Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis
La despedida al día siguiente se hizo amistosamente. Los Atarah habían tomado tanto a Yeren como al Príncipe Anciano como a sus salvadores y el abuelo Dalorio, ya recuperado, nos había prometido que su pueblo no olvidaría nunca el favor recibido. Le regaló a Orih un colgante de plata, reliquia de su pueblo, para que esta los perdonara a todos, incluidos los Ancianos ya difuntos. La mirol había querido rechazar, diciendo que ya los había perdonado, que el verdadero culpable de todo había sido Farog, pero Dalorio era un anciano tozudo y la convenció diciéndole:
—«Esta reliquia la trajo tu abuelo al pueblo. Él tenía el mismo espíritu aventurero que tu madre. Tal vez no lo recuerdes, murió cuando tú eras muy joven, pero sé que él hubiera deseado que la tuvieras tú. Mientras la lleves, el espíritu de tu abuelo y el de tus seres queridos te protegerán. Tu pueblo, o lo que queda de él, ha decidido servir al Príncipe Anciano mientras se quede en este cráter. Los Atarah somos montaraces ignorantes del mundo moderno y huimos de los demás saijits tal vez más que el Príncipe Anciano… Por eso, cuando te veo rodeada de jóvenes aventureros, entiendo que la vida de un Atarah no es una senda para ti. Sigue caminando en tu propia senda, Orih Hissa. Y sigue confiando en ti.»
Acabó todo en un adiós húmedo y exagerado que le dejó suspensa hasta a Yánika. Llegábamos ante el pasadizo que conducía afuera del gran hoyo cuando vi a Orih bajar la vista hacia su nuevo colgante y sonreí para mí. Al menos los problemas de su pasado se habían resuelto positivamente, aunque no sin lágrimas.
—«El Príncipe Anciano os desea un buen regreso,» dijo Limbel, deteniéndose.
Nos habían reacompañado él y Waïspo hasta la salida. A este último, le solté:
—«Por cierto. Si te está gustando El dragón equivocó su presa, te recomiendo los demás libros de Sirigasa Moa.»
El vampiro con gafas arqueó las cejas, sorprendido, y sonrió.
—«Ya los he leído hasta el último y varias veces. Soy un gran fan de Moa.»
Un vampiro fan de una escritora de Donaportela… Habrase visto. Sonreí anchamente, divertido. Livon agitó la mano con ánimo.
—«¡Un placer haberos conocido!»
Las comisuras de los labios de Limbel se curvaron ligeramente.
—«Lo mismo digo.»
Era la primera vez que lo veía sonreír sin parecer amenazante.
Atravesamos el túnel y pronto estuvimos caminando bosque a través, siguiéndole a Merek. Ya le habíamos dicho a este que, a la ida, habíamos marcado el camino, pero el mirol había insistido en ir con nosotros hasta Skabra, diciendo que tal vez encontraría la pista de Rakbo. Sea como sea, Orih parecía alegrarse de su compañía.
La siguiente en abrir la marcha después de Merek y Orih era Naylah. Después de su desmayo de la víspera, la guerrera se había empeñado en escuchar las palabras del Príncipe Anciano pese a su turbación, incluso había hablado más con él en privado y había pasado una noche con un sueño agitado. Sin embargo, aún no nos había dicho si tenía alguna idea de lo que le ocurría. Yeren, pese a sus conocimientos de endarsía, estaba tan perplejo como nosotros. Aun así, nuestra preocupación se fue diluyendo a medida que la veíamos guiar el grupo con su habitual energía.
Cuando llegamos al famoso río donde Livon había permutado conmigo para ahorrarse la travesía, nos aseguramos de que el permutador pasase primero. Se hirió un poco por nuestra desconfianza, pero enseguida recuperó todo su buen humor cuando, poco después, hicimos una pausa junto al río para comer las últimas empanadas de Kali. Finalmente, con ayuda de los Atarah, nos las habíamos comido todas. Quién lo hubiera previsto.
Estábamos recogiendo las mochilas e íbamos a retomar la marcha después de una agradable siesta —yo mismo empezaba a acostumbrarme a la ineludible siesta de los firasanos—, cuando Sanaytay alzó de pronto la cabeza y dijo con extraña calma:
—«Nos tienen rodeados.» La miramos, sobrecogidos, mientras ella añadía, concentrada: «Creo que diez… No. Doce personas.»
