Página principal. Los Pixies del Caos, Tomo 1: Los Ragasakis

13 Permutaciones temporales

«¡Que aproveche!» solté.

Hacía un día estupendo para viajar: el cielo, moteado de nubes, no amenazaba con lanzarnos rayos y una brisa fresca empujaba el aire salado. Alzándose sobre el horizonte, el sol ya sonrosaba con sus rayos los primeros edificios de la costa. Instalado en la terraza, engullí mi desayuno con hambre, la mochila ya lista a mis pies. Yánika comía también con apetito y, cuando acabamos, la oí resoplar.

«No vamos a poder andar después de esto, hermano,» se quejó.

«Claro que podremos,» la desengañé. «Y si no puedes, te llevaré en brazos.»

«Ya no tengo edad,» protestó Yánika.

Le puse cara como que me importaba poco y, advirtiendo que la cristalera de la terraza se abría, me giré para ver a Kali salir con un gran saco.

Kali Lorbae era una joven humana de piel bronceada como sus padres, cabello verde oscuro y corto y ojos aún más rojos que los de Orih Hissa. Desde que había vuelto de viaje con Yeren dos semanas atrás, la veía poco: dormía aún más que Livon y Orih y el resto del tiempo se lo pasaba en la cocina de La Calandria o en el barco de pesca de su tío, o paseando por la playa. Por lo visto, le encantaba el mar, hasta el punto de que la apodaban la Sirena, y, según me había dicho Loy, también tenía ojo con los negocios: al parecer, gracias a Kali la cofradía se había ahorrado variados timos y estafas. Yo, de momento, conocía más los pasteles y empanadas que la persona que los hacía y la observé con curiosidad acercarse a nuestra mesa con el saco.

«Buenos días,» nos dijo con claridad. Posó su carga, satisfecha, explicando: «Loy me pidió que hiciera comida de viaje para siete personas. ¿Podrás llevarlo tú?»

Jadeé. Ese saco enorme… Mar-haï, ¿siete personas y cuántas más?

«Esto… Gracias, Kali, lo llevaré,» dije. Y sonreí nada más pensar en que tendríamos buena comida para el viaje. «Por cierto… creía que de Firasa a Skabra se contaban menos de cincuenta kilómetros.»

«Exacto,» confirmó Kali. «Pero Skabra está alto. Si vais andando, no creo que tardéis menos de tres días. Y como esa ciudad es tan turística, no os vendrá mal tener reservas para no tener que gastar en tabernas ladronas mientras andéis buscando al gurú.»

Eso era pensar con juicio y antelación, me impresioné. Me levanté.

«Bueno. Yo ya estoy listo. ¿Yánika?»

Mi hermana resopló, levantándose, y le sonrió a Kali.

«Tus pasteles son tan buenos que no he podido parar.»

Kali rió con las manos en jarras.

«¡Por algo La Calandria es tan cara!»

Como a su madre, ni le faltaba autoestima ni razón. Nos despedimos y ella nos deseó:

«¡Buen viaje y encontrad rápido al gurú!»

Bajamos las escaleras de la terraza y nos pusimos en marcha. Para llegar a la ruta del oeste, tuvimos que atravesar toda Firasa bordeando el río Lur. Íbamos con tiempo y la ciudad aún no se había desperezado del todo. Había que decir que, aun con el sol sobre sus cabezas, los firasanos tenían unos horarios flexibles, habiendo heredado de los járdicos el respeto al «tiempo interior». Este consistía, básicamente, en dejar dormir al cuerpo todo lo que necesitaba sin apremios innecesarios. Le había oído a Orih explicárselo a Loy cuando este la había pillado la víspera echando la segunda siesta de la tarde. Esa joven mirol era un caso extremo que desafiaba todo lo que había aprendido sobre esa raza. Se suponía que los miroles eran unos de los saijits que menos necesitaban dormir. Pero también se suponía que eran ágiles, diestros e increíblemente rápidos. Orih Hissa debía de ser la excepción que confirmaba la regla.

