Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis
Mi sueño estaba poblado de figuras difusas, bruma, agua y marismas, y de voces que me llamaban con insistencia desde un punto que no acababa de determinar. Yo intentaba responder a esa llamada, pero no era fácil. Sentía pesadez. Una pesadez que me aplastaba y me impedía avanzar.
“Despierta,” me decía una voz familiar. “Despierta. Recuérdame… Recuérdame y despierta.”
Cuando desperté, estaba tumbado sobre mi manta, aplastado por mi propia fuerza órica. Deshice el sortilegio, pasmado. No era la primera vez que usaba órica durmiendo, pero sí la primera en que el sortilegio era tan potente. Al menos este me lo había dirigido a mí mismo…
—«¿Drey?» murmuró de pronto una voz. «¿Estás despierto?»
Era Livon. De tanto haber dormido por culpa de la sangre de Yeren, debía de estar ya del todo reposado.
Solté un ruido gutural a modo de respuesta. Anoche, el vampiro de las gafas nos había guiado hasta el segundo piso, permitiéndonos dormir en las dos habitaciones de arriba. Y por algún arte de magia, Orih había conseguido separarme de Yánika, diciéndole a esta que a veces estaba bien «estar sólo entre chicas». Como la habitación de las Ragasakis estaba justo al lado y seguía notando débilmente su aura, había decidido no preocuparme. Pero decidir era una cosa y conseguirlo otra. Inspiré silenciosamente. Tenía la impresión de haber estado saltando de pesadilla en pesadilla. Generalmente, cuando tenía a mi hermana cerca, mis sueños eran apacibles, casi inexistentes. Pero ahora recordaba vagamente sensaciones de horror, de pánico, de urgencia… y también la sensación de que el sueño había sido extremadamente nítido. Sólo que ya no me acordaba casi de nada.
Giré la cabeza. Livon estaba sentado sobre el borde de la ventana, despierto. La lluvia golpeaba el tejado regularmente, como una danza de picapiedras. Me enderecé y paseé una mirada por la pequeña habitación a oscuras. Éramos seis en total: los dos Protectores Járdicos, el curandero, Livon, Saoko y yo. Según Yeren, el Gurú del Fuego se encontraba mejor. Me levanté en silencio y me acerqué a la ventana, un mero cristal quebrado en varios sitios. Estaba todo tan oscuro que apenas divisé el rostro del permutador.
—«Pues sí que llueve en estas tierras,» comenté en voz baja.
Columbré su sonrisa.
—«Todo el valle es igual en eso. Donde yo hacía pastar a las cabras, a veces llovía días enteros. Dicen que cuanto más te acercas a Elel, más agua cae del cielo.»
—«Elel,» repetí, pensativo. «Esas son tierras de vampiros, ¿verdad?»
—«Mm,» confirmó Livon.
Durante un momento, ambos escuchamos el repiqueteo de la lluvia. Entonces, él agregó:
—«Oye, Drey. Si te duele quedarte aquí a esperar que se cure el Príncipe Anciano, puedes irte con Yánika y los dos járdicos y esperarnos en Skabra, o en Firasa. Sabes, no hace falta que recuerdes malos tiempos…»
—«¿De qué estás hablando?» lo corté vivamente, incómodo. «Tú tendrías más razones para despreciar a los vampiros.»
—«¿Yo?»
—«Mmpf. ¿No perdiste a tus padres por culpa de ellos?» mascullé, cada vez más incómodo.
—«Oh,» se extrañó Livon. «Es verdad.»
¿Ni siquiera lo pensaste? me maravillé. Lo miré con fijeza antes de apoyar ambos codos sobre el borde de la ventana y soltar:
—«Deberías saberlo ya, Livon. No ando con prisas: no tengo nada mejor que hacer. Si hay que esperar unos días a que se reponga ese viejo, esperaré. Además, si vuelven a encerraros,» bromeé alzando una mano, «algún destructor tendrá que ir a salvaros.»
Livon sonrió anchamente y desvió la mirada hacia la ventana. Inesperadamente, un rayo azul de Vela consiguió iluminar el cuarto a través de la lluvia y pude ver su rostro pensativo cuando dijo:
—«Di, Drey. ¿Tú crees que Tchag es hembra?»
Me atraganté con mi saliva, desprevenido.
—«¿No es varón?»
Livon se encogió de hombros.
—«No lo sé. Pero como ha podido quedarse en el otro cuarto y Orih estaba tan emocionada con la idea de ‘solo chicas’ y tal…»
Hice una mueca y me pregunté cuándo me decidiría a decirle que de noche donde mejor estaba Tchag era cerca de Yánika. La técnica parecía infalible.
—«Serás bobo,» dije entonces. «Sea chico o chica, Tchag no es saijit. Da un poco igual lo que sea, ¿no crees?»
—«¿Importa más si somos saijits?» rió Livon por lo bajo.
Huh… ¿Por qué diablos le hacía gracia mi razonamiento? Me ruboricé un poco y resoplé de lado.
—«Beh… Iré a verificar si todas están bien.»
Con sigilo, salí de la habitación y posé una mano sobre el marco del otro cuarto. No había puertas, así que no necesité más que asomarme para ver el delgado cuerpo de Yánika arropado en mantas. Tchag estaba dormido espatarrado sobre ella, con la cabeza hacia abajo y la boca abierta, roncando ruidosamente. Cuanto más cerca estaba, más me envolvía el aura apacible de Yánika…
Sentí el aire agitarse y, a la escasa luz de la Vela, creí divisar la sombra de una hermosa diosa de pelo negro realizando armoniosos movimientos con pies y manos, como si estuviese bailando, pero en un silencio absoluto. Me quedé mirándola, fascinado, hasta que sentí una corriente de aire a mi derecha y me encontré con una lanza apuntándome el pecho.
—«¿Quién eres?» masculló Naylah, medio dormida.
Del susto, me arredré cuatro pasos y por poco me caí por las escaleras hasta la planta baja. Igual de asustada, Sanaytay perdió el equilibrio y cayó pesadamente sobre el cuerpo dormido de su hermana.
—«Drey,» se sorprendió Naylah enderezándose con su lanza. «¿Qué estás haciendo?»
Sirih se había despertado e ignorando las disculpas sinceras de Sanaytay se giró hacia mí.
—«¡Ese tipo es incorregible! ¿Te estaba espiando, hermana?»
Me sonrojé recordando el baile de Sanaytay. Diablos, ¿y qué hacía esa armónica bailando a esas horas? ¿Y qué hacía Naylah moviendo la lanza estando medio dormida? ¿Es que no había un solo ser normal entre los Ragasakis? Resoplé secamente.
