Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

17 Arrebato

Cuando desperté, el día clareaba y Yal estaba en su jergón desayunando unas gachas frías. Mis compadres también estaban despiertos, así como el Lobito. Este se encontraba sentado sobre la paja y miraba a su alrededor con cara de asombro. Sonreí, me estiré y dije:

«¡Buenos días!»

Yálet tragó lo que tenía en la boca y soltó con un suspiro:

«Y muy buenos. Oye, sarí. ¿Se puede saber quién diablos es ese?»

«Es el Lobito,» contesté, revolviéndole el cabello al rubito.

El chicuelo me devolvió una mirada fija, le sonreí y Manras preguntó, acercándose con curiosidad:

«Hey, Lobito. ¿Cómo te llamas de verdad?»

«Es mudo,» expliqué. «Y se llama el Lobito y punto.»

«¡Podemos llamarlo Ramidulfo!» dijo el Sacerdote con cara inspirada. «Como el santo. Se dice que era rubio y…»

«¡Ramidulfo, tu madre!» lo interrumpí, carcajeándome y tirándome de nuevo entre las pajas. «¡Ramidulfo, dice! Es feísimo.»

«Si te oyera Ramidulfo…» resopló Rogan con tono reprobador.

«Draen,» intervino Yálet dejando el bol vacío en el suelo. «¿Puedo hablar contigo a solas? Los demás, salid.»

Su tono de voz no me dijo nada bueno. Borrando mi sonrisa, fruncí el ceño, expectante, mientras Rogan y mis comparsas salían dócilmente de la habitación. Ahora, el Lobito gateaba por la paja, seguramente tratando de entender por qué el decorado era tan distinto y por qué ya no estaba a su lado la bruja que cuidaba de él.

«Sarí,» suspiró entonces Yal. Se recostó contra el muro, sentado en su jergón, y prosiguió con cara cansada: «Creo recordar que te dije: los comparsas canillitas, bien, Rogan, bien, y ni uno más. Es pequeño, vale. Pero temo que, si te dejo traerlo a mi casa, me vengas mañana con un par de guakos más y nos veo al final del año apretándonos como hormigas con un montón de… Lobitos rondando.» Suspiró de nuevo ruidosamente al ver mi expresión descompuesta. «No te lo tomes mal, sarí, pero ¿no crees que tienes ya suficientes problemas como para ocuparte de un mocoso que apenas sabe andar?» Marcó una pausa y añadió alzando ambas manos: «Yo no voy a ocuparme de él. Lo mejor será que lo lleves a un orfanato. Aún tiene edad para que lo acepten sin problemas. Y no me pongas esa cara,» protestó. «Si quieres, lo llevo yo.»

Inspiré de golpe, asustado, y me levanté recogiendo al Lobito con precipitación.

«¡Eso sí que no, elassar! Me lo llevo. Te juro que…»

«No me jures nada,» me replicó Yal. «Entiendo que te hayas traído al chicuelo a mi casa esta noche. Nevaba, hacía frío… Perfecto. Pero ¿qué vas a hacer con él ahora? ¿Llevarlo a cuestas mientras entregas mensajes? Sé realista, hombre… ¡Hey! ¿Adónde vas?»

Pasé delante de él con el Lobito en brazos y, con rapidez, mi maestro me cortó el paso. Nos miramos de hito en hito. Al cabo, desviamos la mirada los dos al mismo tiempo, yo para abajo, él para arriba, y murmuré:

«Perdón, elassar. No quería enfadarte. Me voy.»

Yal agrandó los ojos.

«¿Qué? No, no, no, ¡un momento! ¿Cómo que te vas? Espera. Oye, ¿qué te has hecho en la cara?»

Resoplé, aburrido, y dejé al Lobito en el suelo contestando:

«Kakzail ya me lo preguntó. Cuando le dije que me había caído por unas escaleras no me creyó, pero es cierto. Por una vez que me doy una paliza solo… Fue por culpa de la sokuata, que si no yo no me caigo. Oye, elassar. ¿Tú me crees, verdad?»

Yal puso los ojos en blanco.

«Claro, sarí. O sea que te faltó sokuata la otra noche y por eso no apareciste… ¿Le pediste sokuata a Kakzail?»

Me carcajeé.

