Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

23 La Casa Boba

La vuelta a Éstergat, la hicimos en carruaje. Antes, tuve que explicarle a Aberyl por qué había decidido afufar y mi explicación —he escachufao a Frashluc— lo había dejado primero pasmado, luego incrédulo, luego profundamente molesto y, finalmente, había considerado prudente llevarnos a todos adonde escondían al vampiro. Dijo: nadie debe saber que estás con nosotros o pensarán que te envió Korther a matarlo. No se me había ocurrido tal posibilidad. Y bueno, ¿cómo se me habría ocurrido cuando yo estaba convencido de que los Daganegras querían espiritarme?

Así que, sin querer, metí a mis compadres en el lío impidiéndoles regresar con la banda del Raudo. A Manras pareció encantarle y es que enseguida se dejó seducir cuando Aberyl le compró golosinas a un buhonero y nos las regaló antes de subirnos al carruaje. Ambos pronto compadraron y Manras lo acribilló a preguntas durante el trayecto, tipo: ¿cómo aprendiste a nadar? ¿y es muy difícil? ¿cómo se hace? ¿eres un mangaplatas? Digo, tienes mucha plata, ¿no? ¿Cómo se hace?

Al cabo, estuvo a punto de pronunciar la palabra «Daganegra» y le di una colleja para que se callara.

«Atranca la boca, shur.»

La atrancó durante unos minutos, el tiempo de embuchar varias golosinas, y entonces dijo:

«Nosotros también tenemos plata. Nos la da el Espabilao. Es que tiene un cacharro mágico que…»

Zapa. Otra colleja. Lo fulminé con la mirada.

«Me revientas, desmorjao,» le siseé.

Manras se mordió el labio, estremecido, y calló durante el resto del trayecto. Percibí un destello burlón en los ojos del Daganegra.

Nos apeamos en el mercado de Rískel y, de ahí, Aberyl nos guió hasta una calle porticada en el bajo Tármil, llena de tiendas y tabernas. Entramos en un edificio, entre dos tiendas que comenzaban ya a estar animadas de compradores y curiosos. Nadie nos echó el más mínimo vistazo. Cuando la puerta se cerró, las voces del exterior se apagaron casi por completo.

«¿Estamos todos? Estupendo,» se alegró Aberyl. «Por aquí.»

Cruzamos el oscuro vestíbulo y subimos escaleras. En el descansillo del primer piso, nos topamos con Yerris. El semi-gnomo negro estaba agitado. Nos echó una curiosa mirada a los guakos antes de dedicarme una rápida sonrisa de bienvenida y girarse hacia Aberyl.

«Ab. Hay noticias.»

Lo dijo con el tono de: hay noticias bastante malas. Aberyl resopló.

«Ya me he enterado. Se trata de Frashluc, ¿verdad?»

Yerris arqueó las cejas y se aclaró la garganta.

«Aún no sabemos si han sido ellos. ¿Cómo te has enterado tan rápido? ¿Es que Draen sabía que…?»

Aberyl tenía el ceño fruncido. Lo interrumpió alzando una mano.

«Espera, ¿no sabes si han sido ellos los que han hecho qué?» inquirió. «Creo que estamos hablando de dos cosas distintas.»

«Oh. Yo estoy hablando del túnel,» explicó Yerris. «Los moscas han entrado en La Tuerca Loca

Aberyl se irguió como si lo hubieran abofeteado.

«¿Han descubierto el túnel? ¿Mi túnel?»

El Gato Negro hizo una mueca.

«A estas alturas… es posible. Son ya las nueve de la mañana y se metieron a las seis. Hemos hecho explotar el túnel que iba hacia la nueva Fonda y no creo que esa la encuentren. Menudo lío. Manshif está arriba con su familia. ¡Tiene una mala leche…! Dice que Korther le va a tener que pagar todo, papeles, taberna de recambio y todo. Ni que él no hubiera aprovechado del negocio si las cosas hubieran ido mejor. En fin. De momento, no tengo noticias de Korther. Como si no existiese. Oye, Ab. ¿Por qué te has traído a toda la banda? ¿No serán reclutas?» se burló.

Aberyl resopló varias veces.

