Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
—¿Qué hacéis aquí?
Dashvara pestañeó pero tardó todavía unos segundos en darse cuenta de que el drow no formaba parte de la pesadilla. El cielo estaba clareando y Tsu estaba ahí, agachado junto a él, tan inexpresivo como siempre.
—¡Tsu! —exclamó e hizo una mueca de dolor cuando se enderezó. Tenía la cabeza tan pesada como un saco de plomo. Por algo los sabios estepeños nunca fueron grandes bebedores, pensó. Echó un vistazo a su alrededor. Los Trillizos, Shurta, Makarva, Orafe y Atok todavía dormían. Al fin, contestó—: Hemos festejado nuestra vida de esclavos y nos hemos quedado fuera voluntariamente a disfrutar de una agradable noche. ¿Y tú, Tsu? ¿Dónde estabas?
El drow se encogió de hombros y miró hacia un lado de la calle preguntando:
—¿No me habréis estado buscando?
Dashvara puso cara culpable.
—Pues… la verdad es que no. Ni se me ocurrió. Perdón. ¿Tuviste algún problema?
Tsu negó con la cabeza y esbozó una sonrisa.
—No, qué va. El único problema que podría tener en todo caso es que el contramaestre Lox o Wassag hagan preguntas indiscretas.
Dashvara enarcó una ceja y le devolvió la sonrisa.
—Tranquilo. Tú estuviste festejando con nosotros, ¿verdad?
Un destello molesto pasó por los ojos de Tsu.
—Gracias. —Marcó una pausa—. ¿No vas a preguntarme nada?
Dashvara puso cara divertida mientras se masajeaba la cabeza.
—¿Quieres que te haga preguntas indiscretas? Bueno, no veo por qué las haría sabiendo que tú no vas a contestármelas.
Esta vez Tsu mostró claramente su incomodidad.
—Cierto, aunque…
—¿Mm? —lo animó Dashvara.
El drow empezó a buscar sus palabras y, mientras tanto, Dashvara trató de estirar su cuerpo agarrotado. Finalmente, Tsu declaró:
—Tienes razón. Ni te conviene a ti saber más del asunto ni me conviene a mí hablar de ello. ¿Así que Atasiag os dio dinero?
—¡Ja! Nos lo ganamos con los sables en la mano —aseguró Dashvara.
Y entonces se puso a contarle la celebración de los Kondister y los diferentes tipos de duelos.
—Tuve suerte de no caer con ningún soldado especialmente bueno —reconoció al fin Dashvara.
Tsu sonrió.
—De hecho, tendría que ser especialmente bueno para ganarte, amigo. —El drow le palmeó el hombro antes de levantarse. Los demás ya estaban espabilando y Dashvara acabó de despertarlos palmeando las manos.
—¡Venga, arriba, hermanos! —los apremió alegremente.
—Daaash —refunfuñó Zamoy—. Ya no son horas de bailar la dianka, ¿sabes?
Dashvara sonrió y se dirigió hacia el portal. No tuvieron que esperar mucho antes de ver aparecer a Wassag. Este los recibió con una mueca medio burlona medio exasperada.
—Podríais haberme despertado —les hizo notar.
—Se necesita una buena razón para despertar a un hombre dormido —replicó Dashvara con aire solemne—. Para nosotros, el sueño es sagrado.
Frente a esta razón casi religiosa, Wassag no tuvo nada que rebatir y se limitó a informar:
—Ayer quedaron unos cuantos restos. Vamos a desayunar como reyes.
Su afirmación se confirmó cuando entraron en la cocina y se encontraron con que el tío Serl, siempre tan preocupado de contentar a sus halagüeños comensales, estaba posando cuantiosos restos de carne de pollo en la mesa. Dashvara agrandó los ojos y se quedó mirando el plato como si jamás hubiera visto antes algo semejante. Los Xalyas tomaron asiento sin atreverse a tocar la carne.
—Eso… ¿realmente es para nosotros? —preguntó Ged el Armero con aire indeciso.
El tío Serl mostró todos sus dientes.
—Ayer estuvo invitado el hijo mayor de los Korfú y la señorita Fayrah encargó demasiada carne. También encargó muchos pasteles, pero de eso no quedó nada —se disculpó con una sonrisilla.
—Bah, ¡glotones! —se burló Zamoy, y se levantó el primero para servirse una pechuga.
