Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

11 Azlaria

«Ahí, ahí, agárrate bien, shur. Dakis, ¿qué haces? Quítate de en medio, que, si no, no funciona. Vamos. Eso es. Y ahora…»

Empujé el trineo, me subí y grité:

«¡Yujú!»

Nos deslizamos sobre la nieve y bajamos la cuesta cada vez más rápido. El Lobito reía en silencio, yo gritaba y trataba de conducir el trineo, como lo había hecho antaño mi maestro para mí. Finalmente, llegamos a un lugar con demasiada nieve y nos quedamos atascados. No habíamos hecho ni treinta metros. Pero bah, ¡ya era algo! Me levanté del trineo con presteza preguntando:

«¿Te ha gustado, Lobito? ¿Eh? ¿Te ha gustado?»

No necesitaba confirmación oral: el rostro del Lobito era radiante.

«¡Pues volvemos a empezar!»

Empujé el trineo cuesta arriba con el Lobito encima. Dakis daba vueltas alrededor de nosotros, agitando el rabo, habiendo entendido que aquello no era más que un juego. Estábamos todos ansiosos de movernos: una tormenta nos había impedido salir durante días y, hasta que no se hubiese apisonado la nieve un poco, había sido imposible probar el trineo. Sin embargo, ¡aquel día era perfecto!

Llegados arriba de la cuesta, avisté a mi maestro sentado sobre una roca, algo más lejos, observándonos. Estaba pensativo. Solía estarlo, aunque me daba la impresión de que últimamente lo estaba más que antaño. Le sonreí y exclamé:

«¡Mira esto, elassar!»

Alcé las manos y, de un vuelco, las hundí en la nieve y levanté los pies hacia el cielo gritando:

«¡Me lo enseñó mi primo! ¡Fíjate qué bueno! Sé andar sobre mis manos y les gano las carreras a todos mis compa…»

¡Pamba! Me la di intentando deshundir las manos para dar un paso. Mi caída fue amortiguada por la nieve y me enderecé resoplando y terminando:

«Compadres.»

El nakrús reía y su mandíbula se abría y cerraba rítmicamente. Puse los ojos en blanco, me giré hacia el trineo y… dejé escapar:

«¡La madre que lo trajo!»

El Lobito acababa de darle una patada a la nieve, no sé si para ponerse de pie o qué, el caso es que el trineo comenzó a deslizarse cuesta abajo. Me levanté, traté de alcanzarlo, resbalé y me espatarré. Y el Lobito seguía bajando. Dakis salió detrás de él, sus patas traseras patinaron, trató de recuperar el equilibrio y no lo consiguió. Finalmente, el trineo acabó atascado y el Lobito se quedó mirando su alrededor como un polluelo perdido entre la nieve. Me carcajeé.

«Será desmorjao… ¡Quieto ahí, que ya me avengo!» le grité.

Y Dakis y yo nos dispusimos a bajar con cuidado hasta el trineo. Dakis llegó antes y tuve tan sólo tiempo de divisar una sombra gris que pasaba como un relámpago por la nieve antes de que desapareciera detrás de un árbol. Inspiré, suspenso. Eso había sido…

«¡Una ardilla!» exclamé. «¡Lobito! ¿Has visto la ardilla? Pues claro que la has visto si hasta te ha venido a visitar, ¿eh? Son amigas mías, ¿quieres que te las presente?»

Levanté al Lobito y nos acercamos al tronco del árbol por donde había desaparecido la ardilla. Canté un: «ardilla, ardilla, ven amiga, ¡ven!». No vino. Suspiré.

«Eso es lo que pasa cuando uno se va, que luego las ardillas cambian y no te conocen.»

El Lobito alzó una mirada expectante hacia mí y emitió un chasquido con los labios. Solía hacer eso cuando había algo que no entendía y quería entender. Sólo que, en ese momento, no supe muy bien qué era lo que quería entender. Me encogí de hombros.

