Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

18 Frashluc

No pegué ojo durante toda la noche. Nos habían metido en un sótano a mí, a Rogan y a los que se habían rendido. A estos últimos los tenían atados de pies y manos, pero a Rogan y a mí no. Incluso, a petición del Sacerdote, me habían quitado la mordaza y creo que este debió de lamentarlo, y es que apenas lo dejé dormir. A decir verdad, apenas dejé dormir a nadie en el sótano: estaba desatado. Ora me ponía a llorar, berrear y llamar a mis comparsas, ora me ponía a cantar o a delirar y balbucear, a veces en drionsano, otras veces en caéldrico… Poco importaba en qué hablara: de todas formas, al de un rato, nadie se fijaba ya en lo que decía: todos estaban tan hartos de mí que, de no estar atados esos tipos, probablemente no habría sobrevivido a la noche. Si Frashluc hubiera buscado una tortura apropiada para sus ovejas descarriadas, no habría encontrado mejor.

Al final, fue Rogan el que, instigado por los consejos de los demás que le hablaban de cómo colocar el puño contra mi «cara de mocoso» con la velocidad adecuada, se decidió a actuar. Me pasó los brazos por encima de los hombros cuando yo estaba cantando:

¡Ohé! Qué linda estás elfita,
¡Ohé! Cuánto te quiero yo…

Caí de bruces bajo el peso del Sacerdote, este me sentó de cuclillas y recibí un puñetazo en pleno vientre que me cortó la respiración y por poco me hizo devolver el medio pan que me había comido aquel día. Recibí otro golpe y, perplejo, turbado, jadeé:

«Me haces daño… daño, compadre.»

Desde detrás, sin soltarme la cintura, Rogan me pasó la otra mano por la frente. Casi me metió un dedo en el ojo y suspiró.

«¿Vas a callarte, Espabilao? Si te callas, no pego. ¿Corriente? Es que estás insoportable. No sé qué te pasa, pero espero que te pongas bueno pronto. Venga, túmbate, eso es, y ahora no abres la boca, ¿eh?» me dijo, colocando la mano debajo de mi mandíbula como para impedir que encadene con alguna serenata. «Oh fiambres,» masculló. «¿Ahora te pones a llorar? ¿Pero qué fiambres te pasa, shur? ¿Ha sido el sortilegio ese que te ha comido la cordura?»

«Debió de hechizarlo la bruja,» gruñó uno de los adultos.

«Callaos, por favor, callaos,» suplicó otro. «¡Quiero dormir…!»

Otro, que llevaba ya tiempo sin decir nada, soltó un bufido de profunda irritación.

«¡Ya basta, condenado demonio! ¡Por mi Espíritu la zurra que le arrearé a ese guako cuando tenga las anclas libres!»

Sintiéndome completamente ajeno a la amenaza, sollocé:

«Mis comparsas…»

«Que tus comparsas están bien, Espabilao, el Bailador dijo que se ocuparía de ellos, ¡te lo he repetido veinte mil veces!» se exasperó Rogan. Y me dio un golpecito en la cabeza. «Qué pesao.»

Pero ¿dónde están los huesos?, quise preguntarle. Sin embargo, en ese instante, un atisbo de lucidez me hizo dudar de si mi pregunta era razonable y… quedé desorientado. Perdido. Olvidándome de llorar, contemplé la oscuridad del lugar con creciente turbación hasta que, sin previo aviso casi, me quedé dormido. Mis compañeros hubieran podido soltar gritos de victoria que probablemente no me habrían despertado.

Tuve una pesadilla. Todo empezaba bien: estaba sentado a la orilla del río de Éstergat, sobre el peldaño de una escalera que bajaba hacia los muelles. Tenía una gran cesta llena de espinas de pescado. Las cogía una a una, las lanzaba al río y estas revivían y volvían a nadar como siempre habían hecho. Era una pura alegría verlas coletear bajo el agua… Hasta ahí todo bien. El problema vino cuando, al alzar la vista, vi aparecer a Kakzail en uniforme de mosca, llevando a Dakis con una correa. Los dos me enseñaban los dientes y me gruñían. Asustado, me levantaba de un bote, resbalaba, caía al río y comenzaba a agitarme, aterrado, mientras una vocecita me recordaba: no sabes nadar, Mor-eldal, ¡no sabes nadar! Kakzail y el perro, contra todo pronóstico, trataban de salvarme, pero yo ya estaba muy al fondo, entre las espinas de pescado que se arremolinaban a mi alrededor, curiosas, sin entender que yo necesitaba respirar, sin entender que me estaba muriendo…

Recibí un coletazo de una espina muy grande. Y otro. Y otro más. El agua del río me sacudía como a un ciruelo.

