Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena
—He pisado algo.
—Era mi bota, Duque.
—Ups… Lo siento, Dash.
—No pasa nada.
—¡Silencio! —intervino Azune en un murmullo.
Rowyn, Azune, Dashvara y Rokuish acababan de detenerse con la enorme escala en una callejuela del Distrito del Puerto, en el lado opuesto a donde se ubicaba la puerta principal del edificio esclavista. La llegada de Rokuish al grupo, más que molestar a los Hermanos de la Perla, los había alegrado. Claro, lo habían tomado por un guerrero estepeño al verlo llevar un sable, y ese tozudo de Rok no había juzgado necesario desengañarlos.
Dashvara suspiró mentalmente y echó un vistazo fuera de la callejuela, imitando a Azune. Teóricamente, según Rowyn, la Gema y la Vela brillaban en el cielo. Pero este estaba nublado y Dashvara tenía la inquietante certeza de que, si una tropa de esclavistas hubiese estado observándolos desde el muro de enfrente, no la hubiera visto.
—¿Alguien le ve a Tildrin? —inquirió Azune, entrecerrando los ojos.
Al viejo ladrón y al mago loco los habían mandado a la vanguardia, a vigilar la puerta principal. Dashvara meneó la cabeza.
—No veo nada.
Rowyn resopló.
—Pues si no lo vemos nosotros, él menos nos va a ver.
Permanecieron un instante en silencio. Se oía el ruido agudo de la brisa contra las cuerdas de los barcos así como el chapoteo del agua contra la piedra del dique. Entonces, un extraño canto resonó y Dashvara pegó un bote.
—¿Qué es eso? —musitó.
—Una lechuza —contestó Azune—. Un pájaro.
Rowyn le puso una mano tranquilizadora sobre el hombro y Dashvara se percató de que había posado ambas manos sobre la empuñadura de sus sables. Se relajó un poco.
—Está bien. ¿Cómo vamos a saber si Arviyag se ha marchado si esos dos no aparecen?
—Vendrán —aseguró Rowyn. Por un momento, Dashvara envidió su confianza. Luego, se dedicó a esperar.
Así como en el Distrito del Dragón las calles a esas horas estaban aún algo animadas, en el Distrito del Puerto todo estaba desierto. Rokuish bostezó y Dashvara se metió en la boca una garfia. Aún le quedaban algunas y las repartió entre los demás por una cuestión de equidad. Azune resopló.
—Si Arviyag no sale, voy a estiraros de las orejas a ti y al Duque.
—Saldrá —afirmó Dashvara.
—¿Es una cuestión de fe?
—Puede —admitió él.
—Me lo temía… —suspiró Azune. Y se alejó para volver a asomarse fuera de la callejuela.
Pasó un tiempo interminable antes de que Axef apareciera corriendo en medio de la calle, seguido de Tildrin. El mago, al verlos, soltó una risita. Incluso con la oscuridad, las perlas que adornaban la túnica naranja del mago reflejaban la luz. Azune siseó.
—Más discreto no se puede.
—Se ha ido —replicó Axef.
El alivio fue general. Según Azune, no era evidente que Arviyag aceptara un encuentro informal con Wanissa a espaldas del señor Faerecio. Rowyn le dio un codazo a la semi-elfa.
—Te lo dije.
Enseguida, Dashvara volvió a colocarse en su sitio junto a la escala.
—¿Me has traído mis cosas? —le preguntó el mago a Rowyn.
El Duque gruñó, asintiendo, y le pasó dos bolsas. Dashvara hubiera querido preguntar qué contenían, pero Rowyn alzó la escalera y no tuvo más remedio que seguir el movimiento.
—En marcha —murmuró el Hermano de la Perla.
Salieron de la callejuela y llegaron junto al muro del edificio tratando de atravesar las sombras con la mirada. No había nadie, o al menos no se oía ningún ruido sospechoso.
—Despleguémosla —dijo el Duque.
La escalera de madera tenía un mecanismo rotativo. La desplegaron en la calle que rodeaba el edificio y, entre el Duque, Rok y Dashvara, tiraron de ella.
—Con cuidado —cuchicheó Rowyn—. Esa es la parte que va arriba.