«A las ardillas que conocía les encantaba jugar conmigo y me enseñaban sus bellotas,» expliqué. «No sabes lo que es una bellota, ¿eh? Ya… Bueno, cosas de comer. También compartía bayas con ellas en verano: les encantaban. En cambio, los cangrejos no les gustaban… Un cangrejo es un cacharro pequeño y negro con armadura y pinzas, ¿lo captas? Da igual: están ricos. Vamos a ver si encontramos a alguna ardilla. ¡Ardillas!» exclamé de pronto. Mi voz desgarró el aire de la mañana. «Soy Mor-eldal, ¿no os acordáis de mí?»

Por lo visto, no, no se acordaban. Seguí llamando a mis amigas mientras caminaba entre los árboles con el chicuelo. Dakis pronto se aburrió y dio media vuelta, seguramente para regresar a la cueva y rehuir de la nieve. Al de un rato, una ardilla de pelaje muy oscuro asomó la cabeza sobre una rama. La señalé y murmuré:

«Ahí, ahí, ¿la ves?»

El Lobito asintió con la cabeza y sonreí anchamente cuando, al acercarme, creí reconocer a la ardilla. Tenía una pelambrera negra que se alzaba sobre la cabeza.

«¡Ese es Fufú!» dije, riendo.

Medio me reía de mí mismo al sentirme tan emocionado por el encuentro. Y, como la ardilla no se acercaba, la llamé cantando. Al final, para alivio mío, se aproximó de veras, bajó del tronco a la velocidad del rayo y se encaramó a una raíz. Murmuré:

«Salú, Fufú.»

La ardilla me reconoció y se acercó. Entonces, el Lobito dio un paso hacia ella… y Fufú afufó.

«Anda,» me sorprendí y, poniendo los ojos en blanco, le revolví el cabello a un Lobito desconcertado. «Es natural, shur. Es una ardilla. Y las ardillas son más gallinas que las gallinas mismas.»

Callé, mordisqueándome la mejilla. Me resultaba tan extraño haberme encontrado con esa ardilla… Y es que, en vez de recordarme mis juegos con las demás ardillas, en el valle, me había recordado a mis compadres, en Éstergat. Los había dejado desde hacía ya… unos veinte días, contando el viaje. ¿Qué día era exactamente? No lo sabía. No me había molestado en pensar en esas cosas… Pero ahora sí que me parecía importante. Y si me parecía importante, ¿eso acaso significaba que había dejado de ser por completo ese niño salvaje del valle que no sabía lo que era una hora ni lo que era un reloj? ¿Significaba acaso que mi vida aquí, con el maestro, no era lo que yo deseaba? ¡Con las veces que había soñado poder regresar con el hueso de ferilompardo, convertirme en nakrús y hacer lo mismo que mi maestro!

Pero, pensándolo bien, ¿qué hacía mi maestro? No dormía, no comía, apenas necesitaba alimentarse con el morjás de los huesos, tenía tres libros que conocía de memoria y las estrellas las había contemplado horas y horas… ¿Qué hacía aparte de eso?

Qué turbador resultaba pensar en ello, y más considerar la posibilidad de que, al fin y al cabo, el modo de vida de mi maestro no me convenía. Yo no podía vivir feliz sólo con mirar las estrellas y sentarme sobre un cofre. Eso era bueno para un nakrús que había vivido mil, dos mil años y no le importaba pasarse un año entero averiguando cuál era la manera más rentable de mover la falange distal del dedo meñique. Y yo no era igual. Me sentía más guako que nigromante, y más vivo que muerto. Y un guako de verdad vivía entre saijits, no en una cueva perdida.

Meneé la cabeza, confuso por mis propias reflexiones, y, como el Lobito se rebullía en mis brazos, espabilé y solté:

«Bah, a por el trineo, shur. Arreando.»

En el camino de vuelta, me fijé en que más de una ardilla se había acercado. ¿Venían tal vez a saludarme, avisadas por la ardilla negra de mi presencia? Tal vez. Pero ya no me apetecía jugar con ellas. Mis pensamientos me habían turbado: sentía la urgencia de hablar con mi maestro.

