Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 2: El Señor de los Esclavos
Dashvara tuvo todo el tiempo para comprobar cómo, finalmente, la vida de un esclavo en Titiaka resultaba indudablemente agradable. Comparándola con la de la Frontera, claro.
A las mañanas, se levantaban temprano, desayunaban en la cocina del tío Serl, asistían a la Hora de la Constancia y durante el resto de la mañana cumplían con las tareas más variadas. En dos semanas, Dashvara pasó tres encargos en tiendas diversas, llevó un mensaje a un controlador del puerto y una carta a un teniente de la Milicia Urbana; ayudó a limpiar a fondo uno de los barcos de Atasiag, acompañó dos veces a Su Eminencia y sus seguidores a la Plaza del Homenaje y vio a una decena de Legítimos con toda su pomposa escolta de esclavos y ciudadanos. Una mañana, Atasiag le encargó un pequeño trabajo que consistió en amedrentar a un ciudadano que le acosaba a Dafosag, uno de sus seguidores, para que no acudiera a su casa a la Hora de la Constancia.
—Ese imbécil espera reemplazarlo y llevarse el denario en su lugar —resopló Atasiag—. Si es necesario darle un buen golpe, adelante. Pagaré gustoso la indemnización.
Dashvara se respaldó de Arvara y Maef y no tuvieron más que mirar al sujeto y dejar bien a la vista el blasón del Dragón Rojo para hacerle entender que de ahora en adelante más le valía no molestar a los amigos de Atasiag.
Con todo, a la mañana, solía disfrutar de bastante tiempo libre y aprovechó primero para visitar a Zaadma en su herboristería. Esperaba encontrar a Rokuish también, pero, según explicó la republicana, el Shalussi trabajaba en tiempo normal como palafrenero en los establos del cuartel general y se levantaba muy temprano para ir a cuidar de los caballos. Durante dos horas, Zaadma estuvo hablando casi en un flujo continuo que interrumpía solamente para atender a sus clientes. Habló de la venta exitosa de su narciso de luna, del jardín que cultivaba en la buhardilla, de lo insoportables que podían llegar a ser algunos compradores y de lo exasperantes que eran no sé qué kalreas especiales que nunca se decidían a florecer. Casi no le dejó meter baza y Dashvara salió de su tienda con los oídos zumbando.
Definitivamente, Rok, quédatela cien años, por favor…
Sonrió solo. Cuando de camino a casa pasó por delante del Tornado de Hierro, movido por un repentino arrebato de conciencia, entró en la taberna para dejar a Sotag cuatro sildettas a cambio de una buena cerveza que suavizó su dolor de cabeza. Le preguntó por la salud de su esposa y, algo pálido, el tabernero aseguró que esta se encontraba mucho mejor. Dashvara no lo dudó. Estuvo tentado de pedirle noticias de su sobrino ciego, pero se contuvo. Cuando dejó el establecimiento, determinó que cuatro sildettas habían sido más que suficiente contribución para un mentiroso.
Durante dos días, a la hora de comer, el contramaestre Loxarios se dedicó a instruirlos sobre la buena conducta. Luego, se aburrió y, cuando preguntó si ya habían entendido la moral, todos se apresuraron a asentir, contentos de librarse al fin de sus lecciones. Lox no era un mal tipo: los dejaba holgazanear después de la comida durante una buena hora antes de recordarles que debían entrenarse y representar bonitos combates para los ciudadanos curiosos aficionados a la Arena.
El primer día, Dashvara se negó a coger los sables. Fue una súbita corazonada: había decidido no volver a derramar una gota de sangre. Quería ser una buena persona y vivir tan pacíficamente como ciertos sabios estepeños cuyos nombres empezaban a mezclarse en su cabeza. Imbuido de las doctrinas pacifistas de un tal Moarvara, viejo de varios siglos, se levantó de la mesa y empezó a perorar sobre el buen ejemplo y el poder de la diplomacia. Makarva y Zamoy se carcajearon, Orafe lo llamó iluminado, el capitán suspiró con la mirada fija en su cuchara y Atok lo escuchó con ojos maravillados. Sólo Miflin intervino para apoyarlo y declamar:
—Lo que siempre he dicho. Olvidemos el acero, ¡liberemos la paz!