Doce personas, me repetí con el ceño fruncido. Escudriñé los lindes del bosque. ¿Bandidos, tal vez?
—«¿También hay bajando el río?» preguntó Naylah.
Sanaytay asintió.
—«Son tres,» murmuró. «Acaban de detenerse.»
Eso dejaba nueve en las demás direcciones.
—«Bien,» dijo Naylah, moviendo visiblemente su lanza. «No perdáis la calma y hagamos como que no nos hemos enterado. Sigamos.»
Nos pusimos de nuevo en marcha bordeando el río. Yánika caminaba junto a mí con un aura relativamente tranquila. ¿Sería porque confiaba en que no nos atacarían? ¿Percibiría algo? ¿O bien era porque confiaba en que, con tan buena compañía, no nos pasaría nada?
No anduvimos ni dos minutos antes de que Merek, algo pálido, se detuviera y soltara:
—«Más adelante, el río da una curva cerrada. Si cortamos…»
No acabó su frase, pero todos entendimos: si cortábamos por el bosque, los tipos que nos perseguían podrían tendernos una emboscada de todos los lados. Pero seguir el río también tenía ciertos inconvenientes: nos tendrían arrinconados contra el agua.
Livon dejó escapar un sonido gutural meditativo y de pronto alzó una mano hacia el bosque y lanzó alegremente:
—«¡Buenos días! Somos aventureros. ¿Quiénes sois vosotros?»
Su iniciativa nos dejó a todos suspensos. Ante la mirada fruncida que le echó Naylah, el permutador puso cara inocente.
—«Ya podrían habernos atacado pero no lo han hecho,» razonó. «Tal vez no tengan malas intenciones.»
Oímos un ruido de ramas rotas y sondeé la espesura, expectante, hasta que los vi aparecer. Vestían túnicas negras y holgados pantalones de color morado. Casi todos llevaban bastones, con lo que me costó tragarme lo de que no tenían malas intenciones; sin embargo, en cuanto aparecieron, Aruss exclamó:
—«¿Hermanos?»
Miré al Gurú del Fuego, sorprendido. ¿Hermanos?
—«¡Gran Gurú!» dijeron varios desacompasadamente.
—«Hermanos… ¡Naturaleza Sagrada! ¿Qué ocurre?» dijo Aruss súbitamente nervioso. «¿Qué hacéis con esos bastones? Yo… ¿No iréis a…?»
Por un instante, recordé lo que había dicho Naylah en Skabra. ¿Podía ser que los propios Protectores Járdicos estuvieran deseando deshacerse de Aruss? Hasta ahora no habían hecho nada pero… ¿qué había con esas expresiones tan alteradas?
Un Protector Járdico encapuchado desveló entonces su rostro y bajó el bastón, inseguro.
—«Tal vez nos hayamos confundido. ¡Hermanos! Relajaos,» ordenó. Y se acercó a nosotros. Era un elfocano, alto, castaño-rubio y de cara alargada. Su mirada se centró irresistiblemente en Aruss. «Gran Gurú. Eres tú, muchacho… Gracias a la Esencia, estás sano y salvo.»
Tomándonos a todos por sorpresa, le dio un fuerte abrazo. Aruss se ruborizó.
—«Nemin. Siento… Siento haberte preocupado tanto. Os debo disculpas. No debí…»
—«¿Qué hacéis aquí?» lo interrumpió Rozzy. «Creía que habíais confiado la búsqueda a los Ragasakis.»
Nosotros asentimos, revelando nuestra identidad. Nemin se giró hacia el elfo járdico y meneó la cabeza.
—«Rozzy, muchacho… Oímos noticias terribles,» explicó. Señaló a Merek. «Un mirol salvaje vestido igual que ese fue pillado en Skabra intentando capturar a un curandero en pleno día. Lo mandaron apresar y lo interrogaron. Según cuentan los rumores, habló de un grupo de saijits que había sido secuestrado por unos vampiros rabiosos. Enseguida pensamos en ti… No podíamos quedarnos quietos.»
Así que Rakbo había sido capturado e interrogado. En camino se habían mezclado un poco las historias, pero supuse que el gobernador tendría una versión más acertada de la situación.
—«Rakbo…» murmuró Merek con expresión alarmada.
—«Ese rumor es falso,» dijo entonces Aruss con voz clara. «No fui secuestrado. Simplemente fui a visitar a un gran sabio en las montañas. No pensé que tardaría tanto en volver. Perdón por no haberos avisado, hermanos.»