«¡Métele pimienta de Lezia en la boca! Despertará dando botes,» decía una voz.

Fue como si mi lengua hubiera prendido fuego. Grité, me atraganté, sofoqué… Alguien me tendió un vaso de agua y bebí a largos tragos con los ojos muy abiertos. Al fin, me fijé en lo que me rodeaba. Me habían transportado fuera del sótano, en una habitación bien iluminada, con unas cristaleras que daban a una terraza. Había una gran mesa con tres personas sentadas ahí. Dos jugaban moviendo fichas sobre un tablero. Y el tercer hombre, el más viejo, me miraba. Era un humano blanco, regordete, de edad madura y trajeado como un mangaplatas pasado de moda… ¿Podía ser que fuera Frashluc? Tenía que serlo. Aunque la simple posibilidad de que lo fuera me llenaba de aprensión. Y es que, vaya, no todos los días uno se encontraba cara a cara con el mayor cap de los Gatos.

Una mano me quitó el vaso vacío de las manos y desvié la vista de Frashluc para encontrarme con los ojos rojos del cuarto hombre que había en la sala. Me resultó familiar y, cuando caí en la cuenta, resoplé, incrédulo. A ese lo había visto en El Cajón alguna vez. Se llamaba Jarvik. Y lo apodaban el Albino. Porque era muy blanco de piel y de pelo. Era teóricamente un elfo oscuro, pero no lo parecía. Como yo lo miraba con fijeza, Jarvik me dedicó una leve sonrisa molesta y Frashluc soltó:

«Siempre dije que la pimienta esa hacía maravillas. Buenas tardes, Draen Hílemplert. Haz el favor de sentarte.»

Fijando una mirada prudente en Frashluc, vi que me señalaba una de las sillas a su lado y me levanté contestando educadamente:

«Buenas tardes, señor.»

Aún me ardía la lengua por la pimienta y mi respuesta sonó jadeante. Me adelanté en el comedor y estaba ya sentándome en la silla cuando me puse pálido y me repetí: ¿buenas tardes? ¿buenas tardes? Veía desde aquí la cara ensombrecida del director de la Golondrina al ver que no había asomado la nariz por su oficina en toda la mañana. La madre… Sin pensarlo, hundí la mano en el bolsillo donde guardaba mi asofla. Tan sólo cuando saqué un tallo de la planta y me lo metí en la boca me fijé en la suerte que tenía de que nadie me la hubiera quitado. Tal vez el Bailador hubiera explicado el caso y… Pues claro, me dije entonces. Frashluc estaba al corriente de todo el asunto de la sokuata, el alquimista y la asofla. ¿Cómo no iba a estarlo? Según los del Cajón, incluso había estado cobrando parte de lo que el Bravo Negro había ganado con las perlas de salbrónix. Él lo sabía todo.

Como el mangaplatas estaba ocupado en ese instante encendiendo una pipa, me dediqué a mirar a los dos que jugaban con el tablero. Se parecían a Frashluc de manera llamativa, pero en más joven. Uno debía de tener mi edad o poco más. Tal vez notando mi interés, el de la pipa dijo:

«Te presento a mi hijo, Darys Frashluc. Y a mi nieto, Lowen Frashluc. Espero,» encadenó, «que te hayas recuperado de tu crisis apática.»

Así la llamaba también mi maestro nakrús: crisis apática. Ya había tenido una con ocho años, al intentar reanimar el esqueleto de un pájaro. Había usado mal mi tallo, había sido demasiado tozudo y, zas, me había quedado delirando durante días. Al cabo, mi maestro me había echado la bronca como nunca me la había echado. Y es que, decía, hubiera podido quedarme apático y bobo para siempre. A partir de ese día, me había dejado de experiencias arriesgadas y no me había vuelto a pasar nunca. Hasta anoche. Por suerte, me había recuperado con rapidez… ¿verdad?

Inquieto, pregunté:

«¿Fue anoche? Lo de Palmafría y Gowbur, digo. ¿Fue anoche, verdad?»

Frashluc enarcó una ceja y plantó la punta de su pipa entre sus labios antes de asentir, para gran alivio mío.

«Fue anoche,» confirmó. «Una noche memorable. Cobró la vida de un traidor y la vida de una bruja que algunos creían inmortal. Hubiera dado diez mil siatos para que nos durara diez años más. No es fácil encontrar a un buen celmista por los bajos fondos.»