La extremidad que señalaba Rowyn estaba cubierta de almohadillas para ahogar el ruido cuando la escala chocara contra el borde de la terraza. La subieron tirando y la colocaron. Rowyn la probó.
—Parece que aguanta.
—¡Pues claro que aguanta! —murmuró Tildrin.
El Duque, encaramado ya a la escala, declaró:
—Azu, vigila la puerta principal. Recuerda: si ves que Arviyag llega antes de que Tildrin te diga que estamos fuera, vuelve aquí y volved a colocar la escala.
La semi-elfa estaba de malhumor. No contestó.
—Tildrin, Rokuish, sostened la escala y retiradla luego. Dash, Axef: arriba.
El Duque empezó a subir. El Shalussi suspiró y Dashvara adivinó sin dificultad que su asignación no le encantaba particularmente. ¿Hubieras preferido subir, valiente Shalussi? Dashvara sonrió.
En cuanto el kampraw llegó arriba, Axef empezó a subir con sus dos bolsas atadas colgando del cuello; nadie hubiera dicho que no le gustaban las escaleras de lo rápido que avanzaba. Dashvara echó un vistazo nervioso a su alrededor. Le parecía un milagro que aún a nadie se le hubiese ocurrido pasar por ahí.
—Te toca, Dash —susurró Rokuish.
Dashvara se fijó bien el pañuelo sobre la cabeza y comenzó a subir.
—¡Hey! —lo llamó el Shalussi en voz baja. Dashvara bajó la vista—. No hagas ninguna locura, ¿de acuerdo?
Dashvara se contentó con sacudir la cabeza y seguir ascendiendo. Arriba, la terraza, de unos sesenta pasos de largo y treinta de ancho, era amplia y estaba completamente vacía. Divisó a las dos siluetas del Duque y de Axef agachadas junto a un rectángulo más negro que el resto. Todo parecía ir perfectamente. Movió la escala para que Rok y Tildrin supiesen que podían retirarla y se apresuró a acercarse a Axef y a Rowyn. El mago sacaba algo de su bolsa y lo iba rociando sobre lo que parecían ser los goznes de la trampilla.
—¿Habéis verificado que estaba cerrada, al menos? —inquirió por lo bajo Dashvara.
Rowyn suspiró y, con un gesto, lo invitó a que se callara. Tras acabar con su tarea, Axef sacó con aire grave unos guantes negros, se los puso y placó ambas manos sobre la línea de polvo que había dejado sobre la rendija de la trampilla. Lo que hizo a continuación fue más rápido de lo que Dashvara esperaba: el producto echado empezó a destellar como lava blanca. A Dashvara le dio un vuelco el estómago aunque no se apartó. Era la primera vez en su vida que veía a una persona soltando un conjuro.
Cuando el último destello blanco se apagó, los goznes se habían esfumado y Dashvara apostó a que todo el hierro que mantenía la trampilla cerrada se había fundido. Axef se echó para atrás y se sentó en el suelo.
—Listo —soltó—. Ahora, a levantarla, amigos.
Rowyn le dio un barrote de hierro curvo a Dashvara y lo utilizaron de palanca para abrir el escotillón. No fue fácil, sobre todo porque la puerta era gruesa y pesaba como un caballo. Al fin, la deslizaron sobre la piedra de la terraza, descubriendo un agujero negro.
—No sé por qué esperaba que todos los guardias nos esperarían detrás de la trampilla —comentó Axef. Parecía casi decepcionado.
Resollando, Dashvara le devolvió la palanca a Rowyn y sacó la linterna ladrona de Zaadma. La frotó. Una luz destelló, iluminando tenuemente el interior de la habitación. Era grande. De hecho, no era una habitación, sino que daba a las escaleras interiores del edificio. Una pequeña escala bajaba hasta el suelo.
—Baja tú con la luz —le dijo el Duque.
