Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis
Me encontraba en una cápsula esférica en medio de tantas, en un cristal transparente que ardía. Ardía de locura y desequilibrio, pero Sheyra no estaba ahí para ayudarme a equilibrar nada. En algún sitio, Lúst se burló: “Sheyra no hace nada, Drey: tú haces por ella.” Es verdad, pensé. Y, en medio de la luz brumosa y de color azulada, en medio del silencio y la nada, tendí una mano. Destruye. Destruye. Destrúyelo todo. Sólo en el momento en el que iba a desatar mi órica contra el globo que me encerraba, me di cuenta de que me había convertido en roca y que, con mi sortilegio, yo también iba a ser a destruido…
Desperté en un sobresalto. Mis ojos se fijaron un momento en el cielo azul moteado de nubes. Aquellos tres últimos días no había llovido casi, para alegría de todos. Escuché en la distancia unas voces animadas y me enderecé meneando la cabeza. Attah… Me había quedado dormido en la hierba de tanto contemplar las nubes.
—«¿Una pesadilla?» inquirió Livon con el ceño fruncido.
Me crucé con su mirada y, advirtiendo que seguía con su cubo de números, me pregunté cómo hacía ese tipo para mantenerse despierto: el permutador había pasado casi toda la noche ayudándole a Merek a buscar a su compañero Rakbo que, desde la mañana de la explosión del túnel, tres días atrás, no había dado señales de vida. Me encogí de hombros.
—«Supongo,» contesté.
Eché un vistazo a los demás Ragasakis: junto al lago, al pie de la colina, Sanaytay les estaba enseñando a Yánika y a Tchag los distintos cantos de ave que conocía; instalada sobre la rama de un árbol, algo más lejos, Sirih echaba la siesta. Saoko afilaba sus cuchillos junto al edificio de los vampiros. Y Orih probablemente estaría hablando con Merek, o con algún otro mirol de su pueblo. En cuanto a Yeren… Bueno, el brebaje de oorda, añadido a ciertos sortilegios del Príncipe Anciano, había sido efectivo y había salvado a todos los miroles que aún vivían. La mayoría seguía en la caverna, descansando, pero ya ninguno estaba en estado crítico y Yeren no había podido resistir la tentación de unirse a la conversación del Príncipe Anciano y del Gurú del Fuego. Esos dos obviamente disfrutaban de sus doctos intercambios. No acababa muy bien de entender cómo Aruss había perdonado tan fácilmente al vampiro el haberlo dejado en un estado tan débil… y Rozzy por lo visto tampoco, pero el caso era que el sibilio pelirrojo, deprimido y abatido en un primer momento por sus desgracias en la vida, se había apegado al Príncipe Anciano como un discípulo a un maestro reverenciado. Y Yeren, aunque más reservado y comedido, se había unido a la plática con afán. Mar-háï… Apenas unos días atrás, platicar con un vampiro me hubiera parecido igual de ridículo que platicar con una arpía. Y diablos, quién sabe, tal vez entre las arpías también había seres civilizados…
—«Yo también tuve hace poco una pesadilla,» dijo Livon, recordando. «Me estaba arrastrando por la hierba e intentaba levantarme pero no podía, hasta que me daba cuenta de que había permutado mi mente con la de una lombriz.»
Me eché a reír.
—«¡Tú capaz! Mm… En mi pesadilla,» conté con tono ligero, «usaba órica para destruir un cristal que me rodeaba, y en el momento de soltar mi sortilegio, me daba cuenta de que yo también estaba hecho de roca.»
Livon hizo una mueca.
—«¿Y explotabas?»
Puse los ojos en blanco, divertido.
—«Ya-náï. Me he despertado.»
Volví a tumbarme en la hierba con las manos detrás de la cabeza. Últimamente no me cansaba de mirar las nubes. Esa mañana particularmente, cambiaban de forma con una rapidez prodigiosa. Había leído que eran meras gotas de agua en suspensión, pero no dejaban de parecerme mágicas. Como probablemente le parecerían mágicas a una persona de la Superficie las nubes brillantes de kérejats revoloteando, las distintas auras luminosas y otros mil fenómenos de los Subterráneos.
Livon había vuelto a su cubo de números desde hacía un rato cuando soltó:
—«Drey. ¿Puedo hacerte una pregunta?»
—«Claro,» dije sin desviar los ojos del cielo.
—«Ese tatuaje que tienes en el rostro… Me dijiste que todos los Arunaeh lo teníais desde pequeños, pero no es un tatuaje normal, ¿verdad?»
Por alguna razón, casi esperaba que me lo preguntase.
—«Mm,» asentí, enderezándome de nuevo. «No es técnicamente un tatuaje. Es un sello.»
—«¿Un sello?»