Con el saco de comida y la mochila, no me faltaba peso. Y eso que la víspera a la tarde había aligerado mis pertenencias y dejado la mitad de nuestros ahorros en una caja fuerte de la Consejería —fiable y segura, según Loy—, junto con dos de las tres gemas que había encontrado en los Subterráneos gracias a mis trabajos de destructor. Sin embargo, de paso, había aprovechado para visitar a Staykel y cargar el saco con cuatro granadas, dos de humo, una lacrimógena y una fétida. Estaba deseando poder usarlas en Skabra y ver así el efecto.

Hacía realmente un buen día, pensé, echando un vistazo al cielo por enésima vez. Pasamos junto a una hilera de soredrips y Yánika tendió una mano para rozar las flores blancas. Hizo caer una y, viendo su mueca sorprendida, tendí una mano, recogí la flor con órica antes de que tocara el suelo y, enderezándome, la coloqué en sus trenzas, junto al símbolo blanco de los Ragasakis.

«Flor que cae, flor que renace,» le sonreí.

Era un viejo proverbio de la diosa Sheyra. Yánika sonrió con todos sus dientes y continuamos andando. Ya llegábamos al puente rojo, a las afueras de la ciudad. El río Lur que atravesaba Firasa no era muy ancho, pero su caudal era impresionante, así como el aire que arrastraba la fuerza de sus aguas. El tronar del agua, sin embargo, aunque potente, no lo sería nunca tanto como los ríos que en los Subterráneos llenaban hasta las cavernas vecinas de un estruendo constante, de tal suerte que era difícil adivinar su paradero.

Cruzábamos el puentecillo rojo cuando advertí que Yánika echaba una mirada curiosa hacia atrás. Apenas me giré, una repentina voz molesta soltó:

«Esto… Hey.»

Era el Pelopincho. Me sobresalté al verlo tan cerca. La corriente del aire junto al río me había confundido los sentidos y mi órica no lo había percibido.

Observé al drow con una ceja enarcada. De modo que mi hermano le había pedido que continuara siguiéndonos. Puah. Iba igual de desaliñado y su rostro llevaba la misma expresión hastiada que la última vez, con un deje nuevo de sorpresa.

«¿Adónde vais?» preguntó acercándose con andar perezoso. «¿No os estaréis marchando de Firasa?»

«Eso precisamente hacemos,» dije. «Saoko, ¿verdad?»

El drow movió la mandíbula con evidente fastidio pero asintió.

«Y… ¿adónde vais?»

Su pregunta me arrancó a mí también una mueca de fastidio y seguí andando por el puente replicando:

«Ya lo sabrás si nos sigues.»

Oí su silencio y, finalmente, gruñó bajito:

«Qué fastidio.»

Caminamos sin hablar durante un rato, pero la curiosidad de Yánika era pegadiza. Girando apenas la cabeza y sin detenerme, solté:

«Veo que te tomas el trabajo en serio. Mi hermano debe de pagarte bien.»

Saoko no contestó. Pero continuó siguiéndonos igual. Lamenté no haberle preguntado a Lúst de dónde había sacado a ese drow. No llevaba tatuaje alguno en el rostro como solían tenerlo muchos mercenarios de los Pueblos del Agua, pero tampoco parecía venir de la Superficie. Tal vez fuera de un lugar de los Subterráneos más lejano. Quién sabe. El caso era que ahora viajaba con nosotros. O más bien, en pos de nosotros.

Giré de nuevo la cabeza, me crucé con los ojos rojos expectantes del Pelopincho y, con un mohín, seguí andando junto a Yánika. Mar-haï… Quizá ese drow me había salvado la vida, pero no dejaba de ser molesto tenerlo pegado a los talones. Decidí ignorarlo.

Cuando llegamos al punto de encuentro, ya estaban Sirih y Sanaytay esperando, junto con Yeren. El curandero nos saludó, afable, explicando:

«En la última misión, gasté casi todas mis reservas de pasalla sobre varios pacientes y, como la mejor pasalla crece en los alrededores de Skabra, he decidido aprovechar la ocasión para viajar con vosotros.»

Sirih añadió con cara mohína:

«Y estaba tan concentrado en ello que ha olvidado hacernos pasteles.»

«No se puede pensar en todo,» suspiró Yeren.

Sonreí y posé el saco de comida sobre una roca junto al camino diciendo:

«Pues Kali no se ha olvidado. Tenemos aquí comida para hartarnos. Loy se la pidió.»

