Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

24 Testimonio

Korther no me dio más explicaciones antes de pedirme que lo siguiera escaleras abajo. Tras dedicarles una mueca tranquilizadora a mis compadres, salí tras él. Tan sólo se oía el ruido de las botas contra los peldaños. Llegados al segundo piso, el cap murmuró unas órdenes a sus compañeros y me señaló una puerta entornada. Entré. Era una especie de despacho, más bien vacío. Tras unos instantes, Korther entró a su vez, solo. Y me tendió un frasco.

«Tómate esto de un trago, te sentará de maravilla.»

Como lo miraba, suspenso, insistió, impaciente:

«Hazlo.»

Acepté el frasco y me lo llevé a los labios. Le miré al cap a los ojos y me dije: confía, Mor-eldal, si hubiese querido matarte te habría podido hincar el puñal. Apuré el frasco. Sabía a demonios. Me dio arcadas y estuve a punto de vomitar, pero Korther me ayudó a controlarme tendiéndome un vaso de agua. ¡Agua! Lo bebí entero, con avidez. Y volví a servirme solo con el jarrón para apurar otro. Cuando dejé el vaso vacío, me sentí de pronto mareado. Titubeé, tanteé y Korther me ayudó a encontrar la silla.

«Así. Tranquilo, el mareo pasa rápido,» me dijo. «Supongo que ya adivinarás lo que era. Algunos la llaman poción de anti-magia. Ha inhibido casi por completo tu tallo energético y, en teoría, ahora eres incapaz de modular ningún sortilegio, y para un buen rato.» Echó una mirada a mi mano derecha inánime y asintió para sí antes de sonreírme. «Por lo visto, funciona.»

Le devolví una mirada horrorizada, la bajé hacia mi mano inmóvil y la apreté con la izquierda, temblorosa. No sentía nada de nada. Ni una pizca de energía mórtica. Y Korther seguía sonriendo, divertido. Me había dejado indefenso y tullido ¡y el condenao sonreía! No despegué los labios. De haberlo hecho, probablemente me habría salido un articulado «la madre que te trajo, isturbiao». Pero me tragué el malhumor. Korther se sentó del otro lado del escritorio y posó ambas manos sobre este haciendo girar sus pulgares.

«No debes preocuparte por tu secreto,» declaró. «El Lobo Blanco jamás se atreverá a decir a nadie que su antiguo cap tenía tratos con alguien como tú y lo he convencido de que no habías sido capaz de matar a Frashluc con tus artes. Darys, el hijo, no sabe que estabas ahí, encerrado en su misma casa y, de todas formas, ese hombre ha perdido todo apoyo y no llevará a cabo nunca nada con sus propias manos. El nieto cree que fue un accidente o al menos eso es lo que le ha contado a mi hija. En conclusión, nadie te achaca nada, rapaz. Únicamente, tal vez, los Daganegras.»

Abrí la boca. La cerré. Tragué saliva. Y pregunté:

«¿Quién es el Lobo Blanco?»

Korther carraspeó, divertido.

«Jarvik, el Albino, el Lobo Blanco, el segundo de Frashluc. El nuevo gran cap de los Gatos. No es mala persona y, por eso mismo, no creo que reciba tanto apoyo como su antecesor. En fin, ya se verá. Ahora, rapaz, vas a escuchar bien lo que te voy a decir.»

Se inclinó sobre la mesa para acercar su rostro al mío, me evaluó con la mirada y, al fin, soltó con viveza:

«Draen Hílemplert, Ashig Malaxalra, Mor-eldal o como quieras que te llame: me tienes frito. Tan pronto como haces algo loable, al día siguiente, qué digo, al minuto siguiente, consigues hacer que desee romper mis votos de ladrón pacífico y me das ganas de mandarte al infierno.» Marcó una pausa terrible. «Y, sin embargo,» retomó, «eres buen alumno, no eres mala persona, tus intenciones siempre son buenas, eres, creo, simplemente un acelerado. Y los acelerados nunca hacen buenos ladrones. Por consiguiente, te aconsejo que abandones tu profesión y que me entregues esa llave mágica que te dejó el vampiro.»

