Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 3: El tesoro de los guakos

9 Viaje

Apenas despuntaba el sol cuando, ya listo, bastón en mano, calzado con unas botas cálidas, abrigado con un pantalón de lana, guantes y dos abrigos y equipado con una mágara para hacer fuego y un saco entero de provisiones compradas en los Gatos, aterricé en la callejuela fuera del refugio del Raudo y alcé la mano:

«¡Os quiero, compadres! Me voy. Comparsas, me voy. Tened cuidao con el Cuñao y no os corráis el dinero sobrante, que cuando vuelva quiero que me invitéis a un trago. Salú, Sacerdote,» sonreí.

Rogan estaba de pie, en la callejuela. Le di un abrazo de guako, pero en más serio, porque aquella despedida era muy seria. Al separarnos, el Sacerdote se quitó el sombrero de copa y, bajo mi mirada atónita, me lo intercambió con mi gorra.

«Que te traiga suerte, amigo mío. No nos olvides.»

Había estado luchando contra las lágrimas todo ese tiempo pero ahí fui incapaz de retenerme. Cuando un compadre del alma te regala su objeto más preciado, evidentemente uno se emociona. Y yo me emocioné en lo hondo. Respiré ruidosamente y farfullé:

«No te olvidaré, Sacerdote. Ni aunque me hechice una bruja. Ni a vosotros, shurs. Ni a nadie…»

«¡Vamos, vamos, Espabilao!» se carcajeó el Raudo, aterrizando a su vez en la calleja. «Nos vas a hacer llorar a todos como sigas. Despacha esos huesos a tu viejo y habla con él. Que te quite el lío de la cabeza y lo desenrede bien. Y luego, como diría tu buen amigo aquí presente, que sea lo que los Espíritus quieran.» El cap me revolvió el cabello con ojos sonrientes. «Salú y buena suerte, tocayo.»

Inspiré hondo, entendí que lo mejor era que me marchara ya, sin más aspavientos, y le di la mano al Lobito.

«Salú y ventura.»

Y me alejé cuesta abajo, arrastrando al chicuelo detrás. Había decidido llevármelo, porque tenía la certidumbre de que, aunque Palmafría no había sido capaz de curar su enfermedad de huesos, mi maestro nakrús sí que sería capaz de hacerlo. Él podía hacer de todo. Era mi maestro.

No había llegado al final de la calle cuando Manras salió corriendo detrás gritando:

«¡Espabilao! ¡Espabilao!»

Me detuve y el pequeño elfo oscuro se allegó a mí con los ojos muy abiertos.

«¿Qué pasa?» pregunté.

Se mordió el labio, molesto.

«A mí no me has dado un abrazo.»

Resoplé, burlón. Era un mentiroso. Pero se lo di de todas formas. Y, como Dil llegaba trotando, se lo di a él también y lancé:

«Besucones desmorjaos. Anda, no me mareéis. Sois terribles. No olvidéis pasaros por casa de Yal a decirle salú de mi parte, ¿eh? Y ahora me voy en serio. Aliviad.»

Y, antes de que Manras volviera a insistirme con que él también quería viajar en las montañas nevadas y congelarse conmigo en unos bosques llenos de lobos, linces y monstruos de seis cabezas, le di un empellón, agarré de nuevo al Lobito y me fui esta vez de veras, apoyando el bastón en el barro de los Gatos como un conquistador.

Apenas llegué al segundo cruce, me topé con el cerbero de brumas y me inquieté un poco. Durante todos mis preparativos, había estado ahí, escuchando mis razonamientos, presenciando mis regateos con los mercaderes del Laberinto pero, cuando yo había regresado al refugio para dormir y retomar fuerzas para el viaje próximo, Dakis se había esfumado. Y ahora… ahí estaba.

Alcé la vista y busqué a los hobbits, pero no los vi. Algo que, debo decir, me causó alivio.

«¿Vas solo?» pregunté.

El cerbero me sonrió. Me encogí de hombros y seguí andando. Lejos de impedirme pasar, Dakis se puso a caminar a mi lado. Juntos, salimos de los Gatos, atravesamos Tármil, bordeamos el Parque de la Tarde, cruzamos el mercado y llegamos a los Muelles Rojos en Rískel. Ahí, había un pequeño camino de tierra entre el Río de Éstergat y un barranco. Y se veía desde donde estaba el Camino Imperial por el que había llegado yo más de un año y medio atrás. Tal vez para algunos eso era poco tiempo, pero para mí era toda una vida. En el valle había sido un niño salvaje e ignorante de su propio mundo; en Éstergat había sido un guako más, perdido entre un mar de almas. Y ahora, entre esos dos mundos, estaba más perdido que nunca. Pero elassar me salvaría.