Al salir de entre los árboles, vi que el nakrús ya no estaba sentado sobre la roca. Agarré el trineo y subí pesadamente la cuesta. Pese a las varias capas que tenía para resguardarme del frío, este se infiltraba hasta mí como una serpiente traidora. Llegué a la cueva, posé al Lobito, metí el trineo y encontré a mi maestro con la mirada fija en el espejo. Ladeé la cabeza, curioso, pero no quise interrumpirle. Me quité las botas, se las quité al Lobito, nos metí debajo de la cálida manta y compartí con el chicuelo los restos de las lentejas que habíamos hecho cocer anoche. Aún me quedaban provisiones para, tal vez, dos semanas. Para entonces, ya estaríamos casi en primavera, la nieve dejaría de ser tan densa y sería más fácil encontrar raíces, insectos y… en fin, que no debía preocuparme por la comida. Y menos si decidía regresar.

Alcé una mirada nerviosa hacia mi maestro. Se lo veía tan sereno… Pero tenía que preguntarle.

Me rasqué la cabeza, volví a ponerme el sombrero de copa, me lo quité y estaba abriendo ya la boca cuando mi maestro pareció espabilar, giró sus ojos mágicos hacia mí y rompió el silencio.

«Vaya. ¿Ya habéis comido? Bien, bien. ¿Quieres que siga curándole al Lobito?»

Asentí. Tras unos días de tanteos, mi maestro había conseguido entender qué era lo que fallaba en los huesos del Lobito y por qué no podía crecer solo y, desde entonces, pasaba horas enteras con el chicuelo reparando sus huesos, uno a uno. Era una tarea laboriosa, pero mi maestro era capaz de todo.

Acerqué al Lobito al cofre y dije:

«¿Elassar? Sabes, ahí abajo, con las ardillas, he estado pensando.»

Los ojos de mi maestro sonrieron.

«Increíble,» se burló.

Me encogí de hombros sin abandonar mi seriedad.

«Lo digo en serio, elassar. Estaba pensando en… en ti. Y es que no lo entiendo, elassar. ¿No te aburres? ¿Por qué te quedas siempre aquí, en esta cueva? ¿Por qué no vas a explorar el mundo como he hecho yo?»

El nakrús se rió en silencio.

«Ah, menudas preguntas me haces, Mor-eldal,» pronunció. «¿Cómo sabes que no fui ya cien veces a explorar el mundo como has hecho tú? Cuanto más sabes, cuánto más exploras, más te das cuenta de que, finalmente, todo lo que andas buscando lo puedes encontrar sin moverte. Y como yo soy un gran vago y un gran amante de las montañas, me quedé aquí, a unos cientos de kilómetros de mi pueblo natal que ya tal vez ni exista. No puedo tener esos ‘compadres’ que tienes tú. Ya los tuve. Y murieron todos. El tiempo no perdona,» aseguró con voz serena.

Meneó suavemente el cráneo bajo mi mirada sobrecogida. Que recordase, era la primera vez que me hablaba del tiempo de cuando estaba vivo. Tras un silencio, lo vi tender una mano hacia la cabeza del Lobito pero lo interrumpí.

«Narsh-Ikbal,» solté. «¿Es ese tu verdadero nombre?»

Mi maestro emitió una risa baja ligeramente nostálgica.

«No. Es uno de tantos nombres que he tenido.»

«¿Y cómo te llamabas cuando estabas vivo?» pregunté. Tragué saliva bajo sus ojos súbitamente brillantes. «Quiero decir… antes de convertirte. Tú ya me entiendes.»

El nakrús remedó un suspiro.

«Es historia pasada. Imagínate, vivir tres mil años e intentar recordar lo que hiciste durante el primer siglo… Mi memoria no da para tanto,» bromeó.

Agrandé los ojos, incrédulo.