Sanaytay, aunque no dijo nada, puso cara tímidamente feliz. Sirih se acercó frotándose las manos.

«¡Ajá! Sabía que Kali no se olvidaría. La Sirena te lleva un punto, Yeren.» Este se contentó con suspirar de nuevo y la pelirroja afirmó: «Me encargaré yo de transportar el saco. Drey sería capaz de ir picando en camino.»

Resoplé de sorpresa.

«¿Yo?»

Yánika rió por lo bajo y Yeren puso los ojos en blanco.

«Por cierto, Drey. ¿Conoces a ese hombre?»

Su mirada curiosa se había posado en el drow que se había quedado en el camino a unos cuantos metros con la misma expresión de hastío de siempre. Liberado del saco, hundí las manos en los bolsillos y le di la espalda a Saoko contestando:

«No realmente. Es mi espía.»

No di más explicaciones. Todos sabían que me seguía un enviado de mi hermano y también sabían que ese hombre era el que había acudido en nuestra ayuda matando a dos de los dokohis que nos habían atacado junto a la cabaña. No hicieron más preguntas, pero noté que en la espera los tres le echaron frecuentes ojeadas al drow. Por su parte, Saoko se quedó observando al curandero albino durante un rato, de pies a cabeza, pero a las dos armónicas ni las miró.

«Las ocho menos cuatro minutos,» dijo Yeren, consultando su reloj. «¿Quién falta?»

«¡Orih y Livon!» contestó Sirih, dejándose caer sobre la roca. Agitó la mano, haciendo resonar todos sus brazaletes, mientras resoplaba: «… Se nota que son montañeses y no han crecido con reloj. Como venga Naylah antes…»

Un grito alegre en el camino la interrumpió y, enarcando una ceja, me giré para ver a Orih Hissa correr hacia nosotros. Naylah la seguía unos cuantos metros más lejos, con andar tranquilo, usando Astera a modo de bastón de marcha. Así como la lancera llevaba una mochila enorme, la mirol iba ligera. Eso sí, no se había despegado de su sombrero dorado con orejas de gato.

Ya nos alcanzaba, triunfal.

«¡Lo ves, lo ves, Nayu! ¡He llegado ant…!» Al pegar el frenazo, patinó y cayó con la elegancia de un gato. Y como un gato también se levantó como si de nada acabando su frase con una gran sonrisa: «¡Antes!»

La observé y, pese a mí, me pregunté por qué Orih, siendo como era, había decidido meterse en una cofradía de aventureros cazarrecompensas. Como decía Livon, debió de aterrizar ahí por pura casualidad como otros. Y hablando de Livon… pensé. Sólo faltaba él. Y a este paso, no iba a llegar a en punto.

Echando un vistazo al río, reparé en una choza en la otra orilla y la reconocí. Era la casa de Livon. ¿Estaría todavía ahí dentro? Tal vez estuviera durmiendo. En tal caso, sería mejor que fuera a despertarlo. El problema era que para ello había que dar toda la vuelta hasta el puente rojo. No, definitivamente, Livon no iba a llegar a tiempo.

Alcanzándonos, Naylah pasó una mirada de general por sus compañeros de viaje y frunció el ceño. Sin comentar nada, le cogió el brazo a Yeren, consultó la hora del reloj de este, realizó un gesto de cabeza para sí y lanzó:

«Quiero estar en el pueblo de Lellet para el mediodía. Ahí, tomaremos el nuevo teleférico y, con un poco de suerte, llegaremos al lago de Skabra esta noche. En marcha.»

Intercambié una mueca con Yánika y, sorprendida, Orih preguntó:

«¿De verdad lo vamos a dejar atrás? Nayu… ¡eh, Nayu, espera!»

La lancera ya se alejaba por el camino. Mientras nos poníamos en marcha, replicó:

«Este es un trabajo urgente, Ragasakis. No podemos permitirnos malgastar tiempo. Livon ya correrá para alcanzarnos.»

Pero si se había quedado dormido y despertaba a las doce del mediodía… no nos alcanzaría hasta el día siguiente. Caminé detrás de Naylah con las manos en los bolsillos, algo desilusionado. Mar-haï, y bueno, entendía la actitud de Naylah. Pero me sorprendía que Livon hubiera olvidado tan alegremente la misión. Hasta ahora, tanto para los entrenamientos como para la comida en El Parat, su tenderete favorito, siempre había sido puntual.