—«No espiaba a nadie. Sólo venía a comprobar que mi hermana estaba bien.»
—«¡Ni que nos la fuéramos a comer!» se burló Sirih. «Te recuerdo que aquí tenemos a la mejor guerrera. Relájate ya y, por cierto, si le asustas otra vez a Sanay, lo lamentarás. Mirón.»
Añadió algo en un gruñido ininteligible mientras volvía a arrebujarse en sus mantas. Sanaytay ya se había escondido debajo de las suyas, como avergonzada de haber sido vista. Naylah, con la mano aún agarrada a la lanza, reposó la cabeza sobre su jergón. Y yo rechiné los dientes. Attah… Que no me hubieran quitado a Yánika de mi lado, y no las habría despertado. Las únicas que no se habían inmutado un pelo eran Yánika y Orih. Y Tchag, por supuesto.
Suspiré con paciencia y, al cruzarme con la mirada de Livon, quien, curioso, había asomado la cabeza de nuestro cuarto, consideré regresar a mis mantas pensando que aún quedaban unas dos horas de noche. No había dado un paso cuando un súbito movimiento abajo de las escaleras me hizo girar unos ojos vivaces.
¿Un vampiro? Resoplé silenciosamente y entré en el cuarto preguntándome si en tal compañía sería capaz de dormirme otra vez…
* * *
—«¿Realmente creéis que estará bien?» preguntó Sanaytay, algo inquieta.
Bajábamos la cuesta de la colina con intenciones de ir a visitar el pueblo de Orih y habíamos dejado a Yeren atrás con los vampiros. De haber sido yo, jamás se me habría ocurrido arriesgar mi vida por una criatura de esas, pero por lo visto el curandero ansiaba conocer al Príncipe Anciano y parecía tenerle ya gran estima. A saber por qué. Al pasar para salir del edificio, me había vuelto a cruzar con los grandes ojos atentos del viejo vampiro y tenía la impresión de que seguían observándome a través de los muros. Mar-háï… Intenté olvidar mi incomodidad y me centré en el presente.
Orih caminaba por el terreno mojado, abriendo la marcha. Limbel nos había señalado una dirección, diciendo que los miroles vivían en unas cuevas cerca de un recién abierto pasadizo hacia los Subterráneos. Ese túnel era sin duda el mismo por el que los vampiros habían llegado. Y probablemente de ahí venía la causa que había dejado a los miroles rabiosos.
Aquella mañana, el cielo seguía nublado y la tierra brumosa, pero al menos había dejado de llover. Mientras nos adentrábamos en el bosque andando entre lodo, musgo y hierba hundida, pregunté:
—«¿Explicó el viejo ayer cómo los miroles se han vuelto rabiosos?»
Antes de que pudiera contestar nadie algo juicioso, Sirih se burló:
—«Si no te hubieses marchado tan repentinamente anoche, lo sabrías.»
Le eché una mueca aburrida y Livon intervino confesando:
—«Yo tampoco me enteré muy bien.»
—«Ya, eso es porque se te ocurrió beber la sangre de Yeren y bostezabas como un oso lebrín,» se mofó la armónica.
El recuerdo de la sangre le arrancó a Livon una mueca de repugnancia.
—«Aun así, hermana,» terció Sanaytay con voz tímida, «si él no hubiera permutado con el Príncipe Anciano, los vampiros nos habrían atacado y, entonces, ¿qué habríamos hecho, hermana? Podría haber tratado de ensordecerlos con mis armonías y tú cegarlos con luz, pero eso tal vez sólo los habría vuelto más feroces y… y entonces…»
Se había quedado muy pálida imaginando el resultado. Sirih chasqueó la lengua.
—«Tâ… No te asustes por nada, Sanay. Todo fue bien.»
Sanaytay agarró su flauta, asintiendo con una mueca ensimismada de disculpa, aún pálida. Y decir que aquella misma noche la había visto moverse con la confianza de una ninfa bailando al son de la lluvia y a la luz de la Gema… ¿Quién lo hubiera imaginado? Mientras avanzábamos por el bosque, la flautista captó mi mirada y se sonrojó vivamente, girándose hacia el frente con nerviosismo. Parpadeé, confuso. Mar-háï. Una suerte que Yánika no fuera tan impresionable como ella, o estaríamos todos ya temblando como hojas y sonrojándonos como zorfos. Con paciencia, volví a preguntar:
—«Entonces… ¿Qué les pasó a los miroles?»
Como era de esperar, fue Naylah quien explicó:
—«Como sabes, se volvieron rabiosos. Por lo visto, cazaron una banda de catraíndes y se los comieron.»
Resoplé, atragantándome. ¿Habían comido catraíndes? Esas criaturas felinas eran pura toxina y sangre bersérker…
—«Supongo que no sabían lo que eran,» carraspeé.
—«Mm,» confirmó Orih Hissa ralentizando ligeramente. «No hay catraíndes en estas montañas. Esos tenían que venir de los Subterráneos.»
La mirol había ralentizado tanto que la alcanzamos en unos pasos. Adivinando su estado de ánimo, Sanaytay tendió una mano consoladora hacia ella.
—«No te preocupes, Orih… El Príncipe Anciano dice que tiene una solución para curarlos. Seguro que los cura en cuanto él vaya mejor…»
—«Mmpf…» Orih se encogió de hombros. «No es como si fuera mi pueblo ya, de todas formas.»
Siguió andando. Su actitud indiferente era tan poco propia de ella que ninguno de nosotros nos la tragamos.
No tardamos mucho en salir del bosque y alcanzar la pared norte del gran cráter. Esta estaba especialmente inclinada y pensé que ni aun Livon sería capaz de escalarla. Arriba de un pedregal, apareció una ancha entrada a una cueva guardada por un único mirol: Merek.
Cuanto más nos acercábamos, más nervioso se ponía el mirol y más pesado parecía hacérsele el bastón afilado que llevaba en mano. Al llegar a su altura, constaté que estaba igual de lívido que el día anterior.
—«Orih…» farfulló. «Estás bien, gracias al cielo. Yo…»
Dio un paso hacia atrás pero, entonces, se recobró y bajó la lanza de madera hacia nosotros.
—«¿Qué hacéis aquí?»
¿Creía acaso que habíamos venido a vengarnos por su traición? Orih se acercó, tomó la punta de la lanza y la levantó.
—«No cometas varios errores seguidos, Merek. Sólo he venido a ver el pasadizo por el que pasaron los catraíndes. ¿Dónde está?»
Merek respiraba con dificultad.
—«¿Los… catraíndes? Entonces, los vampiros os hablaron de…»
—«Lo sabemos todo. Y sabemos que tú y Rakbo sois los únicos que todavía os tenéis en pie… de milagro,» añadió Orih, observando cómo su amigo de infancia transpiraba enfermizamente. «Enséñame la entrada al túnel, Merek.»
