Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

10 Vuelta al hogar

¡Aaaaaayyyy! La golondrina va
volando, volando,
de casa va cambiando
sin saber adónde va.
¡Adónde vaaaa!

«¡Oh, oh! ¡Adónde va!» repetí berreando a pleno pulmón.

Dejaba escapar grandes bocanadas de vaho por la boca. Era por el frío. Ante mí, el Lobito, arrebujado en la cálida manta, me miraba con atención. El día anterior, todo su interés había estado acaparado por la nieve. En cuanto Dakis nos había dejado apearnos, se había puesto a tantearla, se le habían quedado los dedos rojos de frío y yo lo había arrebujado de tal suerte que el chicuelo no había sido capaz de desenvolverse otra vez y se había quedado atascado así durante toda la noche. Cada vez que lo miraba no podía evitar sonreír.

Aquella mañana, el cielo estaba impecable, cosa de la que me alegraba. Estábamos teniendo suerte en el viaje: en los siete días que llevábamos viajando, no nos había llovido más que precisamente los dos días en que habíamos estado cruzando el gran bosque. Parecía que los Espíritus estaban de nuestro lado. A lo mejor las plegarias de Rogan sí que tenían efecto. Además, después de haber recuperado las veinte coronas en la Cripta, le había regalado un siato a un mendigo ciego al que tenía yo por hombre de buen corazón, sabiendo que Rogan decía que traía buena suerte dar dinero a los mendigos. Claro que, cuando se lo había contado luego, el Sacerdote se había reído de mí explicándome que eso lo decía cuando él mismo mendigaba. ¡Y qué importa! Pese a todo, había elogiado mi generosidad y, así, me había predicho un viaje feliz y sin incidentes. Bueno, pues por ahora prácticamente había salido todo bien. Lo único: al tercer día se me había estropeado la mágara para hacer fuego. Me sentí timado por el mercader del Laberinto que me la había vendido, aunque no sorprendido: esos cacharros eran tan poco fiables como un mercader. Por eso me había traído una botella de fósforo y un pedernal. Un buen guako siempre debía tener varias calles por donde poder afufar.

«¡Hoy subimos más alto!» anuncié, dejando de cantar y cerrando el saco. «¿Estamos listos? ¡Dakis! ¿Qué tal las patas? ¿marchosas? Si se te cansan, lo dices. ¡Vamos!»

Nos subimos a su lomo y sus musculosas patas se pusieron en marcha. Ya no faltaba mucho, o eso me repetía yo. Habíamos cubierto mucha distancia en siete días gracias al cerbero y ya estábamos de pleno en las montañas que bordeaban el valle de Evon-Sil. Y, sin embargo, por más que buscase a mi alrededor algún punto de referencia, algo que despertara mis recuerdos… no encontraba nada. Mi impaciencia crecía de hora en hora, me olvidaba de cantar, luchaba por acordarme e, incluso, una vez grité un ¡elassar! estridente, esperando quizá que mi maestro me oyera y asomara su cráneo entre los árboles nevados. Pero, al morir el grito, tan sólo persistió el ruido continuo y sigiloso de los pasos del cerbero sobre la nieve.

A Dakis no le gustaba la nieve ni el frío, probablemente porque en los Subterráneos no existía el invierno. Pese a todo, no refunfuñaba mucho, porque el Lobito y yo lo mimábamos, jugábamos con él, yo le rascaba las orejas y le cantaba alegres canciones… Y, en fin, que no podía quejarse de jinetes. ¡Y pensar que antes yo salía corriendo cada vez que lo veía y las armonías se me descuajaringaban! Ahora, de noche, nos tapaba a los tres con la manta y dormíamos juntos, acurrucados junto al fuego, como compadres.

Sonreí y, como el sol descendía ya del cenit hacia las montañas ante nosotros, avisté un pico rocoso que descollaba entre los árboles y solté:

«Dakis, me bajo.»

