Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis
Subterráneos, Tierras de Dágovil, año 5624: Drey, 12 años; Lústogan, 24 años.
—«¡Ya llegan, patrón!» exclamó uno de los mineros, acercándose al trote a un grupo de obreros.
Caminando detrás de los tres monjes, yo apenas veía a los trabajadores, las picas y el fondo del túnel. Al lado de los otros dos destructores, mi hermano avanzaba con andar más ligero, menos formal, como si estuviera dando un agradable paseo de ocio. Aun así, iba vestido de pies a cabeza con la ropa de destructor. Esta estaba hecha con fibra de darganita y era muy resistente. Yo también la llevaba. Sólo que la mía estaba sin teñir, tenía un color pardo soso y me iba un poco ancha.
Al llegar junto al capataz de las obras, Draken, uno de los otros dos destructores, entabló conversación y traté de seguirla con atención. Entendí que los picadores estaban teniendo problemas con una parte del túnel mucho más dura y que usar explosivos para abrir el camino sería una tarea demasiado delicada como para no preferir recurrir a unos destructores. Finalmente, el capataz los invitó a acercarse a la parte del túnel aún sin ensanchar y Lústogan me echó una mirada.
—«Drey. Quédate aquí y observa.»
Me erguí, decepcionado.
—«Pero… yo también puedo romper esa roca, hermano…»
—«Ho, no lo dudo,» me cortó Lústogan con un deje divertido en la voz. «Pero hoy es tu día de descanso. Conténtate con mirar bien.»
Lo vi alejarse con los otros dos monjes y hundí las manos en los bolsillos con un mohín. Mi día de descanso… Ya-naï. Simplemente decía eso porque el ciclo anterior había estado entrenando hasta muy tarde y pensaba que me sentía cansado. Pues qué va, me sentía en plena forma, por algo había insistido en acompañarlo, porque quería participar en esa obra. La ampliación de la ruta entre Kozera y Dágovil era un proyecto del que se oía hablar incluso en el Templo. De llegar a realizarse, el comercio entre ambas tierras se volvería cien veces más eficaz y seguro.
Fui a sentarme sobre un escombro y observé trabajar a mis tres mayores. Al principio, estuvieron largo tiempo tanteando la roca y buscando sus puntos flojos. Luego, comenzaron a hacerla estallar poco a poco, siguiendo un motivo preciso. Los oía intercambiar frases cortas y a veces se paraban y garabateaban algo a una mesa junto al estrecho túnel. El que menos participaba en la parte comunicativa era Lústogan: esperaba casi con impaciencia a que acabaran de charlar y, en cuanto se ponían de acuerdo, desaparecía de nuevo en el angosto túnel a marcar la roca con su órica. Me daba envidia. Yo también quería estar ahí, junto a él, y destruir roca. Recogí una piedra en mi puño y la arena fue filtrándose entre mis dedos mientras la comprimía. Seguí divirtiéndome distraídamente haciendo explotar piedras pequeñas mientras el trabajo se alargaba. Los picadores tenían tiempo de descanso, pero los alisadores seguían trabajando, pasando sus máquinas para allanar el suelo del túnel ya ensanchado. Y en el estrépito continuo de las obras, mi mirada vagaba ociosamente de rostro en rostro, de máquina en máquina y de roca en roca.
Finalmente, me levanté para ir a recoger uno de los escombros que estaban dejando los destructores y regresé a mi asiento improvisado para estudiar la roca. Era ferferita, una roca particularmente dura, pero no tan resistente: si se encontraban los puntos flojos y se presionaba con órica en los buenos sitios no era tan difícil hacerla estallar. Alcé la vista hacia el túnel. Los destructores ya habían ensanchado unos cuantos metros. Sin embargo, quedaba por lo visto bastante trecho de ferferita que cavar. Antes de marchar, Lústogan había comentado que el trabajo probablemente nos llevaría una semana entera. Al menos eso quería decir que iba a poder participar yo también.