El mirol la miraba con ojos llorosos.
—«L-lo siento tanto, Orih. Yo nunca quise hacerte daño.» Hubo un silencio en el que Orih se mantuvo imperturbable. Merek alzó su mano libre hacia dentro de la cueva. «La entrada está adentro, hacia la izquierda. Hace unas semanas, hubo un terremoto. El abuelo Dalorio dijo que las Llamas Sagradas del mundo estaban castigando nuestras malas acciones.»
Orih había dado un paso hacia delante pero se detuvo en seco.
—«¿El abuelo Dalorio? ¿Está vivo?»
Su fachada fría había caído inadvertidamente y en sus ojos destellaron la nostalgia y la esperanza. Merek se apoyó sobre el bastón murmurando:
—«Es el único Anciano que queda vivo.»
Orih agrandó mucho los ojos.
—«El único,» repitió, aterrada.
Y desapareció cueva adentro con renovada energía. Estaba claro que no sólo andaba buscando la entrada al túnel. La seguimos y Merek protestó:
—«No le hagáis daño a mi pueblo, por favor, ellos ya han pagado suficiente. Castigadme a mí. Yo fui quien os traicionó…»
Livon posó una mano firme sobre su hombro.
—«Merek. Tranquilo.»
Esas dos palabras y la sonrisa que le dedicó bastaron para dejar a Merek confundido y apaciguado. Livon lo invitó a seguirnos y no tardamos en alcanzar a Orih. Tal y como esperaba, esta no tomó el camino de la izquierda amplio y cubierto de estalagmitas y acabó desembocando en la caverna principal del pueblo mirol. Lo que vi en esta me ensombreció. A la luz de una piedra de luna, tal vez dos decenas de saijits, hombres, mujeres y niños, se encontraban ahí, maniatados, tumbados y cubiertos de mantas, gimiendo y agitándose débilmente.
—«Tuvimos que atarlos,» explicó Merek. «La primera noche después de la cena, empezaron a luchar entre ellos y a golpearse contra las rocas.»
Mar-háï… Tendí una mano hacia Yánika para taparle la vista, pero un aura de impaciencia me replicó.
—«Estoy bien,» aseguró ella.
Le respondí con una mueca incrédula. Con voz ahogada, Orih preguntó:
—«¿No sois más que estos?»
El carraspeo de Merek retumbó en la cueva.
—«El resto está enterrado al pie del pedregal.»
Orih se estremeció violentamente. Volteó de pronto hacia su amigo de infancia con ojos relampagueantes.
—«¿Por qué no pedisteis ayuda en Skabra? Ahí hay curanderos que podrían haber intentado salvarlos. Está a menos de un día de caminata. ¿Por qué…?»
Calló, anegada por el horror. Cuando Merek contestó, lo hizo con un tono de voz lleno de amargura:
—«¿Y nos habrían curado gratis? ¿Tú crees? Los extranjeros no hacen nada sin esas monedas que usan. No podemos pagar con nada, Orih. Lo único que podemos hacer es esperar y rezar con todas nuestras fuerzas a que se pongan bien.»
Empezando por ti, pensé al verlo titubear con su lividez enfermiza. Orih meneaba la cabeza, alucinada.
—«¿Esperar y rezar?» repitió con cara insultada. «¿Eso es todo lo que piensas hacer para salvar a tu pueblo, Merek? De niño eras menos cobarde.»
El mirol inspiró y espiró ruidosamente.
—«Dime qué más puedo hacer, Orih…» Alzó otra vez sus ojos llorosos hacia ella. «El Príncipe Anciano dijo que intentaría algo cuando se curase él mismo. Pero si estáis libres… si estáis libres significa que lo habéis matado, ¿verdad? Habéis matado a los vampiros. Y habéis matado a mi pueblo.»
Bajo nuestras miradas suspensas, se acercó a su gente usando su lanza como una cachava y se arrodilló junto a la silueta de un viejo mirol que fijaba el techo con ojos brillantes.
—«Abuelo,» murmuró Merek, y hundió su rostro en el pecho del anciano diciendo: «Si no te hubiera servido un vaso de sangre de catraínde, no te habrías envenenado tú también… Lo siento tanto.»
—«Los cielos nos han castigado,» dijo el anciano con voz casi inaudible. «Estamos pagando por haber traicionado a Lahira Hissa y a su hija. Quien mata a su propia sangre, se mata a sí mismo, muchacho. Siento… que ya no me queda mucho tiempo en este mundo.»
Merek soltó un gruñido ahogado de desesperación.
—«Te salvaré, abuelo. No puedes morir así. Orih… Orih Hissa está viva, abuelo. Ella no murió.»
El anciano agrandó los ojos y su rostro se contrajo de dolor.
—«¿Viva?»
—«Sí, abuelo. Mírala. Está ahí. ¿No la ves?»
—«No la veo.»
—«Abuelo,» farfulló Orih. La mirol se acercó para arrodillarse del otro lado del anciano, con una expresión deformada por la pena.
Intercambié una mirada con Livon y de un tácito acuerdo dimos media vuelta, dejamos a los miroles y regresamos a la cueva de la entrada, buscando el túnel. Yo sentía una ligera corriente de aire proveniente de un lugar perdido entre las rocas y las sombras.
—«Es horrible,» comentó Livon, sombrío.
Todos asentimos sin una palabra. En un murmullo inquieto, Sanaytay preguntó:
—«¿Creéis que el Príncipe Anciano realmente podrá hacer algo por ellos?»
Era una buena pregunta. Al fin y al cabo, cabía la posibilidad de que esos vampiros tan sólo hubiesen estado utilizando a Merek y a su compañero para que atrajeran saijits sanos. Teniendo en cuenta que ese Príncipe Anciano era un asesino… ¿Un asesino? Marqué una leve pausa, turbado por mi propio pensamiento.
—«Mm… Quién sabe,» contestó Sirih al fin. «Lo que está claro es que, en cuanto le hablemos de esto, Yeren querrá intentar ayudarlos. ¿No os habéis fijado? Esos vampiros dijeron que estaban rabiosos, pero el caso es que ya no tienen pinta de ser tan peligrosos. Dudo de que hayan dormido una sola vez desde que han sido infectados por los catraíndes… Parecen almas hambrientas a punto de dar su alma al diablo,» murmuró.