Tendió una mano, significándome que lo que pedía era más que un consejo. Me humedecí los labios.

«No sé de qué me habla, señor.»

Korther estampó el puño contra la mesa y me estremecí levemente pero no despegué los ojos de su rostro alargado de elfocano.

«Este tipo de reacción es lo que me revienta en ti, rapaz,» me siseó. «Entre otras cosas.»

Apreté los dientes.

«Sé que tienes esa mágara, y podría quitártela a la fuerza,» me hizo notar Korther.

Lo fulminé con la mirada. Me sentía malherido por sus palabras y, al mismo tiempo, triste, irritado y con unas incomprensibles ganas de que Korther se enfadara conmigo.

«Pues hágalo. Venga. Busque. A ver si lo encuentra,» lo reté.

Korther no se hizo de rogar. Se levantó, fue hasta la puerta y pidió a otro Daganegra que me cacheara. Porque, claro, él era demasiado mangaplatas para rebajarse a semejantes tareas. Lo vi enarcar las cejas cuando descubrió los cerca de quince siatos que llevaba, no se inmutó cuando vio el bastoncillo de rodaria y asintió para sí cuando el Daganegra intentó quitarme los collares y yo me arredré.

«Tú lo has querido, rapaz.»

E hizo un ademán. El Daganegra me agarró y, teniendo una mano inútil, mal lo tuve para impedirle que me robara mis colgantes.

«Gracias, Devon. Puedes salir,» dijo Korther a su compañero.

El Daganegra se fue comentando tan sólo un:

«Bonita suma.»

Cuando la puerta se cerró y nos quedamos a solas otra vez, Korther examinó el amuleto de Azlaria con curiosidad y luego el collar de música. Alzó un índice y sonrió.

«Ah.»

Sacudió los tubos de la pequeña zampoña y finalmente descubrió el clavo. Y la llave mágica de Arik. Pegado al muro, no reaccioné hasta que tocó esta. Entonces, protesté:

«Arik me la regaló. Es mía.»

Korther no contestó. Rodeó el despacho, volvió a sentarse y se dedicó a examinar tanto la vara mágica como el amuleto de Azlaria. El silencio se alargó. El cap parecía haberse olvidado del trabajo que quería darme. ¿No iría a robarme también el amuleto de Azlaria, verdad? Porque si lo hacía, si lo hacía… Si lo hacía, ¿qué? Yo no podía hacer nada. Era un maldito guako asesino y acelerao, nada más.

Me dolía tanto el estómago que tuve que sentarme en el suelo y hundí el rostro entre mis rodillas, ahogando mi pena. Estuve así un buen rato, silencioso casi por completo. Korther no me dijo nada. Debía de estar frito también de mis lloriqueos. Sin duda le interesaban más las mágaras que examinaba que esa criatura cobriza y desconsolada acurrucada en un rincón del despacho.

Y sin embargo, me dije, sin embargo, había pensado que podía hacer un trabajo para él.

Tras otro silencio en el que fui calmándome, me limpié los ojos, alcé la vista y vi a Korther muy concentrado aún en el amuleto de Azlaria. Me levanté y fui a sentarme en la silla ante él antes de decir:

«Me lo regaló mi maestro.»

Korther abrió los ojos, me observó y sonrió levemente.

«Y supongo que también es tuyo, entonces.»

Le sostuve la mirada pero no contesté. Korther hizo una mueca pensativa y me tendió el amuleto de Azlaria así como el collar de música y los demás collares: el del hueso de ferilompardo y otro que me había hecho con una simple cuerda y unas cáscaras de avellana. Tras una vacilación, volví a ponérmelos todos. No tendí la mano hacia la llave mágica ni hacia el clavo de hierro. No me atreví. Ni tampoco hacia la pequeña montaña de monedas que había espiantado en la tienda de ropa. En cambio, sí que recuperé mi bastoncillo de rodaria y, pese a que estaba bastante comido ya, me metí una extremidad en la boca para mascarlo una, dos, tres veces, antes de sentir que el hambre amainaba un poco. Entonces, guardé el bastoncillo y dije:

«Lo siento rabiosamente, Korther. Yo quiero ayudarle. Juro que es verdad. Apañé la Solancia. Y lo hice bien, ¿verdad? Sólo tiene que decirme lo que tengo que hacer. Y lo haré bien.»

