Página principal. Ciclo de Dashvara, Tomo 1: El Príncipe de la Arena
Apareció un rostro azul, oscuro como las nubes oscuras cuando un rayo de sol ilumina la estepa. Unos ojos rojos como los tienen los demonios de los cuentos… Dashvara parpadeó.
—¿D-dónde estoy? —balbuceó.
La criatura oscura estaba sentada a su lado con aguja e hilo; le dedicó una ojeada rápida.
—Te estoy cosiendo las heridas. No hay ninguna grave; te repondrás rápido.
Dashvara se percató entonces de que estaba desvestido, encadenado y tumbado en un gran bloque de piedra. Incluso tenía un collar de hierro que le impedía levantar la cabeza.
Tras estas observaciones, se dedicó a recordar mientras ese extraño ser seguía cosiéndole un tajo en la pierna. Rowyn tal vez se había salvado, pero no podía saberlo; Almogán probablemente había muerto; y los demás debían de estar a salvo. Y Aligra se había quedado sin señor de los Xalyas, añadió con ironía. Dashvara trató de calmarse.
—¿Eres un esclavista? —preguntó.
—No.
Dashvara no le creyó.
—¿Eres saijit?
El médico interrumpió un segundo su trabajo.
—Soy un drow.
Oh. Un drow. Dashvara trató de recordar lo que sabía acerca de los drows. Maloven decía que no eran saijits, aunque se parecieran. Decía que un drow era incapaz de sentir otras emociones que el odio, la codicia y el placer de destrucción. Por cómo se lo había presentado, Dashvara siempre se había imaginado a los drows como monstruos horribles, grandes, con dientes afilados como los nadros rojos. Aquel médico no parecía muy alto, llevaba ropa simple aunque elegante y un collar de plata con una gran perla negra y circular como colgante. Su rostro era inexpresivo, sus ojos demoníacos, pero, con todo, tenía aspecto de ser inteligente. Y curaba heridas.
—¿Por qué no me han matado? —interrogó.
El drow estaba rematando el nudo. No contestaba. Dashvara se agitó, enojado. Un terrible presentimiento empezaba a aflorar en su mente.
—¿Por qué no me han matado? —repitió.
El drow se levantó y fue a lavarse las manos en un cuenco con agua. Dashvara estiró de las cadenas. Estas, como era de esperar, resistieron.
—¡Arviyag! —aulló—. ¿Dónde está ese asesino?
El drow alzó la cabeza, pero no se giró hacia él, sino hacia algo que Dashvara no podía ver. Se oía un ruido de pasos que bajan escaleras y luego sonó el crujido de una llave que gira en una cerradura.
—¡Arviyag! —siseó Dashvara—. ¿Eres tú? Maldito seas.
El recién llegado lo ignoró.
—¿Has acabado? —La voz no le sonaba a Dashvara. Unos pasos se acercaron pero no entraron en su campo de visión—. Bien. Esperemos que esté en disposición de hablar. ¿Cuál es tu nombre, prisionero?
Dashvara gruñó.
—¿Y el tuyo? Muéstrate y tal vez te conteste.
El cobarde no se movió.
—¿Qué buscabas en el despacho de Arviyag? —siguió preguntando el esclavista.
—¿Tú qué crees? —replicó Dashvara tras un silencio.
—Pues no lo sé. La caja fuerte que intentaste robar tenía oro y joyas. ¿Eso era lo que buscabas?
Dashvara palideció y no contestó. Decidió que a partir de ahí no iba a abrir más la boca. Oyó una risa fría.
—¿Eres un Xalya? —Sólo le contestó el silencio—. No me cabe duda. Tú nos robaste a las prisioneras en Rocavita, me imagino. Y has venido aquí a intentar salvar al resto. Tu valiente actuación no tiene ningún misterio. Pero, dime, ¿quiénes eran tus compañeros? No eran Xalyas. Eran dazbonienses, ¿verdad? Dudo de que fueran mercenarios porque no creo que tuvieras con que pagarles, ¿me equivoco? No, no me equivoco. Ellos pertenecen a una Hermandad. Pero ¿a cuál? Hay tantas hermandades en esta ciudad. Nos vendría bien un poco de ayuda. Y te conviene ayudarnos, no lo dudes. Vas a decirnos los nombres de tus compañeros y el nombre de la Hermandad. —Hubo otro silencio—. ¿No quieres contestar?