Me mordí el labio bajo su mirada atenta. No pude sentirme realmente triste ante la noticia porque… bueno, Palmafría había vivido más que cualquier saijit de carne y hueso. En cambio, sí que me preocupaba por el Lobito. Y es que se suponía que idealmente tenía que despertarle el morjás de los huesos todos los días. Pese a todo, no me atreví a preguntarle a Frashluc si sabía algo y esperé en silencio. Al fin, Frashluc retomó:

«Mira, jovencito. Te he hecho venir aquí porque me gustaría hacerte unas preguntas. Haremos las cosas rápido, ¿te parece?»

«Corriente, señor,» acepté, sin mucho entusiasmo.

«Cuéntame qué hacíais tus compañeros y tú en casa de Palmafría,» exigió el cap.

El hijo y el nieto seguían jugando en silencio. El Albino se había sentado en el otro extremo de la mesa y se había puesto a limpiarse las uñas con su puñal. Me quité la gorra, me rasqué furiosamente la cabeza y me lancé, primero con indecisión y luego con tono de guako orador:

«Pues… Yo, señor… Verá. Primero, que conste: nosotros, mis compadres y yo, no tenemos nada que ver con Gowbur, ¿eh? Pero es que nada de nada. Bueno. El caso es que íbamos a ver a Palmafría para visitar. Porque ahí vivía un chicuelo al que queremos mucho. Total, que llegamos ahí, entro yo y Palmafría me dice que el Lobito justo no está, que se lo ha llevado otra persona. Así que yo le pregunto: ¿y sosque está? Y zas, justo llegan los isturbiaos esos, el Capuchón Verde le pide a la bruja que bufe y luego llegáis vosotros con el papelito bajo la puerta y Gowbur nos dice: sois libres. ¡Libres, tu madre! Pues vaya infundioso escalufniao, que nos manda directo a las ballestas y suelta tabas al vuelo peor que yo. Er… Pues eso, luego nos aferrasteis. Y no hay más,» concluí con cara de decir que realmente no había donde rascar.

Frashluc había permanecido impasible durante mi relación pero, cuando acabé, vi sus labios curvarse ligeramente debajo de su mostacho grisáceo.

«Brillante historia, chaval,» dijo al fin. «Brillante.»

Le respondí con una sonrisa indecisa, no sabiendo si me estaba tomando el pelo o me estaba haciendo un cumplido.

«Sólo te ha faltado un personaje,» añadió Frashluc quitándose la pipa de la boca. «El Bor.» Parpadeé con cara de decir: fiambres. Él continuó con evidente diversión: «Cual no fue nuestra sorpresa cuando lo encontramos en la casa de la bruja, en compañía de ese Lobito y de ochocientos cuarenta dorados. Él dice no ser un traidor y nos contó que Palmafría quería dejarle su dinero para que se ocupara del mocoso. Reconoce, chaval, que es mucha coincidencia. Cualquiera pensaría que estabais todos ahí tratando de sacarle las pulgas a Palmafría, de despalmarla y tal vez incluso de matarla para vengar al inocente y valiente Gowbur.»

Su rostro se había vuelto severo y lo miré con horror mientras él añadía con tono de estar preguntándome cuál era la capital de Arkolda:

«¿Sabes lo que hago con los traidores, guako? Les saco las tripas y el corazón, les arranco los sesos y se los doy a los perros. Con los que se rinden hago lo mismo, a menos que se postren muy bajo, a menos que yo esté de buen humor: entonces les doy una somanta de palos de la que se acordarán toda su vida. Y a sus cómplices, más de lo mismo. ¿Quieres probar?»

Negué con la cabeza, enmudecido.

«No,» aprobó Frashluc. «Tal vez quieras que le devuelva al Bor los ochocientos cuarenta siatos que quería llevarse. Tal vez quieras que te deje tranquilo y deje tranquilos a tus compadres que vieron el jaleo anoche.»

Esta vez, asentí, esperanzado, y me lancé:

«Le juro que yo no conocía a Gowbur…»

«Silencio,» me interrumpió Frashluc. «No tengo pruebas y no me apetece creerte. Para mí, eres un cómplice. Pero también eres un Daganegra. Y, como tal, vas a pagar haciéndome un favor.»

Lo miré, expectante. ¿Qué diablos iba a pedirme ahora ese cap? ¿Por qué no quería creerme cuando le decía que yo era inocente?

«Conoces la casa de la Calle del Hueso donde Korther se esconde a veces, ¿verdad?»

Su pregunta me hizo fruncir el ceño.

«Natural,» confirmé.

«¿Conoces el verdadero nombre de tu cap?» interrogó Frashluc.

Agrandé los ojos.

«No, señor,» resoplé.

«Mm,» meditó Frashluc, mirándome con detenimiento. «¿Sabes dónde vive?»

Sacudí la cabeza negativamente. Era cierto. No sabía nada de Korther aparte de que era, casi sin duda alguna, un demonio.

