Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena

22 La Envenenada

No encontró a Almogán en su casa, sino en la casa de juegos. El joven se estaba emborrachando y, al acercarse entre las mesas y barullo de apuestas, Dashvara adivinó que su relación con Wanissa no prosperaba en la buena dirección.

—¿Apuestas? —soltaba una mujer con un destello de codicia en los ojos. Se lo preguntaba a Almogán. El mozo suspiró, tambaleándose hacia atrás.

—He perdido todo mi dinero —tartamudeó.

Todos se desinteresaron de él y el círculo se cerró alrededor de una mesa. Qué simpáticos. Con el ceño fruncido, Dashvara avanzó los últimos pasos y cogió a Almogán del brazo.

—Siéntate, buen hombre. Tenemos que hablar.

Fuera por la borrachera o por la memoria, Almogán no lo reconoció. Claro, se dijo Dashvara. En Rocavita iba embozado. De todas formas, el hombre se dejó arrastrar hasta una mesilla vacía y preguntó con voz patosa:

—¿Vas a invitarme a un trago?

Dashvara decidió que era hora de espabilarlo y levantó una mano para llamar a un empleado.

—Trae un gran vaso de agua bien fresca para mi compañero, por favor.

—¿Agua? —repitió Almogán con cara disgustada.

—Agua —confirmó Dashvara—. Ya has bebido suficiente porquería.

Almogán entornó los ojos, detallando el rostro de su censurador tras un velo de alcohol. El empleado trajo el vaso con una sonrisilla adivinadora.

—Regalo de la casa —declaró.

Dashvara le dio las gracias. En un segundo, Almogán tuvo la cara hundida. Dejó escapar un grito de sorpresa que no le atrajo más que algunas sonrisas burlonas y echó a Dashvara una mirada furibunda.

—¿Quién te has creído que eres?

—Tu salvador —replicó Dashvara—. Voy a conseguir que Wanissa y tú os caséis.

Aquello, unido al agua, despertó a Almogán por completo.

—¿Quién sois?

—Ya he respondido a esa pregunta. Verás, lo que te voy a proponer se sale un poco del código de los caballeros como tú y yo, pero creo que dado tu estado es necesario tomar decisiones categóricas. Pero, antes que nada, una pregunta: ¿hasta qué punto amas a esa mujer?

Por un instante, Almogán se quedó entre desconfiado y esperanzado. Luego su rostro se alteró, tomando una expresión de pura congoja.

—Wan es la luz de mi camino —contestó en un murmullo ahogado.

—Claro. Me lo imaginaba. De modo que serías capaz de hacer cualquier cosa para que esa luz no desaparezca de tu vida.

—Sí —afirmó Almogán—. No… Depende. No quiero perjudicarla.

—No vas a perjudicarla. Vas a hacer que ese Arviyag no vuelva a poner los ojos sobre ella.

Almogán Mazer abrió los ojos como platos.

—¿Estás sugiriendo un duelo a muerte? Él no acudiría.

Dashvara resopló.

—No. Desde luego que no acudiría. Verás, Arviyag, como bien sabes, es un esclavista.

El secretario se turbó.

—Lo sé.

—¿No te parece algo horrible?

—Infame —aprobó Al—. Todo lo que hace ese hombre es infame.

Dashvara le dedicó una sonrisa satisfecha.

—Bien. Piensa un poco: si consiguieses unas pruebas claras de las actividades de Arviyag, ¿no las portarías al Tribunal?

Almogán lo observó, pensativo.

—Sin dudarlo —contestó al fin—. ¿Tienes esas pruebas?

—Aún no —admitió Dashvara—. Pero pronto las tendré. Sólo necesito que me hagas un favor.

Le explicó lo de la carta y Almogán puso cara lóbrega, aunque poco a poco se fue animando.

—Entiendo tu idea. Pero —sonrió sombríamente— ¿qué prueba tienes de que existan esas pruebas?

Dashvara se quedó en suspenso. Eso no lo había pensado. ¿Acaso lo habían pensado Rowyn y los demás?

—Prueba ninguna —confesó.

—Ah. —Almogán estaba claramente decepcionado—. Déjame decirte que un hombre astuto como Arviyag no deja sus cuentas escritas en papel. Y si las tiene, las tendrá encriptadas. Créeme: soy secretario en casa de los Faerecio. De los asuntos turbios no se deja ni rastro.

Dashvara meditó y se encogió de hombros.

—Qué importa. El caso es que vamos a intentarlo. Tú habla con Wan. Y mis compañeros y yo nos encargaremos del resto.

—¿Y si raptásemos a Arviyag? —preguntó súbitamente Almogán. Parecía casi avergonzado de que se le hubiese ocurrido la idea. Dashvara la consideró de todas formas.