«Entonces, ¿no te acuerdas de cuando…? Quiero decir… ¿no te acuerdas de nada?»

«Mm, nada es mucho decir,» replicó mi maestro. Pareció divertirlo mi expresión vivamente intrigada. «Bueno. Recuerdo tres o cuatro detalles. Nada que ver con tu ajetreada vida de guako, me temo,» sonrió. «Tuve una vida dedicada al estudio, en un monasterio, cerca de un gran río. Me enseñaron unas artes que, en aquella época, no estaban tan mal vistas, dependiendo de cómo se utilizaran. Por desgracia yo las utilicé mal. Huí del monasterio para convertirme. Y, curiosamente, fue a partir de ahí cuando tuve la impresión de vivir de verdad. Pero, una vez convertido, los recuerdos se me confunden. No se puede tener tres mil años y no tener tremendos agujeros de memoria. Aunque, de todas formas, hijo mío, el pasado poco le importa a un nakrús.»

Fruncí el ceño, pensativo, tratando de imaginarme la vida de mi maestro, y entonces pregunté:

«¿Y el futuro? ¿Ese te importa?»

El nakrús parecía estar disfrutando con la conversación.

«¿El futuro?» repitió, divertido. «Mm. Como diría mi viejo amigo Orferyum: no hay ser más aterrado por la muerte que un nakrús. Sí, el futuro me importa, Mor-eldal. Pero más me importa el tuyo que el mío.»

Aquello hizo tornar mi atención hacia mí mismo y la sola idea de que mi maestro al fin iba a darme una respuesta me llenó de esperanza.

«¿O sea que ya sabes lo que tengo que hacer?» inquirí.

«¿Lo que tienes que hacer? No, Mor-eldal. Eso sólo lo sabes tú,» me contestó alzando un índice esquelético hacia mí. «¿Y si te digo que vuelvas con tu familia?» Marcó una pausa, inspeccionando mi reacción, y añadió con naturalidad: «O que vayas más lejos a explorar el mundo, o que te quedes conmigo y te conviertas en un pequeño nakrús parlanchín. ¿Qué me dices, hijo mío? ¿Qué es lo que quieres realmente? Esa es la pregunta clave. Y en eso yo no puedo ayudarte más que dándote mi opinión.»

Yo lo miraba con los ojos muy abiertos, reteniendo la respiración. O sea que él tenía una opinión en el asunto. ¿Pero cuál? Si me pedía que me quedara con él… ¿le haría caso? Natural que le haría caso. ¿Cómo iba a separarme de mi maestro contra su voluntad? Eso era imposible.

«¿Tú qué harías?» pregunté al fin.

Mi maestro había posado una mano sobre el cofre y el Lobito la inspeccionaba con gran atención, pero el nakrús no parecía haberse fijado: sus ojos reflejaban una profunda cavilación.

«Qué haría,» repitió. «Probablemente algo que tú jamás harías. Y, si lo hicieras, sería un error. Huiría,» explicó. «Huiría de la gente que conozco y me iría allá donde nadie me dijera lo que tengo que hacer. Y, sin embargo, Mor-eldal, huir en tu caso sería un error. Yo soy un solitario. Un nakrús que moría cuando vivía y que vivió los mejores años de su vida cuando ya no era más que un montón de huesos. Pero ese no eres tú, hijo mío. Tú eres un muchacho capaz de ser más feliz en un año que un nakrús en diez mil años. Mi opinión es que debes volver a Éstergat. Hagas lo que hagas ahí, debes volver a esa ciudad.»

Asentí en silencio. Bueno. Corriente, volvía a Éstergat, pero ¿y luego qué? Tal vez adivinando mis pensamientos, él añadió:

«No temas el futuro. Sigue siendo tú mismo. Eso es lo más importante, Mor-eldal. Seguir siendo la persona que uno ama ser. No siempre es fácil, pero es la mejor recompensa que uno puede darse a sí mismo.»