Dashvara bajó. No se oía ni un ruido. ¿Estarían todos durmiendo salvo los guardias de la puerta? Mientras no durmiesen en el despacho de Arviyag…
Rowyn aterrizó a su lado y Axef lo siguió. Dashvara pilló claramente la mirada de advertencia que le soltó el Duque al mago: si abres la boca ahora te odiaré toda mi vida, parecía decirle en silencio. Axef puso los ojos en blanco y señaló una puerta al fondo del pasillo con cara elocuente. Dashvara hubiera querido preguntarle cómo podía estar tan seguro de que aquella puerta era la del despacho. Guió a sus dos compañeros hasta dicha puerta, pasando por delante de otras dos. Del lado opuesto, había una barandilla por encima de la cual se divisaban los tres tramos de la escalera y parte de la planta baja. Si alguien sube, lo vamos a ver venir desde lejos, se alegró.
Axef indicó la cerradura de la puerta y Dashvara la iluminó con la linterna. Mientras el mago trabajaba para forzar o más bien desintegrar la cerradura, el nerviosismo fue en aumento. Rowyn se alejó para cerciorarse de que nadie se acercaba. Daba más vueltas que un gato inquieto. Al fin, se oyó un crujido y la puerta se abrió.
—Sorprendente, ¿verdad? —murmuró Axef. Sus ojos centelleantes detallaban el rostro de Dashvara. Ocultando sin conseguirlo su turbación, el Xalya se giró hacia Rowyn para hacerle una seña. Percibió con total claridad la sonrisa burlona que estiró los labios del mago.
—Quédate aquí —susurró Rowyn cuando empujó la puerta. El interior estaba tan silencioso como el resto. El Duque tendió la mano para pedirle la linterna y, con un suspiro, Dashvara se la dio y se quedó solo delante de la puerta entornada, ante una oscuridad suprema.
Oía distintamente ruidos de cajones que se abren y de papeles y se preguntó cómo diablos los guardias podían no oírlos. Luego se preguntó qué haría si un esclavista aparecía detrás de una de esas puertas y lo veía. ¿Matarlo? Sin duda. Pero iba a ser difícil hacerlo antes de que gritara.
Percibió un ruido de voces y se tensó. Luego entendió que eran Rowyn y Axef. Estaban hablando. Maldita sea, van a despertar a todo el mundo… Dashvara apretaba la empuñadura de uno de sus sables como si se lo estuviese estirando un orco. No podía olvidar el alivio que había sentido cuando Rok le había entregado los dos sables de Orolf: entrar en la casa de un esclavista con una simple daga hubiera sido para él como tirarse de una torre sin tener alas. Era una cuestión más psicológica que otra cosa, ya que de todas formas con dos sables no habría podido enfrentarse a todos los hombres de Arviyag y sobrevivir.
Se oyó un tintineo metálico; una maldición; y una risita. Y luego, distintamente:
—Eres idiota, Axef.
La puerta se abrió y Rowyn le cegó a Dashvara con su linterna. El Xalya entró, siseando:
—¿Os habéis vuelto locos?
—Tenemos un problema —le comunicó el Duque y señaló con la linterna una gran caja de hierro—. Sospechamos que los papeles están ahí. ¿Crees que entre los dos podríamos llevarla?
Dashvara lo miró con fijeza.
—¿Y bajar la escala con eso? No lo creo, republicano.
Rowyn asintió con tristeza.
—Yo tampoco lo creo, estepeño.
De pronto, la habitación se iluminó una décima de segundo y retumbó un trueno. Oh, no, se lamentó Dashvara. ¿Otra tormenta? La lluvia repiqueteó contra los cristales.
—Entonces, ¿intento abrirla? —preguntó Axef, sentado junto a la caja fuerte.
Rowyn asintió como a regañadientes.
—Pero por lo que más quieras no estropees el contenido. Dash, sal de aquí y vigila.
Dashvara volvió a salir del despacho y aguzó el oído. Sólo se oía la lluvia y los truenos. Finalmente, la tormenta no era tan inoportuna…
Un rayo iluminó el pasillo, atravesando el agujero de la trampilla. El mismísimo infierno parecía haberse desatado en los cielos. Entonces, Dashvara palideció.