Como ansiosa por alejarse de la caverna de miroles, la armónica se adelantó entre las estalagmitas con andar más vivo. Los demás la siguieron y caminé tras ellos, cada vez más preocupado por el aura de Yánika. Mi hermana no la estaba reprimiendo ni mostraba signo alguno de cansancio: estaba intentando controlar sus emociones borrándolas a fuerza de voluntad, tratando de no pensar en nada. Aquello me hizo recordar una conversación que había presenciado un día entre mi padre y el Gran Monje del Templo. Este había dicho algo parecido a:
“Ambos sabemos que los Arunaeh sentís menos que los demás y que vuestras emociones están controladas por una fuerza que se os impone desde muy pequeños… Lástima que, con ello, perdáis la capacidad de controlaros con vuestra voluntad. La voluntad de olvidar el miedo, la voluntad de olvidar la más profunda tristeza… Esas no las conocéis. Sois como niños encadenados que saben que allá donde vayan es terreno seguro porque la cadena les impide traspasar los límites. Unos límites que veis como justificados, pero yo me pregunto si son siempre correctos.”
Yánika era una excepción a la regla. Ella no tenía ninguna fuerza impuesta que la ayudara a controlarse. Y a pesar de ello, con voluntad, conseguía hacer que su aura casi desapareciera del todo. Y tan concentrada estaba en no molestar a los demás con sus emociones que se tropezó con un desnivel y la agarré del brazo, suspirando.
—«¿Quieres que salgamos, Yani?»
Por toda respuesta, me asaltó un aura rebelde.
—«¡Aquí está!» exclamó Livon.
La luz del día todavía iluminaba las paredes en esa parte y ni siquiera tuve que sacar mi piedra de luna para inspeccionar el lugar. El túnel estaba medio tapado con rocas, seguramente apiladas por Merek y Rakbo. Me acerqué, echando un vistazo. Obviamente la abertura no había sido creada por las «Llamas Sagradas del mundo». Tras ver las hendiduras en la roca así como la cantidad de pequeños pedruscos masticados, afirmé sin dudarlo:
—«Por aquí pasó un dragón de tierra. Y uno pequeño. Lo que significa que probablemente más abajo tuvo que pasar uno grande. Los dragones de tierra nunca abandonan a sus crías hasta que estas alcanzan el tamaño adulto.»
—«De ahí el terremoto,» meditó Naylah.
Livon se asomó en la abertura y lo vi olfatear y fijar una mirada sombría en la oscuridad del túnel.
—«Huele a muerte,» dejó escapar.
Fruncí el ceño aunque no me sorprendí. Los dragones de tierra sólo se nutrían de minerales, pequeños gusanos e insectos, pero sembraban pánico y causaban peligrosos derrumbamientos que aplastaban a cuanta criatura se encontraba a su paso.
Posé una mano sobre la pared irregular, evaluando las fuerzas. Tras considerar que aquel pasadizo era más o menos seguro, me relajé y me senté sobre una roca, pensativo.
Si los vampiros habían llegado por ahí huyendo de los dokohis, significaba que aquel túnel debía de comunicar de alguna forma con la parte de Lédek. Esta, al fin y al cabo, era una zona relativamente alta en comparación con Kozera y Dágovil… Debía de estar tan sólo a unas horas de marcha. Observé a Sirih y a Livon mientras estos se adentraban en el túnel alumbrados por luz armónica. ¿Qué pretenderían hacer los Ragasakis con esa entrada a los Subterráneos? ¿Ir a echar un vistazo e intentar sacar más información sobre los dokohis? Si estos habían atacado al Príncipe Anciano, cabía la posibilidad de que lo anduvieran buscando aún ahora. En tal caso, acabarían encontrando el pasadizo en un momento u otro. A menos que destruyéramos el túnel antes.
Compartí mis pensamientos con Naylah y Sanaytay, y el primero en asentir y aprobar silenciosamente mi razonamiento fue Saoko. Naylah lo meditó más, y adiviné que para ella la posibilidad de encontrarse con los dokohis más pronto de lo previsto la seducía. No había llegado aún a una conclusión cuando Livon y Sirih regresaron diciendo que el túnel parecía infinito y que se empinaba cada vez más.
—«Los vampiros debieron de estar más que desesperados para tomar una ruta así,» meditó Livon.
Nos giramos al oír unas palabras gruñidas provenientes de la caverna de los miroles. Pronto vimos aparecer a Orih. Caminaba con rigidez. Se la veía irritada. Al golpearse levemente contra una estalagmita, masculló una queja y dio unas zancadas antes de decirnos con decisión:
—«¡Se acabó! Si el Príncipe Anciano es capaz de salvarlos, ¡que los salve! Yeren ya lo está ayudando a él, ¿no? ¡No se lo perdonaré si muere un solo Atarah más!»
¿Atarah? Así se llamaba por lo visto el pueblo de Orih. Casi parecía identificarse, pese a lo que esos Atarah le habían hecho padecer en el pasado.
—«¿Cómo piensas convencerlo?» preguntó Naylah.
—«¡Haré explotar la entrada de este cráter!» se exaltó.
¿Estaba bromeando, verdad?
—«¡Eso nos fastidiaría a nosotros también, Orih!» objetó Livon. «Seguro que hay una manera más suave para convencerlo. ¿Qué tal simplemente si hablamos con él?»
—«Estoy de acuerdo contigo, Livon,» intervine. Me levanté de la roca con las manos hundidas en mis bolsillos. «Mar-háï, no es por nada pero pienso que dejar este túnel abierto hacia los Subterráneos, con tantos miroles enfermos al lado, no es una buena idea. Como están las cosas, podría subir hasta aquí cualquier tipo de criatura, no sólo catraíndes o dokohis: por esta abertura tan grande podrían pasar hasta los kraokdals y los nadros. Si les prometemos a esos vampiros que destruiremos el túnel definitivamente, puede que se vuelvan más dispuestos. Así estarán más seguros aquí y los dokohis no podrán perseguirlos tan fácil. Todos ganamos.»
Finalmente, mi argumento los convenció. Naylah y Livon fueron a negociar y a los demás Orih nos suplicó que la ayudáramos a cuidar a su pueblo: tanto a niños como a adultos, les dimos de comer empanadas de Kali, recogimos agua clara para todos y limpiamos la caverna. Parecía que había pasado un maremoto por ese lugar: a pesar de que era evidente que Merek se había esforzado por poner orden y mantener el lugar limpio, había fragmentos de boles por todas partes, restos de sangre de catraínde y saijit en el suelo y en las paredes pintadas, cestas destrozadas, jergones despedazados… Pocas eran las pertenencias de los Atarah que no habían sufrido daños. Pero lo peor eran las heridas que se habían infligido esos montaraces. De no ser por los cuidados de Merek, muchos de ellos habrían muerto días atrás.
Estaba ayudándole a beber agua a un niño de la edad de Yánika cuando oí a Orih inquirir:
—«Merek, ¿y Rakbo? No lo he visto en toda la mañana.»