Pestañeé. Caray. Eso sí que sonaba serio.

«No lo capto,» confesé.

Mi maestro rió.

«No importa. Lo entenderás algún día.»

Entonces, bajó la mirada hacia el Lobito, posó una mano sobre su cabeza y se concentró para sanar al chicuelo. No lo interrumpí, porque sabía que esos sortilegios eran rabiosamente difíciles. Me quedé cerca por si el Lobito se asustaba aunque, con el sortilegio de aturdimiento que le lanzaba mi maestro, apenas reaccionaba y siempre se le quedaba la mirada atontada durante toda la sesión.

Como mi maestro trabajaba, me fijé en la ausencia de Dakis. ¿Dónde se habría metido? ¿A cazar, tal vez? Según me había explicado mi maestro, los cerberos de brumas comían un poco de todo: tierra, corteza, insectos… También comían carne roja, pero por lo visto Dakis no la probaba desde que había sido adoptado por Shokinori con tan sólo seis lunas de edad. Era, como se llamaba él mismo, un cerbero pacifista. Según decía mi maestro, claro, porque yo, por desgracia, seguía sin entender las conversaciones bréjicas que mantenían el nakrús y el cerbero.

«Muchacho,» lanzó de pronto mi maestro. «En este trazado, necesito un poco más de fuerza.»

Lo ayudé como pude. Yo no sabía muy bien lo que hacía, pero sabía seguir su energía y, cuando me decía «ahora», yo inyectaba morjás al mismo tiempo que él y él modulaba el conjunto quién sabe cómo. Era extenuante, pero teníamos los huesos de ferilompardo para recargarnos y, en fin, que no nos faltaban reservas de morjás.

El sol ya había pasado el cenit cuando mi maestro declaró alegremente:

«¡Pues más o menos acabado! Bueno, seguro que hay algún hueso que todavía no está del todo bien, mañana lo verifico, pero en general afirmaría que este chicuelo va a poder crecer solo y como un roble.»

Estiré al Lobito para tumbarlo, sonriendo de oreja a oreja.

«¡Qué bueno!» me alegré. «A buen seguro Palmafría te daría una bendición. Me dijo que, si no cuidaba bien del Lobito, su espíritu vendría a castigarme. Pues ahora ¡a ver si viene a santificarme!»

Me carcajeé. Tal vez por culpa de tanto sortilegio, el rubito se había quedado profundamente dormido. Lo dejé bien arropado y pregunté cada vez más extrañado:

«¿Sosque se ha metido Dakis?»

Me alejé hasta la entrada de la cueva y me quedé ahí arrimado con el ceño fruncido. Por más que sondeaba los alrededores, no veía al cerbero. Al de un buen rato, regresé adentro encogiéndome de hombros.

«Espero que no se haya perdido,» comenté.

Desde su cofre, el nakrús se burló:

«¿Perderse, un cerbero de brumas? Esas criaturas tienen mejor orientación que un mapa. No te preocupes, Mor-eldal: volverá.»

Parecía tan seguro que no me preocupé hasta que, llegada ya la noche, vi que seguía sin volver, pero como mi maestro no lo mencionó me dije: bueno, a lo mejor es que es normal. Y me tragué la inquietud. Sin embargo, en el fondo, no podía dejar de pensar que Dakis me había dejado plantado. No es que me fuera a amoscar por ello. Más bien me entristecía. A la mañana siguiente, al no verlo, grité su nombre por toda la cuesta. Nada. Intenté pensar que, si se había marchado, lo había hecho por culpa del frío y porque echaba de menos a Shokinori y no porque se aburriese con nosotros. Al de una hora, decidí dejar al Lobito en la cueva con el maestro y salir en su busca.

«No lo vas a encontrar, Mor-eldal,» me advirtió mi maestro.

«No ha nevado esta noche, fijo que se ven las huellas,» razoné.

