afirmó la mirol animadamente.
Mientras subíamos por una amplia avenida, se detuvo ante una tienda de jarrones, maravillada, y Yánika y yo intercambiamos una sonrisa divertida. Unos metros detrás de nosotros, Saoko se aburría mortalmente. Caminaba con cierta pesadez, casi como si se hubiera mareado. ¿Era acaso posible marearse en un lago?
—«Hermano,» dijo entonces Yánika en un murmullo.
Su aura, más que tristeza, destilaba cansancio. Me ensombrecí, entendiendo en qué estaba pensando.
—«Las cosas son como son, Yani. Todo el mundo tiene pesadillas. Incluso tú.»
—«Lo sé…»
Hubo un silencio. Orih contemplaba ahora una tienda de imágenes fijas y entró, seguramente a ver si tenían imágenes de gatos.
—«¿Sabes con qué he soñado?»
Me giré hacia mi hermana con las cejas enarcadas.
—«¿Con qué?»
—«Conque un enorme dragón me confundía con una roca y me comía y luego dejaba de sentir nada hasta que, al llegar al estómago, me encontraba con…»
—«Yani…» murmuré, posando una mano sobre su cabeza. Su aura se turbaba peligrosamente…
Pero ella continuó:
—«Me encontraba con un montón de serpientes alrededor del cuerpo. Y yo cerraba la boca para que no me entrasen dentro… No podía despertarme. Pero entonces vino Lústogan y él…»
Tragué saliva. ¿Lústogan?
—«Me dijo que era la única que podía protegerte, hermano,» dijo Yani con una voz ahogada. «Y aun así, me dijo: otra vez… otra vez le estás haciendo daño. Y cuando desperté… era cierto.»
Fruncí el ceño. ¿Podía ser que Yánika se preocupara por mí, que no había sentido nada, y no tanto por los que se habían tirado al agua, muertos de espanto? Meneé la cabeza.
—«Yani, ya te lo he dicho mil veces: cuando mi Datsu se desata, no me haces daño. No siento nada.»
Yánika parpadeó.
—«¿No te das cuenta?» murmuró. «¿No te das cuenta de que eso… es lo peor de todo?»
La miré con sorpresa.
—«¿Cómo?»
—«Que no sientas nada. Que no seas capaz casi ni de reconocerme. Lo sé, hermano. Sé que te cuesta incluso saber quién soy yo. Esta vez, cuando te he mirado… parecías otra persona.» Fruncí el entrecejo. ¿Otra persona? ¿En serio? ¿Hasta ese punto? Mi hermana bajó la vista hacia el pavimento de la avenida agregando más bajo: «Te prometí que te ayudaría con esto y hay algo que todavía no te he dicho. Los sentimientos que no sientes, hermano… son más fuertes cuanto más desatas el Datsu. Y cuando lo desatas del todo eres como… como el espectro de Tchag. Te cuesta volver. Y, sin mí, te cuesta volver todavía más. Lústogan me lo dijo hace mucho. Un día… tal vez no puedas volver.»
Sus palabras me habían dejado a cuadros. ¿Que un día no sería capaz de atar mi Datsu? ¿Que me quedaría como un espectro? ¿Eso quería decirme? Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero no fue por mi tristeza, sino por la de Yánika. Le tomé las manos con el corazón helado. Se suponía que yo era quien la protegía, yo quien usaba el Datsu para salvarla a ella… Nunca se me había ocurrido que pudiera ser lo contrario. ¿Qué diablos le habría contado Lúst?
Les eché un vistazo a Saoko y Orih. Esta había vuelto de la tienda de imágenes y por la expresión impactada de la mirol y el gesto molesto del drow adiviné que habían oído las palabras de Yánika. Resoplé.
—«Un momento,» les dije.
Y llevé a mi hermana hasta una callejuela desierta. Ahí, la hice sentar sobre un barril, me senté a mi vez sobre otro y lancé:
—«Yánika. No sé lo que Lústogan te dijo, pero escucha: ¿me preocupo yo de que tu Datsu no funcione igual que el de los demás? ¿No, verdad? Me adapto a él y lo acepto como tú lo aceptas. En tal caso, ¿por qué no hacemos lo mismo con el mío? Está claro que mi Datsu no funciona como el de Lúst o el de Padre. Si el mío me priva demasiado de sentimientos, también te ayuda a ti, y si el tuyo los esparce, me ayudas a mí. ¿Para qué darle más vueltas, hermana?»
Me sentía levemente frustrado. Porque Yánika se preocupaba por mí y no quería que lo hiciera. Mis palabras la habían dejado muda. Suspiré y desvié la mirada hacia la avenida. Los paseantes seguían subiéndola y bajándola, pero la callejuela donde estábamos estaba silenciosa.
—«Lo entiendo,» murmuró Yánika. «Pero… Lústogan…»
—«Olvida lo que dijo Lúst,» le dije. «No te abandonaré ni por asomo, Yani. Es cierto que mi Datsu se desata por tu aura, pero paradójicamente también vuelvo gracias a ella. Cuantas veces se me desate el Datsu, volveré, te lo prometo. Siempre he vuelto.» Sonreí. «Como diría Naylah, una promesa es una promesa.»
Yánika me devolvió una leve sonrisa. Asintió, pensativa.
—«Mm… Entonces, déjame prometerte algo yo también, hermano.» Dejó el barril, se deslizó hasta el suelo y clavó su mirada en la mía. Declaró: «Cuantas veces desates el Datsu, yo te ayudaré a volver.»
Su aura se había aligerado cuando tendió una palma hacia mí. En sus ojos negros, brillaba un destello desafiante y determinado. Raramente la había visto tan grave. Con una mueca sonriente, posé mi mano contra la suya con solemnidad.
—«Una promesa es una promesa,» dijimos en coro.