Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

25 El proyecto de un mangaplatas

Acurrucados en un rincón del calabozo, mientras los ocupantes hablaban como en un gallinero de no sé qué problemas sociales, el Bailador y yo nos cuchicheamos nuevas. Y así, me enteré de que, cuando Frashluc me había encerrado en su casa, el Bailador había pensado que me habían escachufado, había afufado y, asqueado de la vida —y animado por la karuja—, había acabado por tirarse del Puente de Moralión. Sólo que lo habían rescatado del río los moscas, así que había cantado y les había dicho: el hombre que vive en esa casa es un asesino. Pero ellos ni caso: lo encarcelaron al reconocerlo como a un ladrón en fuga y punto. Y llevaba tres días en el calabozo. Ni siquiera se había enterado de que Frashluc había muerto. Se lo dije yo sin mencionar mi papel en el asunto y el Bailador se quedó en silencio durante un buen rato antes de escupir:

«Ojalá se pudra en los infiernos.»

Mi amigo estaba lívido. Yo aún no podía creer que el Bailador hubiera sido lo suficientemente isturbiao para tirarse del puente. La madre, sí que necesitaba un poco de apoyo. Así que le dije:

«Hey, compadre. Tú no te preocupes. Si te meten a perpetua, yo te saco del Clavel.»

El Bailador no reaccionó más que con una leve mueca escéptica. Me hirió su poca confianza y le sacudí la rodilla.

«¿No me crees?»

«Sí, pero no vas a hacerlo porque yo no quiero,» replicó.

Parpadeé, asombrado.

«¿No quieres? ¿No quieres salir de la cárcel?»

«No. Y, además, por lo que me has contao, esos mangaplatas que has visto, Espabilao, fijo que no te dejan salir a ti tampoco. Vamos a acabar los dos en el Clavel hasta que se nos pudran los huesos ahí dentro. ¿Qué te apuestas?»

Me miró, interrogante. Sus palabras me ensombrecieron y resoplé posando la cabeza contra el muro.

«Isturbiao,» suspiré.

Me crucé con la mirada de un joven bien vestido sentado a nuestro lado y no dije más.

Los protestones, en el calabozo, seguían hablando. Hablaban de la pobreza, de los impuestos, del derecho a la vida… Al oírlos, me quedé escuchándolos con interés.

«… derecho a vivir, ¡todos!» decía una humana rubia con voz ferviente. «Los ricos, los pobres, los tullidos, los enfermos, los perros, los gatos, ¡hasta las hormigas!»

«¿Y los guakos?» intervine en voz alta.

Sentí de pronto ojos girarse hacia mí y lamenté haber abierto la boca. ¿Desde cuándo hablaba yo con esa gente estudiante de buena familia? Pero la rubia dijo:

«¡También, por supuesto! Todos los niños tienen derecho a vivir y todos los adultos tienen la obligación de darles de comer, de educarlos, inculcarles las virtudes y darles un lugar donde dormir. ¿Y es acaso lo que se hace? ¡No! Tenemos aquí la prueba, compañeros.»

Nos señalaba a mí y al Bailador. Me sentí acorralado por tanta atención.

«De haberles asegurado un mínimo de bienestar, estos pobres niños no estarían aquí, en un calabozo. ¡Estarían estudiando, enriqueciéndose para poder crearse un futuro! Pero, tal y como están las cosas, ¿qué futuro les espera ahora, podéis decírmelo?»

Sus compañeros mostraron su acuerdo con gestos y frases. Sus voces llenaban todo el calabozo, pero los moscas, en la sala, no parecían prestarles atención. El Bailador me murmuró:

«¿Lo que nos espera? La perpetua.»

Puse los ojos en blanco y lo empujé, resoplando.

«Anda ya, no seas deprimente. La perpetua, qué fiambres, la perpetua. Te saco de aquí como sea. ¿No has oído lo que ha dicho la rubia? Tienes que estudiar y enriquecerte. Y, en el Clavel, te desgarras las manos con las cuerdas y, mientras tanto, te arrean, te pasean, te burlan y al final decides no pensar y te quedas tonto. ¿O no? Pues eso. A luchar, compadre. Ya verás, yo sé mucho de evasiones.»