Estaba esculpiendo en el escombro de ferferita los tres círculos concéntricos de Sheyra y tenía intenciones de añadirle dos puntos y una sonrisa cuando oí de pronto un estruendoso crujido que hizo temblar toda la tierra seguido de una ola de gritos, un estrépito de roca y polvo por todas partes. Como en un sueño, me levanté mirando a mi alrededor, tenso como una cuerda de arco. ¿Qué estaba ocurriendo?
La gente tosía, pero yo no llegaba a verla por culpa de la polvareda. Tosí a mi vez y, con el ceño fruncido, solté un sortilegio órico para echar abajo todo el polvo que me rodeaba antes de cubrirme el rostro con la máscara de protección. A ciegas, tanteé la pared del túnel y, sin pensarlo mucho, con la respiración precipitada, caminé hacia donde había visto por última vez a mi hermano. Pronto alcancé el fondo del túnel ensanchado y busqué la entrada al que era más estrecho. No la encontré. Sólo encontré… un montón de rocas. La entrada había desaparecido.
—«Dánnelah,» murmuré.
Mi corazón se puso a latir a toda prisa. Una mano me agarró el tobillo.
—«¡Muchacho… aléjate…!»
Era Draken. Era el único de los tres monjes que se había encontrado fuera del túnel estrecho en ese momento… pero no se había librado: una enorme roca le había aplastado todo el cuerpo. Parpadeé, contemplando su rostro contraído por el dolor como si nunca lo hubiera visto. Draken de la Casa Isylavi era un destructor de renombre que había planeado la construcción de la Prisión de Dágovil y que había destruido una caverna entera repleta de kraokdals, salvando así numerosas aldeas. En el Templo, era considerado casi como un héroe. Entonces… entonces ¿por qué ahora se le caía una roca encima? ¿Por qué se le derrumbaba un túnel justo cuando estaba mi hermano dentro?
Agité el pie, liberándome de su puño, y pregunté:
—«¿Dónde está Lúst?»
Draken alzó unos ojos vidriosos hacia mí.
—«Estaba… adentro,» murmuró.
Escupió un río de sangre y, de pronto, su órica dejó de mantener alejado el polvo y lo perdí de vista. Mis ojos se quedaron mirando el vacío, exorbitados.
No…
Mi conciencia ardía, bullía.
No, no, no…
Y me repetía: es imposible. Mi hermano… Mi hermano no podía haber muerto. Mi cuerpo se puso a temblar. ¡El dolor era tan grande…! Hundí las manos en la roca como si realmente quisiera atravesarla. Y, de pronto, como una burbuja que al hacerse demasiado grande, explota, mi mente se serenó. El miedo y el dolor amainaron hasta desaparecer, pero no mi deseo de destrucción. Sin prisa, pero sin pausa, hice estallar una a una las rocas que se interponían en mi camino. Ni usaba mis ojos, ni prestaba atención a los restallidos. Mis manos actuaban casi por voluntad propia tanteando mis presas; mi mente calculaba con frialdad, sin detenerse. Sin prisa, pero sin pausa.
En un momento, percibí con mi órica el cuerpo del otro destructor. Ese sólo tenía una pierna aplastada, pero estaba inconsciente. Lo liberé y seguí, sin pararme. Rompía los escombros hasta convertirlos en arena. Me sentía como en un sueño. O, más bien, era como si no me sintiese para nada.
Descubrí finalmente a Lústogan. Estaba vivo. Ni siquiera había sido aplastado por el derrumbamiento: lo bloqueaban dos grandes rocas, pero sólo estaba aturdido, ni siquiera del todo inconsciente. Sin embargo, no conseguí sentir alivio. Simplemente lo liberé y seguí destruyendo roca. Roca y más roca. Tenía que liberarlo todo. Tenía que hacer espacio. No sabía ya por qué. Pero no me importaba. Simplemente, había empezado y ya no encontraba una razón para detenerme.