De reojo, advertí la mueca del joven mirol.
—«Salió a cazar.»
¿A cazar, eh? Por el tono en el que lo dijo, me pregunté si su compañero había ido a por comida o a por más saijits con sangre sana…
Finalmente, Naylah y Livon regresaron y lo hicieron en compañía de Yeren y del vampiro con gafas.
—«¡Todo en orden!» anunció Naylah. «El Príncipe Anciano dice que si somos capaces de destruir el túnel tan eficazmente como decimos se pondrá manos a la obra esta misma tarde para salvar a tu pueblo, Orih.»
Los ojos de la mirol se iluminaron.
—«¿En serio?» Se giró hacia mí y me agarró de la manga agitadamente. «¡Vayamos a destruir el túnel, Drey! ¡No perdamos tiempo! ¡Venga, vamos!»
Salió corriendo hacia la entrada del túnel y la seguimos todos con más reservas. Una vez ante la abertura, me apresuré a revestir al menos los guantes de destructor que guardaba al fondo de mi mochila. Agarrando también la máscara, me giré hacia Yánika.
—«Estarás mejor aquí,» le dije a regañadientes.
Mi hermana sonrió. Tras haber cuidado tan bien de los miroles enfermos, su aura rebosaba de esperanza.
—«Ten cuidado, hermano.»
—«Siempre,» repliqué con una sonrisa. Al advertir la indecisión fastidiada de Saoko, agregué para él: «No hace falta que me sigas: sólo me molestarías.»
El drow de pelo pincho hizo un mohín pero no se dignó a contestar. Me até la máscara, saqué la piedra de luna y me adentré en el túnel en pos de Orih. Esta ya me llevaba unos cuantos metros, iluminando su camino con una linterna.
Sentía curiosidad por ver la habilidad de la mirol. Era explosionista, pero no usaba órica y, por lo que había entendido, su sortilegio requería muchísima más energía que los sortilegios de fuerza órica. Sin embargo, si era capaz de expandirse a través del mismo material, también debía de ser mucho más destructor.
—«Oye, ¿hasta qué punto es potente tu sortilegio de explosión?» le pregunté mientras caminábamos prudentemente entre los escombros.
Orih ralentizó y alzó un índice pensativo.
—«¿Has visto ya una mágara explosiva?»
—«Por supuesto,» dije. «En las minas subterráneas se usan continuamente. ¿Así que es un poco como una mágara minera explosiva?»
La mirol soltó una risita.
—«Nada que ver. De media, es como una veintena de esas mágaras.»
Agrandé los ojos como platos. ¿Una veintena? Ella retomó con calma:
—«No puedo controlar su potencia, así que a veces hay pequeñas sorpresas. Por eso siempre soy prudente,» se jactó.
Reprimí una mueca incrédula.
—«¿Cómo funciona?»
Orih me dedicó una gran sonrisa antes de seguir andando y explicar:
—«Fácil. Mi sortilegio funciona como un vínculo entre el corazón de la explosión y yo. Necesito unos minutos para colocarlo, y luego unos cinco minutos de espera antes de poder activarlo. No es un real inconveniente, porque de todas formas después de colocarlo, es necesario alejarse un buen trecho.»
Tragué saliva.
—«Y… supongo que sabes evaluar más o menos cuánto hay que alejarse.»
—«Mm… En la Superficie, más o menos, pero nunca he hecho una explosión subterránea,» admitió adoptando un tono inocente. «En eso, tú eres el experto, ¿no?»
Me contenté con un carraspeo indeciso. No habiendo visto nunca su sortilegio, era difícil imaginar el impacto. Pragmáticamente hablando, hubiera sido mejor que yo me ocupase solo de romper el túnel, pero sentía curiosidad, y no me sentía capaz de quitarle la gloria a Orih. Parecía estar tan animada… Tras un silencio en el que tan sólo se oían nuestros pasos, el goteo del agua y el rodar de los guijarros, llegué a la conclusión de que cuanto más lejos se desfogase Orih mejor.
Así que continuamos bajando. En un momento, Orih por poco se despeña y decidí pasar delante pese a que ella me repitiera que estaba bien, que sólo había resbalado.
—«El experto soy yo, ¿no?» le retruqué. «Si hubieras resbalado del todo, estarías muerta.»
Pasé delante ante su expresión sobrecogida. Al de tal vez un cuarto de hora, sin embargo, la mirol empezó a quejarse.
—«Drey… ¿No nos estamos yendo demasiado lejos? Lo que hemos bajado luego habrá que volver a subirlo, ¿sabes? Esa cuesta me va a matar.»
—«Es verdad,» reconocí. «Sólo bajemos un poco más.»
El «un poco más» se convirtió en un cuarto de hora más. Un olor nauseabundo empezó a flotar en el aire y fue intensificándose a medida que bajábamos. Orih se tapó la nariz, luego se tapó la boca. Finalmente nos encontramos en camino con un cadáver enorme, blando y maloliente.
—«D-Drey,» farfulló Orih, sin aliento. «¿Qué es eso?»
—«Un rowbi,» respondí. «Son especies de gusanos enormes. En Dágovil, se usan como ganado y para transporte pesado.»
—«¿Ganado?» se atragantó Orih rodeando el inmenso cuerpo, asqueada. «¿Eso se come?»
Asentí, divertido.
—«Ajá. De hecho, es uno de los platos más típicos de Dágovil. La gente le añade rowbi a cualquier plato. Pero sólo se comen los domesticados. Los salvajes podrían haber comido cualquier cosa. Y este está ya medio podrido.»
Y ninguna bestia había venido a devorarlo, noté para mis adentros.
—«¡No te quedes mirándolo!» protestó Orih. «¿Es que no tienes olfato? Yo no puedo más…»
—«Curioso,» medité. «Una vez oí decir que a los miroles les encanta la carne podrida. En tal caso, el rowbi debería olerte como un pastel de Kali, ¿no?»
—«¿Bromeas? Por favor, muévete,» se atragantó Orih apremiándome. Aspiró y escupió. «Es repugnante. ¿Es que no lo hueles?»
Me preocupó su cara nauseosa y, soltando un sortilegio órico para alejar la peste todo lo posible, aceleré también el ritmo replicando:
—«Lo huelo lo justo.»
Porque el Datsu me impedía reaccionar al olor de manera excesiva, añadí para mis adentros, pero dejé a un lado la explicación sabiendo que no era un buen momento para hablar de ello.
Unos pasos más lejos, cuando el hedor de la criatura amainó, me fijé en que el túnel se había ensanchado y allanado. Me detuve y posé una mano en la roca. La tanteé un rato. Y asentí ante la pregunta tácita de Orih.