¿Que no había sido secuestrado? A él también le gustaba deformar la realidad, por lo visto. Fuera como fuera, su respuesta les hizo olvidar a los demás járdicos la historia de los vampiros, Nemin nos presentó sus disculpas por haber dudado de nosotros y reanudamos la marcha todos juntos hacia Skabra.
—«¿Así que un gran sabio, Gran Gurú?» dijo Nemin, curioso.
—«Sí,» sonrió Aruss. La presencia de sus cofrades lo había puesto aún de mejor humor. «Puede que suene extraño, pero estoy convencido de que, si no hubiese ido a verlo ahora, nuestra cofradía habría sufrido un gran daño. ¿Recuerdas, Nemin, que hace unas semanas te dije que seguía sin entender mi Esencia? Tú dijiste que era porque, al ser gurú, mi Esencia se fundía con la Esencia de todo y era más difícil llegar a comprenderla.»
Livon y yo caminábamos detrás de ellos e intercambiamos una mirada perpleja. Nemin asintió.
—«Lo recuerdo.»
Aruss juntó ambas manos a su espalda y alzó una mirada serena hacia el cielo, dejando el viento despejar su frente de sus mechones de fuego.
—«Creo que ahora la he entendido. Gracias a las palabras de ese sabio, pero también gracias a lo que una vez me dijiste, Nemin. Nuestro ser siempre tiene razón de ser porque es una pieza en el inmenso puzzle que es el mundo. Eso dijiste. Y se me ocurrió que esa pieza, como en un puzzle, necesita estar rodeada de otras piezas que la complementen para llegar a ser de veras. Entonces… entendí que todos éramos piezas imprescindibles. Incluido yo. Incluida nuestra cofradía.»
Nemin sonrió. Huh. Puse los ojos en blanco, divertido. Mar-háï, no sabía si su imagen tenía mucho sentido, pero estaba claro que, fuera lo que fuera lo que había entendido, Aruss estaba decidido a convertirse en un gran líder de su cofradía.
—«Es verdad,» murmuró de pronto Livon con tono pensativo. Le eché una mirada de reojo, sorprendido. «El puzzle,» explicó. «Las piezas tienen formas diferentes, igual que las personas, pero cada una tiene su propia posición. Como en el cubo de números. Por eso nunca consigo entusiasmarme con esos juegos: sus permutaciones sólo sirven para llegar a un punto ya definido. Es un mundo cerrado.»
Se ensimismó. Sonreí interiormente y, cruzándome con la mirada divertida de Yánika, le murmuré:
—«Cada uno con su tema.»
Nuestro ritmo ralentizó notablemente después de que se nos unieran los járdicos y llegamos a Skabra bastante tarde, cuando el sol ya se inclinaba sobre los montes del oeste. En la plaza de la entrada, junto a la fuente dorada, Aruss se detuvo para decirnos:
—«Ragasakis. Quisiera daros vuestra recompensa ya, pero nuestra base está en Firasa y no tengo aquí más dinero que el que di para las termas. Mañana mismo tengo pensado volver a Firasa y presentar mis disculpas al consejo de gremios, particularmente a los Bambuístas por el malentendido ocasionado. Sería por supuesto un placer viajar con vosotros pero… acabo de recordar que reservé un refugio entero para mis hermanos, con comida incluida, hasta después de mañana. Por favor, como agradecimiento personal, sería un honor que disfrutarais de él todo lo que queráis.»
Orih ahogó una exclamación. Acogimos la noticia con alegría, unos más exageradamente que otros. Con una mano en jarra y la otra en su lanza, Naylah sonrió y dijo:
—«Será un placer aceptar.»
Su tono formal y tranquilo no nos engañó a nadie. Al fin y al cabo, a la ida había sido la primera en meterse en las termas.
El camino hasta el refugio fue jovial. Las calles aún estaban pobladas de gente, las tiendas exhibían sus artículos y los extranjeros lo miraban todo, compraban estatuillas de la Doncella, jabones especiales, toallas de baño… Sin sorpresas, casi todo estaba relacionado con la higiene del cuerpo y del alma.
El refugio al que nos condujo Aruss se situaba en la parte media de Skabra. Sin ser demasiado pomposo, era acomodado: tenía un jardín frondoso, varias termas y una casa de bambú con veranda.
—«¡Es como un sueño!» exclamó Orih y aterrizó de un salto en la veranda riendo. «¡Yo también quiero ser Gurú del Fuego!»