El Bailador se encogió de hombros y no contestó. Su apatismo me estaba amoscando. Vale que hacía tres días que no tenía karuja, así que estaba de un humor negro, y lo entendía, pero… así y todo, ¡un poco de ánimo, diablos!

Pasaron las horas y pasó la tarde y la noche. Mi mano derecha volvió a funcionar completamente aunque mi tallo energético seguía en mal estado. Sólo a media mañana los estudiantes fueron liberados con diversas multas o sermones. El estudiante que había estado sentado a nuestro lado, al levantarse, nos echó un vistazo, vaciló y sacó algo de su bolsillo. Me lo tendió diciendo: toma. Lo acepté con sorpresa. Era un bombón. Tras ver al estudiante salir del calabozo, le sacudí al Bailador y le di la golosina entera.

«Embucha, a ver si te callas un poco.»

El Bailador no había abierto la boca desde hacía varias horas. Me echó una ojeada burlona, le dio un mordisco al bombón llevándose la mitad y me dio el resto.

«Bueno,» acepté.

El chocolate estaba delicioso. Incluso mejor que el del viejo Bayl. ¡Y bueno! Finalmente, mucho discurso y mucha revolución, pero resultaba que el único estudiante casi que no había abierto la boca era también el único en haber dado comida a unos guakos. Las palabras eran muy bonitas pero no se comían.

El calabozo estaba ahora tranquilo. Además de nosotros, tan sólo quedaban ahí dos nórdicos que no tenían para pagar la multa ni comprendían bien el drionsano. Estaba, pues, bastante calmado todo y mis padres no aparecían. No me inquietaba. A buen seguro se habían negado a ir a sacarme de ahí. Era comprensible. Al fin y al cabo, ¿qué me debían? Nada. El barbero había querido mandarme al centro juvenil, yo había afufado, y como quien dice me había quedado huérfano otra vez. Por consiguiente, los moscas me condenarían por vagabundo a una luna de cárcel y luego al depósito. Nada, en fin, muy preocupante. Sólo que, hasta que me condenasen, podía pasar una luna lo menos. Eso significaba que hasta el verano no salía. Todo porque Korther me había pedido que hablara a los mangaplatas de ese maldito dragón. Y, para colmo, ni siquiera tenía el amuleto de Azlaria para consolarme un poco con su presencia.

De repente, le di un empujón al Bailador.

«Me estás pegando tu mal humor,» gruñí. «Habla, di algo. ¿No quieres jugar a la morra?»

Mi compadre suspiró y no contestó. Le di otro empellón, resoplando. Nada. Ni una palabra. Me amosqué. Lo agarré y lo sacudí.

«¡Que te fumiguen, Bailador, eres más aburrido que una roca! ¡Espabila!»

Al fin, me respondió con un empujón exasperado. Se lo devolví. Me lo devolvió. Y acabamos rodando por el calabozo, estirándonos de la ropa y dándonos patadas. Fue una alegría para mí, porque por fin veía a mi amigo moverse un poco. Los moscas no nos prestaron gran atención pero los nórdicos, ellos, intervinieron separándonos. Y cualquiera se resistía con lo gigantones que eran. Nos calmamos, nos soltaron y nos sentamos en el mismo banco a jugar a la morra, reconciliados. Creo que los nórdicos no lo entendieron.

Y, bueno, ahí estábamos, haciendo algo de ruido mientras jugábamos pero sin más, cuando el Bailador fijó su mirada en los barrotes y, temiendo que estuviese en una recaída de humor, le pasé la mano con los cinco dedos extendidos delante de los ojos diciendo:

«¡Oh, oh, Bailador! Dije cinco y gano: tienes el puño cerrao. ¡Hey! ¿Qué miras?»

Pero el caso es que, cuando miré a mi vez, jadeé del susto. Ahí, de pie, ante los barrotes, se encontraba un mangaplatas. Un joven elfo mangaplatas que me produjo una impresión muy extraña por todo el cuerpo hasta dejarme el corazón desbocado. Lo conocía. Diablos que sí lo conocía. Me levanté lentamente del banco, boquiabierto, y tartamudeé:

«¿S-señor?»

Era Miroki Fal. ¡No podía creerlo!

«Es él,» confirmó el Mangaplatas, tan fascinado como yo.