Por toda respuesta, Dashvara dejó escapar un suspiro de alivio. Si le preguntaba el esclavista algo así, significaba que todos se habían salvado. Que Rowyn se había salvado. O al menos que no lo habían pillado con vida, rectificó. Sentía como si tuviera un bloque de hielo en la garganta y tragó saliva pero la impresión no desapareció.
El silencio se eternizó. Al fin, el esclavista soltó:
—Prepáralo, drow.
Se oyó un ruido de puerta que se cierra y de pasos que se alejan. Dashvara miró al drow.
—¿Que me prepares para qué? —masculló.
Cualquier piedra tenía más expresividad que aquel médico. Lo vio rebuscar en un saco y lo vio retirar un estuche negro y abrirlo. Dashvara frunció el ceño cuando el drow se colocó en cada dedo índice una especie de dedal. Trató de ocultar su terror y fracasó estrepitosamente. Al fin, el médico se acercó y, sin una palabra, le posó las manos sobre ambos hombros.
—Un consejo —murmuró de pronto—: la próxima vez contesta a las preguntas.
Fue repentino. Un rayo fulgurante lo atravesó todo entero y lo dejó sin aliento. Dashvara se quedó castañeteando pero el médico no lo dejó recobrarse y siguió aplicando las manos en diferentes partes del cuerpo, aunque nunca en la cabeza. Primero, Dashvara lo acribilló a imprecaciones; y cuando estuvo seguro de que había utilizado todos los insultos que conocía, volvió a empezar, con la respiración cada vez más silbante.
Al cabo de lo que le pareció a Dashvara una vida entera de sufrimientos, el drow lo dejó y volvió a guardar sus dedales. La puerta se abría.
—Contesta a las preguntas —le aconsejó el drow con un rápido murmullo.
El Sin Rostro lo volvió a interrogar sobre la Hermandad y Dashvara escupió:
—¡Vete al desierto a plantar hierba! —Añadió un flujo de insultos que murió tiempo después de que la puerta se cerrara. Dashvara apretó los dientes y creyó oír el suspiro del drow cuando este volvió a acercarse. Esta vez, tenía dos dedales en cada mano.
—No sirve de nada resistirse —dijo en voz baja—. Cuanto más te resistes, más duele luego.
—¿A cuántos has torturado, monstruo? —bramó Dashvara. Su voz le salió torcida y tosió. Un destello triste pasó por los ojos rojos del drow.
—No sirve de nada resistirse —pronunció como una letanía.
Se lo repitió la vez siguiente, cuando puso en sus manos tres dedales. Esta vez, la tristeza del médico era evidente. El cuerpo de Dashvara empezó a convulsionarse con espasmos incontrolables antes incluso de que el drow se acercara.
—No… —murmuró mirando las manos del drow con los ojos desorbitados—. No puedes hacer eso. No…
—¿Vas a hablar?
—No.
—¿Por qué? —preguntó de pronto el médico.
Recóbrate, Dash. Eres el hijo de Vifkan de Xalya y Dakia de Xalya. Tienes sangre de Xalya. Tu Ave Eterna es fuerte. No puedes dejar que la pluma caiga. Se repitió las palabras como un niño que intenta convencerse de que los caballos alados existen. Más tranquilo, miró al médico a los ojos.
—¿Que por qué defiendo a mis amigos? Supongo que porque no soy un monstruo como tú. —Entonces, se le ocurrió seguir hablando para que el drow esperara. Para que no se acercara—. Si tuvieses a un amigo al que proteger, ¿lo delatarías?
El médico meneó la cabeza.
—Yo no tengo amigos.
Toma, ¿a que no te esperabas esa respuesta? Dashvara se aclaró la garganta.
—Eso es todavía peor que ser torturado, ¿sabes? Dime, ¿cómo te llamas?
Creyó leer sorpresa en la expresión del drow.
—Tsu —contestó—. Soy Tsu.
—Encantado, Tsu. A mí me llaman Dashvara de Xalya, Dash para los amigos. ¿Sabes? No es muy complicado tener amigos. Podría enseñarte a tenerlos. El primer paso es no torturarlos. El segundo es hablarles. El tercero conocerlos. El cuarto respetarlos. Y el quinto es intentar salvarlos cuando se hallan en apuros.