—No, no lo veo factible —dijo al cabo—. Él irá con gente suya que le guarde las espaldas. No nos conviene provocar un escándalo en plena calle. Además, nosotros tal vez tendríamos un rehén, pero ellos tienen veinticinco.

Almogán asintió.

—Adivino que esos veinticinco prisioneros te son conocidos, caballero.

Dashvara determinó que ya había hablado suficiente.

—Así es —contestó levantándose.

—No eres dazboniense, ¿verdad? —siguió preguntando Almogán.

—No lo soy. Y ahora, señor secretario, ocúpate de que Wan mande esa carta a tiempo.

Almogán puso cara decidida.

—No. No lo haré a menos que me digas tu nombre y tus orígenes. No hago tratos con desconocidos.

Dashvara le dedicó una mueca aprobadora.

—Ese es un buen proceder. Mi nombre no es un secreto. Soy Dashvara de Xalya.

Almogán esbozó una sonrisa funesta.

—¿Sabes? Me lo imaginaba. Sé, por haberlo oído decir al propio Arviyag, que esos prisioneros son Xalyas. Sólo otro Xalya puede querer arriesgarse tanto para liberarlos.

Dashvara meneó la cabeza.

—Sólo un Xalya… o un verdadero caballero con principios justos —replicó.

Almogán se envaró.

—Cierto. Le diré a Wan que cite a Arviyag para la medianoche junto a la reja. Pero ella no acudirá —subrayó.

Dashvara se encogió de hombros.

—Mientras acuda él, no me importa el resto. Confírmame que la carta se ha mandado y acude al Dragón de Oro. Pasaré ahí por la tarde… digamos hacia las ocho, cuando anochezca.

Cuando salió de la casa de juegos, lo hizo con un mal presentimiento, pero no supo muy bien por qué. Tal vez porque él no estaba habituado a planear robos, ni intrigas, ni tonterías de esas.

Antes de que volviera a darse cuenta de lo que lo rodeaba, ya había cruzado la enorme Plaza de la Libertad y se encontraba andando por una calle contigua. Esta le resultó familiar y entendió rápidamente la razón: era la calle de Aydin.

No lo dudó mucho antes de llamar a la puerta del gabinete. Fue Hadriks quien abrió y al verlo se quedó descompuesto.

—¿Está Aydin? —preguntó Dashvara.

—No… Bueno, sí —rectificó Hadriks, recobrándose—. Pero está ocupado fabricando una mágara complicada. Entra.

Dashvara vaciló.

—Sólo quería pedirle disculpas.

Hadriks sonrió.

—Azune pasó ayer a la noche. Nos explicó que no sabías lo que era esa mágara. Pasa.

—No lo sabía —afirmó Dashvara, entrando al fin—. De verdad que me siento…

Calló al ver a Aydin de pie, junto a la otra puerta. Su rostro era duro pero tenía las garras metidas.

—¿Avergonzado? —lo ayudó el ternian con tono neutro.

Dashvara se sonrojó.

—Exacto.

El curandero señaló a Hadriks con el dedo índice y luego indicó la sala contigua con el pulgar. Hadriks salió, obediente.

—Sabes, Xalya —retomó Aydin—, curar la ignorancia y la estulticia no forma parte de mis competencias. Así que me temo que has venido en balde.

Dashvara se sintió como un niño pequeño sermoneado por un padre. Carraspeó.

—Supongo que pedir perdón no va a arreglar nada.

—Supones mucho. Pedir perdón ya es un buen comienzo.

Dashvara captó el ligero cambio de tono pero no se sintió menos apesadumbrado por ello.

—Esa linterna ladrona… ¿es tan terrible? —preguntó.

Aydin dejó escapar un suspiro y se sentó a la mesa.

—Son ilegales. Y, obviamente, se usan para propósitos despreciables. Nadie honrado lleva una de esas linternas. Cuando te eché, luego se me ocurrió que tal vez no sabías lo que era, pero… estaba enojado. Lo cual no suele ocurrirme.

Eso se parecía mucho a un perdón. Dashvara se relajó.

—Bueno. Me alegra que el malentendido esté resuelto aunque me temo que mi ignorancia aún es susceptible de causar estragos. Bueno —repitió, incómodo—. ¿Puedo hacer algo por ti?

Aydin lo detalló con la mirada y negó con la cabeza, sonriente.

—Sacar a esos pobres prisioneros es lo único que se me ocurre. Y sé que eso puedes hacerlo.

Dashvara le devolvió la sonrisa.

—Cuenta conmigo, ternian. ¿Seguro que nada más?

—Ve a ver al doctor Fenendrip en cuanto puedas. Te curará —aseguró el ternian.

La sonrisa de Dashvara se ensanchó.

—Lo haré. ¿Nada más?

Aydin recapacitó.

—Bueno. Guarda un ojo sobre Tildrin, ¿quieres?

Dashvara lo miró con extrañeza.

—Por supuesto, pero… ¿por qué a Tildrin más que a otro?