«¿No deberíamos ir a buscarlo, hermano?» me preguntó entonces Yánika en voz baja.

Me miraba, interrogante. Puse los ojos en blanco y sonreí.

«Bah, no. Ya nos alcanzará,» afirmé con confianza.

Así que avanzamos bordeando el río Lur. El camino estaba bien pavimentado y llano y pasaban de cuando en cuando carretas en ambos sentidos. En los campos junto a la ribera, ya se veían campesinos con grandes sombreros trabajando la tierra, los pastores habían sacado a sus ovejas por las altas laderas y vi a unos niños bajar desordenadamente la cuesta corriendo hacia el río con cubos en las manos. Incluso fuera de Firasa, los saijits parecían confiar en la protección de los gremios y seguían viviendo en paz, sin temor a los monstruos. Lo cual no significaba que estos no existiesen, pero… estaba claro que esta zona distaba mucho de ser tan peligrosa como la de Dágovil.

Al de un rato, los campos se fueron haciendo más escasos y el terreno fue subiendo y subiendo cada vez más, cubriéndose de olorosos arbustos y bosquecillos de bambúes. Al llegar arriba de una cuesta, eché una ojeada hacia atrás y en todo el camino andado no vi ni rastro de Livon. Al que sí vi fue a Saoko, quien nos seguía a una distancia constante, evitando incontestablemente toda conversación.

Igual de silenciosa abría la marcha Naylah, seguida de Sirih y Sanaytay. Orih, en cambio, hablaba por los codos contándole a Yánika una historia de su pueblo sobre un alma que vivía en un bambú de día y se transformaba en hada de noche. En cuanto a Yeren, se acababa de alejar del camino para ir a recoger unos champiñones. Me paré a esperarlo y me dedicó una sonrisa de agradecimiento.

«Son boletos azuriles,» explicó. «Son un antiespasmódico. No son nada excepcional, pero prefiero cogerlas frescas a comprarlas en polvo al boticario.»

Volvió a cerrar su saco con cuidado y apretamos el paso para alcanzar al resto. Orih le sonreía a mi hermana de oreja a oreja. Dijo:

«¡Por supuesto! Soy una montaraz de los altos montes: conozco toda la fauna de Skabra. Ciervos con astas enormes, erizos de ojos grandes y tan bonitos que da pena no poder acariciarlos, y águilas blancas: esas siempre chillan como locas cuando viene una tormenta. Por algo en mi pueblo las llaman las Locas Sagradas. Y, veamos… también hay azaritas, y monos, osos panda, lobos, serpien…»

«Orih,» la corté, palideciendo.

Orih enarcó una ceja, sorprendida.

«¿Te dan miedo las serpientes?»

Posé una mano sobre el brazo de Yánika. El aura de esta se había desestabilizado. La estaba conteniendo en sí misma pero… Fulminé a Orih y mascullé:

«A Yánika no le gustan esos reptiles, eso es todo.»

Orih agrandó los ojos.

«Vaya. No lo sabía. Perdón, Yani. ¿Es tan serio?»

Mi hermana suspiró y meneó la cabeza.

«No importa. De verdad. Es sólo que las ser… las serpientes me dan mucho miedo,» confesó. «Una vez, me atacó una. Aquel día, todos los monjes huyeron… Mi hermano fue el único que no…»

«Hermana,» la interrumpí, súbitamente tenso. «No pienses en ello. Por favor.»

Yánika se mordió el labio. Así que se acordaba, pensé, aturdido. Nunca le había hablado de aquel acontecimiento. Teniendo ella cuatro años, yo había creído que lo había olvidado y que sólo recordaba a la serpiente.

Orih nos observó con expresión suspensa. Yánika le sonrió levemente como diciendo “no es nada” y volvió bruscamente al tema inicial con tono animado:

«Yo no habré visto a muchos animales de la Superficie, pero he leído libros. Una vez vi el dibujo de un dragón rojo. ¿Has visto alguno tú de verdad?»

Orih se carcajeó.

«¡Ya quisiera! Por Skabra no hay de eso. Pero he visto hiedra voladora.»