Tsu lo observaba con sus ojos rojos. Tras un silencio, dijo:
—¿Por qué me dices tu nombre a mí y no a ellos?
Dashvara enarcó una ceja.
—¿A ellos? ¿Es que tú no te identificas con los esclavistas?
—No soy un esclavista. Soy un esclavo.
Dashvara se quedó en suspenso.
—Vaya —espiró al fin—. Eso sí que es terrible: que los esclavos se torturen entre sí. Práctico. Dentro de poco los esclavos serán sus propios esclavistas…
—Silencio —soltó de pronto Tsu.
Se oían ruidos de pasos en la escalera. Tsu posicionó sus manos sobre el pecho de Dashvara con una mueca de disculpa. Dos segundos después, el dolor estalló, su voluntad cayó como una piedra al suelo y un grito inhumano salió de su garganta reseca. Su cabeza lo escaldaba, los ojos se le nublaban, la vida le parecía de pronto horrible, despreciable…
—Ya basta —tonó una voz. Jadeante, Dashvara hubiera agrandado más los ojos si hubiera podido. Era Arviyag—. ¿No ha hablado aún, drow?
—No, señor —contestó el médico, apartándose.
—Eres tenaz, Xalya —observó Arviyag, avanzándose en la sala—. Matas a dos de mis hombres en Rocavita. Dejas a otros cuatro heridos esta noche… —Dashvara lo vio aparecer ante él y se hubiera muerto de odio si hubiera sido posible. El rostro del diumciliano lo escudriñaba con interés—. Me gusta tu estilo. Vamos a darte un respiro, para ver si te animas a hablar. Paopag, condúcelo a las celdas. Drow, deja tus instrumentos y acompáñame.
Dashvara estaba preparándose un discurso para, al menos, intentar cerciorarse de que a Arviyag no le quedaba ni una pizca de bondad en el corazón. Sin embargo, bien sea porque su mente trabajaba lento o porque el tiempo se aceleró de pronto, el médico y Arviyag se fueron antes de que pudiera decir nada. Tres esclavistas lo liberaron de su tumba. Le quitaron incluso las cadenas. Dashvara los miró hacer con la mente en blanco. Luego, cuando lo ayudaron a sentarse, espabiló un poco.
—Arviyag va a morir —graznó.
Uno de los esclavistas, Paopag probablemente, sonrió con desdén.
—¿De verdad, no me digas? Anda, ponte esto. —Le pusieron una túnica parda limpia. Cualquier movimiento le requería un esfuerzo tremendo, y eso que Tsu no lo había herido. Simplemente había… ¿utilizado magia?
Le pusieron unos grilletes y Paopag le dio un empujón hacia la salida.
—Andando.
Dashvara no se movió; lo arrastraron fuera de la habitación. Su mente hervía de insultos, pero ya no conseguía soltar ninguno. Caminó entre sus captores con las piernas temblándole como si le fuera a dar un ataque epiléptico. En vez de subir las escaleras, las bajaron. Llegaron ante una puerta. Oía voces apagadas detrás de ella pero se interrumpieron cuando Paopag la abrió y empujó a Dashvara adentro, hacia la penumbra.
—Por aquí —dijo.
Lo arrimaron contra un muro, lo sentaron y lo ataron a un aro de metal. Dashvara echó un vistazo vago hacia su alrededor. Estaba rodeado de pares de ojos y de respiraciones. No tuvo tiempo de detallar los rostros entre las sombras. La puerta se cerró, dejándolo totalmente a oscuras y se alejaron los pasos; se apagaron. Un silencio relativo reinó durante largo rato. Y entonces:
—¿Quién eres, buen hombre?
Aquella voz… era una voz que jamás hubiera creído volver a escuchar en su vida. Por un exasperante momento, fue incapaz de hablar. Sus labios temblaron.
—¿Makarva? —croó—. ¿Eres tú?
Hubo un silencio y entonces la voz de su compañero de patrulla tartamudeó:
—¿Dash? ¿Estás… vivo? Pero ¿cómo? Ave Eterna, ¡estás vivo! Lumon, capitán, ¡está vivo!
Con el corazón latiéndole a toda prisa, Dashvara parpadeó y maldijo la oscuridad. ¡Hubiera dado su caballo por poder verlos!
—¿Capitán? —repitió, atónito—. ¿Capitán Zorvun?
Hubo otro silencio.
