Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
Dashvara regresó al montón de paja junto con Lumon y Makarva. Aquella noche, no tardó en conciliar el sueño y despertó a la mañana siguiente con una extraña sensación de ligereza en el corazón. Tardó unos instantes en entender de dónde le venía esa ligereza: no había tenido pesadillas. Apenas hubo llegado a esa alentadora constatación, alguien le tiró algo sobre las rodillas. Era un arco. Y quien se lo había arrojado era el capitán Faag. Dos hombres con el uniforme de la Compañía de Compasión lo respaldaban.
—Arriba, dormilones —soltó el Legítimo—. Nos espera un largo día de entrenamiento.
Dashvara sacudió a Makarva y se levantó agarrando el arco. Este se parecía mucho a los que utilizaban en la estepa. Sin una palabra más, Faag los condujo al amplio patio, donde esperaban ya los tres Honyrs. Las miradas asesinas que estos le soltaron al capitán auguraban un ambiente de paz y convivencia…
—Bien —dijo Faag posicionándose ante los seis estepeños—. Creo que ya todos me conocéis. Soy el capitán Faag, hijo de Shaag Yordark, y puesto que voy a quedarme durante unos días en Titiaka he decidido ocuparme de vosotros para iniciar vuestro entrenamiento al solfata. —Se giró hacia los Honyrs—. Si resultáis hábiles, después de los juegos es probable que os acoja en mi compañía como auxiliares. Dependiendo de vuestro servicio, podréis aspirar a una emancipación mucho más rápidamente que quedándoos en Titiaka. Por consiguiente, os conviene esforzaros todo lo posible. —Les dedicó a todos una sonrisa satisfecha—. Posad los arcos ahí. Antes que nada, quiero que deis cuatro vueltas al patio para calentaros. Luego colocaréis las dianas ahí al fondo. Anda, a correr —los animó.
Los Honyrs gruñeron por lo bajo y Dashvara les dedicó una mueca divertida.
—Intentad cogerme, Honyrs —les retó. Y echó a correr, seguido de Lumon y Makarva. Los dos pronto lo adelantaron y luego lo hicieron los Honyrs. Cuando pasó junto a él, Nube le echó una mirada burlona antes de acelerar. Dashvara le respondió con una sonrisilla. No se esforzó ni lo más mínimo y cuando terminó la cuarta vuelta recibió una mirada contrariada por parte de Faag.
—La próxima vez, esfuérzate más, ¿quieres? —le recomendó.
Dashvara asintió en silencio y recogió su arco mientras los demás acababan de colocar las dianas. Faag acercó él mismo un carro lleno de flechas y fue el primero en disparar a una diana: le dio en el centro.
¿No esperarás que nos pongamos a admirar tus increíbles dotes, federado?, se burló Dashvara. Le echó una mirada elocuente a Lumon y todos tensaron el arco. Dispararon. Las seis flechas se plantaron en el centro de cada diana. Tiraron así diez flechas seguidas y, finalmente, Dashvara percibió un destello de respeto en los ojos de Faag. Más respeto sentiría yo por alguien que nunca ha disparado una flecha ni desenvainado un sable, razonó. Qué poca sabiduría estás demostrando tener, buen hombre.
Siguieron disparando hasta que los dos compañeros de Faag se ausentaron unos minutos para regresar con unos mozos de cuadra y seis caballos blancos magníficos. Dashvara aceptó las riendas de uno y le acarició el hocico con una mano temblorosa. Los ojos del caballo eran mansos y de un color azulado extraño.
—Son yeguas de Agoskura —dijo el capitán Faag—. Son las más rápidas que he conocido nunca. Anda, montad.
Los Xalyas no tardaron en montar, pero los Honyrs, siguiendo su ritual, se pusieron a murmurarles a sus caballos y Faag tuvo que intervenir para acortar la presentación.
—Lo siento, pero no tenemos todo el día —carraspeó con paciencia.
Los Honyrs se ensombrecieron, cada uno se inclinó respetuosamente ante su caballo y montaron.
Durante las horas siguientes cabalgaron por el patio disparando a las dianas y variando la velocidad de sus monturas. Cuando el capitán Faag les ordenó que se apearan, parecía satisfecho. Les distribuyó grandes bocadillos de verduras, carne y huevo y, mientras se instalaba con los demás, Dashvara se sorprendió al ver que se sentaba a su vez en un banco con sus dos soldados para comer lo mismo.
