Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

26 La Casa de los Guakos

«¡A mí, a mí!» berreé. Atrapé el balón y se lo envié a Manras mientras seguía cantando: «¡Bienvenidos, sean, bienvenidooos!»

Estaba repitiendo el poema de bienvenida que, a petición de Miroki Fal, deberíamos cantar los guakos y guakas de su institución a la delegación de Yadibia que llegaría al día siguiente. Llevábamos dos semanas ensayando cada noche antes de dormir y, aunque el resultado según el señor Shak el Supervisor era pésimo, no podía negar que no le poníamos corazón a nuestra tarea. Él decía que el único trozo pasable era cuando cantaba yo en solitario mi parte en caéldrico. En él, eso era todo un cumplido. El señor Shak, como antiguo director de una escuela de Taabia, en Raiwania, tenía adherido hasta el alma un carácter de viejo perro guardián, aunque más del estilo de ladrar que el de morder de verdad. Por fuera de la institución, era todo sonrisas y discursos de modernidad. Por dentro, era… un hombre que vivía de la pensión de Miroki Fal y que, pese a tener el cinturón al alcance de la mano, hacía la vista gorda mientras no se lo provocara demasiado.

Aún voceando, vi cómo Manras pasaba suavemente la pelota al Lobito y cambié mi verso para gritar:

«¡Ánimo, Lobito, lánzasela al Principito, que tú puedes!»

Y fiambres cómo pudo, que el chicuelo le dio una patada al balón y este se fue volando fuera de la plaza hacia el río. Por un segundo, nos quedamos inmóviles, y entonces, berreando, salimos corriendo detrás de la pelota que rodaba, rodaba… Un isturbiao que pasaba por ahí la vio pasar a su lado sin hacer nada y, pluf, la pelota al agua. Me detuve en los peldaños blancos que bajaban hacia el río, exaltado y fuera de mí.

«¡Fiambres, que se va, guakos, que se nos va!»

Le agarré del brazo a Manras antes de que el elfo oscuro se atreviera a tocar el agua y lancé:

«¡Tengo una idea, no os mováis!»

Había visto una larga caña tirada en medio de la plaza. Corrí a cogerla y regresé… total para ver a Rogan rescatar la pelota con su sombrero de copa. Se puso el sombrero con pelota dentro y me dedicó una sonrisa burlona.

«¡Ande vas con esa caña, Espabilao! Eres un exagerao. Estaba a dos pasos del borde.»

Suspiré y, viendo al Lobito dispuesto a bajar las escaleras hasta el río, le corté el paso con la caña.

«Tú de aquí no pasas, desmorjao.»

Impacientes, Damba, la pequeña Ratoncilla, Parysia, Davik y el Bailador nos llamaron y, como se acercaban al trote, el último lanzó:

«¿Y bueno, la pelota no viene?»

«¡No viene, si se ha ahogao!» replicó Rogan, burlón.

Y subió las escaleras hasta la plaza con las manos vacías. Al ver las expresiones desilusionadas de nuestros compañeros, Manras nos traicionó tapándose la boca, riendo. Entonces, el Sacerdote descubrió el balón escondido y lo tiró bien lejos del agua.

«¡El primero que la coge no limpia!» exclamó.

Salió corriendo el primero y los demás detrás. Con lo de no limpiar, el Sacerdote se refería a tener el privilegio de hacer el vago mientras los demás compadres —éramos cuarenta y dos— limpiaban la Casa a fondo. Y es que, con la llegada de los subterranienses, el señor Shak quería tener la institución impecable, ¡como si fueran el Gran Baïra y sus amigos a visitar la Casa de los Guakos! Precisamente, se suponía que teníamos que estar limpiando el patio, pero yo me había encontrado con el balón entre las manos y… pues no habíamos resistido la tentación. Sobre todo que el señor Shak nos había confiscado el balón durante una semana entera y acababa de devolvérmelo haciéndome prometer que ya no lo estamparíamos contra los cristales.

Yo corría rápido, y Rogan también, pero al Bailador le salían alas: agarró la pelota y nos caímos todos encima de él.

«¡La tengo yo!» gritaba uno.

«¡Que no, que la tengo yo!» berreó Manras.

Con tanto ajetreo, la pelota se nos escapó y terminó a los pies de un Lobito que nos miraba, curioso. Agarró la pelota y…

«¡No, no, no, Lobito, no!» exclamamos todos, espantados.