El aludido sonrió y se inclinó.
—«Siento que tengáis que compartir el lugar con nosotros durante una noche.»
—«¡Bah, bah! ¡Donde caben diez, caben veinte!» replicó Orih alegremente.
Me carcajeé y Sirih se burló:
—«Y donde caben cien, caben doscientos, ¿no, Orih? ¿De dónde te sacas tus expresiones?»
Orih no contestó: se acababa de meter en el edificio a curiosear como si estuviera en su propia casa y lanzó:
—«¡Mira, Sirih, mira! ¡Un montón de cuadros! A ti te gustan los cuadros, ¿no? ¡Oh!»
La oímos inspirar de golpe mirando hacia… un gato. El felino, de pelo largo y blanco, se acercó sin temor y la expresión de Orih se enterneció, feliz. Yánika se avanzó. Por lo general, mi hermana siempre se había llevado bien con los animales domésticos y lo demostró ahí haciéndole ronronear al gato blanco incluso antes de acariciarlo.
—«¿Cómo se llama?» preguntó, mientras Orih tendía una mano a su vez.
Aruss meneó la cabeza, entretenido.
—«No lo sé. En Skabra hay gatos a montones. Aunque este no es la primera vez que lo veo en este refugio. Debe de sentirse aquí como en su casa. Por favor, entrad y seguid su ejemplo, Ragasakis.»
Le dimos las gracias y fuimos a instalarnos en los cuartos. Las Ragasakis no tardaron en desaparecer con mi hermana en el baño más grande, Yeren se fue a visitar a un curandero amigo suyo de la ciudad y Livon y yo acabamos por convencer a Merek y a Saoko para que se unieran a nosotros en otro baño termal. Así como el mirol parecía distraído y taciturno, Saoko abandonó su expresión cerrada en cuanto se metió en el agua caliente. Hasta cerró los ojos y se relajó.
—«¡Desde luego el Gurú del Fuego ha tenido una gran idea!» se alegró Livon.
—«Desde luego,» aprobé.
Espiré lentamente, sintiendo el calor envolverme como un manto. Se oían las voces distantes de las Ragasakis, así como el rumor de la ciudad y el gorgoteo constante del agua en una fuente cercana. Un viento frío se arremolinaba sobre los vapores cálidos del baño, sin llegar del todo a alcanzarme. Sentí cómo todas mis preocupaciones y cosas pendientes se iban diluyendo una a una: los dokohis, el Príncipe Anciano, mis sentimientos indetectables… Y me pregunté si, de no tener Datsu, mi serenidad en ese momento hubiera podido ser mayor…
* * *
Subterráneos, Isla de Taey, año 5619: Drey, 7 años.
—«Madre, ya he vuelto,» dije.
Dejé mis pequeños guantes de destructor sobre la repisa y entré en el salón. La luz rojiza de las linternas alumbraba cálidamente la alfombra que cubría el suelo, pero las paredes, vacías, seguían pareciéndome frías sin importar cuántas veces las veía. Sentada en su sillón, Mériza Arunaeh peinaba suavemente el cabello negro de Alissa. Alissa era mi pequeña prima. Tenía unos meses menos que Yánika, pero era mucho menos habladora que mi hermana.
—«Drey,» me dijo Madre. «No te vayas. Ven y hazme compañía.»
No protesté. Después de haberme pasado el día entrenando, estaba demasiado exhausto para jugar de todas formas, y no tenía a Yánika para olvidarme de mi cansancio. Me adelanté y me senté en un sillón cercano, observándolas.
—«Madre,» repetí al de un silencio. «¿Por qué Alissa no tiene Datsu?»
Un destello triste pasó por los ojos de Madre.
—«Porque aún no puedo ponérselo, hijo.»
Fruncí el ceño. Y tras otro silencio, pregunté:
—«¿Por qué Yánika no puede venir a la isla?»
Otro deje de tristeza apareció en los ojos de Madre.
—«Porque su Datsu es diferente.»
Volví a fruncir el ceño. Quería preguntarle otra vez: ¿por qué? Y otra vez: ¿por qué, por qué, por qué? Pero sabía que Madre se exaltaba fácilmente, sólo con unas pocas palabras de más. Contemplé su Datsu. No era violáceo como el mío sino azulado. Casi tan azul como lo eran sus ojos. Unos ojos que me recordaban siempre demasiado a los de Lúst, sólo que los de Madre eran más vivos, más suaves, y más inestables.