«No se me olvida una cara que pinto,» afirmó otro elfo igual de mangaplatas que lo acompañaba. También me sonaba su cara. ¿Lo habría visto la víspera, en el Capitolio? ¡Y pues claro! Era Shudi Fiedman, el pintor y amigo del Mangaplatas, el que me había pintado un retrato el año pasado porque decía que pintar a un niño pobre era una idea original en los tiempos que corrían.

Entonces, Miroki Fal se giró y pensé, abatido: oh, no, fiambres, se va. Pero tan sólo tonó:

«¡Por favor, agente! Sáquelo de aquí unos instantes. Quisiera hablar con él sin estos barrotes.»

Los moscas le hicieron caso enseguida y, bajo la mirada alucinada del Bailador, salí del calabozo. Estaba pensando: ¿me tiro sobre el Mangaplatas y lo abrazo? A lo mejor así se apiadaba y me salvaba de la cárcel. Sin embargo, una extraña timidez me impidió entrar en semejante confianza y fue él el que tuvo que acercarse para observarme mejor.

«Buenos días, muchacho,» me sonrió. «Has crecido.»

Su sonrisa inquisitiva me arrancó a mí una sonrisa esperanzada. Y, como no sabía muy bien qué suplicarle aparte de que no se fuera, me quedé mirándolo con cara expectante. Si había venido a visitarme, ¿no sería sólo para ver que seguía viviendo, verdad? Venía a ayudarme, ¿verdad? Miroki Fal marcó una breve pausa antes de retomar:

«No vas a tardar en salir de aquí, tranquilo. Tus padres me han contado un poco tus problemas. Y he pensado en una solución.»

Sus últimas palabras me transformaron la expresión y, para que el Mangaplatas no adivinara mi alarma, bajé la mirada al suelo. Diablos. ¡Así que Miroki Fal había hablado con mis padres! A buen seguro le habían contado todo lo que sabían sobre mí. Demasiado para que Miroki Fal pudiera verme como a un niño cándido e inocente. Pregunté:

«¿Qué solución?»

Miroki Fal le echó una ojeada a Shudi antes de declarar con calma:

«Estoy financiando un proyecto educativo y he decidido lanzar una campaña de caridad para crear una residencia moderna para niños como tú. Tendrás techo, comida y educación. ¿Qué te parece? Tus padres han mostrado su acuerdo para que seas acogido. Les he dejado una suma de dinero en agradecimiento a tus servicios. De la que podrás disponer a tu mayoría de edad. Mientras tanto, no te faltará de nada.»

«Mientras te portes bien,» apuntó Shudi, burlón. Y, para su amigo, añadió en voz baja: «Tú y tus proyectos… Tu padre acabará cortándote el grifo.»

«Que me lo corte,» replicó Miroki. «Técnicamente, es mi dinero.»

«Según la ley, lo será cuando tengas veinticinco años,» se mofó el pintor.

Yo los miraba alternadamente, anonadado. El Mangaplatas me había dado dinero… ¿para mí? ¿Y me quería mandar a una escuela?

«¿Niños como yo?» dije entonces. «¿Guakos, señor? ¿Es una casa para guakos? ¿Eso existe?»

Miroki sonrió.

«Ahora, sí.»

No sabía si alegrarme o asustarme ante la idea.

«¿Es una cárcel?» pregunté.

Miroki Fal hizo una mueca.

«No,» aseguró. «Pero hay normas que acatar. No podrás salir así como así.»

Mi aprensión y mi desconfianza debieron de aflorar en mi rostro porque lo vi fruncir el ceño, molesto.

«Te aseguro que es lo mejor que te puede pasar.» Marcó una pausa como si esperase que yo comentara algo, ¿tal vez que le diera las gracias? Entonces, agregó: «Visitaré el lugar dentro de unas semanas. Te lo prometo. Hasta entonces, espero que honres mi confianza y animes a otros niños desamparados a formar parte de este proyecto. Buenas tardes.»

Lo vi alejarse y reaccioné dando un bote y cortándole el paso.

«¡Señor! Ese guako, ¿lo ve? El del calabozo. Ese guako es amigo mío. Lo quieren meter a perpetua, pero él no se lo merece. ¿Puede hacer algo por él? Por favor.»

Miroki Fal miró al Bailador, sentado en el banco, carraspeó y dijo:

«Haré lo que esté en mis manos, pequeño. Pero no puedo prometerte nada.»