Puse un pie en el Camino Imperial y me puse a andar con el Lobito a un lado y el cerbero al otro. Hacía un día invernal pero soleado. Las carretas se atascaban en el camino, la gente voceaba, se saludaba, imprecaba. Y mirándolos, de pronto, me puse a pensar en el mundo que, se suponía, debía explorar. ¿Qué había explorado yo, en realidad? Una capital, un montón de casas, pero sólo una ciudad. Nada de esos mares, desiertos y lejanas tierras de las que me había hablado alguna vez mi maestro. Sin embargo, tenía una excusa: había encontrado a saijits y me había hecho amigos. Y esos amigos no tenían por qué explorar el mundo como me había encomendado a mí mi maestro. Además: le llevaba los huesos de ferilompardo. ¿Qué más quería? ¡Se regocijaría, a buen seguro!

No tenía mucha idea de qué dirección tenía que tomar. Recordaba haber cruzado un puente, por lo que un Gato me había dicho que probablemente hubiese atravesado el puente Kief del Río Señero y que ese gran bosque que había cruzado sin duda debía de ser el interminable Bosque de Arkolda. A partir de ahí, había que bordear las montañas, eso lo sabía. Y se llegaba al valle. Y… luego, esperaba que mis recuerdos me ayudasen. Las ardillas me ayudarían, había pensado. Y el pensamiento me había arrancado una sonrisa de esperanza.

Llevábamos unas tres horas andando entre salir de Éstergat y bordear por el Camino Imperial cuando, harto ya de levantar y posar al Lobito, decidí hacer una pausa. Le di al rubito un trozo de pan con queso, me preparé otro y, tras una vacilación, cogí otro trozo de pan y se lo tendí al cerbero.

«¿Tienes hambre?»

Dakis contestó aceptando delicadamente la comida y zampándosela. Caray. Si comía a esa velocidad, nuestras provisiones iban a caer en picado en dos días. Mastiqué mi propia porción y, tras un silencio, pregunté:

«¿Por qué no estás con Shokinori? ¿Te has amoscao con él o qué?»

Sentí retazos de energía bréjica alcanzarme e hice una mueca decepcionada al no entender nada.

«Ojalá mi maestro me hubiera enseñado la energía bréjica. Porque no te oigo,» confesé. Me encogí de hombros y sonreí. «Pero es igual. El Lobito tampoco habla, y le entiendo rabiosamente. Y me alegro de que estés aquí, conmigo, y con el chicuelo. No sé cuánto va a durar el viaje. Yarras dice que hasta Gistea se tarda un montón. Así como media luna o más. Y mi maestro vive en plena montaña. Habrá que subir y subir… Y luego está la vuelta. Lo mismo te cansas y me dejas a medio camino, ¿eh?»

Lo contemplé con cara sombría. El cerbero me devolvió una mirada serena. Admití:

«Me gustaría que vinieras hasta el final. Me sentiría mucho más tranquilo. Porque tú no sabes los bicharracos que hay por ahí. ¿Viste la cicatriz que me dejó una vez un lince? No te la enseño ahora porque hace frío. Pero me habría escachufao si no fuera por… Bueno. Por lo que me enseñó mi maestro.»

Dejé escapar suavemente el aire de mis pulmones mientras desviaba la mirada hacia el Camino Imperial. Ahora el tráfico estaba más calmado, aunque seguían pasando carretas continuamente. Tras un rato, me rebullí y me incorporé.

«Vamos, Lobito, levanta. No te hagas el remolón.»

Pero el Lobito se hacía el remolón: estaba cansado, se le llenaban los ojos de lágrimas, se sentaba en la hierba y pataleaba. Me puso nervioso. Le insistí y, finalmente, iba a desistir y volver a sentarme cuando el cerbero me estiró de la manga y reclamó mi atención. Lo vi erguirse, lo vi señalarse el lomo, repitió el mismo gesto varias veces, giró la cabeza hacia un jinete que pasaba por el Camino Imperial y… de repente, creí entenderlo. La propuesta me arrancó una carcajada.

«¿Quieres que te ponga al Lobito encima?»

El enorme cerbero se tumbó y, tras una vacilación, calmé al Lobito, lo cogí en brazos y lo posé sobre Dakis. Este volvió a incorporarse y, al ver la expresión asombrada del Lobito, me eché a reír. Me atraganté cuando vi al cerbero darme la espalda e invitarme a… subir también.

«La… la madre,» tartamudeé. «¿En serio puedo…?»

Vacilé pero el cerbero insistía, así que guardé mi bastón cruzado entre las correas de mi saco y me decidí. Cuando le agarré el pelo, él no protestó. Me icé sobre su lomo, detrás del Lobito. Mis pies no llegaban al suelo. Fi-am-bres. ¡Estaba subido sobre Dakis! No podía creerlo. Entonces, el cerbero se puso a caminar. Me reí de lo raro que resultaba eso. Me sentía como un mangaplatas subido a un caballo, sólo que en vez de un caballo era un cerbero de brumas.

Poco a poco, Dakis aceleró el ritmo, trotando rumbo al norte. No me estaba traicionando: ¡realmente quería ayudarme a volver junto con mi maestro! Yo exultaba encima de él, agarrándome a su cuello y medio aplastando a un Lobito igual de maravillado que yo. A principios de la tarde, cruzábamos el Puente de Kief ante las miradas extrañadas de los saijits y les devolví una sonrisa radiante debajo de mi sombrero de copa. Pasamos por la aldea de Hishiwa y giré varias veces la cabeza a ver si reconocía a su madre, pero no vi más que rostros que se giraban hacia mí y me señalaban con expresiones de asombro y de diversión. No ofrecía sin duda la misma imagen que el Caballero Matadragones sobre su montura blanca, pero casi mejor, porque a ese caballero le pasaban muchas miserias y, además, era un mangaplatas, y yo no quería que me confundieran con un mangaplatas.

