Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
Dashvara entendió finalmente por qué Atasiag Peykat le había preguntado por la habilidad de los Xalyas como jinetes. Al acercarse las elecciones ciudadanas anuales, los Legítimos y otros ciudadanos ricos tenían previstas fiestas todos los días y una de las actividades que financiaban los Yordark era el llamado juego del solfata, que era básicamente una carrera de tiro con arco a caballo.
—Esa es nuestra especialidad —afirmó Makarva cuando Yira acabó de explicarles las reglas del solfata en el patio de la casa—. Cabalgar, disparar, voltear y desaparecer como el rayo.
—Mm —confirmó Orafe—. Aunque no siempre podíamos hacer eso. Con los nadros rojos era más eficaz cargar con las lanzas y los sables —le remarcó a Yira.
—¿Y dices que sólo van a participar tres de los nuestros? —interrogó el capitán.
Yira asintió.
—La carrera se hace por grupos de tres. Además, Su Eminencia ha alquilado a diez de vosotros a los Steliar para los duelos cuerpo a cuerpo. Si ganáis, el premio se lo quedarán los Steliar, pero el prestigio se lo llevará también Atasiag. Y si perdéis, los Steliar habrán perdido dinero y vuestro valor bajará —completó.
No preguntó a ver quién se prestaba voluntario para el solfata o los duelos: fueron los Legítimos en persona quienes eligieron. A finales de la tarde, Shaag Yordark llegó en litera a la casa de Atasiag acompañado de su escolta, de su intendente… y de su hijo Faag. Cuando Dashvara vio al capitán de la compañía de Compasión intercambió una ojeada pensativa con Zorvun antes de alinearse correctamente en el patio. Faag los reconoció enseguida. Sin acercarse, les dedicó una sonrisilla a modo de saludo, a la cual Dashvara respondió de la misma manera. Casi se diría que ese ciudadano nos ha tomado por sus iguales, observó con cierta burla.
Shaag no se entretuvo mucho con Atasiag Peykat y pasó rápidamente a interesarse por los Xalyas.
—¿Quiénes son los más hábiles con el arco? —le preguntó a Atasiag.
Este le echó una mirada alentadora a Yira.
—Sólo hemos podido probar el tiro con arco una vez, Excelencia —respondió esta—, pero en mi opinión los más hábiles son este, este y este —señaló a Lumon, luego a Makarva y finalmente a Dashvara. Este enarcó una ceja, sorprendido. No es que fuera un inútil con el arco, ningún patrulla xalya lo era, pero Alta o Boron eran indudablemente más diestros que él. De todas formas, no protestó: siempre era un alivio saber que, en vez de zurrar a unos guerreros, iba a dedicarse a disparar flechas.
Shaag Yordark aprobó la opinión de Yira, puso cara satisfecha, saludó gravemente a Atasiag y volvió a montar sobre su litera. Entonces, inesperadamente, el intendente les hizo un signo a Dashvara, Lumon y Makarva para que los siguiesen.
—¿Qué? —murmuró Dashvara. ¿Iban a ir al castillo de los Yordark a estas horas? Tras alzar una mirada hacia el cielo que se oscurecía, echó una ojeada desconcertada a Atasiag. Este le sonrió.
—Comportaos bien durante el entrenamiento, Xalyas.
Y eso fue todo lo que dijo. Sin una palabra, Dashvara, Lumon y Makarva siguieron la pequeña procesión por Milagorrión y ascendieron el cerro hasta el castillo negro de los Yordark. Cuando un adolescente aún imberbe les indicó un rincón donde pasar la noche, cerca de los establos, Dashvara dejó escapar un suspiro y rompió al fin el silencio.
—Oye, muchacho. ¿Sabes cuántos días va a durar el entrenamiento? —inquirió.
El joven se encogió de hombros.
—Las carreras de solfata empiezan dentro de una semana y media. Oséase, nueve días. Mientras tanto, os quedaréis aquí.
Tenía un acento del desierto de Bladhy profundamente marcado. No añadió nada más y, cuando se marchó, Makarva masculló:
—No me han dado ni tiempo de coger las cartas. ¡Podrían habernos avisado!
Dashvara se sentó en un montón de paja y estimó que el lecho era más mullido que su jergón en casa de Atasiag. Al fin replicó:
—¿Desde cuándo necesitamos cartas para jugar a las cartas, Mak? —Se giró hacia Lumon. El Arquero jugueteaba con la pulsera de hierro del Licenciado Nitakrios. Parecía inhabitualmente nervioso y Dashvara se preocupó—. ¿Qué ocurre, Lumon?
El aludido se encogió de hombros y no contestó de inmediato.
—No lo sé, Dash. Últimamente le doy demasiadas vueltas a mis pensamientos.
Dashvara intercambió una mirada curiosa con Makarva.
—¿Qué pensamientos, Lumon? —inquirió.
—Boh. ¿De verdad quieres saberlo? —suspiró el Arquero.
Dashvara alzó las cejas.
—Yo no pregunto cosas que no quiero saber, hermano —le replicó, burlón.
Lumon esbozó una sonrisa pero la borró cuando explicó:
—Estaba pensando en lo que nos están convirtiendo los federados. En la Frontera, luchábamos contra los monstruos. Hacíamos algo útil. En Titiaka, luchamos contra esclavos como nosotros. Simplemente para entretener. ¿En qué nos convierte eso, Dash?
Dashvara sonrió con ironía.
—¿En unas bestias de feria que muerden para no ser mordidas?
—Eso parece —concedió Lumon.
Dashvara se acomodó en la paja y puso las manos detrás de la cabeza.