—«Puedes colocar aquí tu sortilegio. Parece un buen sitio.»
Orih sonrió anchamente y tomó una bocanada de aire limpio.
—«Déjamelo a mí.»
Intensificó la luz de su linterna para ver mejor y, mientras ella trabajaba, me alejé un poco por el túnel. El aire era curiosamente más fresco y en una curva observé que mi piedra de luna ya no era la única en emitir luz ante mí. Había algo ahí, al fondo del sendero. Tras echar una mirada a Orih y comprobar que seguía ocupada, aproveché el tiempo libre para acercarme a la fuente de luz con prudencia. Desemboqué finalmente en una amplia caverna iluminada con una piedra de luna gigante. No, me corregí. Más que una caverna, era un enorme abismo. Un camino lo bordeaba, más bien irregular, pero era posible recorrerlo. Abajo del todo, en el fondo del abismo, no se veía nada… pero se oía un rumor constante y, por las corrientes de aire que ascendían hasta donde me encontraba, todo indicaba que ahí abajo fluía un río. Y no un simple arroyo. Con lo que, con toda probabilidad, se trataba del río Espiral que desaparecía por trechos en la roca, bajando en espiral hasta el Mar de Afáh y pasando por Ámbarlain. O eso pensé, pero hubiera necesitado las coordenadas exactas para verificarlo.
Di media vuelta y regresé donde Orih. La mirol estaba concentrada y procuré no molestarla. Me arrimé a un muro y esperé, observando sus gestos con curiosidad. Era como si, al tocar la roca, la estuviera pintando de energías. Como si estuviera creando uno de esos círculos mágicos de brujos que aparecían en los cuentos.
Al de poco, Orih se levantó, satisfecha.
—«Listo. ¿Volvemos?»
Asentí y, despegándome del muro, dejé que Orih pasara delante y cerré la marcha. Como había vaticinado Orih, el ascenso fue más fatigoso que la bajada, pero también menos peligroso. Al de un rato, Orih se detuvo.
—«Si me alejo mucho más, el vínculo se romperá. Tendré que activarlo aquí.»
—«¿Qué pasa si el vínculo se rompe?» pregunté.
Orih se encogió de hombros.
—«Nada. Todavía no le he dado la energía necesaria para explotar,» explicó. «Entonces, ¿lo hago?»
Evalué la distancia que habíamos recorrido. No era mucha, pero si era lo más lejos que podía estar, qué remedio. Me ajusté la máscara de destructor: esta protegía también el oído, además de la cabeza y los ojos.
—«Hazlo,» aprobé.
Orih inspiró, juntó ambas manos y cerró los párpados. De pronto, la vi sonrojarse.
—«Sería… sería ridículo que me saliera mal esta vez, ¿verdad?»
Palidecí.
—«¿Salirte mal?»
—«No, bueno, es que no siempre, siempre me salen bien… Pero esta vez tengo que hacerlo,» se dijo. Abrió los ojos con decisión. «Por Merek… y el abuelo Dalorio. Como ese vampiro no logre salvarlos…»
—«¿Quieres hacerlo ya?» me impacienté y resoplé: «Mar-háï…»
Orih volvió a inspirar y a concentrarse. Durante unos instantes, hubo un silencio. Entonces, sentí un cambio en el aire. Al instante, una avalancha de energía me golpeó. El estruendo fue impresionante. La verdad, por más que hubiera tomado precauciones, no esperaba que fuera a ser tan potente. Ahora entendía mejor por qué los de su pueblo las habían tomado, a ella y a su madre, por monstruos. Y es que lo eran.
—«¡Corre!» exclamó Orih.
Nos movimos y, pese al terreno escarpado, tratamos de acelerar el ritmo de nuestra subida lo más posible. Incluso donde estábamos, caían pequeñas piedras por la sacudida. La explosión tardó un buen rato en terminar de expandirse y estaba maravillándome de que nuestro camino de vuelta siguiera abierto cuando oí el ruido característico de una roca cediendo a la presión. Eché a un lado a Orih justo a tiempo antes de que la roca se empotrase en el suelo, estallando. La mayoría de los pedruscos, sin embargo, no nos alcanzaron gracias a la barrera órica que había alzado a toda prisa. Orih tenía los ojos abiertos como platos. Y yo me agarraba a mi piedra de luna con fuerza.
—«Voy a intentar equilibrar esto antes de que nos quedemos atrapados,» dije.
—«¿Equilibrar…?»
Sin contestarle, me concentré en mi órica. La explosión de Orih ya había acabado, pero había dejado las rocas inestables y repletas de grietas. Mientras avanzábamos, me dediqué a echarlas abajo, limitando la probabilidad de que nos cayera una encima. Y las que, al caer, nos impedían el paso, las desintegraba justo lo suficiente, sin amainar un solo instante el viento que me rodeaba alejando la arena y el polvo.
—«Nunca más,» resoplé. «Ahora entiendo por qué no hay explosionistas en los Subterráneos. Es un puro suicidio.»
Orih no contestó. Avanzaba detrás de mí con movimientos rígidos e inseguros. Por lo visto, el haber usado tanta energía la había dejado exhausta. Oí un nuevo restallido de roca. Y sonreí ampliamente detrás de mi máscara. Mar-háï. Esa técnica era una locura, pero estaba seguro de que a Lúst le hubiera fascinado. Aunque él no la habría aprendido, porque era simplemente demasiado poco controlable.
Al de un largo rato de estar peleando contra rocas traicioneras, llegamos a un lugar más estable y acabamos de subir con más calma.
—«No ha debido de quedar ahí ni la sombra del túnel,» rió Orih al fin, más tranquila. «¿Verdad?»
—«Sí, y el rowbi debe de estar hecho papilla,» repliqué.
Una extraña impresión se apoderó de mí mientras nos acercábamos a la salida del túnel. La sensación empezó siendo un picoteo desagradable y rápidamente se convirtió en un miasma de desesperación. Dánnelah, ¿podía ser que…? Helado, me abalancé hacia la salida. Junto a esta, Livon trataba de ponerse en pie, pero algo parecía paralizarlo.
—«Drey… Orih…» tartamudeó. Tenía la mano ensangrentada.
Me detuve en seco en la entrada de la cueva. Junto a las estalagmitas, Sirih, Sanaytay y Naylah… las tres estaban igual de paralizadas que Livon. Es más, Sanaytay se había desmayado. Tchag se agarraba a Yánika temblando con todo su pequeño cuerpo. Y Yánika…
El aura de Yánika era una bola gigante de puro horror. Y en cuanto su horror me golpeó de pleno, dejé de sentirlo por completo. Como un autómata, me acerqué a ella, alejé a Tchag sin miramientos y, cogiendo a mi hermana en brazos, me fui sin una palabra, sin prisas, pero sin pausas.