Dejé al Lobito a buen cuidado del cerbero y, aterrizando en la nieve, avancé tanteando los troncos, buscando esas marcas caéldricas que solía dejar en la corteza para guiarme cuando era más pequeño. No encontré ninguna.

Llegué al pequeño pico rocoso y, con cuidado, trepé por él hasta encontrarme arriba. Las vistas eran muy parecidas a las que recordaba. Árboles y más árboles cubrían las montañas con sus ramas desnudas y sus viejos troncos. Me giré, pues no buscaba ningún punto de referencia en las montañas en el otro lado del valle: buscaba la Cumbre. Alcé la vista y me quedé un buen rato inspeccionando los picos hasta que uno retuvo mi atención. Lo examiné, fruncí el ceño, meneé la cabeza, mi corazón se puso a latir más rápido y alcé la mano.

«¡Esa es la Cumbre! Dakis, Lobito, ¡ahí está!»

¡Era tan increíble volver a verla de verdad! El cerbero emitió un gruñido, como diciéndome: ya, ya, qué bien, pero ten cuidado. Tras contemplar la Cumbre durante un rato más, volví a bajar y aterricé en la nieve de un salto, farfullando:

«¡Ya estamos casi!»

Reanudamos la marcha a buen ritmo y yo repetía de cuando en cuando: estamos casi. Pero no estuve realmente seguro hasta que, cuando el sol amenazaba ya con desaparecer por detrás de los picos, cruzamos un riachuelo medio congelado y avisté una marca en la corteza de un árbol cercano. La reconocí y solté una exclamación de regocijo.

«¡Dakis, Lobito, esto lo hice yo! ¡Lo hice yo! De verdad. Llegamos antes de que se vaya la luz fijo. ¡Arreando, compadres!»

Temblaba de excitación. Me puse a andar delante del cerbero. Aplastaba la nieve con decisión, tropezaba, me giraba hacia todos los sentidos… Cuando empezó el cielo a oscurecerse, no se me enfrió el ánimo: al contrario, estaba cada vez más exaltado. Al cabo, avisté el dichoso árbol que, en su época, había sido mi preferido: ahí había conocido a mi primera amiga ardilla, y en ese mismo árbol me había regalado el yarack su pluma amarilla, el día anterior a mi partida. Al reconocer su ramaje y su voluminoso tronco, inspiré el aire frío y entoné con voz alegre:

Larilán, larilón,
primavera,
sal afuera,
bombumbim,
primavera,
no hay nadie que no te quiera,
larilán, larilón…

Mi voz de niño berreador rompía el silencio sereno de la montaña. Me precipité cuesta arriba y vi, escondida entre dos bultos de nieve, la boca de la cueva. Y, erguida ante esta, a una silueta esquelética arrebujada en una capa verde oscura. Casi casi me desmayé de felicidad. Me desgañité:

«¡Elassar!»

Aceleré, patiné en la nieve y por poco me espatarré. Recuperé el equilibrio con brío y, pese a haber perdido mi sombrero de copa, no me molesté en recogerlo: seguí corriendo mientras mi maestro se echaba a reír. El nakrús abrió sus brazos blancos.

«¡Elassar!» repetí, jadeante.

Lo alcancé y lo abracé sin poder creer que, al fin, ¡al fin! había vuelto a casa. Él protestó:

«Hey, cuidado con mis viejos huesos. ¡Pequeño!» exclamó entonces pasando una mano esquelética por mi cabeza. «No te esperaba tan pronto. Pero bueno, ¿tan horribles son los saijits para que vuelvas con un viejo cascarrabias como yo? Bah, bah, bah, ¡cómo me alegro de verte! Tendrás tantas cosas que contarme…»

Su voz de nakrús tan peculiar suya sonaba a mi oído como el mejor de los cantos. Sus ojos mágicos se habían desviado y reconocí un brillo mezcla de fastidio y curiosidad. Preguntó:

«¿Traes a visitantes?»

