Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis
Llegamos a Skabra cuando el sol ya se había ido hacía rato. Llevábamos caminando largo tiempo bordeando el gran lago Lur desde Keshaq, la villa donde se paraba el teleférico, y el cansancio empezaba a sentirse en el corazón de todos. Parte de este lo causaba Yánika. Pero al parecer ya no tenía edad para que la llevase. Así que alcanzamos la ciudad a paso de gueladera.
La ciudad termal era más grande de lo que esperaba. Y rebosaba de luz. Se encontraba encajada contra una ladera escarpada que debía llevar a las termas más onerosas. Tenía una empalizada y una rampa ascendía hasta la puerta principal, desde el lago.
—«Llevaba dos años sin venir a Skabra,» dijo Yeren con emoción mientras subíamos por la rampa. «Me pregunto si habrá cambiado. Antes solía ir a menudo a oír las charlas de los Curanderos Blancos. Son un círculo importante de Skabra. En la época en que yo iba, tenía renombre, pero por lo que he oído se ha ido llenando de charlatanes.»
—«¿Nos dejarán pasar por la puerta a estas horas?» se inquietó Sirih.
—«¡Pasaré como sea!» afirmó Naylah. Posó su lanza con más fuerza y sus ojos brillaron cuando añadió: «No descansaré hasta que encuentre unas termas.»
La miré fijamente. ¡Dánnelah! ¿Y qué había del gurú? Yeren pareció atragantarse y aseguró:
—«Tranquilos, nos dejarán pasar. Mirad, todavía hay cola. Hay demasiado turismo en la zona como para imponer reglas estrictas. Pero el uso de las armas dentro del recinto está formalmente prohibido.»
Enarqué una ceja, pensé en la navaja que llevaba al cinto y pregunté:
—«¿Las confiscan?»
—«No… Pero si queréis entrar con vuestras armas, tendréis que rellenar un formulario,» explicó el curandero.
Naylah se encogió de hombros.
—«No me asustan los formularios.»
—«¡Que no!» intervino Orih con una risita. «¿El otro día no le diste a Loy todo el papeleo para renovar tu matrícula en el campo de entrenamiento? Te vi con mis propios ojos.»
Naylah meneó la cabeza con una sonrisa condescendiente.
—«Eso no es lo mismo,» afirmó. «Loy es el secretario de la cofradía.»
—«¿Y por eso debe ocuparse de tu matrícula?» se burló Sirih.
Naylah frunció el ceño y las ignoró. Curioso, repetí:
—«¿Campo de entrenamiento? ¿Hay un campo de entrenamiento en Firasa?»
Livon asintió. Gracias a los sortilegios de Yeren, el permutador caminaba ya sin las muletas.
—«Ahí van casi todos los guerreros de Firasa a entrenar. Incluidos los caballeros de Ishap.»
—«¡E incluido Grinan!» terció Orih, socarrona. «El año pasado, en el festival, los vi pelear a los dos, él con su enorme alabarda, Nayu con Astera… ¡Me recordaron a ese cuento del sol luchando contra la luna!»
Advertí el leve sonrojo de Naylah antes de que esta apretara el paso y se uniera a la cola de gente que entraba.
En comparación con Firasa, ahí el aire era bastante más fresco y, con lo poco acostumbrado que estaba al frío, incluso con mi abrigo tiritaba un poco. Le eché un vistazo a Yánika y no pude evitar una mueca divertida al verla arropada en su enorme abrigo, con su espeso gorro y sus guantes pardos. Parecía un polluelo erizado de plumas.
—«¿No tienes frío?» le murmuré.
Ella resopló.
—«Ya-naï. Hasta paso calor.»
Los guardias eran eficaces y me dio la impresión de que nuestro turno llegó volando. Tomaron nuestros nombres y, cuando se enteraron del propósito de nuestro viaje, los dos guardias intercambiaron una mirada. Uno informó:
—«Recibimos instrucciones acerca de vosotros. El gobernador desea veros de inmediato. Iré a avisar.»