—«Madre,» dije con voz tranquila. Padre me había dicho que siempre le hablara con voz tranquila. «¿Para qué sirve el Datsu?»
Madre marcó una pausa y cuando alzó los ojos, por un momento, temí que fuera a perder la calma. Pero entonces, siguió peinando a Alissa con gestos lentos y contestó:
—«El Datsu es un medidor de emociones. Y como todo medidor, tiene un grado máximo, para cada emoción.» Sus ojos se posaron sobre una de las linternas rojas. Murmuró: «Y también es algo más, hijo. El Datsu protege nuestra mente. No traiciona nunca.»
Por su mirada turbada, adiviné que había preguntado demasiado. Si llegaba a hacerla perder los nervios, Padre se enojaría. Bajé los ojos hacia mis manos, enrojecidas de callos, y permanecí inmóvil en mi sillón, sin atreverme a hacer un sólo gesto.
* * *
Apreté un puño debajo del agua. ¿Por qué diablos me ponía a recordar esa escena en un momento tan apacible como aquel? Mar-háï… Quizá fuera ese dichoso medidor, que al verme tan tranquilo en el baño termal, trataba de equilibrarme con recuerdos de mi solitaria infancia. Los deseché, me centré de nuevo en el calor del agua y abrí los ojos hacia el cielo. Unas nubes alargadas y finas se iban dorando y sonrojando por el atardecer y las observaba, embelesado, cuando recibí de pronto una rociada de agua. Livon y yo nos miramos al mismo tiempo.
—«¿Has sido tú, Drey?»
—«¿Qué dices? Si has sido tú, Livon.»
—«Yo no hice nada,» aseguró.
Enarqué las cejas. Si él no había hecho nada y Saoko y Merek estaban en el otro lado del baño, entonces ¿quién…? El misterio se resolvió cuando la pequeña cabeza de Tchag apareció entre nosotros con una gran sonrisa exclamando:
—«¡Bú!»
Se tiró sobre la espalda, ronroneando como un gato, y comenzó a dar vueltas como un nurón a pesar de que, se suponía, en los baños termales no había que armar escándalos de esos. Y mientras él jugaba, pensé de pronto en algo. En el albergue del Manantial, el imp había ido a bañarse con Yánika y Naylah… de modo que esa era la primera vez que lo veía desnudo del todo. Después de la conversación que habíamos tenido en la casa de los vampiros sobre el sexo del imp, ni Livon ni yo pudimos reprimir la tentación de mirar… y cuando miramos ahogamos mal nuestro asombro.
—«Imposible…» murmuré.
Intercambiamos una mirada estupefacta. El imp no tenía sexo.
Chapoteando, Tchag nos alcanzó canturreando y preguntó, curioso:
—«¿Qué pasa?»
—«¿Mm? ¡Oh! Nada,» sonrió Livon. «Di, Tchag. ¿Dónde aprendiste a nadar tan bien?»
Mar-háï. Livon se había repuesto con una facilidad… Pero yo no conseguía sacar un sentido a aquello. Si Tchag no tenía sexo, entonces… ¿cómo podía existir una especie de criaturas como él en los Subterráneos? Debía de haber nacido deformado o…
—«¡La bruja Lul me enseñó!» dijo Tchag. Meneó la cabeza y se hizo más serio. «No sé. Creo… que fue ella.» Marcó una pausa, balanceó la cabeza y de pronto la alzó. Retomando su buen humor, nadó hasta las rocas y trepó diciendo animadamente: «¡Le he oído decir al gurú que vamos a cenar con el gobernador! Le he preguntado si tenía empanadas, y me ha dicho que no eran las de Kali, pero que seguro que sería una cena muy rica.»
Se rió sólo de imaginársela. Puse los ojos en blanco.
—«Glotón,» le lancé.
El imp agitó las piernas riendo.
—«Habrá nata. Y chocolate. Y berzas. ¡Y ricos rábanos!»
—«A mí no me gustan los rábanos,» dije.
Mientras él seguía dando nombres de alimentos al tuntún, recordé que no habíamos comido nada desde el mediodía y sus palabras me fueron pareciendo cada vez más crueles.
—«Y pasas, y pescado, y truchas…» canturreaba Tchag.
Le di un manotazo al agua para salpicarlo.
—«Zopenco. Las truchas son pescado.»