—«Sí. Mi familia posee un pilar muy especial y la Selladora lo usa sobre todos los miembros imprimiendo vínculos bréjicos. No acabo de entender cómo funciona, pero el sello, el Datsu, está vinculado a nuestra mente y equilibra nuestras emociones.»
Livon tenía una expresión sobrecogida. Oí la risa lejana de Yánika y me giré para verla admirar los sonidos armónicos de Sanay. Su aura alegre me rozaba levemente pese a la distancia.
—«Sólo el Datsu de Yánika es diferente,» añadí.
Livon meneó la cabeza contemplando su cubo sin verlo.
—«Pero… ¿por qué? ¿Por qué usar un sello así? ¿También tus padres estaban de acuerdo para imponértelo?»
Una media sonrisa curvó mis labios.
—«Obviamente. La Selladora es mi madre.»
Me encogí de hombros bajo su mirada suspensa. No le dije que mi madre llevaba muchos años sin sellar a nadie. Pasé una mano por la hierba verde, acariciándola. Era más recia que la hierba azul del Templo del Viento, pero su fragancia era más fuerte. Adivinando que Livon no se atrevía a preguntar más, agregué:
—«Me crié como destructor y sólo pasaba unos meses al año en la isla de mi familia, así que sé poco de bréjica y no sé hasta qué punto me influye el Datsu.»
—«Mm…» reflexionó Livon, absorto. «¿Qué quieres decir con que equilibra las emociones? ¿Te molesta que pregunte?»
—«No especialmente. Seguramente te habrás fijado en que a veces las líneas de mi tatuaje se esparcen en mi rostro.»
Livon parpadeó.
—«Er… Pues la verdad…»
No se había fijado. Y eso que era bastante visible: mi tío Varivak hasta afirmaba que los Arunaeh éramos, gracias al Datsu, los más expresivos de todos los saijits. Meneé la cabeza, divertido.
—«El Datsu está pensado para evitar excesos,» expliqué, «y también refrena emociones inútiles, como el enojo, el odio, la envidia… Algunas de esas las conozco sólo de nombre y no sé si realmente las he sentido algún día. Tal vez sí. Francamente, tampoco deseo sentirlas. ¿Qué clase de idiota desearía sentir cosas que lo hacen sufrir?» Una hormiga se había subido a mi rodilla y con una leve corriente de aire la mandé a respirar vientos. Tras verla desaparecer en la hierba, afirmé: «Los Arunaeh usan el Datsu desde hace muchas generaciones. Nunca me interesé mucho por el tema, pero tiene efectos incuestionables. ¿Oíste hablar de la Sirena del Desastre?» Como él negaba con la cabeza, conté: «Fue una leyenda viva en tiempos de mi abuelo. Bueno, más que una leyenda, según mi abuelo. Una vez nos contó a mi hermano y a mí que había participado en una expedición para investigar unos derrumbamientos en pleno mar de Afáh y se toparon con la Sirena del Desastre. Ella los atacó con un grito bréjico y todos se tiraron por la borda. Decenas de saijits. El único en no hacerlo fue mi abuelo. Su Datsu lo protegió y, de alguna forma, pudo llegar hasta la Sirena, hablar con ella y convencerla para que dejara de espantar a toda la vecindad. También contó que esa joven era la criatura más extraña que había conocido en su vida. Mi abuelo no es de los que se impresionan fácil: no creo que se lo haya inventado.» Marqué una pausa y sonreí añadiendo: «Además, al contrario que otros clanes, el nuestro es el único en no contar con un solo suicidio en toda su historia. Ni tampoco ha habido ningún loco de atar, ni ningún profeta, ni ninguna lucha interna grave. Tal vez sea gracias al sello.»
Livon tenía cara profundamente meditativa.
—«Ya veo. Entonces… para ti, no es un problema, ¿verdad?»
Enarqué una ceja.
—«¿El Datsu? Pues no.»
—«¿Incluso… si no eres capaz de sentir como los demás?»
Meneé la cabeza y mis ojos volvieron a posarse en Sanay y Yani, ahora sentadas junto al lago. La armónica de sonidos, normalmente silenciosa, parecía alegrarse de poder divertirles a Yánika y a Tchag con su poder. Sonreí.
—«Incluso,» aseguré. «Sin el Datsu, no podría protegerle a Yánika como lo hago. Puede que mientras desato mi Datsu no sienta casi nada, pero es el único escudo que tengo para protegerla cuando ella pierde el control.»
Livon enarcó las cejas, siguió la dirección de mi mirada y sonrió.
—«Entiendo.» El permutador lanzó el cubo en el aire y lo recogió con cara decidida. «Me acabas de recordar una promesa que le hice a Myriah cuando ella dejó de poder hablarme. Ese día, me prometí que la liberaría sin importar el sacrificio.»