Dakis siguió avanzando al mismo ritmo, como si no se cansase una pizca. Al de varias horas, comencé a preocuparme. ¿Es que no necesitaba hacer pausas? Como anochecía, le dije:

«Oye, Dakis, ¿no tienes que descansar un poco?»

Por un momento, creí que no me había oído pero, entonces, el cerbero rompió la línea recta, dio unos círculos, ralentizó el ritmo y, sacando la lengua, sonriente, se paró. Salté abajo, agarré al Lobito y me carcajeé.

«¡Ha sido una pasada! ¡Todavía no puedo creérmelo!»

Abracé a Dakis, lo acaricié, le rasqué las orejas y él acogió todos esos mimos con evidente placer.

«Bueno,» dije entonces, bostezando. «Hay que encontrar un buen sitio para dormir. Yo solía dormir en los árboles, pero no sé, no sé… lo mismo hay alguna persona caritativa por esos lares, ¿no creéis?»

Y nos dirigimos entonces hacia una granja, en lo alto de una colina. Pero, cuando llegué arriba, lo que vi me hizo olvidar el resto: ahí, a lo lejos, se adivinaban los lindes del Bosque de Arkolda. El enorme bosque por el que yo había pasado, cuando no tenía aún diez años… Meneé la cabeza, incrédulo.

«Aún no puedo creer que saliera vivo de esto.»

Y, despertando de mi ensimismamiento, estiré al Lobito y entré en el patio de la granja. Oí ladridos y me tensé al avistar a dos perrazos, pero enseguida me relajé cuando los vi callar y agitar el rabo. Le eché una ojeada curiosa al cerbero e hice una mueca sonriente. Dakis parecía tener buena presencia.

Encontré un pequeño establo con un burro y un montón de paja. Tras dudar en pedir permiso a los dueños de la casa, resoplé, me encogí de hombros y fui a tumbarme sobre la paja afirmando:

«¡Como reyes vamos a sornar aquí!»

Compartí el agua de la cantimplora con el Lobito, comimos unas pasas y yo saqué un bastoncillo negro… En ese instante, Dakis gruñó y olisqueó la raíz de rodaria. Enarqué una ceja y se lo tendí.

«¿Quieres un poco?»

Dakis resopló, agarró el bastoncillo negro y lo arrojó. Aterrizó en una boñiga. Hice una mueca.

«Vaya. No pasa nada. Tengo otro.»

Lo saqué pero, para gran consternación mía, Dakis hizo exactamente lo mismo y el bastoncillo fue a parar al mismo sitio.

«¡Qué fiambres, pero sólo tenía esos dos!» protesté. «Los necesito, Dakis, que si no me entra hambre. No entiendo qué te pasa.»

Sentado sobre sus patas traseras, Dakis ponía cara enfurruñada, como si me estuviera echando un sermón. A saber lo que me estaría diciendo. Suspiré ruidosamente.

«Que no entiendo, no insistas.»

Me levanté y fui a inspeccionar la boñiga. Daba asco pero, si lavaba bien los bastoncillos, a lo mejor… El cerbero me agarró del brazo con sus dientes. No mordió, pero me dejó igual de asustado. Retrocedí como él me soltaba y volví a mi lecho de paja con el corazón latiéndome a toda prisa.

«C-corriente,» murmuré. «Ya lo capto. No te gusta la rodaria. Te crees que es malo. Pero no lo es.»

Dakis resopló, escéptico. Inspiré y, pese a mí, realicé un ademán brusco.

«Está bueno, salú rodaria. Ganas, isturbiao. Pero sólo porque me has llevado sobre tus espaldas, porque si no me habría amoscao, ¿sabes? Pero te perdono. Está bueno,» repetí.

Y, tragándome la irritación, saqué la manta más grande del saco, me tumbé, escuché los ruidos de la granja y esperé que ningún dueño nos hubiera oído hablar. Tras un largo silencio, murmuré:

«Buenas noches, Lobito. Buenas noches, Dakis.»

El Lobito vino a acurrucarse junto a mí, lo tapé con la manta y, tras echar una ojeada a Dakis y verlo tumbado cerca, me pregunté por qué razón habría querido ayudarme. ¿Estaría vigilándome? ¿Vendría enviado por Shokinori o bien venía por voluntad propia? A saber.

Bostecé, cerré los ojos y, entrando en calor, cómodamente apoyado en la paja, me dejé llevar por un sueño maravilloso en el que, subido a un enorme dragón, volaba y volaba por los aires y exploraba, pero no una ciudad: el mundo entero. Mi maestro nakrús estaba sentado detrás de mí y decía: ¡mira el mundo, Mor-eldal! Y yo lo miraba a él.