—Está aquí, Dash —contestó Makarva animadamente—. El capitán está vivo. Somos veintidós. Todos patrullas. Está Lumon. Está Sashava. Están los Trillizos… Están… —Se atragantó—. Demonios, Dash. ¡No puedo creerlo!
—¿Realmente eres Dashvara? —preguntó la voz pausada de Sashava.
Cambiando de idea, Dashvara dio gracias a la oscuridad porque tenía las mejillas empapadas.
—Lo soy, Sashava —confirmó—. Intenté salvaros, pero me pillaron.
—¿Te metiste en pleno antro de esclavistas? —Makarva rió. El muy loco era capaz de reír en situaciones tan críticas como aquella.
—Eso es lo que hice. Intenté buscar pruebas contra los esclavistas, pero fracasé. —Su voz se quebró y se aclaró la garganta sin conseguirlo. Estaba sediento—. ¿Y Sigfen?
Makarva tardó en contestar.
—Murió. Lo vi morir.
Dashvara asintió con tristeza. De todos modos, ya lo había dado por muerto.
—¿Boron?
—Aquí estoy —contestó el plácido guerrero. Dashvara sonrió imaginándoselo sentado tranquilamente con sus cadenas, incapaz de sentir pánico ni desesperación.
—¿Cómo os pillaron? —preguntó.
—Bueno… —Adivinó la incomodidad de Makarva—. A la patrulla de Sashava, como sabes, la atacaron los Esimeos antes de que llegara al Torreón.
—Nos apresaron a casi todos —murmuró Sashava—. Y luego nos vendieron. Y aquí estamos. ¿Y tú, Dashvara? ¿Cómo escapaste?
Notó un deje de recelo en su voz. Dashvara no se lo tomó en cuenta y contestó con total sinceridad.
—Escapé por la puerta grande. Disfrazado de Shalussi.
Se oyeron resoplidos. La mayoría de los Xalyas no estaban al corriente de la artimaña del señor Vifkan.
—¿Te hiciste pasar por un Shalussi? —La voz era de uno de los Trillizos, pero Dashvara no consiguió determinar cuál. ¿Miflin, tal vez?
—Astuto —apreció la voz pensativa de Lumon. Dashvara sonrió. Lumon siempre había tenido un Ave Eterna bastante práctica.
—Sería impropio —intervino una voz profunda— de no ser porque el señor Vifkan le pidió que lo hiciera.
Todos se interrumpieron al oír hablar al capitán. Con un nudo en la garganta, Dashvara se giró hacia la dirección de donde había salido la voz. Se oyó un ruido de cadenas. No conocía al capitán a fondo como a sus compañeros de patrulla, pero sabía cómo era. Responsable, duro, sarcástico a veces. Encontrarse encadenado en una celda como un esclavo no era algo que pudiera contribuir a su buen humor.
—Capitán —pronunció Dashvara, más por alivio suyo al saber que el capitán estaba vivo que por llamarlo.
—¿Vifkan hizo eso? —La incredulidad vibraba en la voz de Sashava.
—Lo hizo —confirmó Dashvara.
Hubo otro silencio.
—Y… ¿por qué tú? —preguntó suavemente Lumon con un deje de incomprensión en la voz—. Sé que eres su hijo, pero todos conocíamos al señor Vifkan. Antes habría salvado a cualquier otro Xalya.
Duro de aceptar, pero cierto, pensó Dashvara. Vaciló. No sabía si convenía hablarles de la tarea que le había encomendado el señor su padre. De todas formas, ¿qué importaba ahora? Estaban todos metidos en una celda, prisioneros de los diumcilianos. Lifdor, Shiltapi y Todakwa estaban en la estepa, lejos, muy lejos de donde se encontraban. Además… Demonios, ¿quién era más culpable, el salvaje que atacaba a un Xalya o el rico esclavista que le mandaba prenderlo para esclavizarlo? ¿Por dónde empezar la venganza? La cuestión era perturbante.
—¿Dash? —se preocupó Lumon.
Dashvara sacudió la cabeza sin contestar. Le costó unos segundos darse cuenta de que, en la oscuridad, su gesto había sido completamente inútil.
—No lo sé, Lumon —murmuró—. No lo sé.