Aydin se encogió de hombros.

—Porque Tildrin, ese condenado Tildrin, lo necesita más que ningún otro.

De los cuatro miembros oficiales del grupo, a Dashvara le había parecido que precisamente Tildrin y Rowyn eran los más normales. ¿Podía ser acaso que…? Sí. Tildrin, el ladrón arrepentido, era ternian, como Aydin. No era por consiguiente imposible que perteneciese a la misma familia. Que fuera su tío, o su padre. Consideró la posibilidad y no le pareció tan extravagante. Algo había tenido que ocurrir para que Aydin odiase con tanto ímpetu a los ladrones. Sin embargo, estaba claro que el curandero no estaba dispuesto a ser más específico.

—No le quitaré el ojo de encima —prometió al fin Dashvara. Lo saludó y, decidiendo que renovar sus disculpas tan sólo les quitaría valor a las anteriores, salió de la casa prometiéndose no volver a enturbiar la vida del curandero a menos que fuera absolutamente necesario.

—¡Hey, Dash! —soltó de pronto una voz.

Hadriks lo alcanzó en la calle. Parecía mucho más relajado que antes, como si las paces entre su maestro y él lo hubiesen liberado de un peso.

—¿Qué quieres, Hadriks?

El muchacho fue al grano:

—Cuando he ido a por agua al pozo, he visto a tu hermano. Bueno, al compañero de tu prima que no es tu prima, ya sabes.

Sobresaltado, Dashvara lo miró con afanosa impaciencia.

—¿Dónde lo has visto?

—En la Plaza de la Libertad. Pero hace como una hora. No he podido hablarle. Había mucha gente y lo he perdido de vista. ¿Quieres que te avise si lo veo de nuevo? Puedo intentar buscar dónde se hospeda.

El entusiasmo de Hadriks era inequívoco. Dashvara echó una mirada hacia la casa de Aydin y se tensó.

—No, Hadriks. Será mejor que no.

Hadriks pareció haber recibido una rociada fría en la cabeza. Suspiró, exasperado.

—Aydin es mi maestro, no mi padre —apuntó. Se encogió de hombros ante la cómica expresión de Dashvara—. Di lo que quieras, yo intentaré encontrarlo. Ven a la taberna del Conde Rey a las seis de la tarde. Es muy probable que veas ahí a tu hermano y tal vez a tu prima.

No hay nada peor que un muchacho de quince años que comienza a tomar decisiones por su cuenta. Dashvara suspiró.

—¿Dónde está esa taberna?

—En la Plaza de la Libertad —exultó Hadriks.

—Estaré ahí. Y ahórrate esa sonrisa. Esto lo haces porque te da la gana. Y por cierto, no es mi hermano, es un Shalussi, ¿está claro?

Hadriks sonrió con todos sus dientes.

—Clarísimo.

Dashvara no esperó a verlo regresar a su casa: le dio la espalda y se dirigió otra vez hacia el Refugio. Este muchacho va a acabar metiéndose en un lío y al final voy a tener que sacarlo yo… Suspiró con paciencia.

Cuando entró en la habitación, esta aún seguía en la penumbra. Estaba Kroon, por supuesto, pero Rowyn y Tildrin se habían marchado para acercar la escala al Distrito del Puerto. Dashvara le puso al corriente al monje-dragón de su conversación con Almogán.

—Bien, bien —se contentó con decir Kroon. Había vuelto a colocar una de sus vendas y el otro ojo apenas estaba abierto—. ¿Quieres un poco de vino?

—No, gracias.

—¿Abstemio?

—No precisamente, pero de donde vengo no se bebe con tanta profusión ni con tanta regularidad.

—Un bárbaro moderado, entonces —calificó Kroon antes de darle un trago a la botella.

Dashvara levantó los ojos al techo, más divertido que ofuscado.

—¿Cuál es tu definición de bárbaro?

—La que me apetezca. Los diccionarios jamás fueron mis amigos. Pero es de todos sabido que a los hombres del norte se los llama bárbaros.

—¿Y a los que te hicieron eso? —preguntó Dashvara con osadía, echando una mirada elocuente a sus piernas faltantes.

Lamentó enseguida haber hablado. Por un instante, temió que Kroon le arrojase la botella vacía a la cabeza.

—Eso fue una puñetera roca —gruñó al fin—. Lanzada por unos puñeteros orcos. Pásame otra botella, ¿quieres?

Le indicó el bufete donde se hallaban las botellas y Dashvara, deseoso de sustraerse a su semi-mirada adusta, le trajo una; al azar porque, con la penumbra, era imposible ver de qué color era el contenido. De todos modos, a Kroon poco parecía importarle. Destapó la botella y tomó otro trago.

Tras un silencio, Dashvara preguntó:

—¿Dónde está Axef?

—Yo qué sé. Ese loco siempre tiene cosas que hacer.