Finalmente, como Dashvara intentaba justificar sus puntos de vista al contramaestre Lox, este lo amenazó con el látigo y eso, sumado a los razonables comentarios de sus hermanos, lo llevó a desistir. Se ciñó los sables gruñendo por lo bajo.
Pronto Dashvara tomó plenamente consciencia de lo mucho que los titiakas apreciaban los combates cuerpo a cuerpo. No siempre se entrenaban en la Arena: en dos semanas, acudieron varias veces al cuartel general y fueron invitados en dos ocasiones al campo de entrenamiento particular de los Yordark, en su imponente castillo negro del Cerro Cortés. Su guardia personal era reducida, sólo eran doce, pero eran buenos luchadores y Dashvara, que estaba acostumbrado a no moverse más de lo necesario por consideración a sus pulmones, tuvo que esforzarse para no dejarse aplastar.
Un día, Atasiag juntó a los guerreros Xalyas, les pidió que revistieran los uniformes oficiales y los llevó a todos por media ciudad hasta la Colina de la Serena para ir a celebrar el nacimiento de un hijo en la familia de los Legítimos Kondister. Estos habían organizado una fastuosa fiesta en un ancho patio central, animado con combates, tiro con arco y demás «espectáculos». Dashvara ganó contra todos sus adversarios y, pese a toda la ridícula parafernalia, se sintió orgulloso cuando percibió las miradas impresionadas de los ciudadanos posadas sobre su clan. Con una mueca divertida, apartó el sable de su último adversario caído al suelo.
Antes querías dejar las armas y ahora te vanaglorias de manejarlas como un campeón, ¿eh? Bah, guarda ese orgullo, Xalya. Harías mejor ignorando a esos ciudadanos.
Cuando salió del terreno para reunirse con sus hermanos, avistó a Atasiag Peykat, sentado en unas gradas de piedra junto a otros ciudadanos. Cruzó su mirada y creyó ver en sus ojos un destello de aprensión. Esbozó una sonrisa irónica. ¿Acaso acababa de darse cuenta de que, efectivamente, los Xalyas que lo servían no eran una guardia personal de ornamento?
Sabía que Fayrah y Lessi habían acudido a la celebración en carroza y las buscó con la mirada durante un buen rato, en vano. ¿Qué te extraña? Los duelos nunca les interesaron ni un grano de arena. Y ojalá fuera el caso de todos esos ciudadanos y no tuviésemos que estar haciendo el payaso con los sables. ¿Qué te apuestas a que Fayrah está hablando con sus amigos artistas? Tal vez incluso con ese Lanamiag Korfú que te cae tan bien. Resopló y decidió dejar su sarcasmo a un lado para el resto de la tarde.
Todos los luchadores tuvieron el privilegio de felicitar al recién nacido inclinándose ante él y los ganadores recibieron tres denarios por cabeza. Atasiag se llevó un total de treinta y seis denarios y, técnicamente, podría habérselos quedado, pero no lo hizo: simplemente les aconsejó a los Xalyas que no se lo gastasen todo en las tabernas. Con tamaña fortuna, decía, temía que pudieran ahogarse entre los barriles. Dashvara se compró un cuchillo, un cincel y una piedra de afilar y comenzó aquella misma tarde a esculpir el trozo de madera que había traído de las marismas de Ariltuán. Los demás también hicieron buen uso de las ganancias: Miflin se agenció un cuaderno con un lápiz, Zamoy compró un saco de dulces, Makarva le regaló unas flores a una joven esclava que había conocido en el gran mercado y el capitán, Taw y Sedrios se pagaron un baño especial en las termas con agua aromatizada que, según afirmaron burlonamente a la vuelta, estaba bendecida por Cili.