Si él no decía nada, nadie sabría nada. Sólo Rokuish y Zaadma estaban al corriente de aquella venganza. Tragó saliva. Si él no decía nada, nadie sabría nada, se repitió, sintiendo la sangre subirle a la cabeza. Un sentimiento de vergüenza lo invadió y se trató de estúpido. ¿Es que acaso tenía alguna esperanza de salir siquiera de aquel antro? Los Hermanos de la Perla no iban a entrar a la fuerza en el edificio para sacarlo de ahí. Y tampoco tenían pruebas. Dashvara no tenía sables. En definitiva, la situación presentaba, por así decirlo, pocas posibilidades de salir de ahí. Como decía un sabio estepeño: “Cuando el hambre aprieta, se olvidan las demás metas”. Dashvara suspiró silenciosamente. Las venganzas justas están muy bien, Padre, pero los Xalyas tenemos problemas mucho más urgentes por el momento.
Lo imaginaba fulminándolo con la mirada y diciéndole que se devanase los sesos para encontrar una salida. Que se tirase sobre los esclavistas si era necesario. “Entre la esclavitud y la muerte, prefiero la muerte”, había dicho un día, lleno de orgullo. Dashvara opinaba lo mismo… hasta cierto punto. Es decir, hasta el punto en que, llegada la hora de elegir, tenía que tomar una decisión. Vaya, Dash, acabas de descubrir que eres un cobarde. Enhorabuena. Siempre es bueno saberlo. Como dices tú mismo, cuanto más uno se conoce, mejor se soporta y mejor se siente. Venga, asúmelo: eres un cobarde.
Dashvara cerró los ojos. Total, no veía nada. En circunstancias más normales, estaba seguro de que Makarva le hubiera preguntado qué le había pasado durante aquellas últimas semanas. Sin embargo, se notaba que el ánimo estaba bajo e incluso la llegada de Dash no había logrado sacar a los patrullas del aturdimiento. Aun así, tras largos minutos, Makarva rompió el silencio:
—Dash, ¿estás ahí?
Dashvara puso los ojos en blanco.
—¿Y dónde quieres que esté, Mak?
—No lo sé, tal vez te habías ido a por la cantimplora. Noto que tienes la garganta seca.
Una ancha sonrisa surcó el rostro de Dashvara. Obviamente, no había ninguna cantimplora.
—Lo pensé, pero luego me dije: con tanta nube arriba no se ven ni las estrellas. Y pensé: ¿para qué moverme si Mak me la puede traer?
—¡Ja! Puedes esperar tu cantimplora sentado, mentecato.
—Bueno, pues esperaré sentado. Seguro que llega. La esperanza es lo último que se pierde.
—¡Bah! —protestó Makarva con alegría—. Esa expresión es demasiado común, ¿no se te ocurre otra mejor?
—Veamos… ¿“No se deja de esperar lo que se espera si esperando se desespera”?
—Mejor —aprobó Makarva—. Absurdo, pero mejor.
—Sois desesperantes —intervino Lumon.
Se oyeron algunas risitas divertidas. No solían tener esas conversaciones tontas delante del capitán, pero, demonios, la celda rezumaba asfixia y humor negro y lo mejor que se podía hacer era tratar de animar el ambiente. De modo que se pasaron largo tiempo soltándose pullas y bromeando. Los Trillizos se apuntaron, cómo no —esos tres muchachos, primos de Dashvara, habían vuelto locos a los Xalyas del torreón durante toda su infancia y bromeaban más que respiraban. Entre los cinco acabaron fantaseando que jugaban a las katutas. Makarva apuntó a Boron, pero al Plácido, como lo motejaban, no le iba mucho estar jugando sin un tablero delante.
—¡Alégrate, Boron! —exclamó Makarva—. No tengo los dados trucados.
—Aunque los tuvieses, Mak, no veríamos la diferencia —le hizo notar la voz de Miflin.
—Muy astuto, hermano —le dijo una voz burlona—. Yo apuesto mi pelo a que Makarva tiene los dados.
—¿Y tú quién eres, Kodarah o Zamoy? —le replicó Makarva con fina ironía.
—Kodarah, obviamente —mintió Zamoy.
Se oyó un resoplido. El Pelambrudo se quejó:
—¡Yo soy Kodarah! Él es Zamoy. Yo no he apostado nada.
—¿Qué? ¡Me ha robado mi nombre! Yo siempre me llamé Kodarah —se rió Zamoy.