Me giré, vi al cerbero con el Lobito encima, detenidos a cierta distancia. Dakis había recuperado mi sombrero de copa entre sus dientes. Sonreí anchamente y les hice señal para que se acercaran presentándolos con ánimo:

«Ellos son Dakis y el Lobito.»

Los ojos del nakrús se ensancharon de diversión.

«Presupongo que Dakis es el niño y el Lobito el cuadrúpedo.»

Me carcajeé.

«¡No! Es lo contrario. Dakis es un cerbero de brumas. Viene de los Subterráneos. Y el Lobito también… Bueno, pero nadie tiene que saberlo. El chicuelo tiene una enfermedad en los huesos y Palmafría… Es la maga nigromante que se escachufó en otoño,» expliqué atropelladamente. «Pues eso, Palmafría me lo dio para que cuidara de él…»

«Alto ahí, muchacho, alto ahí,» me paró mi maestro alzando lentamente una mano esquelética. Se apartó y realizó un ademán. «Sed todos bienvenidos, entremos en casa y hablemos, pero con tranquilidad, Mor-eldal. Si te pones a comerte las palabras, no voy a entenderte.»

Asentí enérgicamente y exclamé:

«¡Traigo los huesos de ferilompardo!»

Mi maestro me miró con los ojos entornados.

«¿Cómo dices?»

Suspiré. ¿Tan rápido hablaba que no me entendía? Articulé:

«Digo que trai-go los hue-sos de fe-ri-lom-par-do.»

Mi maestro meneó el cráneo.

«¿En serio?» Parecía incrédulo. Entró en la cueva y, con cuidado, se sentó sobre su gran cofre, repitiendo con asombro: «¿Huesos de ferilompardo? ¿Y dónde los has encontrado, hijo?»

«¡En las Colinas de las Tormentas!» exulté y tosí al recibir la mirada curiosa de Dakis. Imitando la teatralidad de Rogan, recuperé el sombrero de copa rectificando: «En realidad, no. Los encontré en un palacio. Mira, mira.»

Y, mientras Dakis se tumbaba cómodamente en la cueva y el Lobito se sentaba mirando a su alrededor con curiosidad, abrí el saco y rebusqué, sobreexcitado ante la idea de darle los huesos a mi maestro. ¡Era tan feliz en aquellos instantes! Los saqué, los posé sobre el cofre a su lado y señalé al Lobito.

«Él tiene alguno más.»

Entonces, callé, expectante, mientras mi maestro inspeccionaba los huesos. Sus ojos mágicos brillaban con intensidad. Cuando tomaba esa expresión, podía estar absorto durante largo tiempo así que, al de un rato, desvié la mirada hacia la cueva. Ahí seguían los tres libros y el espejo. Me mordí el labio y le hice una señal al Lobito para que se acercara. Se acercó y lo instalé a mi lado. Para no molestar a mi maestro en su inspección, le hablé en voz baja:

«¿Sabes lo que es un espejo, no? ¿No? Pues mira, aquí tienes uno enfrente. Precisamente elassar me explicó que si levantas la mano derecha, es la izquierda la que te muestra, ¿lo captas?»

Al ver al rubito observar su reflejo con ojos sobrecogidos, me burlé:

«¿Da miedo, eh?»

Le revolví el cabello y, comprobando que mi maestro seguía concentrado, alcancé el libro de cuentos y se lo enseñé al Lobito con emoción.

«Fíjate qué dibujos,» le murmuré.

Y le enseñé el dragón, el gato, el ratón, el perro y la bonita casa con el molino. Y, mientras le dejaba al chicuelo girar las páginas con cuidado, echaba regulares ojeadas a mi maestro, esperando su reacción, buscando algún signo que me dijera: vaya, elassar está contento con los huesos que le he traído. Creí distinguir un brillo de indignación y me tensé, de pronto inquieto. ¿Es que no le gustaban mis huesos? Lo vi realizar variadas expresiones con sus ojos, hasta castañeteó los dientes dos o tres veces y, cada vez más angustiado, acabé por romper el silencio y preguntar:

«¿Elassar? Elassar, ¿no te gustan?»