Callé mientras Korther meneaba la cabeza.

«No, rapaz. Has ido demasiado lejos. Y no creo que esta vida de ladrones te convenga. Acabarías muerto antes de tiempo. Y eso sería una lástima.»

Bajé la mirada para no mostrar mi desilusión. ¿Que no me convenía la vida de ladrón? Y bueno, ¿cuál me convenía entonces? ¿La de estar encerrado en un centro juvenil durante años sin mis compadres? Para eso antes me marchaba de Éstergat con mis comparsas, el Lobito y Rogan y nos íbamos, qué sé yo, ¡a Veliria, a Kitra, al valle, a las Comunidades de Éshingra a ver a mi maestro, a navegar por el océano!

Korther interrumpió mi arranque interior.

«Sin embargo, te daré un último trabajo, rapaz.»

Alcé la vista, atento, y le puse cara como diciendo: haré cualquier cosa para que no piense que soy un traidor. Bueno, traidor lo era, pero para que no pensase que era un traidor malo. ¿Existían los traidores buenos? Vaya, bueno, qué sabía yo…

Korther volvió a interrumpir mis reflexiones diciendo:

«Dentro de un par de horas, a la una de la tarde, un hombre vestido de rojo, con el uniforme de la guardia nacional, saldrá del Capitolio. Irás con él y lo seguirás allá donde te guíe. Te hará entrar en una sala donde encontrarás a uno o varios señores, o damas,» apuntó. «Y les dirás esto, rapaz: he visto a un dragón de tierra. ¿Crees que eres capaz de hacerlo?»

Fruncí el ceño bajo su mirada levemente burlona.

«Natural,» dije. «Pero… ¿qué tengo que robar?»

Korther puso los ojos en blanco.

«Nada. Absolutamente nada. Si robas algo, mando que te corten la mano, rapaz. La derecha. Lo único que tienes que hacer es contarles que ha sido el dragón de tierra el que ha abierto realmente el túnel hacia los Subterráneos. No los Daganegras. No los de Yadibia. El dragón de tierra. Parece estúpido, así, pero es importante. Te interrogarán sobre lo que has visto y tú se lo contarás. Si son lo bastante listos, no te harán preguntas sobre los Daganegras. Si lo hacen, dices que no sabes nada. Y, ciertamente, apuesto mil siatos a que ellos saben más que tú. Entonces, ¿lo harás?»

El trabajo me resultó a la vez decepcionante y preocupante. Y es que, fiambres, yo esperaba tener la oportunidad de demostrarle a Korther que era capaz de ser un buen Daganegra. E iba él y me daba un simple trabajo de testigo y mensajero. Fiambres. Asentí.

«Sí,» dije con desgana. «Está chupao.»

Korther sonrió.

«No tanto, puesto que tú eres el único que ha visto ese dragón. Y, gracias a ti, puede que Arkolda y Yadibia comiencen sus relaciones diplomáticas con buen pie,» anunció, levantándose. «Todo por el testimonio de un Superviviente. ¿Qué te parece ahora el trabajo? Quitándome a mí, te he dado cita con las personas más influyentes de Éstergat, rapaz.»

Sus palabras y su expresión bromista me arrancaron una sonrisa. Me levanté a mi vez.

«Les diré todo lo que sé sobre el dragón. Palabra de Gato guako.»

Korther asintió, satisfecho, y entonces frunció el entrecejo.

«Estupendo, pero no les sueltes mentiras a esos ‘mangaplatas’ para alardear, ¿eh?»

Hice una mueca como si me hubiese pillado con las manos en la masa.

«No, señor. Oye, señor.»

«¿Qué?»

«¿Puedo…? Quiero decir, ¿mis compadres son libres, verdad? ¿Y Arik también?»