Finalmente, para llevarle la contraria a Su Eminencia, Makarva, los Trillizos, Atok, el Gruñón, Shurta y Dashvara decidieron dar una vuelta por el Nadro Feliz. La taberna estaba a rebosar de milicianos. Ahí, encontraron a Brohol, el hijo de piratas que había ayudado a Dashvara a levantarse después de la paliza de Lanamiag Korfú. Estaba acompañado de toda una tropa de compañeros originarios del sur y, después de las presentaciones, no tardaron en congeniar cuando empezaron a burlarse de las costumbres diumcilianas. Hablaron de la indumentaria, de las pelucas, de sus estúpidas fiestas y finalmente Shurta concluyó:
—Son unos inútiles que no saben ni rascarse las orejas sin la ayuda de un esclavo. Ayer, cuando pasé por la Plaza del Homenaje, vi a un ciudadano que dejó escapar una llave al suelo, ¡y su criado, que iba cargado como una mula, se la recogió sin que el otro se detuviese ni un segundo! Me quedé alucinado.
—Pues alucinarás con cosas mayores, amigo —aseguró Brohol—. Mira, hace tan sólo unos meses, oí hablar de una familia ciudadana que daba latigazos a sus esclavos todos los días por puro sadismo. Total, que uno de ellos acabó muriendo y llegó el caso que un vecino se enteró, puso una denuncia por castigos injustificados y el patrón tuvo que pagar una buena multa.
—Los Shifderest —confirmó otro miliciano tras posar su jarra vacía en la mesa—. Son una familia que viene del campo. Tienen malos hábitos. Esa gente nunca sabe dónde están los límites. Después de la multa, vendieron a varios trabajadores para pagar unas deudas. Ahora uno de ellos está de Custodio en las rondas nocturnas, ¿eh, Brohol? Camina como un viejo, pero siempre se lo ve sonriendo. ¡Trajdra! —exclamó de pronto en su idioma nativo—. ¡Otra cerveza, mozo!
Siempre generoso, Makarva invitó a una ronda y los milicianos se entusiasmaron y se animaron todavía más. Los tres denarios que se habían llevado mermaron de golpe; lo único bueno era que la cerveza era barata, aunque especialmente mala. Agitando una jarra en el aire, uno de los extranjeros se puso a cantar una balada de marineros y, a su vez, los Xalyas entonaron varias serenatas de amor y cantos de guerra de la estepa. Orafe tenía una voz de barítono que vibraba y resonaba en toda la taberna, y jugaba tan bien con los altibajos que algunas canciones supuestamente románticas acabaron provocando ataques de risa. Aullaba:
¡Dame la flor de tu mano,
oh dulce reina mía!
La cuidaré con amor.
¡Ho, ho, ho!
La cuidaré con amor.
De tierras bárbaras llego,
a entregarte mi pasión,
¡ho, ho, ho! amada mía,
¡Buenas nuevas traigo yo!
De combatir al salvaje
vengo trayendo la paz,
y ahora vengo a darte el alma
con amor y libertad.
¡Mi caballo galopa, galopa,
hasta do mi reina aguarda!
¡Ho, ho, ho!
¡Galopa hasta do los rayos
del sol muestran la mañana!
¡Ho, ho, ho! ¡Ho, ho, ho!
Orafe prolongó la última nota mucho más que Dashvara, con una mano alzada, y otra en el pecho. Todos los milicianos aplaudieron y reclamaron otra. Dando palmas, Makarva se levantó y empezó a bailar la dianka ante una muchacha que, tal vez por vergüenza ajena, se tapó el rostro antes de alejarse burlándose por lo bajo. Makarva no se desanimó y estiró a Dashvara para sacarlo a bailar.
—¡Makarva! —protestó este.
—Anda, hermano, ¡levanta! ¡El señor de los Xalyas ordena que todos los Xalyas bailen la dianka cantando! —exclamó Makarva.
—¿Qué diablos…? —rió Dashvara—. ¿Ahora eres mi portavoz?
—¡Sólo cuando me apetece! —apuntó Makarva con una ancha sonrisa.
Tras cantar con los demás El jinete sin caballo y La tejedora de sueños, Dashvara se escabulló y se sentó junto a Brohol mientras sus hermanos montaban todo un espectáculo cantando, bailando y dando palmas. Animan toda la taberna como si les hubiesen pagado para ello…, sonrió. Los observó con la impresión de estar de vuelta en el torreón festejando alguna caza particularmente exitosa.
—Son marchosos —apreció Brohol inclinándose hacia Dashvara para que este lo oyese por encima del bullicio. Miraba la agitación con una sonrisa más sobria que ebria—. Debo reconocer que, por lo poco que he oído hablar de vosotros, os imaginaba más… brutos. Ahora veo que no somos tan diferentes.