Esta vez, me salieron alas a mí, tomé impulso e iba a aferrar al Lobito a la vez que la pelota cuando, de pronto, tropecé, creo que con el pie de Davik, y me espatarré cuan largo era. Una risa clara e infantil desgarró el aire de la tarde. Alcé la cabeza, extrañado, le miré al Lobito y… me quedé boquiabierto.

El chicuelo se había sentado sobre los azulejos de la plaza y se reía a carcajada limpia, mirándome. Y, mientras mis compadres se ponían a exclamar «¡el Lobito habla! ¡El Lobito se está riendo! ¡Habla, habla!», enmudecido, incrédulo, me enderecé, me acerqué como para cerciorarme de que realmente era el Lobito el que metía ese ruido y, entonces, me carcajeé a mi vez, pletórico de alegría.

«¡Lobito!» Lo abracé y me aparté exclamando: «¡Lobito! ¡Hablas! Habla, dinos algo. Di ‘Lobito’, di, venga, hazlo por mí, porfa.»

El Lobito sonreía todavía, pero se había serenado. Abrió la boca y le coreamos: Lo-bi-to. ¡Mira qué fácil! Y así animado, cuando nos callamos, expectantes, él pronunció:

«Loto.»

Nos carcajeamos y, con el corazón desbocado, lo levanté en vilo diciendo:

«¡Si serás desmorjao que lo primero que sueltas es una risa para reírte de mí!»

«Pablao,» soltó él.

Movió mucho la mandíbula, como si le molestase algo. Lo miré, tratando de entender.

«¿Eh?»

Manras explicó, riendo:

«¡Que te está llamando, Espabilao!»

«Pablao,» confirmó el Lobito.

«Espabilao,» corregí, emocionado.

«Pablao.»

«¡Pablao tu madre!» me carcajeé. Y le di un gran beso sobre la frente. ¿Por qué fiambres el Lobito no había hablado antes? ¿Por algún problema de huesos? ¿Por algún trauma? ¿Por vago? A saber. ¡Pero qué importaba mientras no se callara ahora otra vez!

Otros guakos se habían avenido a ver qué pasaba y estábamos todo un grupo admirando los progresos del Lobito cuando Dil vino a sacudirme el hombro y me murmuró:

«Espabilao. Tienes visita.»

Agrandé los ojos. ¿Visita? ¿Hoy? Pero si no era Día-Sagrado. Normalmente, las visitas sólo estaban permitidas los Día-Sagrados. Hasta ahora, había recibido la visita de mi hermano Samfen, que estaba a punto de acabar las clases en los Olmos e iba luego directo a aprendiz alfarero. Había venido con Sarova y, al despedirse, se vio claramente que este hubiera preferido quedarse en la institución. Y es que, en cuanto les había dicho que clases dábamos las que podíamos y como podíamos cuando había algún maestro voluntario dispuesto a venir, se le habían iluminado los ojos de ensueño. Pero, entonces, yo le había quitado las ilusiones diciéndole: hey, shur, cata que el resto del día, aparte del Día-Sagrado, nos lo pasamos currando como isturbiaos, ¡y las barcazas del muelle! huelen peor que el escupitajo de un vampiro, y verás tú que también nos han metido a descargar toda la gañipea para que jamen las fieras del Jardín, ¿sabes? ¡y no te imaginas tú cuánto embuchan esas bestias!, afufé un rato el otro día para ir a verlas, y la madre, no me gustaría meterme en una de esas jaulas, ¡pero tú no sabes!, entre guakos aquí hay cada isturbiao que alucinas, y yo el primero, bah, no te gustaría, hermanito, pero ven a verme los Día-Sagrados, me traes alguna cosilla rica, y ya veremos si te dejo jugar al balón con mis compadres, ¿corriente?

Así que los tres Día-Sagrados siguientes Samfen y Sarova habían vuelto, pero este último ya no parecía tan seducido por la vida que se llevaba en la Casa de los Guakos.

También había venido mi madre, a darme ropa, y cuando me había preguntado a ver si era feliz ahí dentro, yo le había dicho que sí. En verdad, ¿era feliz? Todo no era rosa y hubiera deseado un poco más de libertad pero… tenía casi todo lo que necesitaba: mis compadres, comida y… mi amuleto de nakrús. Lo toqué con la mano antes de ponerme de pie con el Lobito en brazos y alargar el cuello entre tanta cabeza de guako. ¿Quién…?

Puse los ojos como platos y salí corriendo y gritando:

«¡Yaaal!»

Mi maestro venía acompañado de Yerris y de…

«¡La madre!» exclamé, observando el pequeño paquete que llevaba el semi-gnomo en los brazos. «¿Es…?»