—¿De verdad es tan bueno como para abrir una trampilla?

La boca de Kroon se abrió en una sonrisa ladeada.

—Para abrirla no sé. Para desintegrarla, sí. Axef estudió en el Bastión. Lo tenían por el mejor, según dice. Hasta que lo tuvieron por el peor.

Dashvara enarcó una ceja.

—¿Qué pasó?

—Mmpf. Lo expulsaron y nadie sabe por qué. ¿No has visto la túnica naranja que lleva?

—¿Y eso qué tiene que ver? —replicó Dashvara confundido.

—Bah. Olvidaba quién eras, bárbaro. Esa larga túnica naranja que lleva se la pusieron para que escarmentase. La tenía que llevar puesta durante dos años, pero ya lo expulsaron hace cuatro y sigue llevándola. Le tomó cariño y hasta le puso un nombre, ya ves.

¿Una túnica naranja para escarmentar? Jamás Dashvara había oído tamaño disparate.

—Seré un ignorante pero ¿qué tiene de malo una túnica naranja?

Kroon se entretenía haciendo girar la botella vacía sobre la mesa.

—El naranja es color de la vergüenza. Históricamente, era el color de la Guardia Real. Cuando la apalearon los republicanos, hace cuatrocientos años, pues el color se quedó como algo negativo. Por eso también los pelirrojos se llevan las tortas con prioridad. Si es que Axef lo tiene todo. —Marcó una pausa—. ¿Vas a estar mareándome mucho? Seguro que tienes cosas que hacer más interesantes que hablar con un borracho tullido.

Dashvara se levantó con premura.

—Perdón. No quería molestarte. Pero… ¿sabes? No sé si deberías beber tanto.

—Pues si no lo sabes, cállate, bárbaro. Vuelve aquí hacia las cinco, por si hay novedades.

Dashvara estuvo a punto de preguntarle si necesitaba algo: dejarlo ahí solo, en su sillón, lo hacía sentirse algo intranquilo; sin embargo, el monje estaba muy ocupado con su nueva botella y sus pensamientos, así que, cerrando la boca, lo dejó y se dirigió directamente hacia el Dragón de Oro.

Aquel día, no hacía tanto calor como la víspera. De hecho, soplaba una brisilla fresca que barría las calles del Distrito del Dragón. Dashvara esperó que aquella noche no lloviera… y que no hubiese tormentas. Odiaba las tormentas.

Debía de ser la hora de la comida porque las calles estaban relativamente tranquilas. Cuando llegó a la posada, constató que, en cambio, ahí había tanto bullicio como el día anterior, si no más.

Encontró a Fayrah, a Aligra y a Lessi sentadas en el cuarto, con una bandeja humeante entre ellas. Bien.

—¡Dash! —exclamó su hermana en oy'vat—. Hemos pedido la comida. Como no sabíamos cuándo ibas a volver…

—Ni si ibas a volver —apuntó Aligra, sin levantar los ojos de su empanadilla.

Dashvara la ignoró.

—Habéis hecho muy bien. Me temo que hoy voy a estar algo ocupado. ¿Cuánto dinero queda?

—Cuatro denarios —contestó Fayrah—. Darlan nos ha hecho una rebaja porque dice que el tabernero no se entera de nada.

Dashvara alzó una ceja.

—¿Darlan?

—El empleado. Es un hombre simpático para ser extranjero. Ha sido muy amable, ¿verdad, Lessi? Nos ha traído incluso una flor.

La enseñó. Tenía pétalos azules. Dashvara suspiró y se sentó, cogiendo una empanadilla.

—¿Y Tahisrán? —inquirió.

Captó la mirada que echó su hermana al saco abultado. ¿Es que se había vuelto a meter ahí la sombra?

—Durmiendo —contestó Fayrah.

—¿Durmiendo? —No sabía por qué, no se le había ocurrido que una sombra pudiese necesitar dormir. Carraspeó y volvió a la lengua común—. Veo que le ha gustado mi saco. Y veo que vosotras os habéis aficionado a las empanadillas.

Fayrah y Lessi intercambiaron una sonrisa.

—Es que los demás platos tienen nombres raros —explicó Fayrah—. Así que no nos arriesgamos. ¿Has visto a la Suprema?

Hablar de la Suprema enseguida le recordó los ojos dorados y se estremeció.

—Ajá. La he visto y he hablado con ella. Voy a entrar como acólito en la Hermandad de la Perla. Así, trabajaré con ellos para liberar a los nuestros. Según Rowyn, son veinticinco. —Las tres Xalyas dieron un respingo.

—¿Veinticinco? —resopló Fayrah.

—Bueno, tal vez no sean todos Xalyas. Vamos a actuar esta noche —explicó—. Iremos a casa de Arviyag y robaremos unos papeles para probar que son esclavistas.