«Diablos, diablos, diablos.» Nos echó una ojeada a mí y a mis compadres y dijo: «Mira, lleva a esta tropa arriba, con Arik. Vosotros no os mováis del cuarto ni os asoméis a las ventanas, ¿de acuerdo? Esto es serio. Y tú, Gato Negro, vuelve a bajar enseguida.»

«Corriente,» aceptó Yerris. Y nos hizo una señal. «¡Arriba, shurs!»

Lo seguí, suspenso. De modo que los moscas habían descubierto el túnel hacia los Subterráneos… Vaya. A decir verdad, no se me había ocurrido, hasta ahora, que crear aquel túnel pudiera ser ilegal. Entendía que era secreto, pero… Fiambres, es que cualquiera sabía con los moscas. En cualquier caso, si era Frashluc el que había querido hacerle una jugarreta a Korther, la culpa la tenía yo por haberle revelado que la entrada se encontraba en La Tuerca Loca. Tan sólo pensar en ello me impidió hacerle preguntas a Yerris. De todas formas, el Gato Negro subía los peldaños de tres en tres y ni siquiera él, con lo hablador que era, logró soltar más que un «¡bienvenidos a la Casa Boba!», seguido de un comentario sobre las voces irritadas que se oían detrás de una puerta del tercer piso y de un «por aquí, shurs, no os quedéis atrás». Enseguida, llegamos al cuarto piso, el último. Había ahí una puerta. Yerris quitó la tranca y me dedicó una sonrisa molesta.

«No os preocupéis por esto,» dijo, sopesando la tabla que hacía de tranca. «Son medidas preventivas, nada más. Adentro,» nos invitó.

Le eché una mirada inquieta mientras me adelantaba para pasar el umbral. Y es que, ahora que estaba pensando en que, de no ser por mí, no habría habido ningún lío con el túnel, me decía que Korther debía de estar ansiando retorcerme el pescuezo. ¿Y qué mejor manera de conseguirlo que encerrándome en un cuarto con puerta atrancada?

Pero Aberyl había salvado al Lobito, recordé. Y me dije con fuerza: confía, Mor-eldal. Por una vez, confía.

Y confié. Me metí seguido de mis comparsas y de un Sacerdote que avanzaba claramente a regañadientes. El cuarto era bastante grande, pero estaba vacío a excepción de una alfombra, una caja con vasijas y un jergón. Los postigos de las dos ventanas estaban medio cerrados y, de pie, junto a una de estas, alertado por el ruido, se encontraba Arik. El vampiro jadeó de asombro al reconocernos.

«¿Draen?»

Sonreí y me avancé, animado.

«¡Salú, compadre! Veo que te atraparon,» continué en caéldrico. «Tranquilo. No van a hacerte nada.»

Justo coincidió con el ruido de Yerris poniendo otra vez la tranca, por fuera, y por un momento dudé y me repetí: confía, fiambres.

Arik enseñó los colmillos cuando el Lobito vino corriendo a saludarlo, le revolvió el cabello y señaló la alfombra como invitándonos a sentarnos.

«Mi casa es la vuestra,» pronunció en caéldrico.

Sonreí, divertido, y nos instalamos. Tras explicarle yo más o menos el por qué había huido de los reinos de Frashluc y contarle cómo Aberyl había salvado al Lobito, decidimos que ya estaba bien de hablar de cosas complicadas y nos pusimos a jugar a cartas. Les enseñé a mis compadres unos truquillos para barajarlas, y es que yo había sido el único en practicar un poco las lecciones de la dama del Bor.

A la tarde, Yerris volvió para traernos pan y botellas de vino y nos encontró dormitando y recuperando las horas de sueño que nos habíamos saltado a la noche. Al verlo aparecer, me apresuré a decirle:

«Hey, Gato Negro, no te esfumes. ¿Qué hay de nuevo?»

El semi-gnomo se encogió de hombros con cara atareada.

«Aún no sabemos gran cosa. ¿Tú qué tal con ése?»

Señalaba discretamente a Arik de la barbilla. Puse los ojos en blanco.

«Viento en popa. Es un compadre, Yerris, no es un monstruo. ¿Vamos a estar aquí encerrados mucho tiempo?»

Yerris meneó la cabeza.