«Qué le voy a pedir sokuata a Kakzail. No. Ahora tomamos otra cosa. Un compadre lo descubrió. No nos cuesta nada porque la planta crece por todas partes. No, cuando digo que me voy, es que me voy a currar, que ayer llegué tarde y al director eso no le gustó nada. No es mal tipo, pero Yum dice que es más rígido que un mosca… ¡Y por cierto!» exclamé. «¿Sabías que Kakzail era un mosca? Me quedé a cuadros cuando me enteré. Me da escalofríos sólo de pensarlo. ¿Qué pasa?» me extrañé cuando vi a Yal sonreír de oreja a oreja. Y agrandé los ojos. «¡Lo sabías!»

«No sabía que tú no lo sabías,» replicó mi maestro. «¿Así que de verdad habéis encontrado un calmante barato que funciona?»

«Sí, funciona de maravilla,» sonreí. Y le cogí al Lobito de la mano. «Bueno, voy, que si no llego tarde. Oye, Yal,» añadí, ya en la puerta.

«¿Qué?»

Lo observé un instante, me fijé en sus ojeras y le pregunté:

«¿Qué tal te fue el teatro ayer?»

Yal pareció atragantarse con su saliva.

«Er… Bien, sarí. Fue bien.» Sonrió y puso los ojos en blanco ante mi expresión burlona. «Trabaja bien,» me saludó.

«¡Pues natural!» dije y salí animando al chicuelo: «¡Venga, Lobito, que las Golondrinas no esperan! ¿Qué lloras?» solté, sorprendido, al ver que el rubito tenía los ojos anegados por las lágrimas. «¡Anda, va! ¿No estarás echando de menos a la abuela?»

Reuniéndome con Manras, Dil y Rogan, en la boca del patio, conseguí con la ayuda de estos que el chicuelo volviera a tomar una expresión de asombro y maravilla, le limpié la cara y, poniéndomelo sobre los hombros, me encaminé con mis compadres cuesta arriba con paso rápido… Hasta que, llegados a la Plaza de Tármil, les dije:

«Aguardad, compadres. Tengo una idea. Venid.»

Curiosos, me siguieron hasta un callejón cercano, detrás de unos barriles. Posé al Lobito y, con disimulo, saqué mi bolsita de monedas y fui sacando unas cuantas. Se las puse en la mano a un Dil sorprendido.

«Hacéis lo que queréis con esto, pero cuidáis del Lobito y le dais de comer, ¿corriente? En cambio, el collar me lo llevo, por si las moscas,» añadí, quitándole la gema azul al Lobito. Este no pareció enterarse de lo concentrado que estaba metiendo y sacando las manos de un charco para ver las ondas que producía.

Al tiempo que Manras se acercaba para mirar más a fondo mi bolsa de dinero, Rogan resopló, impresionado.

«Que los Espíritus nos pillen confesados. ¿De dónde sacas todo eso, Espabilao?»

Aparté la bolsa de las manos fisgonas del pequeño elfo oscuro y me mordí el labio, sonriente.

«Pues de Palmafría. Dice que me dará más esta noche. Para que cuide del Lobito. Podéis acompañarme y así no nos despalman.»

«¡Pues natural!» aceptó Rogan. «Oye, si me das algo, lo mismo te dejo ponerte el sombrero un rato…»

«Natural,» me carcajeé.

Y, como de todas formas no era práctico hacer de Golondrina con demasiadas monedas, le di casi todo. El Sacerdote estaba pletórico y me dio un abrazo que por poco nos tira a los dos al barro. Me prestó el sombrero metiéndomelo tanto que me tapó los ojos. Fue en el instante en que me lo alcé cuando vi, en la boca del callejón, dibujarse la aterradora figura de un mosca. Me tensé de golpe. Oh, no…

Mientras Rogan recuperaba su sombrero sin perder de vista al agente, este se acercó con aspecto amenazante e interrogó:

«¿Se puede saber qué estáis haciendo?»

Aposté a que ya debía de hacerse una idea. No le dimos ninguna respuesta, por supuesto. En su lugar, huimos en desbandada: estirando a Dil de la manga, Manras rodeó el agente por la izquierda a la carrera; Rogan se fue por el otro lado, burlando el brazo tendido del mosca; en cuanto a mí, recogí precipitadamente al Lobito con un muy mal presentimiento y… el agente se interpuso en mi camino. Irritado que se le hubiera escapado tanto guako, se adelantó con rapidez con intenciones de agarrarme, me escabullí y, viendo su expresión terrible, temí por el Lobito, lo aparté y miré al hombre con expectación. Era un caito moreno y su cara me sonaba por haberla ya visto repetidamente en la Avenida de Tármil. Recordaba que el Raudo me lo había señalado como a uno de los caza-guakos habituales, de esos que se pasaban el día vigilándote mientras mangabas, trabajabas para las tiendas o robabas y luego te abordaban y confiscaban parte de las ganancias. Esa clase de mosca olía la plata del guako a distancias increíbles.