Tragué saliva bajo su mirada, que me pareció decir: me has salvado la vida pero, hey, conténtate con lo que te doy, no seas pedigüeño. ¡Ja! Pues no había peores pedigüeños que los guakos, pero un buen guako sabía cuándo pedir y cuándo dejar en paz. Así que asentí y me aparté diciendo:

«Gracias, señor. Oye, ¿se va a casar, verdad?»

El Mangaplatas sonrió esta vez con total sinceridad.

«Sí. La señorita Lésabeth y yo vamos a casarnos.»

Sonreí anchamente.

«¡Lo sabía!»

Los dos mangaplatas intercambiaron leves sonrisas y, mientras ellos salían de la comisaría a buen paso, los moscas volvieron a meterme en el calabozo.

Una residencia para guakos, suspiré, sentándome otra vez en el banco. Caray. Eso sonaba muy parecido a lo del centro juvenil. Y me imaginaba ya encerrado en una sala llena de barrotes, con la mano izquierda ensangrentada por las cuerdas alquitranadas de cáñamo…

Mientras le contaba al Bailador quién era ese mangaplatas que me acababa de visitar y le daba esperanzas, la aprensión se hizo cada vez más fuerte.

«¿Crees que ese mangaplatas me va a mandar a una cárcel?» le murmuré al Bailador.

Mi amigo resopló, encogiéndose de hombros como si ya nada lo impresionase ni lo preocupase.

«Bah. Es posible. Pero no te ha mentido: tendrás techo, comida y educación. Sopas aguadas. Oraciones el Día-Sagrado y alguna tunda educativa…» Se carcajeó cuando le di un empellón de protesta. «¿Qué pasa, Espabilao? No te amosques. Si tú mismo dices que eres el rey de las evasiones, así que no te costará afufar, ¿no?»

Se burlaba de mí. Lo fulminé con la mirada. Y dije:

«No me marees.»

El Bailador sonreía, meneando la cabeza. Parecía ver la vida con una distancia que me asustaba. En ese momento, no sé por qué, lo volví a ver en mi mente hincando la daga en el cuello del Bravo Negro y… dejé escapar un largo y apesadumbrado suspiro. Estos pobres niños, había dicho la estudiante rubia. Sí, ¡estos pobres niños asesinos! Y, sin embargo, quienes habían muerto por nuestra culpa habían sido miserables canallas criminales. Pero no dejaba de sentirme menos sucio por ello. Estaba harto de la vida de guako, de sus peligros, del hambre, del abandono. Cuanto más pensaba, más me daba cuenta de que mis aspiraciones de encontrar una vida mejor no dejarían de ser otra cosa que sueños. Así que, si el Mangaplatas me proponía sacarme del abismo, ¿iba a escabullirme yo? Y un cuerno. No. Me llevaría a toda la guakería a esa residencia y ahí nos haríamos guakos honraos y encima educaos. Y como el Mangaplatas se hubiera atrevido a engañarme… afufaría y me iría de Arkolda.

Con esa decisión bien firme en mente, le solté al Bailador con entusiasmo:

«¡Cata que nos vamos a hacer guakos mangaplatas!»

* * *

No me sacaron tan rápidamente de entre los barrotes. Primero, un mosca quiso volver a interrogarme sobre lo del dragón e intentó sacarme información sobre los Daganegras. No lo consiguió ni regalándome golosinas. Si hubiesen sido listos, me habrían dado pasablanca o radrasia celeste y a saber lo que habría cantado entonces. Pero nada, para asombro mío, ni me arrearon un solo guantazo. Lo malo fue que, cuando regresé al calabozo, no vi al Bailador. Pregunté por él, no me contestaron y mi ánimo, ya bastante bajo por el interrogatorio, sufrió un duro golpe.

El cielo ya se oscurecía cuando un mosca se acercó al calabozo animado y llamó:

«¡Ashig Malaxalra!»

Me quedé inmóvil. ¿Cómo que Ashig Malaxalra?

«Hey, tú, muchacho, acércate ya,» insistió el mosca.

Suspiré, me acerqué, la reja se abrió y salí. ¿Sería para otro interrogatorio?