—Oh, no —murmuró. Se precipitó hacia la trampilla e inspeccionó el suelo. Se estaba formando un río que iba directo hacia la barandilla. Y como esta no tenía una base más elevada, el agua ya había empezado a gotear hasta la planta baja. Cabía esperar que nadie que pasara por ahí se fijara en ello… Claro, también cabe esperar que salgamos de aquí vivos con las pruebas. Total, la esperanza no cuesta nada…
Oyó un ruido de puerta a sus espaldas y se levantó de un bote, arrimándose a la pared. Por un instante, creyó que era el Duque, pero no. Era un niño. No debía de tener más de seis años. Pudo verlo porque llevaba una vela en una de sus menudas manos. Cuando se giró hacia él, a Dashvara se le cayó el mundo. Sin embargo, no pareció verlo a él: la trampilla abierta retuvo toda su atención.
—Oh… —soltó, sorprendido.
Tras una vacilación, se giró hacia las escaleras. Justo a tiempo: un relámpago iluminó todo el pasillo. Y este volvió a sumirse en la oscuridad, escondiendo de nuevo a Dashvara. La luz de la vela se fue alejando con los pasos silenciosos del niño. ¿Por qué tenía que ser un niño y no un maldito esclavista?
Dashvara reprimió un gruñido y entró en el despacho en tromba.
—Tenemos que salir de aquí ahora mismo —declaró atropelladamente—. Hay un niño que ha visto la trampilla abierta y ha bajado las escaleras.
—Ayúdame —fue todo lo que replicó el Duque.
Dashvara constató que la caja fuerte seguía intacta. El mago jadeaba y se tambaleaba, como borracho.
—Un potente desintegrador, ¿eh? —ironizó Dashvara con pánico en la voz.
Rowyn lo fulminó con la mirada.
—La caja fuerte está protegida por encantamientos. No podíamos adivinarlo. Ayúdame a llevarla. No nos queda otra.
Dashvara lo ayudó y resolló.
—Esto pesa como un caballo.
Salió del despacho retrocediendo y, como subirlo por la escala era impensable, giró hacia las escaleras.
—¿Adónde te crees que vas? —jadeó Rowyn—. Podríamos intentar al menos subirla a la terraza.
Dashvara apretó los dientes por el esfuerzo.
—Imposible. Y de aquí o salgo con las pruebas o salgo con los prisioneros, tú eliges.
Rowyn no protestó. Estaba claro que en el segundo piso no había nadie más: de lo contrario hace ya tiempo que la casa estaría en ebullición. La bajada de las escaleras fue penosa. Axef se tambaleaba deslizándose junto a la barandilla; Rowyn y Dashvara posaban la caja fuerte cada tantos peldaños teniendo cada vez menos cuidado en no hacer ruido… Y finalmente, llegaron abajo. Posaron su carga en una mesa del pasillo tan discretamente como les fue posible.
—¿Y ese niño? —inquirió Rowyn en un cuchicheo—. ¿Seguro que no has tenido una alucinación, Dash?
—Ojalá.
Dashvara se pasó la manga por la frente y las mejillas. Estaban empapadas de sudor.
—¿Y si las pruebas no están en esta caja? —preguntó.
Rowyn se encogió de hombros y miró el fondo del pasillo justo cuando un relámpago lo iluminaba. Se puso lívido.
—Dash. El niño.
Dashvara se giró y tendió la mano justo a tiempo para impedir que Axef se derrumbara contra la mesa.
—Es falta de práctica —aseguró el mago con voz patosa—. Como no me dejan soltar conjuros…
Dashvara extendió el cuello y vio al fin al niño. Se acercaba con su vela como en una pesadilla. Unos sonidos salieron de su garganta infantil. No entendió nada.
—¿Qué ha dicho? —murmuró.
Rowyn meneó la cabeza y Axef contestó:
—Nos pregunta si somos amigos de su hermano y si nosotros también nos hemos despertado por la tormenta.
—Pues dile que sí a todo —lanzó Rowyn—. Y que si vuelve a su cuarto sin hacer ruido, que todavía mejor.
A Dashvara aquella situación no le gustaba nada. Axef se encargó de traducir y él y el niño entretuvieron una conversación hasta que el mago asintió, lo tomó de la mano y se dirigió hacia las escaleras sin tambalearse casi. Rowyn y Dashvara lo siguieron con la mirada, sin entender.