«Entonces, puedo decirte adónde van sus huellas,» aseguró el nakrús con tranquilidad. «Nada más sencillo: van hacia abajo y hacia el sol levante. Pero ve, ve y compruébalo por ti mismo.»

Le eché una mirada fruncida.

«Dijiste que volvería.»

«¡Ja! Y volverá,» aseveró mi maestro con ánimo. «Pero no volverá solo.»

Aquellas palabras me dejaron plantado en la entrada de la cueva, bastón en mano. ¿Que no volverá solo? Eso… eso significaba…

«¡Fiambres y brasas!» exclamé, incrédulo. «¿De verdad van a venir aquí Shokinori y Yabir? Pero… ¿y tú lo sabes? ¿Desde cuándo lo sabes? Y… ¿y cómo saben ellos que tienen que venir hasta aquí?»

«Todas esas buenas preguntas,» afirmó el nakrús con ojos amablemente burlones. «Sí, van a venir los hobbits. Sí, lo sabía y desde el primer día en que viniste, cuando me dijo Dakis que llevaba alrededor del cuello ese Ópalo Negro que os ha causado tantas peripecias de aquí para allá. Combinando eso con las marcas que sin duda habrá dejado el cerbero a lo largo del camino, esos buenos Baïras deben de estar a punto de llegar y Dakis se ha marchado a acogerlos. ¡No pongas esa cara!» se rió. «Tú mismo dijiste que esos hobbits no te hicieron nada al saber que eras un nigromante. No creo que deba preocuparme por ellos y, de todas formas, aunque se propague el rumor de que aquí vive un terrible monstruo de huesos, me trae sin cuidado porque voy a marcharme.»

Eso último más que cualquier cosa me arrancó un jadeo de asombro.

«¿Vas… a marcharte?» repetí con el corazón acelerado. «¿Cómo… que vas a marcharte? ¿Adónde? ¿A Éstergat?» Y como él negaba con la cabeza añadí, cada vez más perdido: «¿A Yadibia?»

«No pinto nada en Yadibia, querido,» se burló mi maestro. «Tú mismo me dijiste ayer que por qué me quedaba siempre a vivir en esta cueva. Bueno, ya llevo casi quinientos años aquí… tal vez sea una buena razón para moverme un poco. Márevor Helith me propuso este verano hacer una pequeña reunión de antiguos amigos. No tenía la intención de ir porque tenía pensado esperar unos cien años más, por si volvías, pero ya que has vuelto… Le he dicho a Márevor que iría. Está trabajando en una serie de monolitos para facilitarme el viaje. ¡Sólo espero que no se me quede el brazo colgando por la Estepa de Corobia o quién sabe dónde!» se carcajeó.

No daba crédito a lo que oía. Estaba pasmado. Dejé el bastón y regresé junto al cofre con pasos vacilantes, tratando de averiguar si a mi maestro se le había ido la cabeza o si estaba hablando en serio. Y, por increíble que pareciera, todo indicaba que no estaba de guasa.

«¿Te has quedado mudo, hijo?» se preocupó mi maestro. «Pensé que, puesto que tú te ibas de vuelta a Éstergat, no te molestaría que yo me fuera también.»

Meneé la cabeza.

«Yo… pues… no. Natural que no,» balbuceé. «Pero… ¿no vas a volver?»

Mi maestro me contempló, dejó su cofre y se incorporó. Me sacaba más de dos buenas cabezas. Medía igual que Korther y me pregunté si, como el cap Daganegra, habría sido un elfocano, antaño. En cualquier caso, Yerris iba a tener razón diciendo que, más que un humano, yo parecía un gnomo de lo lento que crecía.

En vez de contestarme, mi maestro se giró, se acuclilló y, para maravilla e ilusión mía, sacó una llave dorada y la metió en la cerradura de su cofre. Jamás de los jamases había querido decir lo que había ahí dentro, y mucho menos abrirla. Yo bien que había intentado descubrir el gran secreto, había soltado sortilegios perceptistas, en vano, e incluso le había robado la llave una vez, pero mi maestro me había pillado antes del tan esperado hallazgo.