Korther pareció meditarlo un poco antes de afirmar:

«Ese vampiro… no debería quedarse en Éstergat. Pero, haga lo que haga, necesitará ayuda. Y estoy dispuesto a proporcionársela. Díselo. Dile que es libre. Pero que, si lo desea, puede quedarse aquí.»

Agrandé los ojos, anonadado.

«¿Quiere hacer de él un Daganegra?»

Traté de tragarme la envidia, en vano. Caray, ¿por qué Arik iba a poder ser Daganegra y no yo? Korther me observó con cierta burla.

«Es una propuesta, nada más. A ti, en cambio, te recomiendo que antes de ir al Capitolio, dejes el collar de tu maestro a uno de tus amigos. Ahí te registran sí o sí. Y yo que tú dejaría la rodaria también. Da… er… mala impresión. Ciertamente, deberías dejarla para siempre.»

Asentí y puse cara de disculpa.

«Es que a veces hace hambre.»

Korther sonrió, tal vez por la manera con que me quejaba. Agarró varias monedas y me las tendió.

«Supongo que eso lo arreglará. No te doy el resto, porque para que lo gastes en rodaria no merece la pena. Tal vez desees que te dé otro consejo antes de que te vayas para siempre, rapaz.»

El «para siempre» me provocó un profundo malestar y lo miré como si el cap Daganegra me estuviera abandonando en medio de un bosque desconocido.

«¿Qué consejo?» pregunté, muy atento.

Korther se detuvo ante mí, echó un vistazo a mi mano aún inútil y dijo:

«Piensa antes de actuar. Te ahorrará muchos problemas.»

Hizo un ademán tranquilo hacia la puerta, para invitarme a salir. Di unos pasos hacia ella, molesto, buscando frenéticamente una respuesta. Al cabo, contesté:

«Mi maestro también me lo decía. Pero no funciona.»

Korther sonrió y sus ojos de diablo destellaron.

«El consejo no funciona solo si no lo aplicas, rapaz. Buena suerte y no vuelvas.»

Vaya. Había dicho una carababhuesada. ¿Iba a irme así, dejándole una imagen de guako escalufniao? Ya estaba tendiendo la mano hacia el pomo de la puerta cuando volví sobre mis pasos y dije:

«Señor, ¿a usted le gusta la música?»

Korther parpadeó, suspenso.

«¿A quién no?» replicó.

Me mordí el labio, esperanzado.

«Bueno. Pues le digo. Si usted quiere que le cante algo, algún día, cuando sea, voy y se lo canto. La gente dice que berreo bien. Es lo único que sé hacer. Conozco un montón de canciones. Hasta le dejé impresionao a Yarras, y mira que ese se sabe muchas porque no hace más que el gandul…»

Callé. Korther había hundido sus manos en los bolsillos, sumamente divertido.

«Me lo pensaré, rapaz,» aseguró. «Deberías ir para payaso de feria, ¿sabes? Sin ánimo de ofenderte. Y, ahora, ahueca el ala y no olvides: a la una, delante del Capitolio. Para que no llegues tarde, Devon te guiará hasta ahí.»

Abrió él mismo la puerta y añadió:

«Por cierto, la capa. Quítatela. Es de Lowen y lleva sus iniciales. No quiero que metas en más líos al muchacho. Y ahora ve a recuperar a tus amigos y… ¡Devon! Haz que no se salte la cita.»

El Daganegra que guardaba la puerta asintió y yo me alejé escaleras arriba a toda prisa con ganas de salvar a mis compadres de aquel maldito cuarto. Llegaba al cuarto piso cuando oí la voz de Korther que hablaba con Devon abajo. Suspiré, convencido de que Korther me tenía por guako isturbiao. Bueno, al menos, había reconocido que lo que había hecho lo había hecho con buenas intenciones. Ya era algo.

Pero no dejaba de sentirme triste por haber sido expulsado de la cofradía. Suspiré otra vez, me encogí de hombros y pensé que no se podía tener a varios caps y que ya tenía bastante con el Raudo. Entonces, quité la tranca con la mano izquierda, abrí la puerta y clamé alegremente:

«¡Compadres, somos libres!»