Al salir de la cueva, la luz del día me cegó un poco. Vi al vampiro con gafas agachado algo más lejos, con cara de gato erizado y ojos exorbitados. Su instinto debía de haberle dicho que esa parálisis, que ese horror descomunal no eran suyos. Lo ignoré, bajé el pedregal y me adentré en el bosque.
Al de un rato, me di cuenta de que Yánika había cambiado de actitud. Ya no tenía sus grandes ojos negros abiertos mirando al vacío: los tenía anegados de lágrimas. Se agitó, obligándome a posarla en el suelo.
—«Her… ma… no…» hipó.
Me abrazó el torso con fuerza. Traté de entender lo que le había ocurrido pero fui incapaz, así que lo pregunté con calma:
—«¿Qué ha pasado, hermana?»
Yánika inspiró ruidosamente y, apartándose ligeramente, me miró, alzó una mano y me retiró la máscara. Agrandó levemente los ojos, pero pronto los bajó y volvió a ponerse a llorar.
—«¡Me asusté tanto!» exclamó de golpe. «Me asusté tanto, hermano… cuando oí la explosión. Nunca había oído algo así. Creía… creía que estarías muerto. Y cuando lo pensé, me sentí tan mal, tan mal que… que ellos… ¡Les hice daño, hermano! Livon se cayó y se cortó la mano. Tenía san… sangre,» sollozó. «Y Sanay se desmayó. Y Sirih se preocupó tanto… Y Naylah dijo… dijo cosas muy raras. Algo sobre un monstruo…» Volvió a abrazarme con sus brazos menudos, temblando con todo su cuerpo. La escuché sollozar. Tras un silencio, ella añadió: «¿De verdad soy un monstruo, hermano? Yo… creía que podía controlarme. Estuve practicando.» Tragó saliva y murmuró: «Incluso te estoy volviendo triste a ti… ¿verdad? Por eso tienes que usar tu Datsu… Porque si no a ti también te haría daño.»
La miré con tranquilidad y negué con la cabeza.
—«No,» aseguré. «A mí nunca me haces daño.»
Até mi Datsu tanto como este me lo permitió y poco a poco sentí cómo el sello volvía casi a su estado original. La tristeza de Yánika fue creciendo en mi interior, pero no la rehuí. Prefería sentir eso a no sentir nada. Le agarré ambas manos.
—«Yani. Dime. ¿Quieres seguir con esto? Si no quieres, nos vamos. Nos vamos ya y seguimos viajando adonde quieras. No tienes por qué aguantar esto.»
Yánika bajó la cabeza. Su tristeza no amainaba.
—«No quiero hacerles daño nunca más,» murmuró.
Y dudaba de que, después de un terror como aquel, los Ragasakis pudieran perdonarnos. Que hubiéramos estado junto a ellos, poniéndolos en peligro en cada instante, imponiendo el estado de ánimo de Yánika en sus sentimientos en cada momento sin avisarlos siquiera… Era probablemente imperdonable. Nadie hasta ahora, exceptuándome a mí, había sido capaz de aceptarla y convivir con ella conociendo su poder… Los Ragasakis se merecían mis disculpas. No las de Yánika: ella no controlaba su poder y había sido la primera en querer revelar su habilidad a la cofradía. Yo, en cambio, había alargado la cosa, sabiendo perfectamente que un día nuestros nuevos compañeros acabarían por averiguar la verdad.
—«Está bien,» dije al fin. «Pero no te sientas triste. No es culpa tuya, Yani. Ven, iremos a disculparnos y a despedirnos, y volveremos a ser tú y yo contra el mundo. ¿Qué te parece? No suena tan mal, ¿verdad?»
Yánika meneó la cabeza.
—«Eso no es lo que tú querías, hermano,» susurró. «Tú querías estar con ellos.»
—«Quería, pero ahora no,» le repliqué. «Las cosas cambian.»
—«Por mi culpa.»
—«Por culpa de los demás,» le retruqué. «Y por culpa mía. Si tú crees que eres un monstruo, yo soy peor. ¿O es que no te acuerdas de lo que pensaba la gente del Templo de los Arunaeh? Ni siquiera se creen que soy saijit del todo. Todo porque no siento igual. Pero no me importa, Yani. No me importa porque a ti no te importa. Mientras haya al menos una persona que sepa que no soy una simple máquina destructora… no necesito a nadie más. ¿Me oyes, Yani?»
Los labios de Yánika temblaron.
—«Pero Livon y tú os llevabais tan bien… Y Orih, Sirih, y Sanay… Mar-háï. Soy la peor destructora de los Arunaeh,» ironizó.
La miré, sobrecogido. Y me sentí enervado.
—«Olvídalo. Olvídalo todo. Sólo fueron unas semanas, no llega ni a un mes. No los conocemos. Olvídalos, Yani… No podemos quedarnos. Pero vayamos a disculparnos. Por favor,» añadí, suplicándola para que se calmase.
Yánika inspiró y asintió, recobrándose.
—«De acuerdo.»
Con paso lento, caminamos entre los árboles y apenas me giré cuando vi a Saoko acercarse. No me sorprendí: había notado su presencia desde hacía un rato. El mercenario se había mantenido a una distancia prudente, probablemente para que el aura de mi hermana no lo influyera. Lo más extraño era que no lo había visto en la cueva cuando yo había salido del túnel. Lo fulminé con la mirada y, tras un silencio, pregunté:
—«¿Por qué no has intervenido?»
Saoko alzó los ojos al cielo sin ralentizar. Tras otro silencio, confesó:
—«Lústogan me pidió que no lo hiciera.»
Jadeé interiormente. ¿Mi hermano le había pedido expresamente a Saoko que no interviniera en caso de que a Yánika le diera un ataque? ¿Por qué? ¿Acaso había previsto que algo así ocurriría y nos obligaría a separarnos de los Ragasakis? ¿Acaso esperaba que así volveríamos a casa?
Me concentré en mis pasos y pronto estuvimos de regreso al pie del pedregal de la cueva. Justo en ese instante lo estaban descendiendo Naylah, Livon, Orih, Yeren, Sirih y Sanaytay. Los seis Ragasakis mostraban encontradas expresiones. Naylah se aferraba a su lanza, Sanaytay estaba muy confundida, Yeren profundamente meditativo, Sirih tenía el ceño fruncido y Orih se mordisqueaba el labio, incrédula. Le hice una señal a Yánika para que se detuviera y me acerqué. La expresión de Livon era la que más me desconcertaba: sus ojos me contemplaban con inquietud. ¿Tal vez porque estaba buscando las palabras adecuadas para decirme que se sentía traicionado?