El imp se quedó con la boca abierta, sonriente.
—«Ah… ¿Sí? Bueno. Y arroz rojo, y buñuelos, y miel de kérejat,» continuó con aire risueño. Saltó otra vez al agua diciendo: «Esa me la quedo yo, ¿verdad, Livon? La miel, me la quedo, ¿eh, Livon?»
—«¿Jaâh…? ¡No seas egoísta, saijit miniatura!» lo acusé mientras Livon se echaba a reír. Lo agarré de uno de sus brazos grises esmirriados con una sonrisa de fingida malicia añadiendo: «La miel me la comeré yo. Tú puedes quedarte con los rábanos.»
Su expresión decepcionada fue tal que, por un instante, casi me arrepentí de mis palabras. Entonces, el imp retuvo la respiración y se hizo invisible. Attah… Resultaba tan raro agarrar algo invisible que lo solté. Enseguida recibí un sopetón de agua desde la izquierda. Y otro de detrás. Maldito… Repliqué y, como Livon se reía de mí, lo rocié a él también. El permutador se carcajeó y, reculando, alzó un índice:
—«¡Haya paz! ¡Lo compartido siempre sabe mejor! ¿Verdad, Tchag?»
El aludido apareció entonces sobre su hombro y lo señalé resoplando.
—«¡Pff! ¿Crees que un glotón como ese sabe compartir?» dije. «Tiene más estómago que un dragón. ¡Es un monstruo!»
En gran parte por culpa mía, acabamos los tres metiendo escándalo y salpicando agua y sólo el gruñido fastidiado de Saoko nos recordó los buenos modales.
—«¡Perdón!» se arrepintió Livon. Echó un vistazo a los baños, sorprendido. «¿Dónde se ha metido Merek?»
Es verdad, comprobé, chorreante de agua. El mirol ya no estaba en el baño.
—«Se ha marchado hace un rato,» dijo Saoko. «Y baj, no me extraña… Cualquiera aguanta a tres críos tan agitados.»
—«Perdón, perdón,» repitió Livon con una sonrisa de disculpa.
Decidimos salir del baño, pero por supuesto eso le obligó a Saoko a salir también. Ya estaba oscureciéndose, de todas formas, y si Tchag había oído bien, habíamos sido invitados a una cena por el gobernador. Mientras nos vestíamos, observé cómo la mirada de Livon se paraba repetidamente en el cinturón lleno de cuchillos de Saoko. Este se lo abrochó, ajustando su cimitarra, y frunció el ceño.
—«¿Qué miras?»
Livon confesó con franqueza:
—«Nunca había visto tanta arma junta en una misma persona. Impresiona.»
Pese a que el drow no le devolvió la sonrisa, Livon no pareció molestarse. Aún me sorprendía la facilidad con que el permutador aceptaba el carácter de todo el mundo.
Cuando salimos a la veranda, vi al fondo de esta al Gurú del Fuego. Iba acompañado de más personas. Una de ellas era el asistente del gobernador que nos había guiado la primera vez; otra era el gobernador en persona; y la tercera en la que reparé era un joven humano con una larga túnica… Me detuve en seco a mitad de camino, cruzándome con su mirada. Esa túnica… era igualita a las que llevaban los monjes del Templo del Viento.
Mientras Jakoral, el gobernador de Skabra, hablaba con el gurú járdico y Livon se unía alegremente a la conversación, marqué una larga pausa, pensativo. Un monje del Templo del Viento en Skabra… Era poco probable que estuviera ahí por casualidad. Lo confirmó el propio monje cuando, sacando de su bolsillo una carta, se alejó del grupo y se adelantó hacia mí. Se detuvo al pie de la veranda.
—«Mahí. Tengo una carta para ti.»
Acepté el sobre que me tendía y algo, en ese gesto, me resultó familiar. Entorné los ojos, observando el rostro del monje… Y caí en la cuenta.
—«¡Buz!» dije.
El monje tosió, sonrojándose.
—«Mi nombre es Bluz, Mahí. No Buz.»
Le sonreí anchamente.
—«Lo recuerdo.»
Era el muchacho que me había entregado la carta de Madre el día en que había sido expulsado del templo. Había crecido, pero su rostro aún tenía rasgos de niño. Ahora debía de tener unos dieciséis años.