—«Drey…»
Era la voz de Lúst. Una luz me iluminaba ahora. La de su linterna. Seguí destruyendo roca.
—«Mar-haï,» lo oí imprecar.
Sentí que se enderezaba.
—«Mar-haï… ¡Drey!»
Su exclamación era inusual, me dije. No recordaba haberlo oído llamarme de esa forma. Pero tampoco conseguía llegar a un resultado al respecto. Así que retomé mi destrucción. Creía siempre alcanzar el final de las rocas derrumbadas, pero por lo visto se había desmoronado buena parte del túnel. Y no sabía cómo. La ferferita no podía haberse desatado tan fácilmente.
Entonces, cuando caí sobre una roca cubierta de un polvo ceniciento, lo entendí. La ferferita sólo cubría una parte del túnel. El resto era todo granito. Puro cuarzo y feldespato. Era una de las rocas con las que más me había entrenado ya desde niño. Destruirlo era fácil. Envuelto de viento órico, seguí avanzando más rápido, metros y metros más lejos, cavando como un dragón de tierra y deshaciéndolo todo a mi paso. Al de un rato, constaté que Lústogan me había alcanzado y se ocupaba de destruir eficazmente todas las rocas que había dejado yo en equilibrio, a punto de caerse.
—«Drey…» me dijo en un momento. «Ya puedes parar. Te va a dar un mal.»
Por un instante, me giré hacia él y advertí su movimiento de arredro así como el brillo intenso de sus ojos. Parpadeé, meditativo, y volví a darle la espalda replicando:
—«¿Por qué?»
Y, de hecho, no veía por qué debía parar. No teniendo aún roca que destruir delante de mí. En un momento, dejé de seguir el camino abierto del túnel y me metí en pleno muro. Sentía que algo fallaba. Mis sortilegios ya no eran tan eficaces. Mi mente seguía calculando, pero mi respiración se aceleraba y me quedaba sin aliento. ¿Por qué? Bueno, probablemente era porque tanta órica me estaba cansando. El problema era que no notaba ningún cansancio. Había dos posibilidades. O bien no estaba cansado a pesar del esfuerzo y mi reacción se debía al aire enrarecido del túnel. O bien estaba cansado y por alguna razón yo no me daba cuenta de ello.
Un estrépito de roca resonó a mi oído.
—«Drey… Estamos llegando casi a la siguiente aldea. Y te has ido por la tangente, ¿sabes? Pero no importa. Déjalo. Y recóbrate ya.»
—«¿La… siguiente aldea?» jadeé.
Envié más fuerza órica contra la pared y esta estalló. De pronto hubo una cascada de guijarros, acompañada de luz. Lústogan me agarró, cubriéndome con su órica, y nos alejamos los dos del peligro, retrocediendo en el túnel. Esa luz… Pestañeé. Era luz de piedra de luna. La de una caverna. Probablemente la de la aldea de la que había hablado Lúst.
Apenas hubo terminado la cascada de guijarros, se oyó un sonido profundo y metálico, seguido de un nuevo estrépito.
—«Por todos los dioses,» graznó Lústogan.
Mi hermano no solía invocar a los dioses. Mm, medité entonces. Su reacción debía de tener algo que ver con el ruido. Y el ruido… probablemente tenía algo que ver con mi operación de destrucción. Sin previo aviso, Lústogan me quitó un guante y me remangó el brazo, como para averiguar algo. A la luz tenue de la caverna, mis ojos se fijaron también en mi brazo y lo vi cubierto de líneas negras y rojas. Y en la mano, vi tres círculos concéntricos como los de Sheyra. Como los de…
Me mareé y mi hermano me sostuvo. Me ayudó a salir a la caverna y a sentarme sobre la hierba azul. Ahí, me quitó la máscara de un tirón y sus ojos observaron mi rostro como siguiendo el movimiento de algo. ¿Líneas rojas y negras, tal vez? De algo que desaparecía, adiviné. En el reflejo de sus ojos, vi los míos, y creí verlos rojos y negros también, como los de una criatura de horror. Sentí un escalofrío. Y de pronto un cansancio enorme se apoderó de mí. Fue como si despertara de una pesadilla que me hubiera robado toda mi energía… y algo más. Necesité un buen rato para recuperar el aliento. En la caverna, el silencio había vuelto. Vi el pueblo, cuesta abajo, y a gente que salía a la carrera de sus casas en dirección a una enorme roca rodeada de polvareda. No tardé en oír sus gritos.