«Ni idea. Hasta que se calmen las cosas, no creo que Korther te dedique mucho tiempo, shur. Pero Aberyl me ha pedido que te diga: tiempo al tiempo, que no se apure el muchacho, que ya lo conozco.» Sonrió. «Bueno, tengo que irme pitando. Tenéis aquí para emborrachar a un ejército. ¡Y que conste que es vino del bueno! No se lo digáis a Manshif, se lo he espiantao con acuerdo de su dama, para la buena causa, porque ese buen tabernero tiene buen vino generalmente pero, con lo exaltao que está, no le conviene alzar el codo. Volveré en cuanto pueda para traeros comida. Tal vez mañana. Salú y pasadlo bien con… vuestro compadre,» carraspeó, echando una ojeada nerviosa al vampiro. «Salú,» repitió.

Cerró la puerta antes de que pudiera pensar yo en decirle nada. Lo oí colocar la tranca. Y regresó el silencio.

Suspiré y volví a tumbarme sobre la alfombra. Pese a mí, mi mente trabajaba preguntándose: de ser necesario, ¿cómo podría salir de ese cuarto? Por la ventana no: demasiado alta y no había cuerda. Y para forzar esa tranca se necesitaría por lo menos a dos cerberos de bruma, si no un dragón de tierra. Los muros eran de ladrillo. Esa era una vía de escape, pero demasiado visible…

Fiambres, Mor-eldal, me sermoneé, ¿por qué no puedes dejar de pensar en afufar cada dos segundos?

Así que, después de comer, me tumbé boca abajo, recogí la baraja de cartas y propuse a mis compadres:

«¿Un clavosviejos?»

* * *

El ruido de la tranca y la puerta al abrirse me despertó de sobresalto en plena noche. Era la segunda que pasaba en aquel cuarto de la Casa Boba. Yerris no había venido a la mañana. Me había costado horas conciliar el sueño a causa del hambre y ahora que había conseguido al fin dormir, zas, venía gente. ¿Sería el Gato Negro? Pese a una persistente jaqueca que me embrollaba la mente, se me hizo la boca agua con sólo pensar en comida.

Se oían cuchicheos y pestañeé ante la luz. Era luz armónica.

«Bej, espíritus, aquí huele a cadáver,» se quejó la voz de una niña.

Era cierto: el día anterior, le habíamos convencido a Arik para que nos hiciera una demostración de su escupitajo. Y había manado un olor, ¡pero un olor! que hasta habíamos estado obligados a abrir la ventana y, atufados, nos habíamos emborrachado más de la cuenta —de ahí la jaqueca. El vampiro, ese condenao, se había reído de nosotros un buen rato.

«¿Ves algo?» preguntó la voz de un niño.

«¡Cuidado!» cuchicheó la niña. «Podría haber alguien.»

«¿Encerrado con una tranca?» replicó el niño, escéptico. «¿Es que tu padre también se dedica a encerrar a gent…?»

Se oyó un ruido de botella vacía al caer. Noté que mis compadres se agitaban, espabilando y preguntándose seguramente qué pasaba. Entonces, la luz se intensificó y, además de poder ver los rostros de los dos recién llegados, ellos pudieron vernos a nosotros, medio enderezados sobre la alfombra y aún aturdidos. Quedé extrañado al reconocer a nuestros visitantes, aunque no sé si tanto como ellos. Eran Lowen y Zenira. El nieto de Frashluc y la hija de Korther. En el momento, no logré más que preguntarme qué fiambres pasaba. Algo andaba mal porque era de noche y, de noche, los niños mangaplatas generalmente estaban durmiendo en sus casas. Y ellos ahí estaban, en el último piso de la Casa Boba.

Zenira lanzó un grito ahogado de terror y la luz desapareció.

«¡Salgamos de aquí!»

Arrastró a Lowen hacia la salida, pero este se resistió.

«¡Espera, Zen! Creo… creo que he visto a Draen.»

«¿A quién?»

«A Draen, el guako cobrizo. Estoy seguro de haberlo visto.»

«¡Sinsentidos, sería su espíritu! Salgamos de aquí, este sitio da miedo y huele a muertos,» lo apremió la niña.

Rogan reaccionó antes que yo soltando en un graznido:

«¡Tengo hambre!»

Hubo un breve silencio. Entonces, yo dije con voz lenta:

«Por favor.»