* * *

Korther tenía razón: no me dejaron entrar a ver a los señores y señoras de la cita sin registrarme antes todo entero. Pese a todo, cuando me vieron aparecer por la lujosa sala, los mangaplatas no pudieron evitar hacer comentarios burlones. ¿Un niño? ¿Los Daganegras nos envían a un niño como testigo? ¡Admirable!, decía uno. ¡Qué descaro!, decía otro. Y vaya, yo le había dicho a Korther que mi trabajo estaba chupao, pero ahora ya no me lo parecía tanto. No ante la mirada de la decena de mangaplatas que me observaba, algunos con irritada decepción, otros con burla, otros con misericordia. Una señora con un gran vestido rojo y un rostro muy bonito se acercó y tendió una mano. Me tensé, estremecido, pero ella tan sólo tocó suavemente mi mejilla.

«Pequeño. Has venido a contarnos algo, ¿verdad?»

Sentí una vibración energética y di un respingo. Una maga. Diablos, ¡era una maga! Y pues claro, me dije. La conocía. Era la Maga Suprema del Conservatorio. La había visto más de una vez recorriendo los pasillos de ese gran bastión mientras yo erraba sin objetivo o entregaba mensajes de Miroki Fal. La miré a los ojos —unos ojos negros que me turbaron casi tanto como los de la Azulada— y asentí con la cabeza. El corazón me latía a toda prisa. Mi instinto me decía: ¡corre, afufa, estás delante de unos mangaplatas poderosos que van aplastarte!

Pero había dado mi palabra a Korther. Así que inspiré hondo y solté:

«He visto a un dragón de tierra. Él abrió el túnel hacia los Subterráneos.»

Mi afirmación generó una oleada de comentarios. Ahora nadie me hacía caso. No, sí. La Maga Suprema seguía mirándome. Alzó de nuevo la mano e hice esfuerzos para no arredrarme. Me tocó la frente y sentí energía. ¿Bréjica? Tal vez.

«Cuenta más sobre ese dragón,» me ordenó.

Enseguida, las conversaciones se apagaron y las miradas volvieron a focalizarse en mí. Traté de calmarme, tragué saliva y conté:

«Se avino cuando yo estaba al fondo del túnel, sornando. Empezó a moverse todo y caerse las rocas. Se me escacharró la linterna y por poco me escachufo. Y lo vi.»

«¿Al dragón? ¿Y qué hizo?» me animó la maga.

«Abrió la boca, cogió una roca y cerró con sus dientes y la embuchó,» conté. «Y luego se marchó.»

«¿Cuándo fue eso?»

Calculé y dije:

«Hace una luna.»

De hecho, hacía una luna exactamente: ya estábamos a cuarto Día-Bondad de Pajas.

«¿Cómo viste al dragón si la linterna se rompió?» interrogó otro mangaplatas.

Fruncí el ceño. Caray. Es verdad, ¿cómo lo había visto? Entonces, gracias a los espíritus, recordé.

«Fueron los insectos,» expliqué. «Tenía un montón de insectos de luz sobre sus escamas. Eran amarillas. Las escamas. Bueno, amarillo pero embarrao. Y olía que apestaba, como la ceniza del cielo, pero en peor.» Callé y miré a la maga, preocupado. «No sé más.»

Aún sentía su mano fría sobre mi frente. Ahora casi casi me reconfortaba, porque me decía: la celmista conoce un sortilegio para saber si lo que digo es verdad, así verá que no miento. Aunque no estaba muy seguro de ello: aún recordaba cómo Frashluc me había tomado el pelo con su amuleto de la verdad. Sin embargo… ahora no estaba ante Frashluc sino ante la Maga Suprema de Arkolda.

«¿Y qué dirección tomó?» preguntó una voz. «¿Hacia arriba o hacia abajo?»

Busqué a la persona que había hablado, no la encontré pero puse cara de no saber.