El nakrús alzó la barbilla y sus ojos realizaron una vuelta sobre sus órbitas, burlones.

«¿Te refieres a los huesos? Son una maravilla, Mor-eldal. Una pura maravilla. Pero, en este momento, no estaba admirando los huesos,» me confesó. «Estaba asimilando lo estúpidos que pueden llegar a ser los saijits. Y en eso Dakis parece estar de acuerdo conmigo,» apuntó con los ojos sonrientes.

Fruncí el ceño, perplejo, miré al cerbero y al nakrús alternadamente y… lo entendí.

«¡La madre!» exclamé. «¿Dakis te ha estado contando cosas sin que yo lo sepa? Eso es trampa. Yo quería contarte las cosas a mi manera. Es trampa,» repetí.

Me sentía traicionado pero, vista la expresión socarrona del cerbero, a este parecía importarle un comino. Suspiré. Mi maestro se echó a reír.

«¡No te enfurruñes! Que tu amigo me cuente tus peripecias en el mundo no significa que no quiera oírlas de tu propia boca, hijo mío. Al contrario. Cuéntamelas. Mientras tanto, voy a calentar vuestras mantas, porque la noche se nos viene encima y no querréis pasar frío. Ya sé lo frioleros que sois los vivos.» Me guiñó un ojo. «Venga, dame esas mantas y habla. Habla cuanto quieras. Por una vez, prometo no pedirte que te calles, Mor-eldal. Palabra de nigromante. Cuenta,» me animó.

Sonreí ante la perspectiva, le di las dos mantas, la grande y la pequeña, y, dejando al Lobito ocupado con los dibujos, me senté al pie del cofre, me abracé las piernas y contemplé a mi maestro mientras este encendía la linterna. Una luz cálida invadió el interior de la cueva. Reinaba un silencio casi total. Entonces, mi maestro agarró la gran manta y comenzó a soltar sortilegios. Tras observarlo un rato, dije:

«Bueno. Pues entonces hablo. Pero no voy a callar, ¿eh? Que tengo mucho que contar. Pero es que un montón. Te voy a marear bestial, elassar,» le previne. Sonreí anchamente como él me devolvía una mirada de desafío burlón. Entonces, me lancé.

Fue una narración caótica, exuberante, llena de correcciones, de contradicciones, digresiones, trastabilleos y fanfarronadas. Hablé de la Mamita, de mi encuentro con Yal —«mi primo, un tipo genial, ojalá lo conocieras»—, y le conté mi hecho heroico incontable: ¡le salvé al Mangaplatas! ¿Puedes creértelo, elassar? Le quité la jaodaria que se había metido en el cuerpo ese isturbiao, como hiciste tú conmigo, y le salvé la vida. Pero qué isturbiao era, Espíritus, ¡quitarse así la vida! Todo por carababhuesadas, ¿te das cuenta? Pero bueno, el caso es que… Me fui por las ramas y, al de un rato, salté al robo de la Wada diciendo: ¡y Korther luego se la devolvió al mangaplatas ese, el financiero, no lo entiendo! Pero, total, que la apañé y me salió de perlas, le aseguré. Y pasé a hablar de mis comparsas. Resumí mi cautiverio en la mina de salbrónix diciendo: pasé un par de lunas allá, in-fer-nal, pero luego Manras nos trajo la llave de la reja, como le pedí, ¡y salimos a pedradas! Me carcajeé, recordándolo, y hablé del alquimista, de la sokuata y de mi estancia en la cárcel. ¡Maldito postillón que casi nos había escachufao a Manras y a mí! Pero todo mal tenía su lado bueno: había conocido al Bor. Y ¡ah, por cierto! No te dije lo del Orbe Malva. Eso lo sabe Dakis, porque vino acompañado con unos hobbits sabios que andaban buscando el Orbe… Y le expliqué sus poderes, que lo había fabricado nada menos que Márevor Helith… ¡Imagínate! Yo lo tuve en las manos, para buscar los huesos de ferilompardo, porque los robé en el Palacio pero luego me las espiantó un hijo de perra hace, nada, ¿una semana y algo? ¡Fue maravilloso!, exclamé. Y seguí hablando y hablando. Sólo alguna vez me quedé atascado, sin saber qué contar, y entonces mi maestro me hacía preguntas, que si qué significaba tal palabra, que si quién era ese y aquel, se lo veía ávido de entender todos mis parloteos y yo más ávido estaba de que me los entendiese.