No entró en los detalles porque, así como no hablaba nunca de cómo había matado tal o tal nadro rojo en la estepa, tampoco le parecía conveniente meter a las tres Xalyas en ese asunto. Ya habían tenido que preocuparse bastante siendo prisioneras durante tres semanas.

—Así que esta noche no vas a liberarlos —concluyó Fayrah.

Dashvara trató de ignorar la decepción que vibraba en la voz de su hermana y cogió una segunda empanadilla.

—El Tribunal se encargará de condenar a los esclavistas. Sin esclavistas, no hay esclavos. Y asunto resuelto.

—El Tribunal —repitió Aligra con voz de ultratumba—. ¿Eso es fiable?

—No lo sé —admitió Dashvara, molesto. Como no se le ocurría una mejor respuesta, se dedicó a masticar.

—¿Qué castigo reserva el Tribunal a los esclavistas? —preguntó Fayrah tras un silencio.

—Demonios, no lo sé. La muerte, supongo.

—¿Lo supones? —gruñó Aligra con voz más normal—. ¿Así que podría ser que esos esclavistas no muriesen?

A Dashvara no le hubiera importado matar con sus propias manos a Arviyag, pero, diablos, en ese momento la prioridad era liberar a los prisioneros sin que estos sufriesen daño alguno.

Sin contestar, Dashvara cogió una tercera empanadilla, la engulló y fue a tumbarse en su jergón no sin antes palmear suavemente el saco por puro interés científico. Realmente parecía estar durmiendo, el condenado.

Fayrah carraspeó.

—Lessi, ¿me acompañas? Voy a bajar la bandeja —soltó.

Ambas salieron y dejaron la habitación tan plácida como un campo de batalla abandonado. Rezumando tensión, Aligra se tendió en su propia cama, boca arriba. Dashvara casi la oía soltarle acusaciones: ¡eres el hijo primogénito! ¡Deberías haber muerto! ¡No agravies tu Ave Eterna…! Pero Aligra no despegaba los labios. Era casi peor cuando no hablaba.

Dashvara suspiró silenciosamente y empezaba ya a preguntarse qué demonios estaban haciendo Lessi y su hermana cuando Tahisrán soltó:

“Tengo una pregunta.”

Dashvara abrió los ojos, agradeciendo la intervención de la sombra: con el sopor que lo estaba invadiendo, había estado a punto de quedarse dormido.

—¿Qué pregunta? —inquirió en lengua común.

Aligra y él se sentaron para ver a la sombra escurrirse de su nido. Era difícil determinar la expresión de una criatura como esa, pero Dashvara creyó leer curiosidad.

“He tenido un sueño en el que estabas tú, Dashvara”, anunció Tahisrán con voz serena. “Los dos caminábamos en un largo camino empedrado en medio de un desierto. Tú te girabas hacia atrás regularmente como si buscaras algo. Y entonces yo te pregunto: ¿qué buscas? Y tú me contestas: busco lo que he perdido para siempre.”

Dashvara lo contempló, perplejo.

—Es un sueño, Tahisrán. Lo que te contesté salió de tu mente, no de la mía.

La sombra asintió.

“Ya lo sé. Pero eso me ha dado que pensar. ¿Por qué una persona buscaría algo que no puede recuperar? Esa es la pregunta”, señaló con seria curiosidad.

Dashvara espiró. ¡Toma! ¿Ahora nos ha tocado una sombra filósofa? Sintió la mirada turbia de Aligra y se rebulló, intranquilo.

—Pues… Supongo que esa persona debe de haber perdido la cordura —se contentó con decir.

—O bien aquello que busca es lo único que puede estar buscando —añadió Aligra con voz gutural.

Tahisrán mostró su desacuerdo con un resoplido mental.

“Ni lo uno ni lo otro. Esa persona busca lo que no puede alcanzar para imitarlo y trazar un nuevo camino”, opinó.

Dashvara adivinó que sus palabras tenían algún sentido más profundo, pero con la modorra que le estaba entrando prefirió no reflexionar y soltó:

—Si tenías la respuesta, ¿para qué preguntarnos, sombra?

Tahisrán se agitó.

“Pues… pues… Para debatir, supongo. No he dicho que mi respuesta fuera la buena, que conste.”

Dashvara sonrió al ver a la sombra cruzarse de brazos. Parecía un niño al que habían pillado haciendo trampas. De pronto, Tahisrán alzó la vista hacia la puerta. Unos segundos más tarde, esta se abrió y entraron Fayrah y Lessi… seguidas de Azune.

Dashvara se levantó de un bote y con tal brusquedad que hasta notó una extraña punzada en el lugar de su herida. Lívida, con los ojos fijos en la sombra, Azune parecía haberse tragado una piedra. Dashvara entendió, no sin cierta sorpresa, que Tahisrán se había quedado bien a la vista sentado en la cama, adrede para que lo viera. Con qué propósito, eso ni idea.