—Está bien, está bien —masculló Dashvara, fingiendo exasperación—. Así no hay quien avance. ¿A quién le toca?
—A ti —soltó Makarva.
—¿Seguro?
—No, pero ya que has hablado, te toca a ti. Te recuerdo que todavía no hemos empezado.
Dashvara iba a hablar cuando Sashava lo cortó con voz malhumorada:
—Dejadlo ya, chicos. Me estáis mareando con vuestros juegos ridículos.
La celda se sumió en un silencio sobrecogido. Sashava no era el capitán, pero era un jefe de patrulla; y aunque solía tener un humor algo sombrío y se exaltaba con facilidad, siempre había llevado a sus hombres con maestría y Dashvara lo admiraba casi tanto como al capitán Zorvun. Ruborizándose, cerró la boca. Todos hemos perdido padres, hermanos o hijos, y Sashava acaba de recordárnoslo con su habitual delicadeza. Como si fuera necesario recordárnoslo…
De pronto, el capitán intervino:
—Déjalos, Sashava. No hacen nada malo. Lo único que están haciendo es disfrutar de la poca libertad que les queda: hablar. Ciertamente —añadió—, también pueden disfrutar de la mejor libertad de todas: pensar.
El capitán Zorvun regresó a su mutismo y los demás ya no se atrevieron a hablar. El silencio se hizo pesado, interrumpido únicamente por el ruido de las cadenas y los carraspeos. Tras un largo, largo rato en el que Dashvara se había puesto a dormitar despierto deseando no pensar en nada más que en la alegría que le producía volver a encontrar a sus compañeros, se oyó el crujido de una llave en la cerradura. Dashvara se sobresaltó y sus nervios se fueron al traste. Sabía que venían a por él. ¿Cogerían a un compañero para torturarlo y forzarlo a cantar? Aun si lo hicieran, no cantaría, se dijo, convencido.
—Es ese —soltó una voz.
Pestañeó, cegado por la luz de la antorcha. Unas manos lo soltaron del aro y lo levantaron. Salió de la celda en un silencio de muerte.
—Esta vez hablarás, amigo —le soltó Paopag, cerrando la puerta—. Y hablarás muy alto, para que te oiga bien.
Dashvara creyó haber tragado una burbuja de aire compacto. Trató de envalentonarse, pero lo consiguió sólo a medias.
Lo empujaron escaleras arriba y lo volvieron a tumbar en la habitación. O al menos lo intentaron porque en ese momento Dashvara forcejeó como un energúmeno. Sabía que era inútil, pero no quería volver a tumbarse ahí. No quería. A veces, cuando el miedo es más fuerte que la razón, se hacen acciones estúpidas y contraproducentes. Finalmente, Paopag le dio un puñetazo en el vientre, lo agarraron entre tres, le desnudaron el pecho y lo encadenaron.
—¿Dónde está el médico? —preguntó Paopag, impaciente.
—Ahí viene —contestó uno con aire cansado.
Tsu apareció ante los ojos de Dashvara. Parecía nervioso. Dejó sus cosas en la mesilla, sacó su estuche negro y se puso tres dedales en cada mano. Acto seguido, se giró hacia los hombres que Dashvara no podía ver, tumbado como estaba con la cabeza casi inmovilizada.
—¿Vais a quedaros? —preguntó el drow.
Paopag contestó:
—Es necesario. Ese maldito Xalya tiene que hablar. Si no habla, ten por seguro que tú también dejarás de poder hablar, drow.
Dashvara advirtió un ligero cambio en el tono oscuro de la piel de Tsu. El drow asintió, sin embargo, relativamente inexpresivo.
—Está bien.
Cuando se acercó a Dashvara, sólo sus ojos expresaban compasión. Pero el sentimiento era inequívoco. ¿Por qué haces algo que te repugna, Tsu? ¿Acaso puede el miedo a la muerte causar tantos estragos en una persona? Dashvara observó los dedales acercarse y notó el frío contacto. Apretó los dientes y le miró a Tsu con desafío. No voy a hablar, le quería decir. Jamás.
Aquella promesa no impidió que gritase todo lo fuerte que puede gritar un hombre. El tiempo se diluyó en su mente, el tormento se hizo constante, su mente empezó a desbaratarse. El médico lo dejó respirar mientras Paopag le hacía una pregunta. Dashvara sabía cuál era, pero prefirió no escucharla. Prefirió no pensar en nada. Tsu suspiró casi imperceptiblemente y siguió.