En unos minutos, los Xalyas arrasaron con todo. Dashvara sonreía solo al ver a los Trillizos tan animados. Casi se le había olvidado la jaqueca.
—Por cierto —intervino el capitán—, vosotros no estáis enterados. Ayer, Sashava habló con nuestro shaard.
Dashvara dio un respingo y miró al Cascarrabias con impaciencia.
—¿Lo viste en la Universidad? ¿Cómo está?
Sashava asintió.
—Está bien. Está medio ciego, así que le costó reconocerme. Pero no ves lo contento que se puso cuando me reconoció al fin. Le conté nuestras peripecias. Él no contó mucho. Al parecer, los Akinoa estuvieron a punto de matarlo, pero luego decidieron venderlo a los Esimeos cuando se enteraron de que era un shaard. Y los Esimeos lo vendieron al Maestro. Curioso porque, usualmente, fueron los Esimeos los que acabaron religiosamente con los shaards de los demás clanes. Considerarán que un solo shaard ya no puede resucitar el Ave Eterna en la estepa, quién sabe. En cualquier caso, en la Universidad, tratan a nuestro anciano como a un sabio. Me pidió que le repitiera unas palabras a nuestro último señor de la estepa —agregó con una sonrisilla—. Dijo: que Dashvara recuerde lo que le dije aquel día, cuando vino a regalarme los pétalos dorados de una flor y no me trajo el tallo.
Dashvara lo contempló, perplejo, y ante las miradas curiosas de sus hermanos acabó por confesar:
—Parece estúpido, pero no me acuerdo.
Varios Xalyas se carcajearon.
—¡Así que nuestro shaard tiene mejor memoria que tú, mi señor! —rió Zamoy.
—¿Le regalabas flores a nuestro maestro? —se burló Makarva.
Dashvara se encogió de hombros.
—Pues al parecer. No sé, el episodio me suena, pero en todo caso yo no debía de tener más de seis o siete años. Como para acordarme de una lección filosófica de Maloven. ¿Así que está medio ciego? —retomó—. Bueno, mientras esté contento y lo traten bien… —Hizo una mueca y preguntó—: ¿Existe alguna posibilidad de hablar con él?
—Según entendí, a la tarde, suele salir a pasear —contestó Sashava—. Pero justo coincide con vuestros horarios de entrenamiento.
Dashvara puso cara decepcionada y luego sonrió.
—Pues si lo vuelves a ver, dile que el señor de la estepa tiene un agujero de memoria. No —agitó la mano—, ahora en serio. Dile que no he olvidado sus sabias lecciones y que las sigo a rajatabla. Más o menos.
—¿Añado ese «más o menos»? —interrogó Sashava con aire socarrón.
Las risas barrieron la mesa. Dashvara asintió sin dudarlo:
—Una de las lecciones de Maloven fue: nunca consideres una lección como perfecta o un día acabarás acatándola sin razón. Las lecciones de un shaard guían el Ave Eterna, las lecciones de la vida la forman, pero, al final, el Ave Eterna la creamos nosotros mismos.
Sashava sonrió y sus ojos reflejaron aprobación, cosa rara en él.
—Si vuelvo a encontrármelo, se lo diré —prometió.
Minutos después, salieron al patio, donde ya aguardaban los seis seguidores de Atasiag para la Hora de la Constancia. En cuanto salió Su Eminencia, los ciudadanos rivalizaron soltando requiebros y rezumando servilismo a espuertas. Esa mañana, Atasiag llamó a Dashvara para que los acompañara, junto con Boron. Se mostró muy complacido cuando sus seis leales clientes ensalzaron la buena imagen que había dejado la víspera en la Serena, en los juegos de duelo. Durante todo el trayecto hasta la Plaza del Homenaje, el hobbit gorjeó alabando las buenísimas relaciones que estaba estableciendo Atasiag con los Legítimos Alfodrog y habló de un hijo menor que había acabado su servicio militar como ayudante de los Ragaïls.
—Creo que ahora sus padres están buscando un buen partido para casarlo —decía—. Y he oído que el chaval tiene buen trato con vuestras dos hijas, Eminencia.
Atasiag no abandonó su sonrisa cuando contestó:
—Bueno, seguramente lo casarán con la hija de los Terowald. Ambas casas se llevan de maravilla y son casas Legítimas. No conviene ser demasiado soberbio y ambicioso, ¿verdad, amigo?