—Ese tipo me recuerda una frase que soltó un miliciano en el Nadro Feliz —comentó de pronto—. Dijo algo así como: hay amos que golpean, amos que amenazan, amos que respetan y quieren como padres y amos que se hacen pasar por hermanos. Pero, a fin de cuentas, todos siguen siendo amos.
Se fijó entonces en que los Honyrs habían dejado de comer y puso los ojos en blanco.
—Perdón, no he dicho nada.
Los Ladrones de la Estepa siguieron comiendo y los Xalyas respetaron el silencio hasta que acabaron su bocadillo.
—Gracias —susurró Coz, el viejo, con gravedad—. Sois los primeros en respetar nuestras tradiciones en estas tierras.
Dashvara sonrió y Makarva soltó:
—Es que los Xalyas siempre fuimos muy tolerantes. ¿Os habéis fijado en los caballos? Jamás vi unas criaturas tan extrañas.
—Corren rápido —apreció Coz—. Pero apuesto a que tienen menos aguante que los caballos de la estepa.
Evocaron entonces nostálgicamente la estepa, los caballos y la antigua vida. Dashvara escuchó a Coz contar cómo unos Esimeos traidores los habían atrapado a siete de ellos y los habían vendido a los diumcilianos. Uno había muerto en la Arena, dos habían sido vendidos a un príncipe de Agoskura y el cuarto había desaparecido en la frontera con Shjak.
—No creo que siga vivo —confesó Coz—. Pero, considerando el final de los Xalyas, me consuelo pensando que la mayoría de los Honyrs siguen viviendo en la estepa.
Dashvara inspiró lentamente y, sin contestar, desvió la mirada hacia el capitán Faag. Este se dirigía hacia ellos con un andar tranquilo.
—Estábamos comentando… —empezó—. Al parecer los Xalyas sois tan buenos luchadores como los Honyrs. ¿Es eso cierto?
Dashvara reprimió un carraspeo.
—No puedo afirmarlo. Nunca luché contra un Honyr y no lo echo en falta. Pero diría que ellos tienen una ventaja sobre nosotros.
—¿Una ventaja?
—Bueno, se dice que llevan sangre belarca en las venas. —Les echó una mirada interrogante a los Honyrs y los vio sonreír burlonamente.
—No hay nada menos cierto —replicó Coz—. Somos humanos hasta la médula y todos nuestros antepasados lo fueron. Históricamente, nosotros también descendemos de los Antiguos Reyes, aunque nos duela admitirlo —murmuró.
Su aseveración no pareció escandalizar a nadie pero a Dashvara lo dejó boquiabierto.
—¿Qué? —jadeó—. Imposible. Los Antiguos Reyes siempre os persiguieron.
—Y por una buena razón —sonrió Coz con cierta amargura—. Según nuestra historia, un tal Sifiara hijo de reyes traicionó a su hermano e intentó matarlo para heredar sus tierras. No lo consiguió, pero en vez de ser decapitado, fue desterrado al norte con sus hijos y las esposas de estos. Nosotros somos descendientes de un traidor.
Dashvara lo contempló, anonadado. Siempre había creído la teoría de Maloven según la cual los Ladrones de la Estepa eran un pueblo venido del norte, como los Akinoa. Al fin, observó:
—Es extraño que recordéis un detalle tan poco… favorable en vuestra historia.
Coz sonrió enseñando los dientes.
—Somos Honyrs. Y los Honyrs siempre son fieles a la historia y a todo lo que les ocurre. No mienten, ni fantasean, ni encubren verdades. Nuestra deshonrosa proveniencia desempeña un papel aleccionador.
Al oír su voz pausada y sabia, Dashvara tuvo la impresión de haberse encontrado ante el shaard de los Ladrones de la Estepa. El capitán Faag intervino:
—Todo esto es muy interesante, pero os sugiero que os levantéis y sigáis entrenándoos. El pasado pertenece al pasado. Venga —los apremió.
Dashvara se levantó pero no pudo dejar de preguntar:
—¿Y el Ave Eterna? ¿Vosotros también…?
—Xalya —lo interrumpió Faag secamente.