No dije nada. No me atrevía a pronunciar una sola palabra. Miré, muy atento, cómo el nakrús giraba la llave en la cerradura y soltaba un sortilegio. Entonces, la tapa del cofre se entreabrió como un resorte. Mi maestro empujó, la abrió del todo y descubrió… un montón de huesos.

Como, arrobado, yo me arrodillaba junto al baúl, mi maestro me advirtió:

«No toques.»

Retiró un pequeño saco encajado en una esquina y sacó un medallón metálico. Era idéntico al que llevaba él alrededor del cuello, me fijé.

«Perteneció a Azlaria,» explicó mi maestro. Su voz, generalmente tranquila, divertida y burlona, estaba ahora impregnada de un profundo sentimiento.

«Azlaria,» repetí.

Jamás me había hablado de nadie con ese nombre, pero parecía haber sido una persona importante para él. Entonces, sentí un repentino escalofrío. Esos huesos…

«¿Ella es… Azlaria?» pregunté en un murmullo ahogado.

Mi maestro asintió con la mirada fija en los huesos del cofre.

«Vivimos juntos durante casi dos mil años,» contó recobrando su serenidad. «Un accidente me la arrebató y juré que encontraría alguna manera de revivirla. Pero hace ya mucho tiempo que dejé de intentarlo. Un nakrús que muere no puede ser revivido. Tan sólo los liches pueden morir dos veces.» Me dedicó una mirada sonriente. «No todo el mundo puede decir que vivió un idilio de amor durante dos mil años. A ella le gustaban las montañas,» añadió desviando esta vez la mirada hacia la salida de la cueva. «Te parecerá ridículo que diga que era hermosa… pero lo era. Al menos para un nakrús. Y bueno, a lo que iba,» agregó, columpiando el medallón. «Fabricamos estos colgantes juntos y Márevor Helith nos ayudó a perfeccionarlos. Cada colgante percibe la energía mórtica en contacto con el otro. Y, a través del colgante, se pueden soltar sortilegios mórticos para ayudar al otro a mantenerse con vida, por ejemplo. No funcionó para Azla. Fue demasiado repentino y… yo no estaba al tanto. El concepto tiene sus fallos pero, sea como sea, si lo llevas y lo tocas con la mano derecha, podré saber que estás bien… en cuanto Márevor Helith me ayude a reparar el que tengo yo. Está roto. Cuando eso ocurra, sentirás una pequeña descarga mórtica y sabrás que ahí estoy yo, tu gran maestro, cuidando de ti en algún lugar de Háreka,» concluyó con los ojos estirados en una sonrisa.

Me pasó por encima de la cabeza el medallón de Azlaria. Yo estaba profundamente emocionado. ¡Mi maestro me estaba regalando nada menos que una reliquia que había pertenecido a su dama!

«Lo cuidarás bien, ¿eh?» me preguntó. Asentí enérgicamente y él cerró el cofre bromeando: «Si lo pierdes, tampoco te tires por un barranco para recuperarlo, eh. Las cosas viejas a veces se pierden.»

«No se me va a perder, elassar,» prometí, cogiendo el medallón con mi mano mórtica enguantada. Miré fijamente al cofre cerrado donde había visto los huesos de ella y afirmé: «Te lo juro.» Pestañeé, me giré hacia mi maestro y añadí con timidez: «¡Gracias!»

Y le di un abrazo, porque sólo de pensar en esa Azlaria e imaginarme el dolor de mi maestro se me rompía el corazón. Y, de ahí, pensando y pensando, cuando me aparté, llegué a preguntarle:

«¿Puedo ir contigo a esa reunión?»

El nakrús emitió un sonido de sorpresa entremezclado con una risa.

«¿De verdad quieres conocer a las personas más majaras de toda Háreka, hijo?»

Me encogí de hombros, burlón.

«Ya te conozco a ti.»