«Venga, guako, apronta o te llevo al trullo,» me lanzó con ese tono de voz que dice: eres un maldito delincuente, pero los dos tenemos una vida, así que seamos amigos, me das la plata y yo no te mando al albergue.

Me dio rabia. Pero desde luego no le iba a decir que ese dinero que tenía no había sido robado y que me lo había dado una bruja que fabricaba papeles falsos. Con cara de mala uva, saqué unas monedas y se las di. El mosca las embolsó y, hecho esto, hundió una mano en cada uno de mis bolsillos, se llevó el resto que había escondido y, en su generosidad, me dejó un cinclavos. Al fin, satisfecho por la buena pesca, me lanzó una mirada aleccionadora.

«La próxima vez, ven a verme y te pediré tan sólo un tercio. Si te escaqueas: al trullo.» Me cogió del pescuezo y me empujó hacia la boca del callejón añadiendo: «Y ahora largo.»

Bajo su mirada fruncida, le cogí de la mano a un Lobito que contemplaba al mosca con fijeza y me marché sin una palabra. Estuve buscando un rato a mis compadres, pero lógicamente no se habían quedado cerca del peligro. Estimé que el mosca debía de haberme robado unos cuatro siatos. Nos quedaban aún once. Hubiera podido ser peor. El único problema era que yo ya no tenía esos dos siatos que debía a Dalem por lo de la gorra…

Pensar en ello me puso tan nervioso que llegué a la oficina con la mano izquierda sudorosa. Vamos, me dije. Si Palmafría iba a darnos dinero… ¿qué importaba si me despedían? Me matricularía en cualquier escuela por lo de la condicional si era preciso y a correr. Suspiré y me detuve ante la escalinata de la mensajería. Inspiré hondo. Y di media vuelta.

«Al diablo, Lobito. Prefiero irme a que me echen,» le confesé. «¡Bueno! ¿Qué quieres que hagamos? Tenemos todo el día libre.» Sonreí nada más pensarlo. «¿No es maravilloso? ¡Todo el día! Que se fastidie el director. Total, es un mangaplatas y no está bien trabajar para los mangaplatas, eso lo tengo muy sabido.»

Le revolví el cabello al rubito, le sonreí y… alguien dijo a mis espaldas:

«Si te llega a oír el patrón, te pone de patitas en la calle, nuevo.»

Volteé y vi a Yum junto a la escalinata, aún vestido sin el uniforme. Acababa de llegar.

«Fiambres,» dejé escapar. Y me recompuse. «Qué importa: como si ya me hubiera botao.»

El elfo oscuro enarcó una ceja y, tras echar una ojeada hacia la puerta de la mensajería, bajó la voz preguntando:

«¿Te refieres a lo de la gorra, verdad? Me enteré anoche de lo ocurrido. Todo el mundo se enteró porque, allá por las nueve de la noche, vino un tipo raro a pagar los dos siatos y se los dio a Dalem diciendo que se disculpaba por lo del perro y todo. No lo sabías, ¿verdad?»

Pestañeé, aturdido. Alguien… ¿alguien había pagado por mí? Balbuceé:

«L-la madre. No lo sabía, no. Dime. Ese tipo raro… ¿era un hobbit?»

Yum sonrió, asintiendo.

«Sep. El amigo del dueño del perro, por lo visto. Bueno, ¿te vas o te quedas?»

Meneé la cabeza, aún atónito. No podía creer que Yabir hubiera hecho algo así. Vale, no lo conocía pero… precisamente. Resoplé.

«Me quedo, natural,» contesté. Y lo miré con curiosidad. «Creía que los Día-Sagrados a la mañana no trabajabas.»

Yum se carcajeó subiendo la escalinata.

«¡Espabila, Draen! Hoy es Fiesta Blanca. Participamos en el desfile. ¿Te habías olvidado o qué?»

Silbé entre dientes mientras él empujaba la puerta y entraba. Vaya. De hecho, me había olvidado totalmente de que los mensajeros desfilaríamos ante todo el mundo con nuestros uniformes. Con una media sonrisa, seguí a Yum, estirando al Lobito detrás, y me metí en la oficina.