«Hacia… hacia la derecha. Creo. No lo sé. Cuando se movió, no pude verlo más.»

«¿No fuiste a ver?» se extrañó otro.

«¿A ver?» repetí. «No. No podía ver. Se me cayeron las rocas encima. Quedé atrapao. Los ancestros me ayudaron, que si no me habría quedado sepultao.»

«Los Daganegras, querrás decir,» carraspeó uno, creo que un diputado —su cara me sonaba de los periódicos.

Le devolví una mirada como diciendo: a eso no contesto. Lo vi suspirar y acercarse con su bastón diciendo:

«Según la nota que nos hizo pasar ese… Korther, no perteneces a la cofradía. ¿Es eso cierto?»

Apreté los labios. Fiambres. Meneé la cabeza.

«No perteneces a la cofradía,» insistió el diputado.

«No, señor,» confirmé al fin con cierta melancolía.

«Mm. Entonces, ¿qué hacías metido en ese túnel?» Guardé silencio. Retomó: «¿Por qué Korther anda tan empeñado en que no echemos la culpa a los de Yadibia de que nos hayan abierto un túnel hacia los Subterráneos en plena ciudad?»

Esa pregunta parecía casi hacérsela más a los demás que a mí. Sin embargo, esta vez sí que rompí el silencio diciendo:

«Fue el dragón el que abrió el túnel. Él lo abrió de verdad.»

El diputado intercambió una mirada con la Maga Suprema y asintió.

«Te creo. Aunque no es particularmente consolador pensar que tenemos a dragones de tierra debajo de la Roca.» Varios presentes comentaron cosas a la vez. El diputado jugueteó un momento con el bastón antes de volver a interesarse por mí y preguntar: «Dime, ¿tienes padres, hijo?»

«No,» repliqué. Y me estremecí cuando sentí una leve descarga energética. Miré a la maga con temor. Diablos, fiambres. ¿Tanto se me notaba que mentía? Corregí con un suspiro: «Sí.»

«Mm. ¿Son Daganegras?»

No pude evitar resoplar.

«No.»

El mangaplatas volvió a consultar a la Maga Suprema antes de realizar un gesto seco de cabeza.

«Agradecemos tu testimonio, jovencito. Entenderás que debemos ponerte en custodia durante un tiempo hasta que tus padres vengan a buscarte. No debes preocuparte: es sólo una rutina. Por favor, guardias, lleváoslo y avisad a su familia,» ordenó el mangaplatas.

Al ver que la maga se apartaba y un guardia me asía del brazo, no pude contener por lo bajo un:

«Fiambres.»

¿Así me pagaban el testimonio, echándome al trullo? La madre. Seguí al mosca hacia la salida pensando: ya está, Mor-eldal, Korther te ha mandado a la cárcel. Lo ha hecho queriendo. Lo sabía. Sabía que los mangaplatas no me dejarían irme así como así.

«Fiambres,» repetí, más alto.

Recibí la mirada fruncida de uno de los moscas que me guiaban por los pasillos y le dediqué una mueca enfurruñada repitiendo con mala leche:

«Fiambres.»

«¿Quieres callarte, malhablao?» resopló el mosca.

Me dio una colleja al ver que le ponía cara desafiante y me arrastró fuera del Capitolio hasta el calabozo de la comisaría central. Apenas había comenzado a poder mover un poco mi mano derecha: no estaba como para afufar teniendo a dos moscas agarrándome cada uno de un brazo. Llegué, pues, al trullo sano y salvo. Resultó que uno de los moscas de ahí me reconoció y me identificó como a Draen Hílemplert. Confirmé entre dientes. Y me metieron en el calabozo. Y cuál fue mi sorpresa cuando, al decir salú a mi nueva y numerosa compañía —al parecer había habido protestas y grandes arrestos—, avisté a un joven guako de rostro extremadamente familiar sentado en el banco del fondo. Nos miramos con los ojos redondos.

«¿Bailador?» murmuré, atónito.

«La madre,» jadeó él, levantándose con lentitud. «La madre, Espabilao, ¡pero creía que te habían matao!»