—¿Adónde vas, Axef? —preguntó el Duque.
—¿Adónde va el mundo? —replicó Axef y aclaró—: Dice que tiene miedo de la tormenta pero que un tal Paopag, que normalmente le tiene cariño, está fuera con su hermano. Así que lo acompaño arriba hasta su cuarto.
Dashvara se atragantó y Rowyn contempló a su compañero con la boca abierta mientras él comenzaba a subir las escaleras con el niño.
—Axef… —croó Rowyn con voz ahogada.
Tomando una repentina decisión, Dashvara cogió a este último del brazo para hacerlo callar y le soltó al mago en un murmullo:
—Tú sal por arriba, ¿entendido? —El aludido asintió sin dejar de alejarse y Dashvara suspiró—. Al menos, nos libramos del niño.
Y del mago. Cuando Rowyn estaba de malhumor, tenía la misma cara que Azune, observó Dashvara. El Duque señaló la caja.
—Tu idea de bajar las escaleras ha sido genial. ¿Cómo vamos a salir con eso? ¿Por la puerta grande?
Dashvara se atusó la barba. Aún no se había habituado a tenerla tan corta.
—Es la única posibilidad —admitió—. Las ventanas tienen barrotes y sin el mago poco podemos hacer.
Además, la otra puerta de salida era la del almacén y lo más probable era que ahí estuviese el barracón de los guardias. Dashvara desenvainó los sables.
—Tú quédate aquí —murmuró.
El rubio asintió tragando saliva. Dashvara estaba llegando ya a lo que, según creía, tenía que dar al vestíbulo y a la entrada principal, cuando un súbito ruido de cascos de caballo lo paralizó. ¿Arviyag? ¿Tan pronto? O tal vez no fuera tan pronto. No tenía ni idea de qué hora era pero no le sonaba haber oído el gong del templo para la medianoche y según Rowyn tenía que sonar. Tal vez el trueno hubiese ahogado el ruido.
Si Arviyag volvía, volvería con sus acompañantes; sumados a los dos de la puerta que seguramente se habían quedado ahí a esperarlo… Eso representaba una cantidad considerable de adversarios. Tal vez podría haber salido a la fuerza, pero lo habría hecho sin Rowyn… y sin las pruebas.
Dashvara envainó y dio media vuelta. Empujó la puerta más cercana a la caja fuerte y casi soltó una risita de loco al ver que no estaba cerrada.
—Contesta, Duque —soltó—: Aún puedes salir por la terraza. ¿Quieres sacar esas pruebas o quieres vivir?
—Déjate de preguntas ridículas —replicó Rowyn.
Dashvara meneó la cabeza con tristeza; no tenía tiempo para discursos. Sin una palabra, Rowyn y él levantaron la caja y se encerraron en la nueva sala. Era… ¿una despensa? Tenía toda la pinta. Dashvara espiró suavemente para calmarse. Meterse en un agujero no era una buena idea, no, no lo era. Pero dada la situación empezaba a entender que la posibilidad de escapatoria se había reducido hasta ser casi nula.
Unas risas se oyeron en el vestíbulo y luego en el pasillo. Por fortuna, o por desgracia, hablaban en lengua común.
—Necio a más no poder —se reía uno—. Se creía que iba a luchar en duelo como si fuéramos iguales. Bah, me he librado de un peso. Esa jovencita va a lamentar esta noche durante el resto de su vida. —Soltó otra carcajada.
Arviyag, entendió Dashvara, horrorizado. Sin embargo, las palabras aún no lograban cobrar sentido en su mente. Estaba más preocupado imaginando a los esclavistas abriendo la despensa y descubriéndolos con su caja fuerte.
—¿Pero lo habéis dejado muerto? —preguntaba otro con tono curioso.
—No lo sé a ciencia cierta. Paopag le ha clavado su puñal por la espalda mientras soltaba su diatriba y nos hemos marchado al galope. —Soltó una risotada—. Ojalá todas las noches sean así de palpitantes. Leriyag, prepárame un baño, ¿quieres?