Y Manras me hizo eco con una voz lastimera. La respuesta no se hizo esperar: los dos jóvenes mangaplatas salieron a la carrera y pusieron la tranca tan rápido que ni se me ocurrió levantarme para intentar impedirles encerrarnos de nuevo. Dejé escapar un suspiro quejumbroso mientras volvía a posar la cabeza sobre la alfombra.

«Fiambres,» murmuré.

Volví a quedarme dormido casi enseguida. A la mañana siguiente, cuando les conté a mis compadres que había soñado con que se habían avenido en plena noche Zenira y Lowen, Rogan exclamó:

«¡Espíritus misericordiosos! Yo también. Bueno, no sé quiénes eran. Eran como dos espíritus que se hacían pasar por ancestros míos, creo…»

«¡Yo también!» intervino Manras, entusiasmado. «Sólo que no eran ancestros, eran Taka y el Bor.»

«No era un sueño,» intervino Arik en caéldrico. El vampiro era el único en tener la mente bien clara, porque él no había probado el vino: no lo necesitaba y, además, decía que le daba arcadas.

Me giré hacia él, entre confuso y expectante.

«¿No era un sueño?» repetí. «¿O sea que de verdad vinieron Zenira y Lowen y los ancestros de Rogan y Taka y el Bor? No fastidies,» me carcajeé.

«Vinieron dos niños,» declaró Arik. «No sé quiénes eran.»

Fruncí el ceño y me masajeé las sienes. Buf. Qué hambre tenía y qué ganas tenía de beber agua, agua pura, y no vino. Con una mueca, agarré el cuello de una botella, destapé esta y bebí a morro antes de darle un poco al Lobito. El chicuelo no parecía llevar el régimen muy bien y, apenas le quité la botella, se dedicó a morder el corcho. Y bueno, ¿es que Aberyl tenía intenciones de dejarlo morir de hambre después de haberlo salvado en el canal? Invadido por una oleada de frustración, inspiré hondo y me levanté de un bote.

«Estoy harto,» anuncié.

Me dirigí hacia la puerta y comencé a tamborilearla con un puño primero, y luego con los dos.

«¡Tenemos hambre!» exclamé.

Repetí el lamento varias veces, y entonces lo cambié por amenazas:

«¡Voy a romper el muro si no abrís! ¡Voy a hacerlo explotar, tengo explosivos! ¡Voy a gritar socorro por la ventana! ¡Que yo berreo como un dragón! ¡Se va a enterar todo el barrio! ¡Que alguien abra, fiambres! ¡Que nos abran ya!»

Nada. Al cabo, me cansé de amartillar mi puño izquierdo dolorido y regresé a la alfombra, vencido pero furioso. Apenas me hube sentado, me levanté sacando el clavo del collar de música y me dispuse a destrozar el tabique junto a la puerta. Si querían los Daganegras que Mor-eldal se estuviera quieto, ¡que le dieran comida a él y sus compadres, fiambres!

Había hecho ya un buen estropicio cuando, tal vez una hora después, oímos la tranca y la puerta se abrió. Como los goznes estaban de mi lado, tuve tiempo de esconder mi clavo con rapidez antes de que asomaran la cabeza los recién llegados.

Era Korther, seguido de otros tres Daganegras a los que no reconocí. Todos iban armados y embozados menos Korther, quien iba vestido de mangaplatas. Sus ojos de diablo nos observaron mientras yo retrocedía hasta reunirme con mis compadres. La mirada del elfocano se posó sobre mí, luego sobre el estropicio que había hecho en el muro y, cuando su atención regresó a mí, yo fijaba el vacío, abochornado. Fiambres.

«Y aquí tenemos al asesino,» comentó Korther.

Dio un paso hacia mí. Me estremecí pero alcé la vista, atento. ¿Estaba amoscado? Sus ojos destellaban a la vez de diversión y de un veneno letal. Estaba amoscado, confirmé. Pero tal vez no contra mí, ¿verdad? Traté de salvarme.

«No lo hice yo,» dije. «Se escachufó del palpitante. Y él tenía un cuchillo.»

«¿Sí?» replicó Korther, deteniéndose ante mí con cara de mofa. «¿Un cuchillo?» Al instante, sacó un puñal y lo posó contra mi garganta. «¿Te amenazó así, rapaz? ¿Y le atacaste? Pensaste que te iba a ‘escachufar’, ¿verdad? Dime, rapaz, ¿vas a atacarme a mí?»