El Gato Negro sonreía anchamente.

«Te presento a Oraiza,» anunció. «Hoy cumple tres semanas.»

¿Oraiza? Menudo nombre, pensé, curioseando. Supuse que sería una niña. Estaba tan bien arropada, que apenas se la veía. Tenía un rostro negro como el carbón, como su padre, y… Sonreí con todos mis dientes. Y el poco pelo que tenía lo tenía rojo como el fuego, como su madre. Sus ojos, en cambio, eran azules claros como los de Yerris. Acababa de despertarse.

«Salú, Gatita Negra,» le dije a la pequeña.

«¡Salú!»

Ese había sido el Lobito, quien, agarrado a mi cuello, miraba a la recién llegada al mundo con fascinación. Yal resopló.

«¿Ha hablado el chicuelo?»

«¡Sí!» confirmé alegremente. «Es la noticia del día. El Lobito habla. ¡Lobito! Dile algo a la Gatita. ¿Es bonita, verdad?»

El Lobito asintió y dijo:

«Fiambres.»

Yerris dejó escapar un leve gruñido.

«Caray con el mudo. No me enseñes malas palabras a la chiquilla.»

«¡Fiambres!» repitió con ánimo el Lobito, sonriente.

Puse los ojos en blanco, muy divertido, posé al chicuelo y le saqué al muñeco de huesos.

«Ve a jugar con el Maestro y cuéntale cosas, a ver si te contesta.»

No se alejó, pero su atención se centró en el Maestro y se puso a balbucear sonidos y a reírse solo. Miré a Yerris y a Yal con una gran sonrisa.

«Parece que te va bien la vida por acá,» observó Yal, contento.

Asentí.

«Pues sí. ¿Y vosotros? ¿Y Sla? ¿Sosque está?»

Yerris hizo una mueca.

«Durmiendo. No se quería separar de la pequeña un segundo, así que aproveché el momento y… me la llevé para que la vieras y para que le dé un poco el aire. Le dejé una nota a Sla para que no me colgara de las orejas a la vuelta. No sé si funcionará,» tosió. «En realidad, será mejor que vuelva ya. Con un poco de suerte no se ha despertado y se entera sólo después. Venía para ver qué tal. Se te unieron muchos compadres, por lo que veo.»

Asentí con energía.

«Testeé unos días hasta que vi que se estaba de lujo,» contesté. «Así que les dije a todos: aveníos. Y se avinieron. No todos. El Raudo dijo que no lo aceptarían porque ya estaba viejo. Yo le he dicho que era isturbiao y le hablé de él a Hishiwa, el sobrino del cristalero que emplea también a mi hermano Skelrog. Y ahora el Raudo se ha metido a trabajar ahí. No ha vuelto, así que supongo que le va bien. Syrdio, ese tampoco se quedó. Ni idea de dónde se ha podido meter. Al principio me caía gordo, ¿te acuerdas? ¡El capón que le metiste en los morros en la mina, qué bueno! Pero, en realidad, no es mal tipo. Es un buen compadre. Espero que no haga el isturbiao. De todas formas, ya no cabemos más en las camas,» me reí. «¡Caridad, y un cuerno! Con todos los guakos que quedan en los Gatos, rellenas veinte casas así lo menos. Pero yo no voy a quejarme. Vivimos de vicio, fiamb…»

«Nada de palabrotas, Espabilao, hablo en serio,» me interrumpió Yerris. Y sonrió. «Pues me alegro por ti, shur.»

Echó un vistazo hacia mis compadres —algunos habían regresado a la tarea de limpieza, otros menos serios habían seguido jugando al balón— y bajó la voz diciendo:

«No te preocupes por Syrdio. Va bien. Me lo encontré hace poco.»

Enarqué una ceja, sorprendido y alegrado.

«¿Y no os barajasteis?» me burlé.

«Mmpf. No. Ya no soy tan impulsivo,» aseguró el Gato Negro. «Soy padre. Y, además, no se hace eso de barajarse con un cofr… Ejem. Er…»

Le dedicó una mueca culpable a mi primo. Pestañeé.

«¿Un cofrade?» completé, atónito, en un cuchicheo. «¿Syrdio?»

Syrdio, ese guako mejor amigo del Raudo, ese isturbiao aprovechado y burlador, ¿se había metido en la cofradía de los Daganegras? Fruncí el ceño. Pero… ¿desde cuándo?

«No fastidies,» resoplé.