Dashvara le dedicó una sonrisa ladeada. Tenía la mente bastante abrumada y una vocecita le recomendó no terminar la jarra que tenía delante, pero se la acabó igual.
—Somos saijits —respondió al fin—. Y somos esclavos. Tú tienes un lugar al que quieres volver y yo también. Tienes razón, extranjero: nos parecemos mucho.
Brohol agitó la cabeza.
—Se nota que aún llevas poco tiempo en Titiaka. Cierto, yo también soñé con regresar un día a mi hogar. Durante años. Luego me di cuenta de que en realidad ya no tenía hogar. Y me creé otro aquí —dijo, haciendo un vago ademán hacia sus compañeros milicianos—. Considérate afortunado de tener a gente de tu pueblo contigo, Dash. Acabarás acostumbrándote a esta vida. De todas formas, si no lo haces, tu amo te mandará a las minas o al campo y lamentarás no haber escuchado a la razón. —Sonrió—. Antaño, yo también era orgulloso. Recibí más azotes y palos en el primer año de mi captura que en todos los años siguientes hasta hoy. Y de nada me sirvió tanto orgullo… —Una explosión de risas le impidió oír a Dashvara la frase siguiente pero luego lo oyó decir—: … irme de aquí, claro. Sin embargo, no sería pirata como mis padres. Sería un explorador. ¿Sabes? Algunos dicen que más allá de las Islas del Corazón Dorado se extiende el Océano Caminante hasta el infinito. Pero otros piensan que ahí hay más tierras. Tierras vírgenes, rebosantes de riquezas, en las que no hay que trabajar para buscar comida. Me gustaría comprobar por mí mismo si esas leyendas son ciertas.
Dashvara sonrió.
—En eso no nos parecemos, entonces. Yo prefiero explorar el alma, como lo hacían mis ancestros.
Brohol enarcó las cejas y, tras una larga pausa en la que Dashvara empezó a dormitar a medias, el miliciano se levantó.
—Bueno. Yo me vuelvo al cuartel. Ha sido un placer hablar contigo, Xalya.
—Lo mismo digo —afirmó Dashvara.
Brohol esbozó una sonrisa.
—Un consejo: dile a ese Xalya tan bailarín que no se acostumbre demasiado a invitar a rondas de cerveza. Algunos de mis compañeros son unos grandes aprovechadores. Y no lo digo con maldad porque… —su sonrisa se ensanchó— yo mismo me considero uno de ellos.
Dashvara agradeció el consejo, respondió al saludo y, tras darse cuenta de que se estaba quedando dormido otra vez, se pellizcó la mejilla y se levantó declarando:
—Xalyas, a casa.
Con el griterío, nadie lo oyó. Suspiró y titubeó hacia Zamoy, que estaba más cerca. Lo agarró del brazo y lo arrastró hacia la puerta. Acto seguido, cogió a Shurta del brazo y lanzó:
—Ayúdame a sacar a todos estos borrachos de aquí. No es como si no tuviésemos que madrugar mañana.
Shurta lo ayudó y, finalmente, saludaron a los milicianos, se despidieron del tabernero y Kodarah por poco se desplomó al bajar el peldaño del umbral. Salieron del Nadro Feliz sin un solo sildetta en el bolsillo y sin mucha idea de por dónde caía la casa de Atasiag.
Lo primero que hizo Dashvara cuando alcanzaron la Plaza del Homenaje fue meter la cabeza en una fuente para espabilarse. La luz azulada de la Gema iluminaba los adoquines y los edificios que rodeaban la enorme explanada. Había pasado la medianoche y la plaza estaba bastante vacía exceptuando a alguna patrulla de Custodios y a los extranjeros que dormían ahí en sus carromatos, entre la mercancía, los caballos y los burros. Un viento otoñal se arremolinaba suavemente entre los quioscos y sus columnas, ascendía por las gradas de piedra y arrugaba el agua de las fuentes. Iba cargado de un fuerte aroma a jazmín y a sal.
Canturreando, el Calvo se tambaleó sobre el pretil y Dashvara lo ayudó a recuperar el equilibrio.