En un momento —no sé cómo salió— le expliqué el problemón en que me había metido Kakzail y le confesé con voz ronca ya y cansada:

«No sé qué hacer, elassar. Mi hermano mayor dice que tengo que elegir entre mis compadres y el barbero y el Raudo dice que fijo que tú sabes desenredarme la cabeza. Pero… la verdad, no me apetece hablar de eso ahora,» murmuré. «El mundo de los saijits es tan… complicado,» bostecé. «Me gusta mucho, elassar. Pero a veces hay cosas tristes. Hay gente buena que se muere. Y hay monstruos peores que los de las montañas. En la banda, dicen que soy un mago y que sé muchas cosas. Yo no les he dicho que en realidad no sé nada. ¿Debería? Es que a veces me gusta fanfarronear, no puedo evitarlo. Pero, en verdad, no entiendo el mundo. Y sé que jamás lo entenderé. Pero no porque sea pequeño, eh, porque sé que aunque me pusieran canas seguiría sin entenderlo. Es tan rara la gente y, al mismo tiempo, es tan bonito Éstergat. Me gusta mucho, elassar. Eso sí que lo sé. Me gusta mucho la calle, y los carruajes con los caballos, y también los escaparates. Son preciosos…»

Bostecé. Se me cerraban los ojos. Me había recostado contra el cofre, protegido por la cálida manta que nos había hecho el nakrús. El Lobito ya dormía desde hacía rato y la luz de la linterna iluminaba tenuemente su rostro blanco e infantil. Tumbado cuan largo era debajo de la manta, Dakis bostezó conmigo. Me costaba permanecer despierto, pero tenía que seguir hablando, tenía aún muchas cosas que contar. Y, sin embargo, ¡estaba tan cansado!

Entonces, sentí la mano huesuda de mi maestro quitarme el sombrero de copa y decirme con voz suave:

«Me has mareado maravillosamente, Mor-eldal. No sabes cuánto me alegra oírte hablar. Pero, ahora, es hora de dormir, pequeño. No te preocupes: esta noche velaré sobre ti y sobre el Lobito y Dakis. Venga, duerme en paz.»

Asentí, medio dormido, me tumbé del todo y, como mi maestro apagaba la linterna, susurré:

«Elassar. No sé si sabes pero… te he echado mucho de menos.»

Avisté sus ojos verdes en la oscuridad total. Lo oí murmurar un:

«Yo también, pequeño. Ahora, estás en casa. Y puedes quedarte todo el tiempo que quieras.»

Aquello me sobrecogió. ¿Todo el tiempo que quiera?

«¿De verdad?» susurré.

Sus ojos sonrieron.

«De verdad. Y ahora duerme, pequeño. Buenas noches.»

Cerré los ojos, sonreí y, antes siquiera de poder pensar en contestarle «buenas noches», caí profundamente dormido bajo la cálida manta, acompañado de un chicuelo hijo de reyes, de un cerbero de brumas y de un nakrús que velaba sobre nosotros, sentado sobre su gran cofre, en esa cueva perdida en las montañas nevadas… En mi casa.