Yal alzó una mano diciendo:

«Olvida esto, Draen. Yerris, ahora que le has pillado el tranquillo a las armonías, tal vez deberías aprender a…»

«Ya,» carraspeó Yerris.

«A no ser tan bocazas,» apuntó Yal.

Aquello me recordó tristemente que yo ya no formaba parte de los Daganegras, pero rechacé el desánimo diciéndome: igual no formo parte de ellos, pero fiambres qué tranquilo vivo ahora.

«Er… Será mejor que me vaya,» declaró Yerris. «Pasaré otro día. E intentaré ir a veros cantar mañana a la Explanada, a ver si tengo tiempo. Habéis salido en el periódico, ¿sabes? ¡Los niños pobres también darán la bienvenida a nuestros nuevos aliados en caéldrico!» recitó. «Ya no le llaman morélico, fíjate. El caéldrico se ha vuelto como el nuevo owram. La lengua de los eruditos. Os van a envidiar hasta los mangaplatas de la Ciudadela. ¡Y bueno! Tengo que irme, pero, hey, por cierto, no olvido la armónica y las cinco coronas que me diste. Esas cosas no se olvidan.» Intercambiamos sonrisas. «Salú, shur.»

«Salú, Gato Negro,» contesté, emocionado. «Salú, Oraiza.»

Lo vi alejarse con andar lento, como si temiera que el movimiento de cada paso pudiera estorbar a la pequeña. Sonreí, me giré hacia mi maestro y señalé un banco que había cerca. Fuimos a sentarnos. Aquel día, el cielo, exceptuando alguna nube blanca, estaba azul precioso y las aguas tranquilas del río destellaban y se deslizaban, arrastrando las barcazas. Mi primo comentó que qué gozada de día y que de aquí teníamos bonitas vistas y yo, posando la barbilla sobre las manos y las manos sobre una rodilla, dije:

«Elassar, que no esté en la cofradía no significa que no puedas venir a verme, ¿verdad?»

Yal me echó una ojeada divertida y aseguró:

«No, claro. Si he tardado tanto en venir a verte… es porque no quería atraerte problemas. Me estuvieron investigando unos moscas. Pero ya todo ha pasado. Intentaré venir más a menudo, ¿qué te parece?»

Sonreí, ilusionado.

«Estaría bueno. Ya sé que tienes mucho trabajo. Si yo lo entiendo.»

Me palmeó el hombro.

«Vendré el próximo Día-Sagrado. Por lo que me ha dicho Kakzail, no se permiten las visitas los demás días pero… Yerris estaba tan empeñado en enseñarte a su hija que estábamos dispuestos a saltarnos las normas.»

Resoplé, divertido, y con curiosidad pregunté:

«¿Pero Kakzail no se había ido a los Subterráneos con Yabir y Shokinori?»

«Sí, pero volvió con Zoria hace unos días escoltando a un diplomático de Éstergat. Creo que la vida debajo de la tierra no les llama mucho. Dijo que vendría a visitarte este Día-Sagrado. Al parecer, anda pensando en regresar al valle y hacerse pastor otra vez, como en su infancia.»

Inspiré hondo.

«Caray. Como Alitardo.»

«¿Cómo?»

«El del libro que me regalaste,» expliqué. «El bienaventurado vallenato Alitardo y su cordero Venidero cité. «Se cruzaba el mundo para recuperar a Venidero y luego regresaba al valle. Me encantaba ese libro.»

Yal sonrió.

«También era el único que tenías,» apuntó, bromista. «¿Qué tal las clases por aquí? ¿Aprendes cosas?»

Hice una mueca meditativa.

«Cosas. Sí. Un poco. Pongo buena voluntad. Ahora estoy aprendiendo a escribir. Y los maestros parecen contentos. Son voluntarios, así que siempre están contentos. Bueno, menos cuando se hacen carababhuesadas, pero eso normalmente no ocurre. Si es que los guakos somos muy formales,» aseguré bajo la mirada entretenida de mi maestro. Me encogí de hombros y, tras una pausa, pregunté: «¿Y Arik? ¿Qué tal le va?»

Yal sonrió.

«Mm. El muchacho se marchó con Ab a otra ciudad. Pensamos que era lo más seguro para él. Por el momento, le va bien. Por cierto, me pidió que te dijera salú y gracias. Y… yo quisiera devolverte esto.»

Sacó un collar de cuero nuevo con un colgante de plata y me lo tendió. Lo examiné con asombro.

«¿Mi placa metálica?»