«¡Ja! Pues razón de más para no conocer a más de mi calaña,» aseguró mi maestro. «Aunque no voy a cerrarte la puerta. Tú eliges. Pero, cuando el monolito esté listo, tú también deberás estarlo.»

Me ensombrecí. Y dale, otra elección. Fiambres con las elecciones. Aunque esa, en el fondo, sabía que no era realista. No porque mi maestro no fuera capaz de llevarme por el monolito si se lo pedía, sino porque no quería dejar todo atrás. Porque sentía que debía ayudar a mi familia. Porque no quería perder a mis comparsas. En fin, por un montón de razones. Y me sentía muy responsable pensando eso, me sentía como un hermano mayor, casi como un adulto, como un héroe.

Bajé la mirada hacia el medallón. Era circular, con motivos grabados en él.

«Vaya… ¿No serán signos caéldricos?» pregunté.

«Cuatro años enseñándote los signos caéldricos ¿y me preguntas eso?» resopló el nakrús. «No es caéldrico. Son signos que inventó Azlaria. Era una lingüista apasionada y le encantaba crear nuevos alfabetos.»

«¿Qué hay escrito?» inquirí con curiosidad.

El nakrús, por supuesto, no necesitó mirarlo para recitar:

«Que reinen la paz, la sabiduría y el amor.» Sus ojos mágicos se dilataron y añadió agitando el cráneo: «Voy a dar una vuelta.»

Asentí pero lo llamé cuando ya salía de la cueva.

«¡Elassar!» Vacilé. «¿Cómo has hecho para hablar con Márevor Helith? Creía que era profesor en una academia muy lejana.»

«Lo era,» rectificó mi maestro. «El invierno pasado estuvo pateándose las Colinas de las Tormentas en busca de huesos de gahodal. Y ahora se ha metido en la cabeza hacer una reunión de viejos amigos. Quiere presentarnos a un aprendiz suyo y brindar por los huesos, los viejos tiempos y qué sé yo. Ese buen hombre no sabe quedarse quieto ni un par de años.»

«Pero entonces… ¿vino aquí?» pregunté, confuso.

«¿Márevor? Qué va. Comunico con él a través del espejo. Otra reliquia más, pero esta la hizo nada menos que el maestro de Márevor Helith, que en paz descanse. Los monolitos se lo llevaron al infierno. Ya te digo: tanto rehuir de la muerte, pero luego los nakrús suelen tener una tendencia a ser unos completos insensatos. Yo no me incluyo, por supuesto,» sonrió. «Los monolitos de Márevor Helith tendrán que ser noventa y nueve por ciento seguros antes de que los cruce. ¡El riesgo vale la pena!» Entonces, alzó la vista hacia el exterior y añadió: «No creo que los hobbits tarden en llegar. Me avisas si aparecen: estaré en la roca de la estrella.»

Y se alejó, con ese andar rígido que lo caracterizaba. Pronto desapareció de la entrada y me senté sobre la cálida manta, con el Lobito. Este dormía plácidamente, curado ya del todo por el mejor hombre del mundo. Por elassar. Elassar, que se iba a ir lejos mientras que yo regresaba junto a los saijits con, al cuello, el medallón de una nakrús.

Meneé la cabeza, sonriente, y me tumbé junto al Lobito murmurando:

«Creo que lo he entendido, Lobito. Las casas se mueven con las personas. Mi maestro se va con sus compadres. Y yo con los míos. Y mi familia no me mandará a ese centro. Dice Kakzail que mis padres trabajan para alimentar a mis hermanos. Pues bueno, les traeré plata, para que no se enfurruñen. Los alimentaré yo. Puedo hacerlo. Y así el barbero no me mandará a los moscas, porque estará contento conmigo. ¿Voy bien, verdad?» susurré.

El Lobito se dio la vuelta, dormido, y se aferró a mi abrigo. Me mordisqueé el labio y, en un arrebato de confianza, confirmé en voz alta:

«Vas rabiosamente bien, Mor-eldal.»