El tono de voz del capitán le recordó entonces que estaba hablando ante un Legítimo de Titiaka. Calló prudentemente pero, mientras se subía otra vez al hermoso caballo blanco, siguió dándole vueltas al asunto. El Ladrón de la Estepa al que había dejado su caballo Lusombra, más de tres años atrás, le había estado hablando de técnicas de combate, le había hablado de su filosofía y de sus principios, pero en ningún momento había sacado las palabras «Ave Eterna» ni había mostrado saber hablar oy'vat. Pero, con todo, si lo que decía Coz era cierto, eso significaba que los antiguos clanes no estaban muertos del todo. Quedaban los Honyrs.
Unos hijos de traidores, pero unos hermanos a fin de cuentas, consideró.
Estaba tan emocionado con la noticia que no pudo concentrarse en lo que hacía. Empezó disparando las flechas tan mal que el capitán Faag le ordenó que se detuviera. Dashvara, irritado, se apeó.
—¿Qué ocurre?
Faag lo miró a los ojos.
—¿Que qué ocurre? Ocurre que no estás concentrado, soldado. Primero corres como una tortuga, y luego disparas flechas como un principiante después de haber demostrado que eras un buen arquero. ¿Qué te pasa? —concluyó.
Su pregunta requería una respuesta. Dashvara no le dio ninguna.
—Por la Compasión —suspiró Faag. Se giró hacia uno de sus hombres—. Trae unos sables.
Dashvara palideció, imaginándose ya que lo iban a ajusticiar sin que Atasiag se enterara. Luego razonó más lógicamente pero sólo se relajó un poco cuando vio al soldado tenderle las dos armas. Iba a luchar en duelo. ¿Pero contra quién?
Cuando vio al capitán Faag cargar con un escudo y sacar su espada, creyó sentir la vida abandonarlo poco a poco.
—No pongas esa cara, Condenado —sonrió el Yordark—. Te aseguro que si me hieres, no formularé ninguna queja. ¿Vosotros lucháis con dos sables, verdad? Esto es un duelo limpio. Le gané a un Honyr hace un año. Tengo curiosidad por ver hasta qué punto los Xalyas sois buenos luchadores.
Pues yo no siento ninguna curiosidad, federado. ¿Pero acaso te importa mi opinión?
Faag gritó a los demás que detuvieran sus caballos, les ordenó que se sentaran a unos cuantos pasos de donde se encontraban él y Dashvara y, al fin, dijo:
—Esta vez, concéntrate, soldado.
Dashvara le dedicó una mueca aburrida y, por un momento, se le ocurrió soltarle algo así como «perdón, pero se me ha torcido el tobillo» o «lo siento, ya estoy espabilado, no volveré a fallar más flechas», pero supo que lo primero no colaría y lo segundo no iba a impedir el duelo tan ansiado por el Yordark. Con un suspiro, esperó a que Faag realizara el primer movimiento.
Estuvieron tanteándose durante un buen rato antes de que, finalmente, impaciente, deseando poner fin al combate ganase quien ganase, Dashvara se abalanzó. Y retrocedió segundos después bajo los golpes.
Es bueno, tuvo que reconocer.
Eso fue para él motivo de alivio: si de verdad el federado había conseguido derrotar a un Honyr, no veía por qué él no podría perder también.
—Concéntrate —siseó Faag. Sus ojos azules brillaban de frustración—. Concéntrate o te empalo aquí mismo y devuelvo tu cadáver a tu amo.
Dashvara no supo si hablaba en serio, pero la simple amenaza le impidió tentar la suerte de adelantar su derrota. Se movió hacia la izquierda, atacó y volvió a retroceder maldiciendo entre dientes. En un momento, vio una brecha, embistió y le hizo un pequeño corte en el brazo al federado. Tal vez hubiera podido sacar más partido del ataque, pero no lo hizo: retrocedió, pálido como la muerte. Esta vez, la había liado buena. Faag sonrió.
—Así me gusta. Ataca sin vacilar.
Por un instante, Dashvara creyó que iba a declarar el duelo acabado y en tablas, pero no: el federado atacó de nuevo y Dashvara resopló, evitando espadazos y golpes de escudo, moviéndose como el buen Príncipe de la Arena que era. Sin embargo, cuando le pusieron los Xalyas aquel apodo, era más joven y estaba en buena forma. Tras un rato de estar moviéndose como una serpiente roja para evitar los golpes de Faag, sintió su respiración cortarse y sus pulmones llenarse de sangre. Paró otro golpe, realizó una finta, se agachó, desequilibró al federado y le dio una patada en la entrepierna justo antes de recordar la frase «esto es un duelo limpio». Demasiado tarde. Faag jadeó, doblándose en dos, y Dashvara dio un paso atrás, desamparado. Abrió la boca para disculparse pero tan sólo le salió un gorjeo sanguinolento. Trató de liberar sus pulmones, la cabeza le dio vueltas y titubeó.