Asintió para sí y se giró hacia mí con una sonrisa cómplice, arrancándome una expresión sobrecogida. ¿Sacrificio? Yo jamás había visto el Datsu como un sacrificio. Aquellos tres últimos años mi único objetivo claro había sido el de cuidar de Yánika, pero no lo hacía con ese fervor que brillaba en los ojos de Livon, no lo hacía con la idea de ir a sacrificar nada. En cualquier caso, realmente esa elfa encerrada en varadia debía de ser importante para él para que hubiera contemplado la posibilidad de permutar con ella y sacrificar su propia vida. De pronto, agrandé los ojos. Dánnelah… ¿No estaría otra vez pensando en ello seriamente? Giré los ojos hacia el permutador. Este se había vuelto a concentrar en su cubo de números, ese mismo cubo que le había dado Yeren para se desestresase mientras él hablaba con la Kaara y buscaba una manera de destruir varadia y salvar a Myriah. Sólo que, después de dos años, ya se estaba volviendo una obsesión.
Hice una mueca, vacilé y, tras un silencio meditativo, solté:
—«¿Te fijaste en que los números del centro no se mueven?»
Livon desvió la mirada de su cubo, sorprendido.
—«¿Hablas del cubo?»
Me levanté, asintiendo.
—«Fíjate en un número central y en los números que estén en el mismo sentido. Luego, céntrate en resolver ese lado. Primero los números de las esquinas. Y luego los otros.»
Ante su mirada extrañada, le dediqué una mueca traviesa.
—«Sólo son trucos básicos. No te estoy ayudando a resolverlo. Voy a dar una vuelta.»
Me alejé con paso tranquilo, bajé la colina y tras saludar de lejos a Yánika y a Sanaytay me metí en el bosque, no sin comprobar antes que Livon se había concentrado totalmente en su cubo. Tomé la dirección de la cueva de los Atarah. Tan sólo fui a verificar que la roca seguía estable y que no amenazaba con desplomarse. Iba a salir, satisfecho, cuando una niña mirol emergió de la caverna y se acercó con rapidez diciendo:
—«¡Espera, por favor! ¿Está el curandero aquí? ¿Dónde puedo encontrarlo? El abuelo Dalorio…»
Me alarmé.
—«¿Se encuentra mal?»
La niña miró furtivamente hacia la caverna y confesó bajando la voz:
—«Anoche no se tomó la medicina. El pequeño Garguin estaba muy mal y el abuelo quiso darle su parte. Ahora Garguin está bien, y el abuelo dice que él también, pero tiene fiebre, y Madre me ha pedido que vaya a buscar al curandero y yo…»
Calló, mordiéndose un labio. Temía a los vampiros, entendí. Nada más natural.
—«Tranquila. Llamaré a Yeren. Seré rápido,» prometí.
Los ojos de la pequeña mirol se iluminaron de gratitud. Salí a paso rápido, bajé el pedregal y regresé a la carrera. Cuando subí la colina, Livon ya no estaba sobre la hierba y me fijé en que se había unido a Sanay, Tchag y Yánika en sus diversiones. Así cualquiera resolvía un cubo rompecabezas…
Pasé ante la mirada levemente curiosa de Saoko y, sin una explicación, caminé hasta la puerta abierta y entré en el edificio. Enseguida varios pares de ojos se giraron hacia mí. De los ocho vampiros que acompañaban al Príncipe Anciano, cuatro habían salido. Tal vez a cazar sangre. Los cuatro restantes no parecían hacer gran cosa. Sólo el vampiro de las gafas, Waïspo, tenía un libro entre las manos, pero en ese momento sus ojos se habían alzado como resortes hacia mí. Además de esos cuatro, en el fondo de la sala, junto al biombo, se encontraban los dos Protectores Járdicos, Aruss y Rozzy, así como el Príncipe Anciano y el drow albino. Obviando las miradas, me concentré en este último y dije:
—«Yeren. Al parecer el viejo Dalorio anda mal. Me han pedido que te avise.»
—«¿Dalorio?» exclamó el curandero. Se levantó y agarró su saco. «Voy enseguida. Disculpad,» añadió para Aruss y el Príncipe Anciano.
—«Te acompaño,» dijo Aruss, levantándose también. «Creo que ha llegado la hora de que aplique las enseñanzas del Príncipe Anciano. Si quise dejar de ser Gurú del Fuego, fue porque no le encontraba un sentido a serlo. Pero ahora me doy cuenta de que soy yo quien debe darle un sentido. Si intento ser más que símbolo y apariencia… tal vez pueda hacer algo por esos miroles también.»
Yeren ya estaba en la puerta y se giró hacia él con una mueca paciente.
—«Me parece bien. Pero entonces no te quedes ahí hablando.»
Aruss agrandó los ojos y, tras farfullar unas palabras de disculpa al viejo vampiro, se apresuró a seguir a Yeren afuera. Yo iba a imitarlo cuando, para sorpresa mía, Waïspo levantó una mano, pidiéndome claramente que esperara.