—Bah, no te atormentes. El primer paso es aceptar lo que somos —consideró—. El segundo consiste en disfrutarlo todo lo posible. Y el tercero, en considerar la séptima fuga. Por ahora, yo estoy en el segundo paso —informó—. ¿Y tú, Lumon?
El Arquero rió por lo bajo.
—Acabas de meterme en el segundo también, Filósofo. Y, a propósito, me pregunto si estos Yordark tienen cocina en alguna parte.
Sólo entonces Dashvara se dio cuenta de lo hambriento que lo había dejado el entrenamiento de aquella tarde. Salieron del pequeño cobertizo y se cruzaron con Durf y otros esclavos en el ancho patio del castillo. Gracias a ellos, encontraron la cocina a la primera, donde ya estaban acabando de comer los doce guardias. Cuando su mirada topó con tres rostros desconocidos pero de rasgos inequívocamente estepeños, Dashvara se paró un segundo, fue a coger su porción de pan y queso y se sentó al fin ante los tres hombres con una ancha sonrisa.
—Ladrones de la Estepa —pronunció—. Un placer veros por esta hermosa región.
De los tres Honyrs, sólo uno dejó traspasar sorpresa en su expresión. Los otros dos fruncieron el ceño. Llevaban, en el brazo derecho, la marca clara del escorpión verde de los Yordark, junto con la cruz negra de los fugitivos capturados y perdonados.
—¿Xalyas? —preguntó el del medio. Su rostro bronceado estaba surcado por las arrugas, aunque Dashvara apostó a que no debía de tener mucho más de cincuenta años.
—Xalyas —confirmó con tono ameno—. Yo soy Dashvara de Xalya. Y estos son Lumon y Makarva. Al parecer, los seis vamos a jugar al solfata para los Yordark. —Sonrió—. Qué gloriosa tarea, ¿verdad?
El Honyr aún no había tocado su comida. Sus ojos grises detallaron a los tres Xalyas pero no despegó los labios. Dashvara no esperó que se presentasen por sus nombres: sabía, por haber hablado una vez con un Ladrón de la Estepa, que los nombres eran cosa sagrada para ellos. Ningún extranjero al clan debía conocerlos.
Le arrancó un bocado a su pan antes de añadir mientras mascaba:
—Al parecer, os fugasteis y el capitán Faag os capturó de nuevo. Es una suerte que sigáis vivos. Nosotros también nos fugamos —apuntó—. Seis veces. Pero no necesitaron capturarnos: volvimos a nuestra torre de la Frontera por voluntad propia. Algunos lo llaman sentido del honor, y otros lo llaman sentido práctico —bromeó. Entonces se dio cuenta de que, al igual que Zaadma, no dejaba meter baza a nadie y agregó—: Por curiosidad, ¿cuántos Ladrones sois en Diumcili?
—Ladrones ninguno —le replicó el más joven—. Nosotros somos Honyrs.
Dashvara asintió.
—Cierto. Haces bien en señalarlo. Perdonad si os he ofendido. De toda la vida os conocí como a los Ladrones de la Estepa, pero de ahora en adelante os llamaré Honyrs. Y vosotros también —les advirtió a Makarva y Lumon. Estos se encogieron de hombros y asintieron mientras comían.
—Dashvara de Xalya —repitió el tercer Honyr. Tenía una enorme cicatriz en la cara y, por las marcas, parecía haber sido provocada por algún animal con colmillos. Sus ojos estudiaron intensamente los rasgos de Dashvara antes de soltar—: Eres el hijo de Vifkan de Xalya.
Dashvara hizo una mueca meditativa.
—Veo que mi fama me precede. Aunque, dada tu expresión, me parece que no es muy halagadora.
El Honyr esbozó una sonrisa torva.
—Tu padre no fue un hombre muy respetabl… —El viejo Honyr debió de darle una patada debajo de la mesa porque el de la cicatriz dio un respingo y calló. Dashvara se preguntó si debía sentirse ofuscado o no ante el insulto. En cualquier caso, no cabía duda de que los Ladrones de la Estepa estaban al corriente de la caída del clan Xalya. El viejo meneó la cabeza, ensombrecido.
—No sirve de nada hablar mal de los muertos, Nube. —Y pronunció—: Perdona, Xalya, la exaltación de mi hermano.
Dashvara enarcó una ceja.
—Perdonado. ¿Así que os habéis puesto motes?
El viejo lo observó con cierta curiosidad antes de contestar:
—Así es. Yo soy Coz. Él es Sann y él, Nube. —Marcó una pausa—. De modo que los zoks te dejaron con vida.
Dashvara entendió que por «zoks» se refería a los Shalussis, Esimeos y Akinoa. Seguramente debía de significar algo así como «salvajes» en su idioma.
—Me dejaron con vida sin quererlo —explicó—. Me hice pasar por un Shalussi.
Como los Honyrs no estaban muy habladores y parecían algo interesados, se puso a contarles las peripecias de los Xalyas, ayudado por Makarva. Estaba ya acabando su último bocado cuando terminó su narración y preguntó:
—Er… ¿vosotros no coméis?
Coz, el viejo, esbozó una sonrisa. La conversación parecía haberlo ablandado un poco.
—Los Honyrs no comemos cuando alguien nos está hablando. Y no hablamos con la boca llena.
Dashvara se ruborizó, desconcertado.
—Oh. —Carraspeó, vaciló y, al fin, se levantó—. Entonces, vamos a dejaros comer. Ha sido un placer hablar con vosotros. Nos veremos mañana, supongo. Buenas noches, Honyrs.
—Buenas noches, Xalyas —soltó el viejo Coz.
—Buenas noches, zoks —murmuró Nube, el de la cicatriz, cuando Dashvara ya se alejaba.
Zok tú mismo, resopló Dashvara.