Felizmente, Fayrah y Lessi reaccionaron con presteza y trataron de tranquilizar a la semi-elfa antes de que a esta se le ocurriera hacer nada; Dashvara no pudo más que maravillarse de las aclaraciones acompasadas de las dos amigas. Explicaron de dónde venía la sombra y el propio Tahisrán se presentó con suma elegancia. Al cabo, Azune comentó algo sobre los espíritus de los muertos y sus ancestros y soltó con tensión:

—¿Dash? Ven conmigo. Tenemos que hablar.

Se apresuró a salir como si la persiguiera un lobo sanfuriento. Dashvara carraspeó.

—¿Sabes, Tahisrán? Adivino que los saijits no les tienen mucho aprecio generalmente a las sombras. No sé, es una impresión. Tal vez deberías ser un poco más discreto, ¿no crees?

Tahisrán sonrió.

Soy un saijit, Dash. Además, Azune es una amiga, ¿no?

Pensativo, Dashvara no contestó. Les dedicó una mueca de disculpa a las Xalyas, cogió dos denarios de los cuatro que quedaban y siguió a la semi-elfa afuera. El rostro de esta aún no había retomado su color normal.

Se instalaron en la taberna, en una mesa apartada, y lo primero que le dijo Azune fue:

—Tienes que deshacerte de eso, estepeño. Sea lo que sea.

—¿Te refieres a la sombra? Es ella quien decidió seguirme. Cuando se aburra de dormir en mi saco, supongo que se marchará. No te preocupes por Tahisrán —añadió al verla abrir otra vez la boca—. ¿Por qué no estuviste en la reunión?

Azune lo miró fijamente durante unos instantes. Al fin, suspiró y contestó:

—Estaba ocupada. Y lo lamento porque tengo la impresión de que me he perdido la reunión más importante del año. ¿Cómo se te ha ocurrido proponer que actuemos esta noche? Raramente he visto al Duque tan nervioso.

Dashvara meneó suavemente la cabeza.

—Bueno. Me pareció que el plan estaba ya bastante bien avanzado. Lo único que me vendría bien son unos sables, pero tal vez pueda hacerme con ellos esta tarde. Por lo demás, si esa joven manda la carta a tiempo, todo se basa en nuestra habilidad y en la suer…

Azune siseó. En ese momento, se acercaba Darlan, un joven humano apuesto de sonrisa radiante. Simpático para un extranjero, había dicho Fayrah. Dashvara reprimió un mohín sin conseguirlo del todo.

—¿Deseáis comer o beber algo? —preguntó el mozo.

—Un plato de garfias —pidió Azune.

Mientras Darlan se alejaba, la semi-elfa soltó:

—No me convence dejarte entrar con unos sables. Adivinas por qué, ¿verdad?

Dashvara le devolvió una mirada aburrida.

—Crees que voy a echar a perder otra vez vuestra operación. Pues… bueno —inspiró—. No lo niego: mi objetivo principal es el de salvar a los míos, lógicamente. De todas formas, sospecho que la Suprema me ha aceptado en su Hermandad por si acaso todo se estropea y necesitamos batirnos en retirada, ¿me equivoco? En ese caso, si queréis que os proteja, necesito unos sables.

Azune permaneció en silencio largo rato. Llegó Darlan más pronto de lo previsto con un plato lleno de extrañas bolitas rojas y casi como que pareció hacer la reverencia cuando dijo:

—Que aproveche. ¿Deseáis algo m…?

—No, gracias —lo cortó Dashvara.

Darlan se ruborizó, recogió los dos dettas que le tendía Azune y se marchó con paso nervioso. Así que ese hombrecillo les había dado una flor azul a las Xalyas, ¿eh? Qué ideas tenían los republicanos. En cuanto lo perdió de vista, Dashvara se fijó en esas garfias rojas. Cogió una y la deslizó entre sus dedos con curiosidad.

—¿Nunca comiste garfias, Xalya? —preguntó Azune, comiéndose una—. Por aquí la llaman la comida de los pobres.

Dashvara probó y un sabor agridulce se expandió por su boca. No era malo y al menos no tenía pimienta. Azune juntó ambas manos sobre la mesa y retomó con un tono ligeramente burlón:

—Rowyn me ha dicho que tu encuentro con la Suprema te ha dejado una fuerte impresión. Axef dice que estabas babeando.

Sonrió maliciosamente y Dashvara resopló.

—Axef no estaba en la sala. ¿Cómo va a saber si estaba babeando, bostezando o bailando la dianka?

Azune no dejaba de sonreír.

—Cierto. Así que pretendes obtener unos sables. ¿Y dónde, si se puede saber?

—Rokuish y Zaadma están en la ciudad —explicó Dashvara—. Me lo dijo Hadriks. A Rok le di mis sables cuando entré en el templo de Rocavita. Probablemente siga teniéndolos.