—«El Príncipe Anciano…» empezó a decirme.
Sin embargo, el vampiro con gafas se interrumpió educadamente cuando, al alejarse Rozzy hacia la salida, el Príncipe Anciano soltó con diversión:
—«Te sientes irritado contra mí, elfo. ¿Acaso no viniste aquí para que Aruss volviera a ser Gurú del Fuego? O quizás lo que querías era salvarlo otra vez tú sólo.»
Rozzy le dirigió una expresión fría.
—«¿De qué hablas? Me alegro de que Aruss quiera regresar a la cofradía. Sólo le deseo lo mejor.»
—«Te creo. Pero que yo tuviera las palabras adecuadas para hacerlo cambiar de opinión y que tú no las tuvieras… eso es lo que ensombrece tu alma, muchacho. Sin embargo,» agregó el viejo vampiro como el járdico apretaba los dientes y daba un paso hacia el umbral, «te aseguro que yo no fui el que lo hice cambiar, Rozzy. Tú lo hiciste. Aruss ha recordado simplemente que la posición de gurú no es lo importante y que vivir con sus cofrades bien vale el riesgo de defraudarlos. Perderte a ti, perderlos a ellos, eso es lo que Aruss teme ahora. Sólo le he ayudado a recordar el tesoro que tenía entre sus manos.»
Vi a Rozzy agrandar los ojos. Escudriñó al Príncipe Anciano unos instantes y, finalmente, salió sin una palabra. Mar-háï. Aquella conversación me había recordado que el Príncipe Anciano era capaz de notar ciertas cosas con su bréjica y, molesto, inicié un movimiento rápido hacia la salida.
—«Drey Arunaeh.»
Me detuve. Y giré la cabeza. Los ojos del Príncipe Anciano habían perdido el destello de diversión de antes y me observaban ahora con profunda gravedad.
—«¿Puedo hablar contigo un momento?»
Suspiré y hundí mis manos en los bolsillos antes de clavar mis ojos en los suyos.
—«Dime.»
La expresión del Príncipe Anciano se aclaró.
—«Por un momento, tuve dudas sobre lo que percibía en ti. Pero ahora que estás solo… no me cabe duda. Eres tú quien me dirige ese odio visceral. Y no está dirigido a los muchachos, con lo que, de alguna forma, parece que me conoces. Pero no recuerdo haberte visto nunca. ¿Puedes ayudarme a resolver ese misterio? Me tiene intrigado.»
Resoplé.
—«Y a mí más. No siento ningún odio hacia ti, Príncipe Anciano. De hecho, no podría. Me extraña que, siendo tan sabio y conocedor de todo, no hayas oído hablar del sello de los Arunaeh.»
El Príncipe Anciano asintió para sí.
—«Por supuesto que he oído hablar de él. Por eso me intriga aún más lo que percibo.»
Lo observé con una mueca suspicaz. Pregunté:
—«¿Eres capaz de sentir las emociones de los demás?»
—«No. Mis sortilegios sólo perciben las intenciones. Los pensamientos intensos. En ti, percibo un fuerte deseo de matarme.»
De modo que no solamente no percibía las emociones sino que debía usar sortilegios para captar con sortilegios bréjicos esos pensamientos. Distaba mucho de ser un poder tan potente como el de Yánika. Y además, fallaba, pues yo no había pensado en ningún momento en matar al viejo vampiro. Aun así… Me turbé. Costaba aceptar que algo en mí realmente deseaba matarlo, pero Yánika decía que era cierto, que percibía en mí sentimientos de los que yo no era consciente. Y cuando Yánika estaba segura de algo, no se equivocaba.
Los cinco vampiros no me quitaban el ojo de encima. Me encogí de hombros.
—«¿Qué quieres que te diga, anciano? Yo no percibo nada. Si de verdad una parte de mí desea matarte… no has de preocuparte, porque no tiene ningún impacto.»
—«Ya veo,» meditó el Príncipe Anciano. «¿De modo que no percibes nada?»
—«En absoluto,» confirmé.
—«Entonces, ¿cómo es que me has creído tan fácilmente?» Sonrió levemente. «¿Acaso tu hermana también lo percibió?»
Me tensé y lo fulminé con la mirada. Era de esperar que el vampiro con gafas lo hubiera informado de lo ocurrido en la caverna y no era sorprendente que el Príncipe Anciano hubiera entendido parte de los poderes de Yánika pero… ¿cómo sabía que también era capaz de percibir las emociones de los demás?
—«De modo que también puede hacerlo,» reflexionó.
Siseé interiormente. Ese viejo vampiro tan sólo había hecho una apuesta sobre el poder de Yánika… y la había ganado.