¿Hiedra voladora?, me repetí, incrédulo. ¿Eso existía? Me giré hacia Yánika y vi sus ojos iluminados. Parecía que Orih no se lo inventaba. Mi hermana opinó:

«En los Subterráneos, tenemos a los zorfos, que trepan y trepan por las cavernas y además dan unas bayas buenísimas. A Drey le gustan mucho.» Resoplé. Ella sonrió y agregó: «Orih, ¿tu pueblo está cerca de la ciudad de Skabra? Me gustaría ver esa hiedra voladora.»

Orih hizo una mueca imperceptible pero asintió y le estiró juguetonamente de una trenza rosa, afirmando:

«¡Pues claro que te la enseñaré!»

No comentó nada acerca de su pueblo y creo que Yánika percibió algo pues no insistió adrede. Tal vez Orih Hissa tuviera uno de esos “pasados realmente oscuros” de los que había hablado Livon.

El viaje continuó agradablemente, sin serpientes ni malos recuerdos. El camino no cesaba de subir y, en un momento, se alejó del río y no volvió hasta pasada una buena hora. Más de una vez, en nuestro avance, advertí la mirada fruncida que echaba Naylah a sus espaldas. Finalmente, Orih pidió una pausa y esta se alargó más de lo necesario, sólo porque todos ahí esperábamos que Livon nos alcanzara… Pero no lo hizo.

No era aún mediodía cuando avistamos el pueblo de Lellet. Este se encontraba al pie de una enorme cascada, en un tranquilo remanso del río. Había animación: numerosas diligencias y carretas estaban paradas en las afueras y, no muy lejos de estas, todo un grupo de gente acababa de salir de un terreno vallado, cada uno yendo a sus ocupaciones. Acababan de apearse del teleférico, entendí, reparando en los cables que se elevaban hacia lo alto de la cascada. En el espacio vallado, se podía ver la gran cabina, ya repleta de gente que esperaba a subir, así como el puesto donde se vendían los billetes. Mientras nos acercábamos al vendedor, lo oí decir:

«Lo siento, pero la cabina está al completo y a punto de partir. Tendrás que esperar al próximo que sale a las tres.»

Le estaba hablando a un kadaelfo cargado con una mochila, que llevaba una capa roja sobre la cabeza a modo de protección contra el sol y dos muletas improvisadas en las manos. Nos quedamos atónitos.

«¿Livon?» murmuró Orih, estupefacta.

Ajeno a nosotros, el permutador preguntó al vendedor con una mueca decepcionada:

«Disculpa, ¿no sabes si han pasado por aquí mis compañeros? Hay una chica de pelo blanco suave como la lana y una mirol con cara graciosa, oh, y un kadaelfo con tatuajes de brujo, siempre tranquilo… ¿No pasaron? ¿En serio?»

¿Qué clase de descripción era esa?, me asombré. Ni Tchag lo hubiera hecho peor. Naylah echaba relámpagos por los ojos, Orih, traviesa, se retenía de reír para no traicionar nuestra presencia, y el aura de Yánika nos envolvía cada vez más divertida. Entonces, el vendedor nos miró y carraspeó:

«Creo que ya sé dónde están, muchacho.»

«¿En serio?» exclamó Livon con esperanza.

Cuando el vendedor nos señaló, Livon volteó y nosotros le devolvimos una mirada incrédula antes de echarnos a reír. ¿Cómo diablos había podido llegar antes que nosotros? Cómodamente sentado sobre el hombro de Livon, Tchag se emocionó:

«¡Yánika, Orih, Drey!»

Una de sus muletas se le cayó a Livon, este balbuceó algo antes de tragarse la sorpresa y llevarse una mano a la cabeza, retirando su capa.

«Caray. Hola a todos. No lo entiendo. ¡Pero si salí con retraso! Es cierto que estuve corriendo durante todo el camino y tomé atajos, pero no he podido adelantaros sin veros, no lo entiendo…»

«Yo creo que sí,» dijo Orih. Acercándose a él de un salto, le cogió la muñeca y comprobó la hora de su reloj. Asintió para sí enseñando todos sus dientes de mirol, lista para el diagnóstico: «¡Todo se explica! Se te adelantó casi de una hora. A mí me pasó exactamente lo mismo la última vez, cuando fui a demoler el edificio en Derelm. Estos relojes son una verdadera maldición. Hay que ponerlos en hora a menudo.»