Mmpf. De modo que aquel asunto había llegado a oídos del gobernador de Skabra. Según recordaba haber leído, al contrario que en Firasa, en Skabra se elegía a un gobernador además de tener todo el sistema de gremios típico de las ciudades de Rosehack. Y el gobernador actual, un tal Jakoral, era el líder del gremio que se ocupaba de regentar las termas. Mientras el guardia se marchaba, su compañero se ocupó del resto del trámite. Resultó ser que las navajas no entraban en la categoría de armas prohibidas y la única que tuvo que rellenar el dichoso formulario fue Naylah. Creía saber que Sirih tenía una daga en su bota, pero la armónica pasó ampliamente de enseñársela a los guardias. Minutos después, llegó un asistente del gobernador —un humano moreno alto vestido de rojo y blanco— e, inclinándose hacia nosotros, nos dio la bienvenida con tono formal y nos invitó a seguirlo adentro de la ciudad termal.
—«¿Y tu espía, Drey?» se inquietó Sanaytay mientras pasábamos las puertas.
Eché un vistazo atrás. Saoko se había quedado junto a los guardias y, mientras estos le explicaban cómo rellenar el formulario de armas, él los asesinaba con la mirada. Quiso resolverlo todo haciendo una cruz en el papel y gruñó:
—«Poned lo que queráis. Yo paso.»
Sin embargo, los guardias no le dejaron pasar tan fácilmente. Meneé la cabeza y le di la espalda, preguntándome si sería capaz de encontrarnos luego. Decidí no preocuparme. Al fin y al cabo, yo no lo había contratado.
—«Pero bueno, Drey, ¿no te salvó la vida?» masculló Orih. «¡Nos salvó la vida a todos!» Me miraba con una mueca fruncida. Sin esperar mi respuesta, giró sobre sí misma y exclamó para los guardias: «¡Disculpad! ¡Ése va con nosotros, podéis dejarlo pasar!»
—«Orih…» murmuró Yeren.
Por su tono, adiviné que el curandero pretendía decirle que no se entrometiera en los asuntos de los demás. Pero Orih no pareció entenderlo. O se hizo la sorda. Es más, cuando Saoko nos alcanzó, la mirol le sonrió antes de retomar la marcha. El mercenario de pelo pincho no dijo nada. Ni yo tampoco. Nos contentamos con seguir a los demás.
Al igual que en Firasa, las calles estaban pavimentadas y la mayoría de las casas eran de bambú. Sin embargo, me pareció que en Skabra había aún más linternas encendidas y que las casas eran aún más estilizadas. Nada más entrar, se extendía una plaza de azulejos en cuyo centro se alzaba una enorme fuente de mármol con agua dorada. Era toda una obra de arte, me maravillé, contemplando el fino labrado. Mientras continuábamos adentrándonos en la ciudad siguiendo al asistente, pensé que, si en una cosa no había mentido la revista, era en el número de fuentes: había una casi en cada cruce, y todas eran igual de espléndidas.
El gobernador vivía en una amplia casa de madera rodeada de jardines. Una fuerte fragancia embalsamaba el aire nocturno y pronto entendí de dónde venía cuando, a la luz de las fuentes, divisé las cuantiosas flores que poblaban los matorrales.
Un guardia deslizó una puerta y el asistente pasó. Desde el exterior, pude ver en la sala a varias personas arrodilladas alrededor de una mesa baja repleta de los platos más diversos. En cabeza de esta, un humano forzudo de edad madura alejó una pata de pollo que estaba mordisqueando para prestar atención a lo que le cuchicheaba el asistente. Comentó algo que percibí en forma de gruñido, se levantó haciendo que los comensales dejaran de comer y dijo:
—«Seguid cenando, niños. Vuelvo enseguida.»
Las linternas de la veranda iluminaban bien nuestros rostros y el gobernador pudo vernos con la misma facilidad que nosotros a él. Llevaba una simple túnica holgada y negra, así como un enorme colgante en forma de espiral. Agrandé los ojos. Ese era el símbolo de Neeka la Doncella, la deidad warí de la Belleza y el Bienestar.
—«Bueno, bueno,» dijo el gobernador, «así que vosotros sois los Ragasakis.»