—«Hermano…» alcancé a decir al fin.
—«Mm,» contestó Lúst.
Estaba recostado él también contra la pared junto al nuevo agujero, se había quitado la máscara y sus ojos seguían los movimientos de los aldeanos. Dos de ellos nos señalaban con el dedo. Inspiré.
—«Es… el Datsu, ¿verdad? ¿Ya te ha pasado a ti?»
Lústogan hizo una mueca sin mirarme y negó con la cabeza. Bajé la vista, apretando los dientes.
—«No sentía nada. Ni alivio de nada, ni miedo, ni cansancio.»
Mi voz era relativamente tranquila, pero mi inquietud era profunda. Carraspeé.
—«No me ha gustado nada la experiencia.»
—«Supongo.» Lústogan se pasó una mano por su cabello negro para quitarle el polvo. «Lo siento… Evaluamos mal la situación y…» Frunció el ceño, meneó la cabeza y pareció recapacitar cuando dijo: «¿Sabes? Eso te pasa por ser un sentimental. Cuando pienso que te dije que hoy era tu día de descanso…» Echó un vistazo al agujero y repitió en un resoplido divertido: «Menudo descanso. Casi parece que la mismísima Tokura ha pasado por aquí.»
Con sorpresa, entendí de golpe que lo había impresionado. Sonreí levemente ante la comparación pero me ensombrecí de nuevo cuando recordé algo.
—«Hermano. Draken. Creo que ha muerto.»
Mi hermano enarcó las cejas y tan sólo comentó:
—«Cosas que pasan.»
Fruncí el ceño y busqué en su rostro una señal de tristeza, en vano. Me pregunté de repente hasta qué punto el Datsu lo influenciaba a él también.
Los aldeanos corrían hacia nosotros subiendo la cuesta con picas y palas, y se oían ahora ruidos de voces por el túnel.
—«Cosas que pasan,» repitió Lúst. Desvió la mirada de los aldeanos y clavó sus ojos en los míos. «Drey. No le hables de esto a Padre. Sólo lo preocuparía.»
Se levantó sin dejar de mirarme, expectante. Me lo pedía en serio, entendí. Así que asentí con la cabeza. No tenía intenciones de hablarle a Padre de ello de todas formas. No quería que él también me dijera: eres un sentimental.
Por suerte, el capataz de las obras apareció antes de que los aldeanos nos alcanzasen, seguido de varios obreros. Se aclararon las cosas. Todos dieron por sentado que quien había despejado el túnel derrumbado había sido Lústogan y este no los contradijo. Cuando oí decir al capataz que Draken todavía estaba vivo, dejé escapar un suspiro de asombro y alivio. Lústogan se contentó con asentir, inmutable. Bajé la mirada hacia la hierba azul, turbado.
¿De verdad no te importa lo que le pase a Draken, hermano?
Los aldeanos no nos dejaron mucho tiempo tranquilos. Pronto llegaron y gritaron que la roca había aplastado la estatua del Dios Antaka. El capataz minero, que tenía mal genio, impuso silencio poniéndose rojo y bufando que no eran asuntos suyos.
—«¡Ja!» decía con ironía. «Es el dios de la Roca, ¿no? ¡Su nueva estatua le conviene perfectamente!»