—Marchosos, vaya que sí —se burló.
Apartó a Zamoy de la fuente para evitar que se ahogara, titubeó y Orafe lo sostuvo, aunque él tampoco andaba muy fino. Apoyado sobre Kodarah, Miflin desvariaba soltando versos:
Oh, bella, dulce, amada mía,
que por ti tanta ave suspira…
Yegua de la estepa amiga,
llévame lejos, mi vida.
Y más lejos todavía.
El Poeta se sentó finalmente en un banco de piedra y Dashvara lo miró, impresionado.
—Oye, primo, ¿eso lo acabas de improvisar?
El Poeta pestañeó.
—¿Eh? Oh… tal vez. No lo sé. Diablos, me da vueltas la cabeza —se lamentó, cogiéndosela entre ambas manos.
Dashvara levantó los ojos al cielo negro pero los volvió a bajar cuando oyó voces acercarse. Gracias a la Gema, divisó de inmediato los rostros negros y la gran estatura de los cinco hombres que cruzaban la plaza. Una oleada de pánico lo invadió. No hubiera podido imaginar mejor remedio para acabar de salir de su aturdimiento.
—Xalyas —siseó.
El tono de su voz debió de ser bastante explícito porque sus siete hermanos parecieron entender que algo estaba pasando. Enseguida, Dashvara supo que jamás debería haber lanzado la alarma.
Con un rugido, Zamoy embistió contra los Akinoa, seguido de Orafe y Kodarah. Mientras se abalanzaba, el Calvo entonó unos versos del canto de guerra habitual, pero lo hizo gritando a pleno pulmón:
¡Almas fieras de la estepa
vástagos de los Antiguos,
arrancaremos la vida
a bárbaros y asesinos!
Anonadado, Dashvara salió corriendo tras ellos.
—Por el Ave Eterna, ¡deteneos! —gritó—. ¡Recordad el acuerdo!
Cuando llegó, ya había empezado la refriega e, increíblemente, tres de los Akinoa habían salido huyendo. Los otros dos se doblaban en el suelo sosteniendo sus vientres. Cuando los vio más de cerca, Dashvara no pudo resistirlo: se puso a reír estruendosamente.
—Deteneos —jadeó, riendo—. Sois idiotas… ¡Hahaha! —estalló de nuevo en carcajadas—. ¡Liadirlá, no son los Akinoa! Son drows.
Zamoy, Orafe y Kodarah se habían quedado perplejos. Al fin, Orafe reaccionó.
—Diablos —resopló—. Qué estupidez. Perdona, amigo —le dijo a uno de los dos saijits. Lo ayudó a incorporarse con amabilidad—. Os confundimos con los Akinoa de los Korfú.
—¿Con… los Akinoa? —resolló el drow, retomando el aliento—. ¿Esos humanos grandotes que van a la Arena? ¿Tengo pinta yo de humano?
Su voz aguda dejaba traspasar su miedo.
—Dash, deja ya de reírte, ¿quieres? —gruñó Zamoy.
Dashvara entendió al fin que la situación no se prestaba tanto a la risa y se serenó antes de cubrir los últimos pasos. Efectivamente, el drow distaba mucho de tener aspecto de Akinoa: era de talla mediana, delgado y más bien enclenque. No comprendía cómo había podido confundirlo. Muy fácil: porque estás borracho, Dash…
Zamoy ayudó al otro compañero drow a levantarse y este escupió por lo bajo:
—Humanos.
Dashvara le palmeó el hombro al que estaba obviamente aterrado.
—¿Todo va bien? —inquirió con aire solícito.
El drow tartamudeó:
—S-sí. ¿Podemos irnos ya?
Dashvara asintió.
—Por supuesto. Pero no quisiera que os fuerais sin recibir mis más sinceras disculpas en nombre de estos tres impresentables que os han saltado al cuello. Sus reflejos no están del todo lúcidos.
Ambos drows parecieron sorprendidos pero, entendiendo que los Xalyas no pretendían golpearlos más, retrocedieron precipitadamente.
—¡Lo sentimos de veras! —lanzó Zamoy cuando los drows se alejaban ya, medio corriendo medio cojeando.