El hobbit se ruborizó.
—Por supuesto que no, Eminencia. La soberbia es pecado. Que Cili nos libre de ella —oró.
Dashvara reprimió una sonrisa. Como siempre, Atasiag se divertía como un cachorro pinchando a sus seguidores.
Hacía un día veraniego y, cuando llegaron a los nichos de la plaza, esta ya estaba a rebosar de gente. Aparecieron varios comerciantes asociados de Atasiag y saludaron a este inclinándose, de manera que se notara que reconocían su superioridad como magistrado. Luego apareció el Legítimo Shaag Yordark. Era un humano negro, algo mayor; iba vestido con la túnica azul y blanca de los Consejeros y, pese a que no llevase joyas ni demás fastuosidades, su presencia imponía. Esta vez, le tocó a Atasiag mostrar sus respetos antes de que todos tomasen asiento en las gradas de piedra. Imitando a los demás esclavos, Dashvara y Boron se sentaron junto al nicho.
—Me temo que hoy la charla va a ir para largo —comentó Durf, uno de los esclavos de los Yordark—. Ayer llegó todo un cargamento y ahora toca repartirse los beneficios. Los ánimos se calientan rápido cuando hay dinero de por medio —sonrió.
Dashvara le devolvió la sonrisa y, sacando las cartas marineras, soltó:
—Como me enseñaron a ser previsor, he traído algo para ocuparnos.
Era la segunda vez que los esclavos de los Yordark jugaban a las xalyanas y sólo necesitaron explicar las reglas a un par de elfos que servían a un comerciante de Agoskura. Venían de una selva perdida y apenas chapurreaban el común pero, como Durf sabía hablar agoskureño, consiguieron así y todo comunicar.
Así como había vaticinado Durf, la conversación en el nicho se alargó y continuó mientras el sol empezaba a calentar seriamente sus cabezas. En un momento, el comerciante agoskureño ladró algo a uno de los elfos y este se apresuró a levantarse y a encaminarse hacia un aguador. Enseguida los demás lo imitaron y, tras una orden muda de parte de Atasiag, Dashvara suspiró, se guardó las cartas en el bolsillo, se dirigió hacia otro aguador y, por medio detta, le tomó prestado un vaso de agua para Su Eminencia. Cuando se lo tendió, el federado sonrió:
—Gracias, Dash. ¿Qué tal va la partida?
Dashvara puso cara cómica.
—Bastante más interesante que lo vuestro, me temo —susurró.
Atasiag puso los ojos en blanco.
—Ahora estábamos hablando de las candidaturas a Consejero. A mí me parece más bien interesante. Oye, dime. Tú sabes montar a caballo, ¿verdad?
Dashvara lo miró con extrañeza. ¿Y eso qué tenía que ver?
—Todos los Xalyas sabemos montar a caballo —contestó—. Incluso entre los antiguos clanes éramos considerados los mejores jinetes de la estepa.
Atasiag puso cara satisfecha, acabó su vaso de agua y se giró hacia Shaag Yordark.
—Excelencia, creo que he encontrado a los hombres que os faltaban.
Shaag examinó brevemente a Dashvara antes de realizar un gesto de cabeza.
—Bien. Hablaremos de eso más tarde. Ahora que lo recuerdo, mi hijo Faag capturó a los Honyrs que se fugaron de la frontera con Shjak. Les perdonó la vida, así que seguramente también formarán parte del lote.
Dashvara le echó a Atasiag una mirada de incomprensión, pero este no se dignó a ser más explícito y lo despidió con la mano y una sonrisa misteriosa. Bah, tú sabrás lo que haces, federado, suspiró, alejándose con el vaso vacío.
Sólo cuando volvió a su partida de cartas pensó de nuevo en las palabras del Yordark. ¿Había dicho «Faag»? ¿Acaso se refería al capitán Faag con el que había hablado en Compasión? Era probable. Eso sí, exceptuando el hecho de que ambos eran negros y tenían los ojos azules, no guardaban mucho parecido.
Ha hablado de los Honyrs, recordó entonces con un estremecimiento. Si de verdad habían traído a Ladrones de la Estepa a Diumcili… Suspiró. Cuando regresemos a la estepa no van a quedar ahí más que ruinas, ilawatelkos y caballos salvajes.