—«Hace unos años,» retomó el Príncipe Anciano, «hablé con un miembro de tu familia. La mayoría sois brejistas, así que obviamente siento curiosidad por vuestras técnicas. Y lo mismo debió de pensar el Arunaeh que vino a verme. Ese kadaelfo andaba buscando una manera de añadirle un sello a otro sello. Yo le dije que jamás había oído que algo así fuera posible. Me pregunto… si no sé ahora para qué lo quería.»
Jadeé interiormente. ¿Alguien de los Arunaeh había ido a visitar al Príncipe Anciano? Padre… ¿fuiste tú? Advertí entonces los ojos observadores del vampiro y chasqueé la lengua. Tsk… Si pensaba que iba a darle más indicios sobre lo ocurrido, me había juzgado mal. Con frialdad y franqueza, lo avisé:
—«No te metas en los asuntos de los Arunaeh, anciano. Nunca trae nada bueno.»
—«No es mi intención,» aseguró con calma. «Sólo quiero comprobar algo sobre ti. Ese pendiente que llevas… ¿de dónde lo has sacado?»
Su pregunta me tomó por sorpresa. Reflexioné con rapidez. Recordaba el efecto que había tenido sobre mí la primera vez que había tocado esa lágrima de cristal, pero con los años los recuerdos de aquel día se habían vuelto borrosos. Rao, la niña alegre de pelo malva y negro, y esa lágrima de cristal… ¿Qué tenían que ver con mi misterioso deseo de matar al Príncipe Anciano? ¿Significaban acaso algo? Mi Datsu se desató ligeramente, expandiéndose en mi cuerpo, y probablemente los vampiros se dieron cuenta de ello.
—«¿Por qué lo preguntas?» repliqué.
—«Mm. Sólo es una corazonada,» dijo el Príncipe Anciano. «¿Puedo tocarlo un instante?»
¿En serio me lo pedía? Hice una mueca de desprecio.
—«¿Y por qué te dejaría tocarlo?»
Lo vi poner los ojos en blanco.
—«¿Y si te dijera que ya he visto una lágrima muy parecida en manos de otra persona?»
—«Mmpf. ¿Tan raro resultaría?» inquirí.
—«No lo sé,» admitió el Príncipe Anciano. Me miró con tal intensidad que me hizo fruncir el ceño. Soltó: «¿Has oído hablar de los Ocho Pixies del Desastre?»
Resoplé. ¿Ahora me venía con leyendas?
—«Hace muchos años,» retomó el Príncipe Anciano, «cincuenta años, si bien recuerdo, se oyó hablar por primera vez de ellos. Unos dicen que son mensajeros de Norobi, diosa warí de la Justicia y la Venganza, otros dicen que vienen del mismísimo corazón de los Subterráneos y que son tan grandes que al andar destruyen los túneles como cien dragones de tierra.» Marcó una pausa. «Otra de las versiones cuenta que fueron creados por magos negros, que mataron a todos sus creadores y que erraron por los Subterráneos sembrando el caos. Créeme o no, no son un mito, saijit. Existieron de veras. Pocos lo saben, pero uno de esos Pixies, el líder, fue el que se convirtió en el famoso mago negro que propagó su ira en los Pueblos del Agua durante una década entera. Liireth. El que consiguió dar un cuerpo a los Espectros de la Angustia y convertirlos en Shigan, en dokohis.» Marcó otra pausa sin dejar de observarme. «Si me dejas examinar ese cristal, os daré más información sobre los Shigan.» Agrandé los ojos y él añadió: «Si de verdad pretendéis investigar sobre ellos, necesitaréis mis conocimientos, o acabaréis cayendo en su trampa y muriendo, o peor, convirtiéndoos vosotros también en Shigan. ¿Qué me dices?»
Eso era jugar sucio. Pero ¿por qué otorgarle tanta importancia a esa lágrima de cristal?
—«¿No se supone que tú también deseas acabar con los dokohis?» dije. «¿Qué ganas omitiéndonos información?»
El viejo vampiro sonrió levemente.
—«¿Qué ganas tú rehuyendo mi propuesta?»
Le eché una mirada sombría. De hecho, no ganaba nada. Si acaso me arriesgaba a poner en peligro a mis compañeros por falta de información. Resoplé de lado y alcé una mano hacia mi pendiente.
—«Está bien. Pero, a cambio, no omitirás un solo detalle sobre los dokohis. Y,» añadí, «nos dejarás a todos salir de aquí sin problemas. Incluido a Yeren.»
El Príncipe Anciano meneó la cabeza.
—«Tienes una baja opinión de mí, pero no me sorprende. Te aseguro que no omitiré nada adrede y os dejaré a todos regresar sanos y salvos adonde sea. Que sepas que, si mis muchachos capturaban saijits, fue para salvarme la vida. Ahora que estoy curado, ya no necesito la sangre de ese drow albino. Por lo general, sólo bebemos sangre de animales cuadrúpedos, y casi nunca los matamos, al contrario de lo que soléis hacer vosotros, los saijits. Tranquilo,» añadió. «No dañaré el cristal. Sólo será un momento.»