Le devolví una mirada aterrada, sintiendo la hoja metálica en mi cuello. Mis compadres estaban, creo, más espantados que yo. Articulé:

«No, señor.»

«No,» repitió Korther.

Apretó un poco más y me dije: lo he merecido, soy un traidor, que me escachufe, no voy a hacer nada para impedírselo. Supliqué con voz ronca:

«No mate a mis compadres, por favor. A ellos no los mate.»

El cap enarcó las cejas. Y entonces, puso los ojos en blanco. Tan pronto como había sacado el puñal, lo alejó.

«No voy a matarte. Aunque he de decir que tienes el don para complicarme la vida, rapaz. La muerte de Frashluc nos ha pillado en un mal momento. Su hijo, Darys, es un completo idiota. Creyó que eras un infiltrado asesino, perdió la cordura y mandó secuestrarme, pero, adivina, no dio conmigo, así que secuestró a mi hija.»

Aún recuperándome del susto, jadeé, incrédulo.

«¿Zenira? P-pero es imposible. Si la vi esta noche. Entró con Lowen aquí mismo. Salieron echando leches porque nos tomaron por fantasmas o algo. Fiambres. ¿O sea que fue un sueño?»

Meneé la cabeza, confuso. Se oyó un murmullo detrás de la puerta entornada. Korther suspiró ruidosamente llevándose una mano a la frente.

«Espíritus. No se la puede dejar sola ni una noche. ¡Zenira! ¿No te he dicho ya mil veces que no se escucha detrás de las puertas?»

La niña apareció entre los Daganegras, roja como un tomate. La seguía Lowen, aún más vacilante.

«Lo siento, Pa,» dijo ella con una vocecita inocente. «Es que… había una tranca. No podíamos imaginarnos que hubiera gente dentro. ¿Por qué los tienes encerrados aquí?»

Me miró de arriba abajo, como molesta. Yo lo estaba aún más.

«Mmpf. Más seguros están aquí encerrados que fuera, querida,» aseguró Korther. Y pasó un brazo sobre los hombros de su hija añadiendo con tono de amable sermón: «Y tú deberías ser más prudente. Lowen ya os ha salvado una vez, a ti y a Draen. Creo que nuestro pequeño héroe ha hecho bastantes sacrificios por esta semana. Y, ahora, será mejor que os mande de vuelta a los Olmos antes de que vuestros compañeros de clase empiecen a preguntarse qué os ha ocurrido.»

«¿Ya?» protestó Zenira. «¡Pero no he hecho los deberes!»

«Haberlos hecho anoche en vez de fisgonear y quitarles trancas a las puertas,» replicó el cap. «Venga, moveos o llegaréis tarde a la escuela. ¿Acaso necesito mandaros a un guía?»

Los dos pequeños mangaplatas suspiraron, desencantados, miraron de nuevo a los cinco guakos del cuarto con curiosidad y, bajo los ojos imperativos de Korther, se marcharon.

Cuando ya se apagaban los ruidos de paso, fruncí el ceño y me atreví a preguntar:

«Señor. ¿Y el Gato Negro? Dijo que vendría a darnos comida y no se avino.»

Korther hizo una mueca.

«Han sido dos noches intensas. Aberyl y Yerris fueron heridos en un altercado estúpido con los de Frashluc. Pero están vivos y a salvo, tranquilo. Se repondrán en un par de semanas. Slaryn, en cambio, por poco mata a su cap,» carraspeó, intercambiando una mirada divertida con sus compañeros Daganegras. «En fin, a lo que íbamos. Si he venido aquí…» Le echó una ojeada curiosa al vampiro antes de proseguir: «es para darte un nuevo trabajo.»

Aquello me dejó boquiabierto. Un trabajo… ¿para mí? ¿Después de todas mis traiciones? Se me llenó el corazón de gratitud.

«¿En serio? ¿Para mí?»

«Ajá. Y, esta vez, no puedes fallar.»

Lo miré, miré a mis compadres, a los otros Daganegras, y volví a centrarme sobre el rostro de Korther, bullendo de curiosidad.

«¿Qué tengo que hacer?» pregunté.

Korther abandonó su expresión grave y una sonrisa burlona estiró sus labios.

«Lo que mejor sabes hacer, rapaz: cantar.»