Eché un vistazo al sobre. Estaba cerrado con el sello azul del Gran Monje. Era auténtico. Y me iba dirigido. Fruncí el ceño. ¿Por qué ese viejo abuelo me mandaba algo ahora, después de casi tres años de silencio? Al fin y al cabo, él me había expulsado del Templo… Dánnelah, pensé de pronto. ¿Podía ser que me hubieran visto conversar con mi hermano? O peor aún… ¿podía ser que lo hubieran pillado?
Rompí el sello y abrí la carta para leerla.
«Querido Drey,» decía. «Espero que todo te vaya bien. Me han informado de que, después de tres años completando trabajos de destructor independiente, te has metido en un grupo de cazarrecompensas de Firasa. He de confesar que me cuesta creerlo. Tal vez tu familia aún no esté al corriente pero, por lo que a mí respecta, hubiera deseado que pusieras tus aspiraciones en un puesto más digno de un antiguo discípulo del Templo del Viento. Por favor, no tomes decisiones precipitadas y recuerda que siempre hay que mirar hacia el futuro. Tómalo como un consejo.»
¿En qué te metes, abuelo?, resoplé interiormente. Seguí leyendo con fastidio:
«Hay algo de lo que quisiera discutir en privado contigo. Como tal vez ya sepas, la Orden del Viento ha tenido que lidiar con graves problemas desde que Lústogan Arunaeh robó el Orbe: nos quitó nuestra mejor defensa, y los rumores, como la savia de los alejiris, corroen más cuanto más se expanden. Hasta ahora siempre he intentado evitar un conflicto abierto entre tu familia y la Orden, pero tu padre no me lo está poniendo fácil. Hace unos meses, me contestó a una carta confirmando mis sospechas y diciéndome sin disimulos que Lústogan estuvo en la isla de Taey. Pero no mostró intención alguna de entregarlo a la Orden, ni mencionó el Orbe del Viento. Puedes imaginarte que algunos monjes se sienten insultados por su arrogancia. Recuerdo bien lo que me dijiste sobre tus prioridades al dejar mi templo; sin embargo, habrás de entender que, como Gran Monje, mi Orden pasa antes que los lazos familiares. Si sabes siquiera algo sobre el paradero del Orbe o si deseas, como yo, detener un conflicto que, además de inútil, sería doloroso para todos, te ruego que acudas a mi invitación y me informes de cuanto sepas.»
Se despedía amablemente pidiéndome que destruyera la carta en cuanto la leyera. La releí rápidamente. Mar-háï… El Gran Monje dejaba aparente por un lado que no deseaba verme como a un enemigo y, por otro, me invitaba a aliarme a él para evitar un conflicto. Dudaba de que realmente esperara que fuera a visitarlo en esas circunstancias. Ante las ojeadas curiosas de Bluz, le dediqué una ceja enarcada, arrugué el papel hasta hacerlo una bola y, pensativo, lo destruí en trozos tan diminutos que se hicieron polvo. El joven monje agrandó los ojos y, al ver mi mueca interrogante, explicó, admirativo:
—«Sabes destruir tejidos leñosos. Mi maestro jamás me enseñó algo así. Aunque no debería sorprenderme, viniendo de ti, Mahí. Di,» añadió con una expresión esperanzada. «¿Me enseñarás durante el viaje? Sé que sólo serán unos días, pero si lo haces… si lo haces te prometo qué haré cualquier cosa por ti. ¡Por favor!» añadió.
Lo miré, atónito, mientras él se inclinaba profundamente. Saoko, arrimado a una columna un poco más lejos, se había quedado tan sorprendido como yo.
—«¿El viaje?» repetí.
Lo vi sonrojarse.
—«Esto… Oí al Gran Monje decir que quería invitarte a una reunión importante…»
—«No voy a ir,» lo corté con desenfado alzando las manos detrás de mi cabeza.
—«¿No vas a ir adónde, Drey?» preguntó una voz detrás de mí.
Era Orih, que salía a la veranda aún vestida con una bata de baño. La seguían Naylah, Yánika, Sanay y Sirih. Nadie hubiera dicho que se habían pasado todo el día andando: las termas parecían haberlas revivido, todas olían a plantas aromáticas… y Yánika se había puesto el vestido blanco que le había comprado Orih en Firasa. Ante mi mirada sorprendida, Yánika sonrió anchamente y dio una vuelta sobre sí misma con un remolino de satisfacción.
—«¿Me va bien, hermano?»
—«¿A que parece un hada salida de un cuento?» se emocionó Orih juntando ambas manos.