La tortura, entre los Xalyas, era una práctica que jamás se llevaba a cabo. Si un hombre era un criminal o un traidor, se lo castigaba con la muerte. Si era un bandido, se lo azotaba. Pero no se torturaba a un hombre. No de esa forma.
Dashvara sabía, por Maloven, que en las tierras del sur se torturaba para sacar confesiones. Pero jamás se había imaginado algo como aquello. Cada vez que los dedales lo tocaban, el dolor masacraba su mente, acumulándose en ella como en una habitación retorcida en la que ya no caben más trastos.
Paopag volvió a preguntar varias veces y Dashvara, con los ojos secos y la garganta en fuego, volvió a negarse a contestar. Si tenía que morir, moriría. Total, probablemente le tenían reservado ese destino. Había matado a dos hombres de Arviyag, ¿no? Sus pensamientos se deshilachaban; la muerte estaba cerca, muy cerca. Ya casi podía tocarla. Los sabios decían que la muerte era sólo un sencillo dejar-de-ser. No había que temerla, aunque sí evitarla en la medida de lo posible. Pero lo posible ya había dejado de tener sentido para Dashvara.
—Aumenta uno —soltó Paopag. Su voz vibraba de contrariedad—. Llevamos aquí demasiado tiempo.
Tsu tragó saliva y, por un momento, pareció a punto de protestar. Pero obedeció.
—No puede matarlo, ¿verdad? —preguntó de pronto Paopag, como preocupado.
Tsu meneó la cabeza.
—No lo sé. Depende de la gente.
Tendió las manos… Entonces, Dashvara la vio. La muerte, vacía, inútil, absurda. No tenía sentido morir. Sólo tenía que hablar. Sólo tenía que producir unos sonidos. El mundo es grande y está lleno de gente, se dijo, sin lógica aparente. Además, Rowyn no es tonto. Sabe esconderse. Azune también, ¿eh? Saben lo que hacen… ¿Qué importa lo que diga yo?
No, se dijo. Tenía que seguir teniendo fe en su pluma, por más que soplase el viento. Podía doblegarse, pero jamás caer del todo. Si caía del todo, ¿cómo iba a levantarse? ¿Cómo iba a recoger su Ave Eterna caída en un abismo? Tenía que tener esperanza. Esperanza, se repitió con los ojos desorbitados mientras Tsu posaba firmemente las manos sobre sus hombros. Cruzó su mirada inquieta.
Esperanza, Dash. Tienes que sentirla en tu interior… Esperanza para morir sin avergonzarte. Esperanza, señor de la estepa. ¡ESPERANZA, MALDITA SEA!
Su mente gritó con la fuerza de un ariete. Como si hubiese saltado un pestillo, como si las propias murallas se hubiesen abalanzado hacia su enemigo, derrumbándose contra los golpes, Dashvara rompió a llorar como un niño. Tsu retiró sus manos sin haber hecho nada pero el Xalya casi ni se enteró. Se sentía destrozado y no paraba de jadear en oy'vat:
—No quiero morir… No quiero morir…
Había arriesgado su vida decenas de veces. Contra nadros rojos. Contra salvajes, escama-nefandos, bandidos… Había sido un hombre del Dahars. Un Xalya. Pero, ahora, una terrible certidumbre lo embargaba; la misma que obliga a un hombre a reconocer cuán reducido es su verdadero aguante. El instinto más cruel se había liberado cual un demonio enjaulado y, como un lago de veneno, se había derramado en su mente, viciándolo todo.
—¡Aswur naytar! —aulló, llorando como un alma perdida—. Aas… —se atragantó y gimió—: Aswur naytar.
—¿Qué diablos está diciendo? —preguntó una voz.
—Agua —balbuceó Dashvara entonces en lengua común—. No q-quiero m-morir.
El rostro aliviado de Paopag apareció ante él.
—Drow, tráele agua al muchacho —ordenó. Tsu obedeció y Dashvara bebió, atragantándose—. Bien, Xalya —retomó Paopag con voz suave—. Ahora, vas a hablar, ¿verdad?
Dashvara asintió con la vista nublada por las lágrimas. Y mientras hablaba, una vocecita sardónica en su interior le decía: Confirmado, Dash: eres un cobarde.