¿Es idiota? me pregunté. Al contrario que muchos mineros, el capataz y los trabajadores que este había elegido para las obras no veneraban a Antaka. Él era un seguidor de Latarag, el Dios Blanco, y el disco blanco tatuado en su frente lo evidenciaba. Su réplica barrió todo posible compromiso y avivó la ira de los aldeanos. Estos estaban profundamente ofendidos y asustados por la afrenta hecha a la divinidad. Tal vez incluso temieran represalias de esta. Por haber visto cantidad de veces a mineros rezar a Antaka antes de meterse en cualquier agujero inseguro, entendí la gravedad de la situación. O creí entenderla, hasta que, para asombro mío, Lústogan cayó de rodillas ante el alcalde de la aldea y se inclinó diciendo con decisión:
—«¡Por favor! Aceptad mis disculpas. Como culpable del atropello que se le ha hecho a Antaka y como seguidor suyo en tercer grado, deseo enmendarme. Soy destructor. Permitid que desintegre esa roca y replique la estatua original.»
Los aldeanos se quedaron desconcertados. Se oyeron murmullos. Los destructores eran temidos. Tenían reputación de ser arrogantes, distantes y, sobre todo, muy poderosos. El alcalde lo observó sin pestañear. Y yo inspiré de golpe. ¿De verdad mi hermano estaba tomando responsabilidad sobre lo que yo había causado?
—«¿Qué dioses veneras antes que Antaka?» preguntó al fin el alcalde.
—«Sheyra, diosa del Equilibrio, y Tokura, diosa de la Destrucción,» contestó Lústogan.
El alcalde seguía mirándolo como tratando de recordar algo.
—«¿Y tu nombre?»
—«Lústogan Arunaeh.»
Hubo un silencio y entonces oí a alguien repetir en un murmullo:
—«¡Es un Arunaeh!»
—«¿La familia de Taey? ¿La de la isla?» preguntaba una joven.
—«Cuidado, Mander,» dijo un enano forzudo. «Dicen que los Arunaeh saben leer la mente y hacerte estallar el cerebro con solo mirarte.»
—«¡Bobadas!» rió un humano enjuto.
No pude aguantarlo más. Solté casi con voz acusadora:
—«Hermano, ¿qué haces? La culpa no es…»
Sus ojos azules me atravesaron y me paralicé a media frase. Conocía esa mirada. Tragué saliva y me acobardé. Finalmente, el alcalde asintió con la cabeza y dijo:
—«Acepto tus disculpas, Lústogan Arunaeh. Acepta las mías por mis secos modales.»
—«¡No te rebajes, Mander!» protestó una aldeana. «¡Él se cargó a nuestro Antaka!»
Otros apoyaron pero, cuando Lústogan se levantó, cayó un silencio tenso. Mi hermano parecía haber recobrado toda su serenidad cuando dijo:
—«No pongas esa cara, capataz. Si llamas a los mejores médicos para que cuiden a mis dos compañeros, mi hermano y yo acabaremos de ensanchar el túnel en menos de tres días.»
—«¿Menos de tres días?» exclamó el capataz.
Lústogan me echó una mirada cómplice y sonrió.
—«Hemos ido más rápido de lo esperado. Por eso, me tomaré un día para reparar a Antaka. Así que no olvide a mis compañeros.»
—«¡Llamaré a los mejores médicos de Dágovil!» aseguró el capataz, obviamente satisfecho.
Mientras regresaba por donde había venido con sus obreros, suspiré. Aún me sentía mal por dejar a Lústogan llevarse toda la culpa.
—«Drey.» La voz de mi hermano me sacó de mis pensamientos. Me puso la linterna en las manos. «Estás horrible. Vuelve con ellos y ve a descansar. Sin tocar las rocas esta vez. ¿Prometido?»
Hice una mueca bajando los ojos hacia mí mismo. Con “horrible” se refería a que por tanta explosión mi ropa de protección había acabado hecha un asco, en particular los guantes. Tal vez mis sortilegios habían sido fríos y acertados, pero en el estado zombi en el que había caído no me había preocupado por establecer ninguna barrera de protección.