—«Así es,» confirmó Naylah. «Andamos buscando al gurú de los Protectores Járdicos. Nos dijeron que desapareció en las termas de…»
—«Sí, sí,» la cortó el gobernador, con dejada impaciencia. «Ya me informaron de todo. Tú debes de ser Naylah, la lancera.»
Advertí el jadeo sorprendido de la joven guerrera. El gobernador nos observó a todos y su mirada acabó por posarse sobre Yánika y sobre mí. Frunció el ceño. Dio un paso hacia la veranda, pasando el umbral, y se detuvo ante mí con cara sobrecogida.
—«¡Por la Doncella! No puedo creerlo… Ese tatuaje… ¿Sois miembros del clan Arunaeh?»
Enarqué una ceja. Ese humano de la Superficie había reconocido el tatuaje muy fácilmente. Me encogí de hombros.
—«Me llamo Drey Arunaeh. Ella es mi hermana.»
Lo oí carraspear. El gobernador no despegaba los ojos de mí.
—«Hace apenas un año… un hombre llamado Nalem Arsim Arunaeh vino aquí a completar las obras de mis termas más sagradas.» Sus ojos se desviaron hacia la ladera cubierta de árboles. Un largo sendero iluminado por las linternas ascendía hacia la cima. Murmuró, perdido en sus recuerdos: «Era un hombre espeluznante.»
Sonreí anchamente.
—«Lo es. Ese es mi abuelo.»
El gobernador pareció atragantarse y los dos guardias que vigilaban la entrada se tensaron. El asistente que nos había guiado hasta ahí se precipitó hacia él:
—«¡Gobernador! Gobernador, ¿te encuentras bien?»
El aludido se irguió y replicó secamente:
—«Por supuesto que me encuentro bien, Karom.» Se volvió hacia mí y asintió con firmeza. «Drey Arunaeh, ¿verdad? Ajem. Que sepas que tu abuelo hizo un excelente trabajo… pero confío en que todos vosotros cumpláis el vuestro de manera, er… menos estruendosa.»
Me mordisqueé la lengua, meditativo, picado por la curiosidad. Mar-haï… ¿Qué demonios hiciste aquí, abuelo? Advertí la mirada curiosa de Livon y recordé que, hasta hacía poco, él ignoraba que el clan Arunaeh era conocido en los Pueblos del Agua. Y cosa irónica, su fama había alcanzado Skabra, no gracias a las artes típicamente temidas de los brejistas del clan sino por uno de sus contados destructores óricos Arunaeh.
Antes de que pudiera contestarle al gobernador, este alzó una mano para imponer silencio.
—«Sólo quería deciros esto, Ragasakis: deseo tanto como vosotros que encontréis a ese Gurú del Fuego sano y salvo, pero no permitiré que causéis escándalo en mi ciudad. Aquí la gente no es secuestrada en las termas. Eso es simplemente imposible.»
—«¿Imposible?» retrucó de pronto una voz detrás de nosotros. «¿Acaso insinúas que desapareció por voluntad propia, Jakoral?»
Me giré, maldiciendo el viento veleidoso de la Superficie que alteraba mi percepción órica. De pie en el camino, con los brazos cruzados, un joven elfo de pelo largo y negro envuelto en una capa miraba al gobernador con el entrecejo fruncido.
—«Rozzy,» suspiró el gobernador. Hundió ambas manos en las mangas de su túnica y regresó junto al umbral diciendo: «De vuelta de tu ronda, ¿eh? Y supongo que no lo has encontrado hoy tampoco.»
Rozzy apretó los dientes, de malhumor, pero no contestó e insistió:
—«Aruss fue secuestrado. Él no abandonaría a sus cofrades.»
Lo decía con fervor, como desafiando a cualquiera que osara decir lo contrario. El gobernador volvió a suspirar.
—«Ya. Lo sé. Sólo digo que tal vez Aruss quiso dar una vuelta fuera del recinto y fue ahí donde fue atacado. Pero no en mis termas.» Marcó una pausa como para que quedase claro y agregó con voz desenfadada: «Ragasakis. Os presento a Rozzy, de los Járdicos. De llegar a desaparecer para siempre Aruss, el Gurú del Fuego, Rozzy sería su sucesor.»