—O no —lo contradijo Azune—. Si no los ha ocultado, se los habrá requisado un miliciano urbano. Se necesita licencia para tener armas, te recuerdo. A menos que no lo supieras.

—No, eso ya lo sabía —aseguró Dashvara—. Gracias a un libro de ese famoso mecenas vuestro. ¿Quién es, por cierto?

Azune se encogió de hombros y contestó lacónicamente:

—Pertenece a una familia patricia.

Ambos tendieron la mano hacia el plato de garfias y Azune retiró la suya con un mohín molesto.

—A las ocho, al Refugio —declaró, levantándose—. Y no llegues tarde.

—Imposible —se apresuró a decir Dashvara antes de que ella se apartara de la mesa—. Le dije a Almogán que viniese a confirmarme el envío de la carta a las ocho aquí mismo. Así que llegaré tarde.

Azune levantó los ojos al cielo.

—No serás el único, me temo.

Volvía a girarse cuando Dashvara, por algún impulso que él mismo no entendió, preguntó:

—¿Por qué te llaman la Envenenada?

Azune se inmovilizó y la intensa mirada de sus ojos pardos le sentó casi tan mal como la de Sheroda. Ni siquiera le contestó.

Pero vamos, Dash, se dijo con paciencia mientras Azune salía de la taberna. ¿Algún día dejarás de ser un maldito entrometido?

Cuando su mirada volvió a la mesa, vio el plato de garfias casi lleno. Se metió los guisantes rojos en los bolsillos y, tras una vacilación, decidió no volver al cuarto: necesitaba tranquilidad y sabía que con Fayrah y Lessi iba a ser difícil obtenerla. De modo que se dispuso a dar un paseo. Tenía aún tres horas para acudir al Refugio, ya que Kroon le había pedido que pasara de nuevo sólo hacia las cinco. Fue al Distrito Bello y vio mansiones enormes con jardines. Creyó reconocer la casa de los Faerecio, pero no se hubiera cortado la mano jurándolo. Dio media vuelta, atravesó los canales otra vez y cruzó el Distrito de Otoño por el sur, por una explanada cenagosa más desierta que habitada. El Distrito del Puerto, donde se hallaba la casa de Arviyag, era muy distinto al resto de la ciudad: tenía casas con terrazas en vez de tejados, las calles eran más sucias y la gente no llevaba atuendos tan coloridos ni tan adornados como en el Distrito del Dragón. Aun así, algunos edificios se extendían en una amplia superficie. Al ver entrar en uno de ellos a unos hombres doblegados bajo el peso de enormes sacos, entendió que los usaban de almacenes.

Y en uno de esos almacenes, Arviyag escondía a veinticinco hermanos.

Dashvara no se demoró: se daba perfectamente cuenta de que permanecer ahí, además de no ser productivo, era insano para sus nervios. Regresó al Distrito del Dragón y pasó por el Refugio. Encontró a Tildrin y a Kroon. El ladrón, sentado a la mesa, afilaba una daga mientras el monje-dragón roncaba en su sillón, completamente ajeno a la realidad. Según le dijo Tildrin, Rowyn estaba comprando «material» y Axef seguía con sus numerosas «cosas que hacer». Dashvara observó que el viejo ternian estaba más entusiasmado que asustado por la próxima expedición nocturna. Tal vez estuviese demasiado entusiasmado, a decir verdad, pensó. Una suerte que se fuera a quedar abajo de la escalera.

—¿Por qué afilas esa daga? —preguntó Dashvara, dejando el plano a un lado. Lo había escudriñado otra vez, pero las líneas de las habitaciones eran simples suposiciones, como afirmaba Tildrin. En cuanto entrasen por la trampilla, el poder de la improvisación iba a ser su mayor guía.

Tildrin dejó su daga sobre la mesa confesando:

—Pura manía. Llevo treinta años afilándola y sólo la uso para cortar el pan.

Dashvara sonrió.

—Ojalá todas las dagas sirviesen sólo para cortar el pan.

Tildrin enarcó una ceja y, tras un silencio pensativo, siguió afilando su daga. Como eran ya casi las seis, Dashvara se despidió de él y se dirigió hacia la Plaza del Agua y el Conde Rey. Más le valía que Aydin jamás se enterase de esto…

El establecimiento era espacioso y relativamente tranquilo para la hora que era. Cerró la puerta y paseó una mirada a su alrededor mientras avanzaba. Se imaginó al curandero agarrándolo por el cuello y diciéndole que le había pillado otra vez encargándole tareas a su aprendiz… Oyó un carraspeo.

—Veo que estamos ciegos.

Dashvara se giró hacia la derecha y se le quedó mirando a un hombre afeitado con el pelo bien peinado y un sombrero de ala ancha entre las manos. Una sonrisa blanca iluminaba su rostro. Dashvara se atragantó.