Todas las Ragasakis parecían compartir su punto de vista. Resoplé de lado.
—«Ya… Aprovecha que todavía está blanco, pronto parecerás el hada negra del Atolladero.»
—«¡Pff!» replicó mi hermana levantando sus labios. «¡Di que soy fea!»
Sonreí y la atraje hacia mí con un brazo burlón.
—«Si lo dijera, me llamarías mentiroso. Te conozco bien.»
Yánika me replicó con una mueca juguetona mientras las demás Ragasakis se alejaban hacia donde el gobernador, Livon y Aruss seguían hablando. Se irguió y, como notando algo raro, se giró hacia el Monje del Viento. Ladeó la cabeza.
—«¿Quién es?» preguntó.
La expresión de Bluz estaba fruncida. Suspiré.
—«Un aprendiz del Viento. ¿Qué quieres?»
—«No soy aprendiz,» replicó Bluz con cierta sequedad. «Me ordené el mes pasado.»
Enarqué una ceja. Ser ordenado Monje del Viento requería pasar ciertas pruebas. Si Bluz las había conseguido a los dieciséis años… bueno, tal vez no sabía destruir madera, pero poseía una habilidad certera. Y una gran sed de aprendizaje.
—«Felicidades,» dije con sinceridad.
—«Mm.» Se lo veía complacido y al mismo tiempo disgustado. «Mahí… ¿Cómo puedes rechazar la invitación del Gran Monje?»
Sentí el aura turbada de Yánika y, queriendo acortar la conversación, solté:
—«Siento no poder enseñarte nada: nunca he sido un buen maestro. Además, supongo que lo sabrás, pero fui expulsado del Templo y no tengo intenciones de volver: si no quieres tener problemas, es mejor para ti no relacionarte mucho conmigo.» Marqué una leve pausa y agregué: «El Gran Monje es una persona comprensiva y tiene una inteligencia formidable. Estoy seguro de que logrará perdonar mi ausencia… y arreglar sus problemas solo. Eso es todo. Gracias por la carta y buen viaje de vuelta, Bluz. Yani,» añadí.
Me alejé con mi hermana por la veranda. Tras un silencio, el monje dejó escapar, confuso:
—«¿Por qué? ¿Por qué elegiste esa cofradía de pacotilla? La Orden del Viento tiene infinitamente más prestigio y ofrece muchas más posibilidades de futuro. ¿Por qué?»
Me detuve, recordando una frase del Gran Monje: “recuerda que siempre hay que mirar hacia el futuro”. Girándome a medias, sonreí contestando:
—«Yo no busco una posibilidad de futuro. Ya he encontrado la que buscaba gracias a esa cofradía de pacotilla… y no voy a cambiarla.»
Me alejé con Yánika hacia el grupo de Ragasakis. Para sorpresa mía, el gobernador y Aruss ya se habían marchado y los Ragasakis gruñían.
—«¡Nos has engañado a todos!» protestaba Sirih, incrédula.
—«La esperanza deforma los sentidos,» apuntó Livon. «Deberías saber eso siendo armónica, Sirih. Tchag sólo oyó lo que quería oír…»
—«¡Pero Aruss dijo que el gobernador invitaba a una cena!» se lamentó Tchag, sentado en el suelo, afligido. «Lo oí muy bien.»
—«Y olvidaste la parte en que dijo que sólo invitaba a la líder del grupo,» carraspeó Sirih. «Nos has hecho pasar por unos gorrones descarados. Aun así… ¿por qué rechazaste la invitación del gobernador, Nayu? Podrías habernos traído alguna sobra. Eso no es robar, ¿no?»
Sirih y sus ideas pragmáticas… La lancera meneó suavemente la cabeza con los brazos cruzados.
—«Seré la líder de este grupo, pero no me gusta tener más privilegios que los demás. Es algo que no tolero,» afirmó. Nos sonrió. «Vayamos a cenar todos juntos. La última vez que vine aquí había una taberna con especialidades de Labassara y aquel día… le juré al propietario que regresaría para probar su nueva receta. Una promesa es una promesa. No perdamos tiempo.»
Con un tic nervioso, le hice notar:
—«¿Vas a salir con la bata de baño puesta?»
La primera en carcajearse fue Orih, hasta que se dio cuenta de que ella también llevaba una bata. Ruborizándose apenas, Naylah dio media vuelta para regresar al refugio y repitió con firmeza:
—«Una promesa es una promesa.»