La lágrima tan sólo se agarraba gracias a un aro. La deslicé sobre el lóbulo y me la quité. Waïspo dio un paso hacia adelante y se la di para que se la entregara al Príncipe Anciano. Notaba demasiada tensión a mi alrededor para siquiera considerar la posibilidad de acercarme al viejo vampiro y dársela yo mismo.
Aguardé, estudiando los gestos del viejo vampiro. Nada más tocar el cristal, lo vi estremecerse imperceptiblemente. Giró la lágrima entre sus manos. No temí que fuera a romperla: esa lágrima había pasado ya la prueba maestra. Recordaba que, nada más regresar al Templo del Viento después de haberla recibido, Lústogan se había fijado en ella y me había preguntado de dónde la había sacado; curioso, le había soltado un fuerte sortilegio órico sólo para comprobar que era indestructible y había querido enseñársela a Padre. Después de que este me hubiera interrogado sobre su procedencia, no habían vuelto a hablarme de la lágrima y yo nunca le había dado más valor que el de un viejo recuerdo.
Al de un rato, suspiré y sin interrumpir al Príncipe Anciano paseé una mirada por los demás rostros. Además de Waïspo, había una vampira algo mayor de pelo verde claro, tan inmóvil como la piedra. Los otros dos compañeros, más viejos que jóvenes, movían sus ojos entre su líder y yo, esperando el resultado con una pose de liebre alerta. Mar-háï. El único normal ahí parecía ser el vampiro con gafas. Aunque de pie, Waïspo había retomado su lectura con aparente calma. En un momento, pude leer el título del libro y me llevé una sorpresa cuando lo reconocí. El dragón equivocó su presa. Era una novela de ficción humorística que había leído hacía años. Simplemente imaginarme a un vampiro leyendo algo tan mundano me arrancó una incontenible sonrisa.
Al fin, el Príncipe Anciano alzó la cabeza y tendió la mano. Waïspo recuperó el cristal y me lo devolvió. Recordé entonces que la primera vez que había tocado la lágrima me habían aparecido en la mano derecha los tres círculos de Sheyra atravesados con esas tres extrañas líneas negras. Por si acaso, la recuperé con la mano izquierda, sin sacar la otra del bolsillo. La simple idea de darle a ese fisgón otro misterio que resolver me molestaba.
Me volví a colocar el pendiente y, extrañado ante su silencio, inquirí:
—«¿Y bien? ¿Has averiguado algo?»
El Príncipe Anciano hizo un ademán de disculpa.
—«No dije que te hablaría de ello, Drey Arunaeh. Tengo ahora más que una intuición. Pero prefiero no hablar de ello. Sin embargo, como prometido, te revelaré los dos elementos más importantes sobre los Shigan, o dokohis, como los llamáis.»
Mar-háï, ¿qué significaba eso de «más que una intuición»? Lo atravesé con la mirada. ¿En qué estás pensando, viejo vampiro? Tragando mi frustración, puse cara de que escuchaba y él declaró:
—«Primero, los collares de los Shigan fueron creados por Liireth y sólo por él. Quien los está reutilizando no es un saijit: es un Shigan llamado Zyro, creado por el propio Liireth hace treinta y tantos años. Sin embargo, parece ser que ese Shigan tiene un comportamiento más saijit de lo que pensaba. Y sus súbditos también. No esperaba que unas criaturas así pudiesen hacerse pasar por saijits e infiltrarse en aldeas.» Marcó una pausa. «Segundo, el propósito de Zyro es resucitar a Liireth. Eso me dijo el Shigan que me apuñaló. Si confiamos en su palabra, Liireth no ha muerto, sigue viviendo en algún lugar. Sospecho que usó artes prohibidas para transferir su alma en una lágrima de cristal como la que tienes. La tuya no posee ninguna mente,» afirmó ante mi expresión impactada. «Sin embargo, creo que poseyó una, en su momento. No sé cuál. Ni sé tampoco con certidumbre si Liireth se encuentra ahora en una lágrima o en un cuerpo. Pero dudo mucho de que esté muerto.»
Agitó levemente la cabeza, absorto. Esto era demasiado, pensé. Sin embargo, que un dokohi creado por Liireth estuviera reutilizando los collares con espectros e intentara resucitar a su creador… tenía sentido. Si el Mago Negro había escapado a la muerte fundiendo su mente en un pedazo de cristal como el mío, teóricamente…
—«¿De verdad sería posible resucitarlo?» pregunté en un murmullo.
El Príncipe Anciano se encogió de hombros.
—«No lo sé. Soy experto en bréjica y conozco ciertos trucos de alquimia, pero no estoy tan familiarizado con las artes negras.»