—¿Qué… diablos…? —resopló el capitán Faag. Recuperado a medias, observaba con aire pasmado la sangre que iba expulsando su adversario.
El ataque de tos fue brutal. Dashvara maldijo interiormente mientras expectoraba como un condenado. Se había esforzado demasiado. Maldito federado. Dejó escapar los sables porque con la crisis que le había entrado hubiera podido herirse solo. Cayó temblando hasta el suelo, procurando agacharse despacio.
—¡Dash! —exclamó la voz de Makarva.
Dashvara vio a su amigo levantarse de un bote y a Lumon estirarlo sabiamente del brazo para retenerlo. Contrariamente a otras veces, no notaba que sus pulmones fuesen a parar la hemorragia y seguía saliendo de su boca más y más sangre. Un temor sin nombre lo invadió. Aun después de experimentar incontables veces la inminencia de la muerte, nunca había dejado de temerla.
—Supongo que esto deja el duelo en tablas —dijo el capitán Faag—. Forisag, llama al médico.
Faag se agachó junto a Dashvara y preguntó con suavidad:
—No es la primera vez que te pasa esto, ¿verdad? Por eso no te esforzaste esta mañana.
Dashvara no respondió y fue Lumon quien lo hizo, acercándose.
—Está enfermo desde hace tres años, capitán. Fue por culpa de un dardo con veneno de serpiente roja.
La sangre empezó a coagularse en la garganta de Dashvara y este tosió y escupió otra vez. Cuando se recuperó un poco, cruzó la mirada entristecida del viejo Honyr, inspiró todo lo que pudo y chasqueó:
—Cumple con tu palabra, federado, y empálame con tu espada. Si tanto te divierte matar, al menos mata por compas…
Se quedó sin aire, se ahogó y volvió a intentar socavar espacio para respirar. Faag se levantó, pero no lo hizo para empalarlo mejor: simplemente se apartó. Esta vez Lumon no retuvo a Makarva. El joven Xalya se arrodilló junto a Dashvara con la expresión conmocionada.
—Dash, vas a ponerte bien. No estás muriéndote…
Su voz sonaba temblorosa e insegura. Dashvara alzó la mirada hacia Lumon. Lo vio ahí, de pie, con el gesto sombrío, y supo que él tampoco hubiera apostado un caballo viejo sobre su esperanza de vida. Desde hacía unas semanas su salud no había hecho más que empeorar. Cuando recuperó el aliento, les dedicó a ambos una leve sonrisa y le palmeó el hombro a Makarva sin decir nada. Recordó unas palabras que le había dicho el capitán Zorvun en Compasión: “Esta flecha no era la última, Dashvara. Estoy seguro de que la última será la mejor.” Y tanto que mejor.
—Dash —resopló Makarva—. Ya viene el médico. No te ahogues, hermano. Seguro que acabarás por curarte.
No te lo crees ni tú.
El médico era un ser enorme y gordo con cara de humano, que lo levantó como a una pluma y se lo llevó en brazos como a un recién nacido.
—Vamos a curarte, pequeño —le soltó el gigantón con una gran sonrisa apaciguadora.
Por un instante, Dashvara se sintió tranquilizado, pero luego le entró un pánico irracional cuando se dio cuenta de que tal vez iba a morir lejos de los Xalyas, su gente, su pueblo. Aterrado, se agitó, intentando desasirse.
—¡Hermanos! —bramó. Soltó una cascada de sangre y su visión se oscureció. Gimió, volvió a llamar a sus hermanos y añadió en oy'vat—: Padre… Madre… Nandrivá… —Se ahogó. Tosió violentamente y empleó las últimas fuerzas que le quedaban para exclamar con fervor—: ¡Liadirlá, kayástaram, aswuri fasrinur gat…! ¡Munda, Xalya, sizana hunaskam, kay fadula dundat, Liadirlá…!
Ave Eterna no me dejes, hasta la muerte te seré leal. Tú me hiciste señor, Xalya y hermano, y yo te doy mi vida, Liadirlá…