—¿Rok?

Silbó entre dientes y se sentó ante él.

—Has pegado un cambiazo. Pareces un republicano.

—Y tú un estepeño —replicó Rokuish, tendiéndole la mano.

Dashvara se la estrechó con alegría y se sorprendió. Jamás habría imaginado que se alegraría un día de encontrarse con un Shalussi.

—De verdad creí que no volvería a verte. ¿Dónde está Zae?

—Trabajando. Desde ayer. Se metió en una botica —explicó y bajó la voz—: Odek, esto es una locura. Lo del Dragón de Primavera, te enteraste, ¿verdad?

—Ejem. ¿Cómo no me voy a enterar, Rok?

—¿Sabes quién lo robó?

Dashvara bendijo mentalmente al Shalussi: ni siquiera se le había ocurrido que hubiera podido ser él el ladrón.

—Fueron dos de los esclavistas. Los que vigilaban a las Xalyas en las catacumbas. O lo tiene Arviyag, o lo tiene ese Vand. De todas formas, qué importa que lo tenga un muerto o un vivo mientras no sea yo.

Rokuish hizo una mueca y echó un vistazo alrededor para nada discreto antes de soltar:

—Vimos a las Xalyas salir despavoridas. Guiamos cinco hasta el Gatomiel. Pero nos faltan las otras cinco.

Dashvara se quedó a cuadros.

—¿Qué? ¿Habéis traído a cinco Xalyas a Dazbon?

Rokuish tuvo una sonrisa satisfecha.

—Las trajimos en el carromato de Shizur. El pobre hombre estaba más asustado que una oveja en un volcán. Yo quise quedarme para intentar saber si seguías vivo, pero no podía dejar a Zae sola con cinco Xalyas.

—Te entiendo perfectamente —murmuró Dashvara. Espiró, bendiciendo otra vez al Shalussi—. ¿Dónde están?

—En casa de Shizur.

Dashvara agrandó los ojos.

—¿Ese hombre es un santo o un imbécil?

¿Por qué diablos iba a hospedar a cinco Xalyas perdidas un comerciante de vinos? Rokuish carraspeó.

—Es un santo, Dashvara, que no te quepa duda. Un hombre de esos a los que, una vez ganada su confianza, consigues hacerles cometer las mayores locuras. Pero, en este caso, es por una buena causa. Sólo lamento que no hayamos podido salvar a las demás Xalyas. Por lo que contaron las otras, tuviste que luchar contra cuatro esclavistas y recibiste dos dardos envenenados además de una flecha. Es increíble que hayas sobrevivido.

Dashvara soltó una risita.

—Tan increíble que fueron dos en vez de cuatro y que sólo me alcanzó un dardo. En cuanto a la flecha, yo personalmente no la he notado.

—Oh. Bueno, no deja de ser impresionante —aseguró Rokuish.

—Mmpf. En cualquier caso, de las cinco Xalyas restantes, tres están conmigo.

—Vaya. —A Rokuish se lo vio aliviado—. ¿Y tu hermana?

—Conmigo —confirmó Dashvara. Meditó unos segundos—. Sólo nos faltan dos. O las volvió a pillar Arviyag o bien consiguieron escapar solas. —Echó una mirada a su alrededor. Las mesas vecinas estaban vacías. Más allá había dos mujeres que, como ellos, hablaban entre cuchicheos—. ¿Dónde está Hadriks?

—¿El muchacho? —Un destello burlón pasó por los ojos del Shalussi—. Vino, me cogió del brazo y me dijo que fuera a las seis a esta taberna porque estarías tú. No me dijo nada más.

—Pues ojalá no vuelva a meterse en asuntos que no le conciernen —carraspeó Dashvara. Aunque sin duda tendría que darle las gracias por esto.

Rokuish se recostó contra la silla y se puso el sombrero con una prestancia tal que parecía haber practicado a ponérselo desde los cinco años.

—¿Y bien? —dijo—. ¿Cuál es la próxima aventura?

Dashvara sonrió, sumamente divertido.

—Llegas tarde, Shalussi: ya ha empezado.

Rokuish alzó las cejas.

—Por mi madre, eso suena interesante. Por cierto, antes de que se me olvide —agregó, metiendo la mano en un bolsillo de su túnica—. Hadriks me pidió que te diera esto.

Dashvara examinó la pequeña caja de madera con curiosidad. Tras unos cuantos forcejeos, consiguieron abrirla y una sonrisa sobrecogida estiró los labios de Dashvara cuando vio lo que contenía.

—Cartas marineras —observó el Shalussi, meditativo, como Dashvara no decía nada—. Andrek tenía un juego de esos. Pareces sorprendido.

Dashvara meneó la cabeza, emocionado, y se puso de pronto a reír.

—Ese condenado chaval… Que el Ave Eterna lo proteja.