—«¿Artes negras?» repetí. «Ese es un término vago. Aquí se trata más bien de fundir una mente en un objeto. Es pura bréjica, ¿no?»
El viejo vampiro sacudió con la cabeza.
—«Bréjica, esenciática, aríkbeta… Es una mezcla. Como sabrás, lo que cuenta es el trazado, no la energía asdrónica que utilices. Las artes que fueron usadas para los collares son artes que fueron prohibidas hace siglos de manera generalizada en todas las academias celmistas saijits y por razones justificadas. Fundir mentes en objetos o cuerpos, jugar con vidas de sus congéneres… es lo que muchos llamarían magia negra. Tal vez sabrás que tu propia familia fue una vez acusada de practicarla.»
Agrandé los ojos y recordé que una vez Madre me había comentado algo sobre una época en la que tres Arunaeh habían sido encarcelados por el común acuerdo de varios clanes importantes de los Pueblos del Agua. Sin embargo, no había dado más detalles, o yo no los recordaba.
—«Oí decirle a Yeren que pretendéis marcharos mañana,» retomó el Príncipe Anciano cambiando de tono. «Esta noche, os contaré todo esto a todos con más tranquilidad y trataré de responder a vuestras preguntas. Recuerda, muchacho, que si el objetivo de los Ragasakis es detener a Zyro… tenéis mi incondicional apoyo. Al fin y al cabo, intentó matarme.»
Sus ojos grandes y sabios respiraban sinceridad. Su apoyo, ¿eh? ¿Y por qué entonces había tenido que negociar para sonsacarle las informaciones? Me contenté con dedicarle una mueca medio burlona y me dirigí hacia la salida.
—«Por cierto,» solté, deteniéndome en el umbral, «el otro día dijiste que en la guerra de hace treinta años habías ayudado a unos celmistas a hacer experimentos con magia negra. Si los ayudaste es que sabrás más que un poco sobre esas artes, ¿no, anciano?»
Lo vi fruncir el ceño. No esperé a que me contestara y salí de ahí. Por poco me empotré con Saoko. El mercenario retrocedió a tiempo y resopló, pero no dijo una sola palabra y me siguió cuando me alejé del edificio. Puse los ojos en blanco.
—«¿Mi hermano también te mandó espiar mis conversaciones?»
Más que exasperación, sentía diversión, pues era evidente que Saoko estaba molesto por haber sido pillado escuchando a escondidas. Lo oí resoplar, fastidiado.
—«No realmente,» admitió. «Sólo me mandó protegerte.»
Le eché una mirada de reojo, curioso. Aquellos tres días, el mercenario no había abandonado su actitud hastiada y algo seca, pasaba el día generalmente a cierta distancia de todos, con ánimo de no ser molestado o no molestar, eso no lo sabía, pero lo que estaba claro era que, pese a su desgana, se tomaba su trabajo con seriedad.
—«¿Puedo preguntar cómo terminaste trabajando para mi hermano?» inquirí.
Sus ojos rojos se posaron sobre mí con fastidio y resoplé de lado.
—«Para qué preguntaré.»
Aceleré, bajando la colina hacia donde se encontraban los Ragasakis. Ahora, Sirih se había unido al grupo, así como Naylah. La lancera llevaba días algo rara, paseando por el bosque sola con Astera. El día anterior, la había visto de lejos detenerse de pronto en un claro y alzar una mirada abstraída hacia el cielo… A saber en qué estaría pensando.
—«Le debo la vida,» dijo de pronto Saoko.
Me paré, suspenso, en medio de la bajada. El mercenario añadió como a regañadientes:
—«Fue hace tres años. Me perseguían unos malditos guardias. Tu hermano destruyó el pasaje por el que había huido. Y me fui con él.»
Enarqué una ceja.
—«¿Guardias? ¿Eras un prisionero?»
—«Mmpf. Más o menos. Nací en una zona en cuarentena.»
Sentí un escalofrío. Una zona en cuarentena… Había oído hablar de esas zonas. La mayoría de las veces eran lugares de gran desequilibrio energético y solían volver a abrirse al de unas semanas o unos meses. Pero si Saoko había pasado su vida ahí… significaba que esa zona no era una zona cualquiera. Fruncí el ceño.
—«¿Vienes de Brassaria?»
Para asombro mío, el drow de pelo pincho asintió con desgana. Dánnelah… Brassaria era la zona condenada de los Subterráneos más conocida, más amplia y, según se contaba, más terrorífica de todas. Se decía que estaba llena de monstruos mutantes y de plantas esperpénticas que sólo crecían ahí. Era una zona vedada altamente vigilada…
—«No sabía que hubiera saijits viviendo ahí,» admití.
—«No los había hasta que empezaron a mandar a criminales dentro,» replicó el drow.
Siguió bajando la colina y, con una mueca, lo seguí.