¿Adelantado?, me repetí, incrédulo. ¿De modo que Livon había salido antes que nosotros de Firasa? El permutador estaba aún tan anonadado que Yánika resopló de risa otra vez. Con las manos en los bolsillos, lo exculpé:

«¡Bah! Una permutación temporal, le pasa a cualquiera. Y más a un permutador. Lo que no llego a entender es cómo demonios hemos llegado a Lellet casi al mismo tiempo si has salido antes.»

«Sobre todo que la chica de pelo suave, la mirol graciosa y el brujo estuvimos alargando el viaje para esperar a un zoquete despistado,» lanzó Naylah con tono hosco de sermón.

Livon puso cara contrita.

«Lo siento, de verdad, lo siento…»

«¿Y las muletas?» preguntó Yeren, adelantándose. «¿Te duele?»

Livon bajó la mirada hacia su pierna izquierda con un mohín.

«Un poco, si lo apoyo. Es que también me torcí un poco el tobillo al tomar un atajo y un buen pastor me vendó la pierna. Por eso luego tuve que bajar el ritmo.»

Puse los ojos en blanco. Livon empezaba bien el viaje. Nos alejamos a un lugar más cómodo donde instalarnos para comer y esperar al teleférico y el curandero se dedicó a curarle el tobillo a Livon con sortilegios esenciáticos. Sirih fue repartiendo las empanadas de verdura de Kali diciendo:

«Tengo curiosidad. ¿Cómo me habrías descrito a mí, Livon? ¿Algo como ‘una bruja de pelo rojo’?»

Livon hizo una mueca aceptando su porción.

«No… No te veo así, Sirih. Mmno, más bien hubiera dicho,» meditó, masticando, y asintió: «¡una chica con un montón de brazaletes!»

«Ahí coincido,» intervine.

«¿Un montón de brazaletes?» repitió Sirih con tono indignado. «¡Son un instrumento muy útil!»

Enarqué una ceja.

«¿Un instrumento? Un instrumento de música, querrás decir: cada vez que se mueven, suenan como castañuelas.»

Yánika me dio un codazo como pidiéndome que fuera más sensible pero Sirih nos miró con una sonrisilla suficiente.

«Y precisamente por eso. ¿Nunca lo habíais pensado?» Se recostó contra el árbol al pie del cual nos habíamos instalado y explicó: «En Daercia, cuando trabajábamos, Sanaytay siempre mantenía la burbuja de silencio, de modo que nadie nos oía cuando entrábamos en las casas, y cuando andábamos por las calles metiendo ruido con los brazaletes nadie podía imaginar que fuéramos las ladronas. Sencillo, pero no sabéis lo bien que funcionaba.»

Puse los ojos en blanco y le arranqué un bocado a la empanada sin manifestar sorpresa. Más de una vez había oído hablar a inquisidores de mi familia sobre las diversas técnicas que usaban los ladrones de ciudad para llegar a sus fines. La de Sirih no la había oído pero me pareció más bien inocente. Según mi tío Varivak, por Dágovil se llevaba más lo de neutralizar a las víctimas y sonsacarles el escondite de sus ahorros por la fuerza.

«Suena a una vida un poco agitada, ¿no?» dijo entonces Orih con leve reserva.

Sirih hizo un mohín.

«Ya… Sólo conocíamos eso, así que nos parecía normal. Pero ahora somos más honestas que los ermitaños járdicos, ¿a que sí, Sanay?»

Sanaytay asintió sin pronunciar palabra y sacó la flauta de su cinturón. Había acabado ya de comer y se puso a tocar una música lenta y algo melancólica. Tal vez nostálgica. Me había fijado en que, cada vez que Sirih hablaba del pasado, la flautista se hacía aún más reservada. Escuché la melodía con los demás, seducido, mientras mi órica seguía rítmicamente el aire danzante de la flauta. Aquello despertó nuestro sopor pero, afortunadamente, tuvimos tiempo hasta de echar la siesta y, cuando llegó la hora de sentarnos en el teleférico, habíamos recobrado toda nuestra energía, en especial Tchag. El despegue fue recompensado por Orih con una exclamación de maravilla.