Agotado de sueño, mis ojos no vieron enseguida a la silueta que se encontraba en la puerta, como esperando algo. Pestañeé. El mosca me empujó ni brusca ni suavemente hacia la salida, se me hinchó el alma de esperanza y pregunté:

«¿Soy libre?»

Fue entonces cuando reconocí a la silueta y mi alma se me deshinchó ante la mirada del barbero. Me detuve ante él, a cierta distancia. Mi padre dijo un «gracias» al mosca, se adelantó y posó la mano sobre mi pescuezo para guiarme afuera sin una palabra. Hacía… ¿cuánto? ¿dos lunas que no lo veía? Su expresión me pareció menos terrible de lo que recordaba.

Afuera, el cielo, ya libre de ceniza, se pintarrajeaba de rojo en el atardecer. Soplaba un viento del norte y no hacía especialmente calor. Me estremecí bajo una ráfaga y me paré cuando lo hizo mi padre. ¿Adónde me llevaba? ¿A la barbería? Para sorpresa mía, el barbero llamó a un cochero y le dijo:

«A la Cárcel del Molino, por favor.»

Aquello me heló la sangre en las venas. ¿Había dicho a la Cárcel del Molino? Me tensé y el barbero tuvo literalmente que levantarme en vilo para instalarme en el carruaje. No me resistí, pero tampoco le puse la cosa fácil. Mientras el cochero arreaba el caballo, yo me quedé sentado, con la mirada fija en el cielo, contemplando cómo este se hacía cada vez más azul oscuro. Recordé un atardecer que había admirado con mi maestro, hacía tiempo. ¡Qué hermoso había sido, y qué serenidad había sentido entonces! Llevaba sin embargo más de media luna sin ver casi el cielo, limpiando túneles, enseñando nigromancia, pudriéndome en un calabozo… Y ahora mi padre me mandaba a la Cárcel del Molino para que siguiera pudriéndome. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Las rechacé. Y me dije que finalmente el Bailador tenía razón: mejor era reírse del miserable destino de los guakos.

Estábamos ya bajando por la Avenida de Tármil cuando mi padre rompió el silencio.

«Muchacho. Quería agradecerte lo que hiciste por Sarova. Tu hermano no nos lo contó todo, me temo, pero puedo imaginármelo.»

Marcó una pausa. Le dediqué una mueca escéptica. ¿En serio podía imaginárselo? Se me ocurrieron varias réplicas desagradables y me dije: mejor no abro la boca. El barbero me observaba con atención. Y desconfianza. No se fiaba de mí. Pensaba tal vez que me iba a afufar. Y, en verdad, ¿por qué no? Extrañamente no habían enviado conmigo a ningún mosca para vigilarme. Sólo al barbero. Bastaba con pegarle una descarga a este, saltar abajo del carruaje y salir corriendo. Fácil, ¿verdad?

«Sólo quiero lo mejor para ti,» retomó mi padre en voz baja y profunda. «No puedes vivir en la barbería ahora. Tienes que aprender a comportarte. A dejar las malas manías. A ser un buen chico, ¿eh? Confía en mí de una vez por todas, hijo. O acabarás muy mal.»

Sus palabras me dejaron a la vez confuso, avergonzado e incrédulo. Que quería lo mejor para mí. Corriente: me mandaba a la cárcel. Ese era el mejor lugar para mí. Lo asumí. No era un buen chico. Eso también lo asumí. Y que confiara en el barbero… eso quise asumirlo, pero no podía. Quería estallar. Quería decirle a mi padre: seré bueno, haré todo lo que usted me diga… Pero esa etapa ya había pasado y no había cumplido con mi palabra. El barbero, pues, como padre, tenía todo el derecho a meterme en la cárcel por mal hijo. Pero ¿y la casa de guakos prometida por Miroki Fal? ¿Qué pasaba con eso? ¿Acaso me habían mentido para burlarse de mí? No tenía sentido, pero en ese momento nada tenía sentido.

Rebusqué maquinalmente en mi bolsillo en busca de mi bastoncillo de rodaria. No lo encontré. Claro, se lo había dado a Rogan para que me lo guardase. Así como el amuleto de Azlaria. Me crucé pues de brazos, intentando tranquilizarme y disimular mi nerviosismo.

El barbero no dijo nada más. Esperaba tal vez una reacción de mi parte. Bueno, pues, la tenía: me pasé el resto del trayecto quieto, con la mirada en el vacío y el corazón ahogado.