Frashluc sacó entonces un colgante de debajo de su camisa y sonrió, enseñándomelo. Tenía la forma de un rombo, como las monedas de diez clavos, sólo que en más grande y con, en medio, una especie de diamante gris muy claro.

«Cuando oye una mentira, vibra y se vuelve naranja,» me informó Frashluc. Y dijo a modo de demostración: «Soy mudo.»

Y el diamante se puso naranja durante un instante. Me estremecí, incrédulo. ¿Qué clase de mágara era esa?

«Contesta: ¿has robado ya para Korther?»

Tragué saliva, eché un vistazo nervioso al colgante y asentí:

«Sí, señor.»

«¿Cuántas veces?»

Necesité unos segundos para calcular hasta:

«Tres. Tres veces, señor.»

«Y en esas tres veces, ¿desactivaste trampas, usaste ganzúas?»

«E hice copias de llaves, señor,» completé, con una pizca de orgullo.

«Eres, pues, un experto Daganegra,» sonrió Frashluc. El colgante se puso naranja y tragué saliva. Caray. «No tan experto,» rectificó él. «Dime, ¿de qué conoces al Bor?»

El cambio de tema me dejó confuso.

«Y-yo… Al Bor… Lo conozco del Clavel.»

«Estuviste en su celda.»

«Sí, señor.»

«Y lo ayudaste a evadirse. Dime, ¿le tienes aprecio al Bor?»

Tras echar una ojeada al hijo y al nieto y cruzarme con los ojos curiosos de este último, me encogí de hombros.

«Natural que sí.»

Frashluc se recostó en su sillón, echó un vistazo a su hijo y a su nieto y dijo:

«Entonces, si tanto lo quieres, no querrás que lo condene al bastón. Y tal vez quieras también que libere a tu compadre con sombrero. Rogan, ¿verdad?»

Sentí mi corazón encogerse dolorosamente. Murmuré:

«No les haga daño, señor.»

«No,» cedió Frashluc. «No si tú me traes… este diamante.»

Tendió la mano hacia un periódico que había en la mesa y me enseñó el grabado de una piedra preciosa. Deletreé en voz baja el título, que rezaba, en grandes letras:

«ROBO DE LA LÁGRIMA DEL VIENTO EN EL CONSERVATORIO»

Me quedé a cuadros. El dibujo era igualito al diamante transparente de dieciséis facetas que había robado yo en primavera. No me atreví a levantar la mirada y fingí estar leyendo el artículo. Me daba tanto miedo el colgante y su piedrecita gris, me daba tanto miedo la posibilidad de que Frashluc me pidiera robar a Korther… que me puse a temblar. No mucho. Un poco. Pero Frashluc lo notó.

«Reconoces el diamante,» susurró. Parecía hasta sorprendido.

Asentí en silencio y, de pronto, tuve una idea genial.

«¡Señor!» exclamé. «Si esa cosa caza las mentiras, se pondrá naranja si digo que soy un traidor. Y no cambiará de color si digo que mis compadres y el Bor no tenemos nada que ver con Gowbur. Así que lo digo: no tenemos nada que ver con Gowbur. ¿Lo ve? ¿Lo ve?» me entusiasmé. «No soy un…»

Callé cuando, para horror mío, vi el colgante ponerse naranja. Y luego se puso verde. Azul. Violeta. Frashluc se carcajeó y el nieto hizo otro tanto, tapándose la boca con una mano. Sentí la sangre subirme a la cabeza.

«Me ha mentido,» lo acusé.

Frashluc frunció el ceño y golpeó la mesa con el puño.

«Basta de juegos. Necesito ese diamante. Quiero ese diamante. Y sé que lo tiene Korther. Sólo un Daganegra podría meterse en el Conservatorio en pleno día y robar la Lágrima del Viento. Korther negó que la tenía. Pero sé que la tiene. Y tú vas a robarla para mí.»

Le devolví una mirada vacía. Tenía la boca seca. Pensé en el Bor. Pensé en mis comparsas. En Rogan, que seguía en manos de Frashluc. En el Lobito, que me necesitaba. Y, lentamente, asentí y desvié los ojos con nerviosismo hacia el periódico y el grabado. Korther me iba a odiar por esto. Me iba a odiar tal vez más que a Yerris. A menos que… A menos que él no se enterara. Entonces, no me castigaría. Y nadie más que los Frashluc y el Albino sabrían lo que habría hecho.

Oí la voz divertida de Frashluc susurrar:

«No eres un traidor.»

De reojo, vi su colgante ponerse más naranja que nunca. Me mordí la lengua. Se estaba burlando de mí. Sucio mangaplatas.