—«Ya veo. Así que naciste en buena compañía. Lo que no puedo creer es que mi hermano haya movido un dedo para salvarte. Debiste de impresionarlo.»
Saoko me echó una mirada de incordio.
—«Tu hermano será un tipo poco expresivo, pero al menos no hace preguntas. Ni tiene prejuicios,» agregó.
Puse los ojos en blanco.
—«Yo tampoco los tengo. Y perdón por las preguntas, pero creo que después de un mes de tenerte a mis espaldas, un poco de conversación no viene mal, ¿no te parece?»
Saoko no contestó. Pero ahora su carácter huraño me resultaba de lo más natural. Era casi un milagro que hubiera salido tan normal habiéndose criado con criminales. Ahora entendía también por qué no parecía tener un maldito kétalo. Lústogan no le estaba pagando. Saoko había aceptado protegerme sin recibir nada a cambio, tan sólo para agradecerle a Lústogan el haberlo salvado. Y eso significaba… que tenía un innegable sentido del honor.
Advertí su ojeada fruncida hacia mí y le dediqué una sonrisa divertida.
—«¿Sabes qué? Podrías meterte en la cofradía de los Ragasakis. Ellos aceptan de todo, cuanto más desquiciados mejor.»
Ya estábamos llegando cerca de los Ragasakis y todos me oyeron. Livon protestó:
—«¿No le estarás llamando desquiciado a tu protector, Drey?»
—«No, lo decía pensando en ti,» me burlé.
—«¿En mí? Pero si yo soy del todo normal,» aseguró el permutador, frotándose el pelo azul.
—«¿Pretendes que me lo crea?» lo vacilé, burlón. «Sin ir más lejos, ayer te pasaste toda la mañana sacando plantas de este lago. ¿En serio vas a llevarte todo lo que sacaste?»
—«Son plantas soporíferas como las sankras,» se justificó. «Puede que Baryn jamás las haya visto. ¡No te imaginas lo contento que se pondrá si le llevo algo nuevo!»
—«Conclusión, hay otros Ragasakis aún más raros que tú,» terció Sirih, socarrona.
—«Yo soy la más normal,» intervino Yánika, alzando sus ojos hacia nosotros.
—«¡Yo también!» dijo Tchag.
Sus salidas bromistas me arrancaron una carcajada y Livon y Sirih se echaron a reír mientras que Sanaytay nos imitaba más discretamente. Naylah puso los ojos en blanco, benevolente, y se giró hacia mí.
—«Has hablado con el Príncipe Anciano, ¿no?»
—«¡Es verdad!» encadenó Sirih. «Nos estábamos preguntando por qué tardabas tanto en salir, pero como Saoko estaba en la entrada, supusimos que todo iba bien… ¿Sigue diciendo que quieres matarlo?»
Asentí con desenfado.
—«Pues sí. Y también ha dicho que nos va a revelar más información sobre los dokohis. Ese viejo… Le gusta andarse por las ramas.»
Les conté lo que ya me había dicho el Príncipe Anciano y, cuando terminé, me fijé en sus expresiones impactadas.
—«Liireth… ¿está vivo?» murmuró Livon, ensimismado.
Naylah respiraba agitadamente.
—«Zyro,» repitió. «Zyro…»
—«Nayu, ¿estás bien?» se preocupó Sirih.
La guerrera parpadeó, lívida.
—«Él… Zyro. El dokohi que…»
Sin previo aviso, se desmayó y Livon la retuvo justo a tiempo. Nos miramos, asombrados. El permutador le dio unas palmadas en la mejilla a la lancera, pero esta no despertó. Su larga cabellera plateada se desparramaba como una cascada a su alrededor.
—«Iré a buscar a Yeren,» dije.
Livon asintió, inquieto. Yánika me miró con preocupación y, sin que le dijera nada, se apresuró a acompañarme. Sabía que de nada servía quedarse con los Ragasakis y preocuparlos todavía más con su aura. Mientras corríamos entre los árboles hacia la caverna de los miroles, le dediqué una expresión tranquilizadora.
—«Todo va bien. Sólo se ha desmayado.»
—«Mm. Pero ¿por qué?» preguntó Yánika, confundida. «Antes de que se desmayara, noté… noté mucho miedo en ella.»
—«¿Miedo?»
—«Sí… Y no sólo eso, hermano. También noté dolor. Como si se hubiera herido muy grave.»
Fijé la mirada donde ponía los pies, pensativo. ¿Acaso Naylah había conocido personalmente a Zyro? Meneé la cabeza.
—«Debió de recordar algo.»
Algo lo suficientemente horrible para aterrar tanto a la valiente lancera. Pero, aun así, un solo recuerdo no bastaba para sumir a alguien en la inconsciencia. Nadie se desmayaba de miedo. Eso era un mito. Entonces… ¿qué es lo que le había pasado?