Boron el Plácido ganó la partida y Dashvara dejó que otro ocupase su sitio para desentumecerse las piernas. Estaba caminando por el empedrado con las manos en los bolsillos, curioseando por los estantes del mercado más cercanos, cuando oyó, por encima del bullicio habitual, una exclamación seguida de más gritos. Por un instante, creyó que había estallado alguna pelea o alguna riña entre Unitarios y Federales o qué sabía qué, pero cuando distinguió al fin las palabras entendió que no era el caso:
—¡Fuera extranjeros! ¡Fuera trabajadores bárbaros! —gritaba la voz—. ¡No os necesitamos!
Vio al fin aparecer a un caito de cierta edad con un cartel colgado al cuello donde ponía: «por una Titiaka digna: ¡fuera los trabajadores extranjeros!». La mayoría de los paseantes lo miraban con cara desconcertada. Otros sonreían con evidente burla. Y otros lo observaban con educada curiosidad. Dashvara fue uno de estos últimos.
—¡Fuera bárbaros! —vociferó el iluminado—. ¡Les estáis robando el trabajo a nuestros trabajadores! ¡No necesitamos extranjeros! ¡Paganos! ¡Aprovechadores! ¡Infieles!
Se iba parando cada vez que veía a algún esclavo con pintas de haber sido importado y lo señalaba con el dedo como para arrojarle una maldición divina. Cuando se detuvo ante Dashvara y volvió a soltar su estribillo, este no pudo evitar abrir la boca.
—¿Marcharme de aquí, ciudadano? Nada me gustaría más —aseguró con ironía—: créeme, me encantaría dejarle mi trabajo a un esclavo criado en Titiaka para que pudiera sacarle tanto provecho como yo. Pero, sabes, viejo, al que tienes que convencer es a mi amo, no a mí.
El iluminado lo miraba con ojos desorbitados, pero las expresiones sorprendidas de los transeúntes más cercanos reflejaban más bien diversión. Dashvara inclinó burlonamente la cabeza y le daba ya la espalda cuando el protestón bramó, enrojecido:
—¡Insolente!
¿Por qué, en nombre del Ave Eterna, no podías simplemente callarte, Dash? Dashvara suspiró y regresó junto al nicho, donde sus compañeros esclavos meneaban la cabeza, entre incrédulos y divertidos.
—Algún día tu ingenio te perderá —lo advirtió amablemente Durf de los Yordark.
—Siempre llega algún día en que nos perdemos —replicó Dashvara.
En cualquier caso, los gritos del exaltado no volvieron a resonar por el mercado en toda la mañana.
Aquella misma tarde, después del entrenamiento, Dashvara supo que el maldito caito había tenido la genial idea de denunciar a Atasiag por ataque verbal. Su Eminencia tuvo que pagarle dos denarios como indemnización y, cuando convocó a Dashvara a su despacho, se limitó a decirle:
—No deberías meterte con los ciudadanos, Filósofo. Y todavía menos con los que han visto sus rentas caer en picado. Algunos no piensan más que en buscar querellas y rascan todo lo que pueden. Confío en que la próxima vez serás un poco menos… bocazas.
Tal vez esperaba que Dashvara pusiese cara de contrición. Si tal era el caso, debió de llevarse una buena sorpresa cuando lo vio carcajearse.
—Ataque verbal —soltó Dashvara, riendo—. ¡Es la primera vez que oigo algo parecido! Alguien te insulta y se exalta, le contestas amablemente y luego te denuncian. Bueno, no, no me denuncian a mí: ¡te denuncian a ti por no adiestrar bien a tus cachorros! —Siguió riendo de buena gana—. Estáis totalmente chiflados, federados. Me encanta vuestra sociedad. Sensata a saciedad. Ah… —Meneó la cabeza—. Ahora me salen las rimas como a Miflin. En fin, descuida, Eminencia, no volveré a hablarle a un ciudadano si este no me lo pide expresamente. Así no tendré la terrible sensación de estar provocando la ruina de mi amo… ¡a base de ataques verbales! —estalló en carcajadas.
Atasiag pareció querer reprimir una sonrisa, pero lo consiguió sólo a medias. Realizó al fin un gesto vago con la mano para decirle que se retirara.
—Bárbaros —lo oyó suspirar Dashvara mientras salía.