«Di, di. ¿Habíais montado ya en un teleférico?» preguntó, a nadie en particular.

La mirol se agarraba al borde de la diminuta ventanilla, devorando el paisaje con los ojos.

«Yo monté,» intervino Yeren. «Pero no en este, sino en el de los Subterráneos que sale de Ámbarlain y baja hasta Kozera. Es aún más impresionante que este, aunque se hace interminable y las vistas no son tan hermosas.»

Se giró hacia mí, como para que corroborara, y confesé:

«Yani y yo nunca lo tomamos. Pero lo vi. Es una obra magistral… aunque oí que no paran de tener problemas por los monstruos, las estalactitas y demás.» Advertí la mirada atenta de Orih y puse los ojos en blanco. Cambié de tema: «¿Nunca has estado en la ciudad de Skabra?»

«Estuve una vez,» confesó Orih. «Pero hace dos años, no había teleférico: había que dar un enorme rodeo por el monte.»

«Como diría Zélif, qué bella es la modernidad,» sonrió Sirih.

La pelirroja se había sentado con tal desparpajo que ocupaba a lo menos dos asientos. Eché un vistazo a los demás viajeros. Los había de toda variedad y color. Empleados, adinerados, familias, parejas y solitarios. Según había leído en la revista de Skabra hacía días, las termas a las que nos dirigíamos eran algo así como un lugar de comunión, pacífico y sagrado, y, según ellos, “¡más seguro que el palacio de Trasta!”… o así lo vendían. Sin embargo, de ser el caso, el gurú de los Protectores Járdicos no habría sido raptado.

Con las manos detrás de la cabeza, eché un vistazo al suelo cada vez más lejano, a la cascada cada vez más próxima, y sentí la enorme fuerza de tracción que hacía mover la cabina. Me pregunté en plan puramente teórico si, de caerse esta, sería capaz de amainar la caída lo suficiente como para salvarlos a todos. Estaba así perdido en mis evaluaciones cuando Livon sacó de su mochila el cubo de números y comenzó a darle vueltas. Reprimí mal mi sonrisa. Después de que yo le hubiera ayudado a resolverlo, Livon lo había deshecho todo y había vuelto a empezar. Aún recordaba su determinación cuando me dijo: “Perdón, Drey. Yeren está trabajando duro para conseguir una respuesta de la Kaara y yo… Si no consigo ni siquiera resolver esto, ¿cómo voy a resolver problemas más complejos?” Me había contentado con ponerle cara divertida, sin sorprenderme realmente. En verdad, admiraba su paciencia. Pasarse dos años tratando de resolver un cubo de números sin conseguirlo… era toda una proeza.

Mi mirada se extravió por uno de los ventanucos y se fijó en las aguas de la cascada que fluían en caída libre, enredándose… como un nido de serpientes. Y, como estas, mis pensamientos cayeron hacia el pasado. No podía creer que Yánika realmente se acordara. Yo tenía apenas nueve años cuando la serpiente la había atacado. Recordaba su dolor, su terror, su confusión. Y mi miedo. Un miedo horrible que me había invadido en el instante en que había notado su aura de pavor. Y no recordaba mucho más. Sólo que, mientras que los monjes habían salido despavoridos sin atreverse a acercarse a tal explosión de terror, yo había corrido hasta mi hermana, había atrapado a la serpiente amarilla con las manos y, con una piedra, la había aplastado hasta hacerla papilla… y hasta perder la noción del tiempo —sólo después Padre me explicó que las serpientes amarillas eran inofensivas. En aquel momento me había sentido tan extraño… Bajé la mirada hacia mis manos donde, en mis recuerdos, había visto con claridad los tres círculos ensamblados de Sheyra, rojos y negros. Y no sólo eso. Había estado convencido durante días de que mi Datsu había recubierto todo mi cuerpo.

“Lo imaginaste,” me había dicho Padre cuando le había contado la causa de mi confusión. Sus ojos severos, aquel día, brillaban de una inusual inquietud. Pero le creí, y relegué lo sucedido al olvido… hasta que me volvió a suceder lo mismo. Sin embargo, aquella vez, cuando cavaba para la compañía de túneles entre Dágovil y Kozera, tenía ya doce años y entendí hasta qué punto el Datsu podía influenciarme.