Se oyeron ruidos de pasos en las escaleras. Pronto se descubriría el despacho desvalijado y, entonces, ni las hormigas iban a poder salir de la casa. Dashvara, que sostenía la linterna ladrona contra su pecho para sofocar la luz, comprendió al fin lo que había podido ocurrir. En vez de esperarle Wanissa en aquel encuentro, lo había estado esperando Almogán para retarlo a un duelo. Qué necio. Qué estúpido. Qué… Ahogó sus pensamientos, afligido. No encontraba una palabra adecuada para calificar la actuación del secretario.
¡Ojalá te parta un rayo, Arviyag!, vociferó mentalmente.
Entonces, advirtió la mirada de Rowyn. Estaba sentado, muy recto, entre dos sacos grandes, y tenía la cara de quien acaba de ver lo que realmente significa morir. Haberlo pensado antes de entrar, amigo. Dashvara esbozó una mueca amarga y echó un vistazo a la caja fuerte. Tenía un mecanismo con números y adivinaba que, teniendo el número correcto, podría abrirlo. Alentador, sin duda. Sólo le faltaba el número.
Cerró y abrió los ojos. Por un momento, consideró seriamente salir con Rowyn hacia la puerta principal, matar a los dos guardias de la entrada y escapar corriendo. Pero, aunque lo consiguieran, no habrían hecho nada más que provocar alarma y los veinticinco Xalyas se convertirían en esclavos en Diumcili tal vez para siempre… Se levantó y fue a colocar un saco vacío en la rendija inferior de la puerta. Acto seguido, frotó la linterna y se dedicó a inspeccionar la sala. Era alargada y no tenía ventanas. Si lo hubiese querido no lo habría planeado mejor para que los esclavistas los pillasen ahí y los mataran como a potros indefensos.
Restallaron voces furiosas.
—Ah —dijo Dashvara, sentándose junto a Rowyn—. Apuesto mi cabeza a que Arviyag está irritado, ¿tú no?
El kampraw temblaba violentamente. Dashvara le palmeó el hombro, con ese desenfado de quien, sabiéndose condenado, aprovecha los últimos minutos que le quedan.
—Eres un buen hombre, Duque. Me alegra haberte conocido. —Rowyn le devolvió una mirada vacía. Se oyó un ruido de puertas en el piso superior y luego en la primera planta. Se estaba registrando la casa.
—¡Han entrado por la terraza! —gritó un esclavista—. Sutag, ve con tus hombres y rodea la casa.
Dashvara pensó desplazar la caja fuerte para bloquear la puerta pero Rowyn estaba como tetanizado y él solo no podía moverla. De todas formas, hubieran podido romper la puerta. Amontonó unos sacos de harina y apartó una mesilla para liberar espacio. Cuando no se le ocurrió nada más que hacer, volvió a sentarse y le entregó la linterna a Rowyn.
—Guárdala en tu saco, ¿quieres?
Rowyn no reaccionó y, con un suspiro, Dashvara se la guardó. La luz desapareció, dejándolos totalmente a oscuras. Era casi extraño que aún no hubiesen intentado abrir la puerta de la despensa. Con un poco de suerte, se olvidaban de abrirla.
Una voz fantasmal y sin vida resonó a su lado.
—¿No temes la muerte, estepeño?
De no saber que sólo estaban ellos dos en la despensa, Dashvara hubiera jurado que no era Rowyn quien había hablado. Tragó saliva. Si vieses mi expresión en estos instantes, amigo, jamás se te habría ocurrido hacerme la pregunta, te lo aseguro…
De pronto, alguien empujó la puerta y soltó un grito al comprobar que estaba bloqueada. Ya habían tardado. Dashvara inspiró y se levantó con la pesadumbre de un lobo viejo.
—Pues claro que temo la muerte, republicano —contestó al fin. Un rayo de luz surgió de la puerta entornada. Se abrió un palmo—. En mi tierra, dicen que hasta la Muerte teme morir. —Desenvainó los sables y bajó la mirada hacia la silueta oscura de Rowyn susurrando—: Pero no la temo tanto como la esclavitud de mis hermanos. —Un saco de harina cayó del montón. Dashvara echó un vistazo a sus armas y agregó—: Escucha, Rowyn. En cuanto la vía esté libre, corre hacia la salida. Tienes una daga, ¿no?