Al tal Rozzy le refulgieron los ojos y su voz salió helada cuando siseó:
—«¿Qué insinúas?»
—«Nada, Rozzy, nada,» aseguró el gobernador. «Estás un poco tenso: relájate. Sé que ambos sois amigos íntimos desde la infancia. Y aunque ambos estuvisteis peleándoos para el puesto de gurú… tú renunciaste a él en su favor, si bien recuerdo. Eso significa simplemente que no tienes alma de líder, Rozzy. Pero estoy seguro de que, sumando tu esfuerzo al de estos aventureros, conseguirás encontrar a tu amigo. Y, por supuesto, tenéis todos mi apoyo, siempre y cuando no entrometáis a la gente de mi ciudad en este asunto. Si inquietáis a mis pacientes, tendréis problemas. ¿He sido claro?»
Pacientes, me repetí. Era una curiosa forma de hablar de sus clientes… pero supuse que, siendo seguidor de la Doncella, era normal que los considerase a todos como a almas que purificar y curar.
Naylah asintió con solemnidad.
—«Déjalo en nuestras manos, gobernador.»
—«Seremos la discreción en persona,» añadió Orih enseñando todos sus dientes de mirol.
Sirih se burló:
—«Que lo diga yo, bueno, pero ¿tú, Orih?»
La mirol le dio un codazo. El gobernador alzó la mirada hacia el elfo de pelo negro y agregó con tono aparentemente cordial:
—«No te inquietes, Rozzy. Todo acabará por aclararse… espero. Y ahora permitid que siga con mi cena. Buenas noches a todos y portaos bien.»
—«¡Buenas noches y que aproveche!» le deseó Livon.
El gobernador se retiró adentro y Sirih masculló por lo bajo:
—«¿Portaos bien? ¿Nos ha visto acaso cara de niños?»
—«Para un clérigo de la Doncella, todos nosotros somos niños,» explicó Naylah, dando la espalda a la casa. «Así era también el clérigo de mi p…»
Calló de golpe y se masajeó una sien, con la respiración súbitamente precipitada. Cierto, recordé. Había olvidado que Naylah también venía de los Subterráneos, allá donde los dioses warís eran más comunes. No se había unido a la cofradía hasta los doce años, por lo que normalmente hubiera debido acordarse sin problemas de su infancia y de las deidades de su familia. Sólo que, por lo visto, le costaba recordar su pasado. Y últimamente, según los demás, surgían sus recuerdos con más frecuencia… como si la llegada de esos dokohis los hubiera desencadenado. Livon posó una mano sobre el brazo de la lancera, inquieto.
—«¿Nayu? ¿Estás bien?»
—«Mm…» aseguró Naylah, agarrando su lanza con mas firmeza. «Movámonos.»
—«Conozco un buen albergue,» intervino Yeren mientras nos poníamos en marcha. «Se llama El Manantial y está cerca de aquí. Es de los más baratos, pero sigue teniendo termas incorporadas, y unas vistas preciosas al lago.»
Orih y Livon fueron seducidos de inmediato y, con Yánika que bostezaba varias veces al minuto, me alegró saber que el dicho albergue no caía lejos de donde estábamos.
—«Esto…» dijo una voz molesta detrás de nosotros.
Nos giramos. El elfo de pelo negro, Rozzy, nos había seguido por la calle. Carraspeó.
—«Para vuestra información,» dijo, «no fui yo el que pidió ayuda en el consejo de gremios de Firasa. De hecho, yo no estuve ahí. Puedo encontrar a Aruss sin vosotros.»
Sirih y Naylah fruncieron el ceño. Pero fue Livon quien habló, con tono comprensivo y sin una pizca de irritación.
—«¿No quieres que te ayudemos?»
—«Er… No he dicho eso,» protestó Rozzy. «Simplemente digo que vuestra ayuda es innecesaria.»
—«Eso da igual,» aseguró Livon con sinceridad. «Si quieres que te ayudemos, aunque nuestra ayuda sea innecesaria, ¡te ayudaremos!»
Rozzy se quedó mirándolo con una mueca suspensa que animó su rostro taciturno. Reprimí mal una sonrisa ante el optimismo de Livon.