La Cárcel del Molino se encontraba en una isla, entre un canal y el río de Éstergat. Cruzamos un puentecillo y llegábamos ante el infame edificio de piedra envuelto ya en las sombras de la noche cuando rompí el silencio diciendo:

«¿Es verdad que Miroki Fal me ha dado dinero?»

Saqué al barbero de profundos pensamientos, creo, porque lo vi sobresaltarse levemente.

«Sí,» dijo al fin. «Nos contó que le salvaste la vida. Fue generoso. Tranquilo, ese dinero lo usaremos únicamente para ti.»

Hice una mueca y negué bruscamente con la cabeza.

«No. Es vuestro. No lo quiero. Déselo a Samfen. Él quiere ser alfarero. Yo quiero morir.»

Por un segundo, el barbero no reaccionó. Entonces, me agarró violentamente del brazo.

«Idiota. ¿Pero te das cuenta de lo que estás diciendo? Tienes dos brazos, dos piernas, no naciste tonto, ¿y quieres morir? ¿Lo dices para que te dé un guantazo? ¿Eso es lo que quieres?»

«¡Sí!» repliqué con vivacidad.

Me llevé el guantazo. Entonces, el cochero carraspeó.

«La Cárcel del Molino, señor,» anunció.

El barbero me fulminó con la mirada durante un instante antes de agarrarme y hacerme bajar del carruaje. Pagó al cochero sin soltarme. Yo me quedé tenso, como preparándome a una tunda, pero cuando el carruaje se alejó, el barbero no continuó con su sermón. Me condujo directo a la puerta iluminada de la Cárcel del Molino diciendo:

«Me tienes frito, muchacho. Frito.»

Como Korther, pensé. Le tenía frito a todo el mundo, al parecer, salvo a los compadres. Ellos me querían bien. Eran los únicos que me querían bien. Y, sin embargo, pese a las ganas que tenía de afufar, seguí a mi padre hasta la cárcel. Llegamos ante la puerta iluminada y… el barbero siguió sin detenerse. Aquello me dejó anonadado. ¿Acaso me llevaba a otra entrada?

Pues no parecía, porque en ese momento cruzamos la calle. Mi confusión fue creciendo y creciendo hasta que, finalmente, tras cruzar una plaza oscura junto al río, el barbero se detuvo ante uno de los edificios en la orilla, giró la cabeza como para orientarse y, al cabo, asintió para sí y nos metimos en un patio invadido por las sombras. Como si las hubiesen llamado, salieron dos siluetas de una puerta y saludaron.

«Buenas noches, señor… ¿Malaxalra, verdad?»

«Así es,» confirmó mi padre.

«¿Y este es el joven Ashig, supongo? Perfecto. Le agradecemos que lo haya traído, señor, y le agradecemos su confianza. Cuidaremos de él como de todos los niños de esta institución.»

Una mano desconocida me cogió del hombro, sin brusquedad pero con firmeza.

«Por aquí, jovencito.»

Inspiré hondo mientras seguía a mi nuevo guía y supervisor. Giré la cabeza hacia mi padre. Pero, con las sombras nocturnas, no pude ver su rostro. Quizá estuviera preguntándose: ¿dónde estará este muchacho dentro de un año, qué digo, dentro de una luna, una semana? Suspiré. Ni yo era capaz de contestar a semejante pregunta…

«¡Esperad!» dijo de pronto el barbero. «Esperad. Ashig. Dime. Ya sé que tu cumpleaños es sólo dentro de dos lunas pero… ¿te apetecería que te trajera algo? Algo razonable.»

La propuesta me dejó emocionado. ¡Un regalo! ¡El barbero quería hacerme un regalo! Me dio al cabo la sensación de que tardaba tanto en contestar que temí que el barbero fuera a marcharse sin mi respuesta y dije al fin con fervor:

«¡Un balón! Uno que rebote. ¿Va?» pregunté, temeroso de que no fuera razonable.

Creí adivinar la sonrisa de mi padre entre las sombras.

«Lo tendrás,» aseguró. «Cuídate.»

Asentí, lleno de esperanza, y, finalmente, me dejé arrastrar hacia las tinieblas de la institución moderna de Miroki Fal.