El asentimiento de Rowyn fue casi imperceptible. La puerta se abrió un palmo más. Ya era suficiente para pasar. En ciertas ocasiones, una vacilación puede costarte la vida; en otras, la locura puede salvártela.
Dashvara se abalanzó y hundió un sable en el cuerpo del más cercano. Rugió:
—¡Espabila si quieres vivir, republicano!
Entre gritos, se tiró sobre los esclavistas para salir de aquel agujero de muerte. Afortunadamente, los pilló por sorpresa: no esperaban encontrarse con una fiera con dos sables. Consiguió herir a otro pero enseguida se dispersaron y sacaron sus dagas y espadas cortas; uno resbaló casi porque el suelo estaba mojado por culpa de la trampilla abierta. Eran cuatro. Y los demás no iban a tardar en llegar gracias a los berridos que soltaba uno en su dialecto de Diumcili. Dashvara no los dejó cercarlo: arremetió contra el de la derecha. Advirtió un destello de sorpresa en los ojos del esclavista. Lógicamente, ellos esperaban que fuera a la izquierda, hacia la salida. No hacia el almacén.
Esquivó la hoja del esclavista, le dio un tajo en el costado y saltó hacia atrás, colocándose aun así varios pasos más cerca de su objetivo. Sus cuatro adversarios lo habían seguido y sintió esperanza cuando vio con el rabillo del ojo a una silueta salir de la despensa corriendo.
Si mueres, ojalá yo muera antes que tú, Duque…
Esquivó un ataque y al fin consiguió alejarse de las escaleras y retroceder hacia el pasillo. Era bastante ancho para manejar los sables pero lo justo para que sólo le atacaran dos adversarios a la vez.
Si salen más del almacén y me atacan por la espalda, estoy definitivamente perdido.
Entrecerró los ojos. Ninguno de los cuatro se atrevía a atacar. Se oyó una repentina refriega hacia la puerta principal y luego un grito. Dashvara palideció pero decidió que no era hora de fantasear. Repelió un ataque y, justo cuando el esclavista retrocedía, sus músculos del pecho se contrajeron. Aterrado, vio venir un ataque de tos. ¡Ave Eterna! ¡Se había pasado dos días enteros sin notar los efectos del veneno! ¿Acaso alguna mano infernal había decidido que esta noche tenía que morir sí o sí?
Retrocedió, luchando contra sí mismo. Sus labios se estiraron en una sonrisa demente. ¿Vas a morir por un ataque de tos, Dash? La verdad, no se me ocurre mejor manera de morir. Casi oigo a mi padre diciéndome con solemnidad: esa muerte, hijo, es digna de un Xalya. Digna del Príncipe de la Arena. Lo has intentado, hijo. Ahora descansa en paz.
Dejó de delirar cuando uno de los diumcilianos, alentado al ver que otros compañeros suyos entraban en la casa, se tiró sobre él, dagas en mano. Dashvara se agachó, esperándolo, pero el ataque no llegó. El esclavista se detuvo en seco y una sonrisa burlona se dibujó en su rostro. Oyendo un ruido a sus espaldas, Dashvara se apartó bruscamente y recibió un garrotazo en el brazo. Traidores… Con los ojos abiertos como platos, se giró y tomó impulso, pero no supo si atinó o si arremetió contra un muro. Dio varias vueltas como un loco, dando a diestro y siniestro sin importarle ya nada, porque, a fin de cuentas, estaba metido en una ratonera y lo único que podía hacer era seguir moviéndose. Matar nadros rojos, o esclavistas. Era lo mismo. Recibió otro golpe en el costado y un corte en el hombro. Luego dejó de llevar la cuenta hasta que alguien le tiró un lazo al cuello que lo ahogó. Trató de romper la cuerda con un sable mientras paraba un ataque con el otro. Se ahogaba. Aspiró y se puso a toser como para expulsar algún demonio, pero sólo expulsó sangre. Oyó un grito y luego vino otro golpe. Y luego ya fue incapaz de saber lo que vino.