—«Basta de bromas,» gruñó al fin el Protector Járdico. «Lo encontraré aunque no me ayudéis.»
—«Hace ya cinco días que tu gurú desapareció,» intervino Naylah. «Si has estado buscándolo desde entonces y no lo has encontrado… puede que eso signifique que no está en la ciudad.»
—«Pff, de eso estoy seguro,» dijo Rozzy con sequedad. «Llegáis aquí sin tener ni idea de lo que ha pasado… Aruss no está en la ciudad. Encontramos uno de sus guantes en el borde del lago, a varias horas de marcha de aquí hacia el oeste. He vuelto a recorrer todo el borde del lago sin encontrar rastro pero… pero lo encontraré,» afirmó. «Hoy he dado con un hombre que conoce bien la zona oeste y lo he contratado para que me guíe. Mañana, partiré de las puertas a las siete y, esta vez, regresaré con Aruss, cueste lo que cueste, Ragasakis.»
Dio media vuelta con brusquedad y se alejó a buen paso. Tras un silencio, Sanaytay carraspeó y comentó con voz suave:
—«Eso ha sonado a una invitación. ¿No creéis?»
—«Mm,» apoyó Naylah con una ligera sonrisa. «Eso parece.»
—«¿Una invitación?» preguntó Livon, perdido. Y agrandó los ojos, entendiendo. «Oh… Quiere que lo ayudemos, ¿verdad? Pues podría haber sido más claro.»
—«Podría,» corroboró Orih. «Pero… ¿no es emocionante? ¡Dicen que los hombres que más circunloquios necesitan son los más sensibles aquí dentro!»
Se golpeteó el corazón. Puse los ojos en blanco. Sentado sobre la mochila de Livon, Tchag parpadeó y, mientras seguíamos avanzando por la calle, le preguntó a su portador:
—«¿Qué son los circunloquios?»
Livon puso cara meditativa.
—«Mm… Esto, veamos… los circunloquios son algo así como… ya ves…»
Él tampoco lo sabe, entendí. Discreto, sugerí con tono desenfadado:
—«¿Rodeos?»
—«¡Ajá! ¡Eso mismo! ¡Rodeos!» me agradeció Livon, sonriente.
Tchag emitió un gruñido de comprensión y pareció sumirse en profundas meditaciones mientras caminábamos. Así como las calles principales estaban aún algo movidas, la que recorríamos estaba tranquila. Se oían voces y música provenientes de algunas casas de bambú, pero nada que rompiera la paz nocturna. Tras un silencio en el que tan sólo percibía nuestras respiraciones y nuestros pasos contra los adoquines, Naylah salió de sus pensamientos diciendo:
—«Hay algo extraño en este asunto, Ragasakis, y tengo la impresión de que el gobernador ha querido avisarnos de ello. Ese Gurú del Fuego…» Se detuvo y su ceño se frunció aún más cuando murmuró: «Podría haber desaparecido por culpa de los propios Protectores Járdicos.»
No me sorprendí, pues la idea ya me había pasado por la cabeza. Sobre todo cuando había oído la historia de sucesiones. Pero, entonces, si Rozzy había hecho desaparecer a su amigo para sustituirlo, ¿por qué nos había pedido ayuda? No concordaba. Sanaytay inspiró, rompiendo el silencio.
—«Naylah… ¿Quieres decir que Rozzy fue el que lo…?»
La flautista no acabó la pregunta. La simple posibilidad la había dejado más pálida que de costumbre. Naylah meneó la cabeza.
—«Es sólo una hipótesis entre muchas. Tal vez ese elfo ande realmente buscando a su amigo. Sin embargo… mañana, cuando salgamos con él de la ciudad, permaneced atentos.»
Asentimos, sintiendo una nueva tensión flotar en el aire. Una traición en el interior de una cofradía siempre era turbadora. Yo lo sabía de sobra gracias a mi hermano.
—«Bien,» sonrió Naylah. Y sus ojos centellearon como estrellas cuando agregó: «Entonces, al albergue a dejar nuestras cosas.»
Creí oír sus pensamientos en alto concluir: ¡y luego a las termas!