El silencio cayó, interrumpido tan sólo por algunas músicas distantes de tabernas aún llenas. Dashvara se giró hacia los tres exaltados con una mueca elocuente y, molesto, Zamoy carraspeó.
—Esa mirada significa que nos das la enhorabuena por nuestra increíble actuación, ¿verdad?
Dashvara meneó la cabeza. El incidente ya no le parecía ni remotamente divertido.
—Se supone que deberíais tener cierto autocontrol, Xalyas —comentó—. Incluso si hubiesen sido los Akinoa, no deberíais haber reaccionado de esa forma puesto que le di mi palabra a Raxifar de que…
—Sí, ya, ya lo sabemos —lo cortó Orafe con aire gruñón—. Estamos borrachos, Dash. Creo que lo mejor va a ser volver a casa.
Dashvara inspiró y espiró.
—Sí, creo que va a ser lo mejor. Suerte que ningún Custodio nos haya visto.
Se encaminaron entre los carromatos del mercado en silencio y, minutos después, llegaron ante el portal de la casa. Lógicamente, este estaba cerrado. Zamoy abrió la boca como si fuese a entonar una serenata y Shurta le dio un coscorrón.
—Un poco de respeto —lo advirtió sabiamente—. Deben de estar durmiendo.
Atok se rebulló.
—Bueno, ¿y qué hacemos? —susurró.
Dashvara se encogió de hombros, bordeó la casa y, finalmente, se sentó contra el muro, justo debajo de la ventana de los dormitorios xalyas. Esta estaba cerrada con una hermosa celosía de piedra repleta de pequeñas perforaciones y dibujos; sólo servía para dejar entrar el aire y la luz.
—Dormiremos aquí —declaró—. Y que el castigo nos valga de lección.
—Es la última vez que salgo con vosotros —resopló Kodarah, instalándose.
—Y yo que salgo contigo, Pelambrudo —replicó Makarva—. No sabes ni bailar la dianka.
—¿Que no sé…?
—Callaos de una vez —gruñó Orafe.
Dashvara trataba de encontrar la posición menos incómoda posible cuando oyó una voz detrás de la ventana. Se sobresaltó.
—Ahí están nuestros victoriosos jóvenes —soltó la voz susurrante y sarcástica de Sashava.
Dashvara enarcó una ceja y se levantó para tratar de ver a través de los huecos en la piedra. La luz de la Gema junto con el ruido apagado de voces le permitió constatar que unos cuantos Xalyas seguían despiertos.
—No parece que esté con ellos —murmuró Alta, pegando la nariz a la celosía.
Dashvara frunció el ceño y Alta contestó a su pregunta antes de que pudiera pronunciarla:
—Tsu ha desaparecido.
Dashvara se quedó suspenso.
—¿Qué? —soltó estúpidamente.
—No fue a la celebración de los Kondister —completó la voz tranquila de Lumon—. Y Wassag no lo ha visto desde entonces.
Dashvara tragó saliva y se arrimó al muro, confuso.
—No lo entiendo —admitió—. Si hubiera querido fugarse, lo habría podido hacer en Ariltuán. Se habría quedado con esos drows y ese Hakassu. No habría venido a Titiaka.
Como ninguno de los Xalyas estaba al corriente de lo que realmente había sucedido durante aquella noche, en las marismas, Dashvara lo explicó a través de la ventana, confesando al fin:
—No sé lo que se dijeron él y el Hakassu, pero lo que sé es que Tsu decidió quedarse con nosotros.
—Cosa extraña, admítelo —reflexionó Alta con tono pausado—. Tsu me cae bien, es un buen Xalya a su manera, pero piénsalo, Dash: si renunció a su libertad, tal vez no lo hizo por nosotros, sino porque el Hakassu le pidió que cumpliera alguna tarea en Titiaka. —Sacudió la cabeza con absoluto convencimiento—. Recordad que Shjak y Diumcili están en guerra. Tsu tal vez esté actuando como un infiltrado.
Dashvara se masajeó las sienes. Después de tanto duelo y tanta velada, no conseguía pensar con claridad.
—Podría ser —concedió la voz del capitán Zorvun—. Pero tal vez nos estemos precipitando sacando conclusiones. En fin, no vamos a arreglar nada a estas horas. Durmamos, ya que nuestros jóvenes están al fin de vuelta.