¡La madre! Era la placa metálica familiar de los Malaxalra, con mi nombre grabado en la escritura incomprensible del valle. La había perdido en invierno por culpa de ese isturbiao del Cuñao, la noche en que me había «decorado». Yal confirmó con un gesto.

«La encontré por pura suerte en el mercadillo de la Plaza de Luna. De hecho, si Nael no me la hubiera señalado para que la mirara de más cerca, ni me habría fijado en ella.»

«Nael,» repetí, sonriente. «¿Qué tal te va con ella?»

Espatarrado en el banco, Yal resopló.

«Bien y mal. Es una persona maravillosa, pero tiene cada idea…» Ante mi mirada intrigada, se encogió de hombros. «Es estudiante en sociología y sólo piensa en la revolución y la creación de una sociedad mejor. Yo le dije: cuidado que, algún día, la policía te pillará y te meterá en la cárcel. Pues, bueno, esta última luna la han metido ya cinco veces en el calabozo. A la quinta, me puse tan nervioso que le solté: déjate ya de tonterías, Nael. Y ella se cabreó. Me llamó de todo. Retrógrado y de todo. Ni que la palabra ‘tonterías’ fuera razón para ponerse en ese estado, ¿no? No sé qué le está pasando. En fin. Creo que lo mejor será esperar un poco a que se calme. Otra cosa,» encadenó, como para impedirme que comentara nada sobre el asunto. Sacó un papel del otro bolsillo y sus ojos chispearon. «Esto, Mor-eldal, es una carta para ti.»

Enarqué las cejas, muriéndome de curiosidad.

«¿Para mí? ¿De quién?» pregunté mientras cogía la carta.

Leí: para Draen, del señor papá… Llené de aire mis pulmones y solté una exclamación. ¡Era una carta del Bor!

Me levanté de un bote y clamé:

«¡Manras, Dil, Sacerdote, Lobito! ¡Aveníos!»

Se avinieron unos cuantos más, curiosos por saber qué pasaba. Abrí la carta con gesto febril y eché una ojeada general antes de anunciar:

«Una carta del señor papá, compadres. O sea del mejor Gato de los Gatos, y de la reina de Éstergat. Si es que tengo cada correspondiente,» fanfarroneé con tono importante.

Me carcajeé y el Sacerdote me urgió:

«¿Y bueno? ¿Qué dice?»

«Allá voy, allá voy,» dije. Y, subiéndome al banco como un pregonero, leí a pleno pulmón: «¡Querido Cuatrocientos!» Me señalé con el puño para dejar bien claro que la carta me la escribía a mí y bajé apenas la voz cuando proseguí: «Primero, un… saludo a ti y a los otros cuatro. No nom… No nombro nombres porque soy un… ¡vago!, me conoces. ¡Y tanto!» me carcajeé. Continué, devorando las palabras: «Espero que los cinco estéis bien. ¡Y tanto y tanto!» exclamé. Y seguí leyendo: «Por nuestro… lado, mi reina y yo nos hemos… instalado en una ciudad mara… villosa.»

«¿Qué ciudad?» saltó inmediatamente Manras.

Meneé la cabeza.

«No lo dice.»

«¿Seguro?»

Chasqueé la lengua.

«Calla, que estoy leyendo,» protesté. Y seguí: «¡Nos ganamos bien la vida! Ambos os echamos de… de menos.» Me mordí el labio, emocionado. Caray, ¿de verdad me echaba de menos el Bor? Tragué saliva. «Os echamos de menos,» repetí, «aunque, si estuv… si estuvierais con nosotros, a lo mejor diría… lo contrario.» Resoplé, divertido: «Pfff… ¡qué isturbiao!»

«Turbao,» dijo el Lobito, haciéndome eco. El chicuelo alzaba sus ojos azules hacia mí, agarrado a mis pantalones.

«¡Termina ya, Espabilao, que esto se hace eterno!» protestó Damba.

«Bueno,» acepté. «Ya no queda mucho.» Y terminé: «Si algún día necesitas ayuda, no dudes en buscarme por la alta sociedad de… Veli… ria. Un abrazo fuerte a los cinco de parte de la reina y de un servidor… ¡Si se habrá hecho mangaplatas, la madre!» me espanté.

«¿Manapata?» probó el Lobito estirándome de la manga. Y clamó con voz insistente: «¡Manapata, manapata, Pablao, manapata!»

«¿Yo? ¡Manapata, tu madre!» le repliqué, incrédulo.

Mis compadres se carcajearon y, sintiéndose el centro de toda esa alegre reunión de guakos, el chicuelo enseñó sus dientes de leche, feliz.