Mi hermano se marchó hacia la aldea sin esperar mi respuesta. Lo observé alejarse con el ceño fruncido. ¿Por qué no me había pedido al menos que lo ayudara a desintegrar la roca caída sobre Antaka? Había sido culpa mía que el dios hubiera sido aplastado.
Un súbito mareo respondió a mi propia pregunta. Mar-haï. Supuse que no estaba en condiciones para hacer más sortilegios. Suspiré y tomé el camino de vuelta, pensando que finalmente Lúst no era tan frío. Sí que se preocupaba por sus compañeros. Y… sí, también recordaba que me había impactado su tono de voz cuando me había llamado por mi nombre, en el túnel. Había habido alarma en esa voz. Y también miedo. Miedo en sus ojos cuando me había girado hacia él.
Mi inquietud regresó. El Datsu me había cubierto por completo. No sabía muy bien cómo funcionaba el sello, pero sabía que ayudaba a controlar los sentimientos. Nunca nadie me había dicho que pudiera simplemente hacerlos desaparecer. El miedo y el dolor al imaginarme a Lúst muerto habían sido tan fuertes que el Datsu, percibiendo un peligro, los había reprimido. Y, de paso, lo había reprimido todo. Parecía casi lo contrario de lo que le pasaba a Yánika. ¿Era acaso normal?
Me pasé una mano por el rostro y, mientras caminaba por el túnel, no pude evitar resoplar varias veces, girando la linterna en todos los sentidos. ¿Yo? ¿Yo había hecho eso?
—«Dánnelah,» murmuré, boquiabierto.
Pese a todo, no pude más que sonreír otra vez. Lústogan me había comparado a Tokura. Nunca me había elogiado así. En los entrenamientos, se contentaba con decir “bien” y darme la siguiente tarea. Me mordí un labio. Tal vez a partir de ahora Lústogan fuera a verme más como a un hermano que como a su aprendiz, pensé con esperanza.
Sí, me dije. Lúst puede ser frío, pero es sólo una máscara. En realidad, siente igual que yo las cosas. Y le caigo bien. Si no, no me habría estado protegiendo mientras yo rompía la roca. No me diría que descansara. Ni se habría llevado la culpa de todo por lo de Antaka.
Sonreí solo.
—«Después de todo, es mi hermano,» murmuré.
Y seguí caminando sobre los guijarros del túnel que había limpiado, reconfortado por ese pensamiento.
No sabía cuánto me equivocaba. Es decir, Lústogan era incontestablemente mi hermano y tenía la seguridad de que yo era la persona que más le importaba de todos; sin embargo… a partir de ese día, Lúst se volvió más frío y más distante que nunca. No dejó de entrenarme, pero algo entre nosotros se había roto. Y yo no entendí qué.
* * *
Un arco de colores había aparecido sobre las aguas de la cascada y me sacó de mis lejanos recuerdos. La cabina del teleférico de Lellet seguía ascendiendo con una lentitud soporífera. Sentado en el banco, parpadeé, miré bien el aro colorido y, súbitamente, me erguí, cautivado.
—«Yánika… Yánika, mira. ¡Un arcoíris de siete colores!»
Era el primero que veía en mi vida. Los de los Subterráneos solían ser monocolores o tener a lo sumo tres o cuatro tonalidades. Aun así, al lado de ese arcoíris, me pareció que el aura de Yánika resplandecía aún con más colores. Desde luego, su Datsu no era como el mío. Era, de hecho, lo contrario. Pero era más fuerte. Mucho más fuerte. Incluso, según Lúst, conseguía alterar el mío.
—«Hermano, hermano, ¡ahí hay uno doble!» dijo Yani, señalándome los arcoíris.
—«¡Yo también quiero verlos!» exclamó Tchag.
El imp trepó sobre mi hombro con ojos maravillados. Curioso y con el corazón ligero, me incliné junto al ventanuco para echar otro vistazo.