Cuando estuve a unos metros, el permutador preguntó:
—«¿Yánika está bien?»
Rehuí su mirada asintiendo.
—«Lo está. Y… ¿tu mano?»
—«Oh. ¡Sólo fue un rasguño!» aseguró.
Sonreía. ¿Por qué diablos sonreía? Tragué saliva.
—«Ragasakis. Quería deciros…»
Vacilé, incómodo. No estaba acostumbrado a pedir disculpas. Recordaba que las pocas veces que le había dicho «lo siento» a mi hermano este me había replicado «me da igual». Una manera de decir que era mejor hacer las cosas bien a la primera que pedir perdón inútilmente. Sin embargo, él bien que había pedido perdón cuando yo había aplastado la escultura de Antaka en aquel pueblo de Dágovil…
Decidiéndome al fin, me arrodillé. Bajo sus miradas sobrecogidas, me incliné posando mis manos enguantadas sobre los guijarros y solté alto, claro y sincero:
—«¡Siento lo ocurrido! Debí haberos avisado, pero no lo hice.»
Más que culpa, en ese momento sentí tristeza. ¿Acaso tanto me había apegado a ellos? Pues claro: por patético que pareciera, jamás había conocido tan bien a nadie como a esos Ragasakis con los que que me había cruzado hacía menos de un mes… Ya-náï, me dije entonces. Olvídalo todo. Lúst tenía razón: la amistad dura lo que dura el buen ambiente y se rompe más fácil que el talco. Reprimí mi tristeza desatando levemente mi Datsu. No quería que Yánika la sintiera. No quería hacerla sufrir más de lo que ya estaba sufriendo. Me quité de la cinta del pelo el símbolo azul de los Ragasakis que me había regalado Naylah y lo posé sobre las piedras con una inclinación:
—«Perdón y… gracias por todo. Entiendo que no podamos quedarnos después de esto.»
No tuve que esperar mucho la respuesta. Sirih resopló y Sanaytay murmuró mi nombre con tímida sorpresa; en cuanto a Livon, se sentó ante mí con las piernas y los brazos cruzados y me miró fijamente. Los ojos del permutador eran como dos lagos grises, límpidos y resueltos.
—«Drey,» dijo. «¿Qué estás diciendo? Ya conocíamos los poderes de Yánika. Zélif nos avisó.»
Agrandé los ojos como platos. Zélif… Claro. Era lógico pensar que no hubiera guardado el secreto y lo hubiera divulgado a los cofrades sin consultarme. No supe si sentirme aliviado por ello o no. Sirih carraspeó.
—«Bueno, eso de que los conocíamos… Yo personalmente no esperaba algo así. Fue francamente horrib…» Orih le dio un codazo pero Sirih terminó: «… blemente impresionante. Y ha durado. ¡Ha sido el peor cuarto de hora de mi vida!» rió nerviosamente. «¡A eso se le llama compartir penas y alegrías…!»
—«¡Sirih…!» protestó Orih. «No lo hace queriendo, ¿sabes? ¿Verdad, Yani?»
Aunque mi hermana se había quedado a cierta distancia, percibí claramente su aura de sorpresa.
—«¿Lo sabíais?» preguntó.
Orih asintió sonriente.
—«Claro. No es algo de lo que uno se dé cuenta fácilmente y me costaba creerlo pero, ahora que nos has dado una prueba tan clara… ¡ese poder es increíble, Yani!»
Yánika se aproximó con timidez, asombro y esperanza.
—«¿En serio?»
—«En serio,» sonrió Naylah.
—«Increíble y genial,» corroboró Livon sin abandonar su pose sentada.
Confundido, meneé la cabeza y me levanté, tratando de entender. Esos tipos…
—«¿No os asusta su poder?» pregunté.
Los vi intercambiar miradas, encogimientos de hombros y leves sonrisas.
—«¿No te asusta el mío?» replicó Orih enseñando sus dientes afilados.
Resoplé de lado.
—«El tuyo es tan flagrante que asustaría hasta a un dragón,» le dije. Y fruncí el ceño, mirándolos uno a uno, aún turbado. ¿Por qué diablos esos Ragasakis no actuaban como la gente normal? ¿Qué saijit en su sano juicio aceptaría en su grupo a una persona que influenciaba sus sentimientos a todas horas?
—«Así que… ¿no os molesta sentir lo que siento yo?» preguntó entonces Yánika.
—«Puede ser un poder peligroso,» admitió Naylah, posando bien su lanza. «Sin embargo…» Recogió la insignia de los Ragasakis del suelo y me la tendió sin dudarlo diciendo: «En nuestra cofradía, no abandonamos a la gente por ser diferente. Si no controla su poder… la ayudaremos a encontrar un método para aprender a hacerlo.»
—«Y lo encontraremos,» afirmó Livon, confiado.
—«¡Los Ragasakis pueden con todo!» exclamó Orih, radiante.
—«Además, si os vais, Tchag se transformará durante las noches,» apuntó Sirih, siempre pragmática.
Por la mueca sorprendida de Livon, supe que este acababa de caer en la cuenta. Sanaytay intervino entonces humildemente con su voz suave:
—«Drey. Yánika. Sería una pena… si os fuerais.»
El aura de Yánika brillaba ahora de emoción. Tragué saliva. Todos ellos… No necesité mirarle a mi hermana para tomar la decisión: retomé la insignia de los Ragasakis. Livon sonrió con todos sus dientes y, alegrado, Yeren comentó:
—«¡Bueno! Yo vuelvo con mis pacientes. Si no os molesta, chicos… ¿podríais traerme más oorda? Es la planta con florecitas rosas que recogí ayer en el camino. A Livon se la he enseñado antes. Coged todas las que podáis y regresad pronto. Estos miroles… andan muy mal. Pero, con el conocimiento del Príncipe Anciano, no tengo disculpa: haré todo lo posible por salvarlos.»
Livon me agarró de la manga para animarme a seguirlo.
—«¡A por oordas! ¿Las de flores en forma de campana, no, Yeren?»
—«¡Si te las he enseñado, Livon, no hagas como que no te acuerdas!»
Livon forzó mal una sonrisa.
—«Ya…» Se cruzó con mi mirada burlona y su sonrisa se ensanchó, clara e inocente, mientras corríamos bosque adentro. «Conozco un montón de plantas y tengo un olfato de lobo. ¡Sólo tendremos que ir por eliminación!»
Puse los ojos en blanco. Mar-háï…
—«Por eso no acabas nunca de resolver el cubo de números, Livon,» le dije con tono fatalista. «Te falta estrategia.»
Lo que no le faltaba, en cambio, era resolución.