Dashvara percibió un deje de burla y puso los ojos en blanco.
—La cerveza también estaba bendecida por Cili, capitán —le lanzó.
Se oyeron resoplidos divertidos. Kodarah masculló indignado:
—¿Vais a dejarnos aquí fuera?
—No tenemos las llaves —replicó Sashava con evidente satisfacción—. Y no vamos a despertar al Lobo por unos rezagados que no saben ni andar recto, ¿verdad, muchachos?
Dashvara hizo una mueca pero aceptó el dictamen.
—Buenas noches, secretario —rezongó. Sólo añadió el apelativo para hacerlo rabiar un poco: todos sabían lo mucho que detestaba Sashava su nuevo trabajo. Desde hacía dos semanas, servía a un renombrado profesor de la Universidad, que era a su vez esclavo de los Dikaksunora aunque bastante rico gracias a sus inventos. Según decía Sashava, era un fanático de la maquinaria y el viejo Xalya se pasaba el día apuntando en un cuaderno todas las genialidades y estupideces que se le ocurrían al inventor. Francamente, Dashvara no sabía qué era más fastidioso, si tener que hacer espectáculos de lucha para unos ciudadanos o tener que garabatear cálculos y apreciaciones incomprensibles durante horas.
Los ocho Xalyas se instalaron otra vez en el borde de la ancha calle y, agotado, Dashvara no tardó en conciliar el sueño. Aun así tuvo el tiempo de pensar que esta sería la primera noche en la que no hablaría con Yira. Se había acostumbrado a despertarse en medio de la noche, acuciado por unas pesadillas ridículas de las que no lograba deshacerse, y se instalaba entonces en el pretil de la fuente hasta que apareciera Yira. Mientras no le hablara de su embozo, la joven se prestaba gustosa a las conversaciones filosóficas y no tan filosóficas que los tenían entretenidos durante horas. Hablaban del Ave Eterna, de la estepa, de los piratas y del mar; compartían historias de culturas distintas y Dashvara incluso había aprendido unas pocas palabras de ryscodrense, el segundo idioma de infancia de Yira. Aquellas charlas tranquilas le resultaban refrescantes. Era como estar metido en una burbuja atemporal en la que nada lo empujaba a actuar, no había que luchar contra nadie, no había que obedecer a nadie: simplemente disfrutaba. Yira era un alma tan soñadora como Miflin, atenta como Makarva y alegre como Zamoy. Y, a la vez, resultaba tener principios al menos tan férreos como los suyos. Desde los primeros días, Dashvara sintió por ella un respeto creciente que fue convirtiéndose en verdadero afecto. No tenía nada que ver con los sentimientos idealistas que había podido alimentar en la Frontera para matar el tiempo. No sabía a ciencia cierta si aquello podía ser amor. Tampoco es que le diese muchas vueltas al enigma durante el resto del día. En ocasiones, ambos callaban y contemplaban las estrellas, ensimismados, como dos niños estepeños inocentes y despreocupados. Dashvara le había preguntado una noche si dormía alguna vez. Los ojos de Yira habían sonreído y ella le había contestado: “duermo todo lo que necesito”. Su respuesta lo había dejado pensativo. Se suponía que Yira era saijit, o al menos lo poco que veía de ella lo parecía. Sin embargo, una nueva prudencia le aconsejaba no afirmarlo, al menos hasta que no viera su rostro descubierto: recordaba demasiado bien el rostro transformado de Sheroda. Medio tumbado en los adoquines de la calle, cayó dormido con la perturbante imagen de Yira exhibiendo dientes azules y afilados.
Tal vez no habló con Yira aquella noche, pero la pesadilla, de todas formas, llegó puntual. Y lo peor es que esta vez no despertó, de suerte que pudo ver durante horas los ojos estriados de la shijan y oír una y otra vez su propia voz gritar: ¡soy indigno! ¡soy culpable! De pronto, los ojos dorados enrojecieron y el rostro blanco de Sheroda se oscureció, remplazado por el de Tsu.
—¿Qué hacéis aquí?
La voz extrañada del drow azotó el sueño de Dashvara.