Dalem ni me mencionó el incidente de la víspera: aquel día, era todo jovialidad. Dermen me dio mi nueva gorra, me limpié la cara, se la limpié al Lobito y bien creo que si no hubiera sido mudo este habría llenado la mensajería de berridos de protesta: y es que, por la capa de suciedad que le quité, dudaba de que se hubiera limpiado nunca durante aquellos dos últimos años. Estaba, pues, lleno de entusiasmo por el inminente desfile, del que hablaban todos mis compañeros de oficio, cuando me enteré de que yo no iba a participar. Me lo dijo el propio director así, como de paso, comentando que se necesitaba que al menos un mensajero se quedara por si surgían emergencias. No me quedó claro el por qué me habían elegido a mí: ¿porque era nuevo? ¿porque no me había portado bien la víspera? O tal vez porque aún tenía la cara amoratada y no estaba presentable, quién sabe. El caso es que, mientras que a las once salía toda una tropa de mensajeros al desfile de la Fiesta Blanca, yo me quedé sentado con el Lobito en el banco de piedra de la sala de mensajeros… profundamente decepcionado. Y decir que, el año anterior, me había pasado el día casi entero con Manras y Dil gamberreando con otros canillitas… Suspiré y me dije que, al menos, con tanta agitación nadie se había fijado en el Lobito. Este estaba hiperactivo. Pasado el susto del cambio brusco, ahora correteaba, curioseaba, se caía, se levantaba y me traía todo lo que encontraba tirado por el suelo. Y yo, a falta de mejor pasatiempo, comentaba sus hallazgos mientras masticaba mi asofla, le hablaba de tonterías, de Rogan, de mis comparsas, de la gente que conocía, y en un momento le dije:

«¿Sabes que mi primo me enseñó a andar sobre dos manos? Te lo juro. En el pozo les enseñé a unos cuantos. No teníamos ni cartas, ni dados, ni nada, y veíamos el sol menos que tú, así que jugábamos a hacer carreras sobre dos manos, sobre la plataforma. ¿Quieres que te enseñe? Mira, mira.»

Le hice una demostración y el chicuelo me miró muy raro pero sólo por un instante pues luego lo vi intentar levantar, en vano, los pies hacia el cielo. Me carcajeé, se los agarré, los despegué del suelo y lo ayudé a recorrer la sala de mensajeros cantándole:

Alí, jo, alí, jo,
por la Roca cabalgo yo.
Tarí, tarú, tarí, tarú,
¡y ahí vas trotando tú!

El Lobito sonreía, abriendo la boca en una risa silenciosa. Sus ojos rientes lo decían todo: brillaban de felicidad.

* * *

Eran las diez en punto de la noche cuando regresé a la oficina a la carrera.

«Justo a tiempo, chaval,» me dijo Dalem, aceptando los recibos que le tendía. «Date prisa, que cierro.»

«¡Vuelo, señor!» le lancé mientras me precipitaba hacia los casilleros. Todavía faltaba alguna gorra colgada de los percheros, me fijé. La de Yum era una de ellas. Dejé la mía, me cambié a toda prisa y fui a la sala de mensajeros. Ahí encontré al Lobito profundamente dormido sobre mi abrigo. Lo sacudí suavemente, lo desperté, me puse el abrigo y arrastré al cachorro medio dormido por el pasillo. Llegué a la puerta de salida cuando Dalem me esperaba ya con el llavero.

Para sorpresa mía, le dedicó una sonrisa al Lobito y le revolvió el cabello antes de decir:

«Sé que hoy era día de fiesta pero… no conviertas en costumbre lo de traer a la oficina a gente ajena a la Golondrina o el director te llamará la atención. Buenas noches, Draen.»

Le dediqué una sonrisa vacilante.

«A usted, señor,» le contesté y crucé el umbral.

Hice bajar al Lobito peldaño a peldaño e iba a cruzar la calle cuando oí un:

«¡Espabilao!»

Me paré y volteé para ver a Rogan avanzarse por la acera, seguido de Manras y Dil. Sonreí anchamente.

«¡Compadres! ¿Qué hacéis aquí?»

«¡Esperándote!» contestó Manras, brincando con entusiasmo.

«Para lo de la bruja, natural,» aclaró Rogan. «Como tu primo parece haberte largado, pensamos que era mejor esperarte por aquí.» Alzó la mirada hacia Dalem, quien cerraba la puerta de la mensajería, y se tocó el ala del sombrero como un caballero antes preguntar en voz baja: «Mala suerte con el mosca esta mañana, ¿verdad?»

«Total,» aprobé. «Pero no fue para tanto. Y, además, ¡adivinad!, el hobbit pagó los dos siatos directo a la oficina, para la gorra. Ah, ¿de dónde te sacas que mi primo me largó?»

Rogan y Manras se miraron entre sí y el primero se encogió de hombros.

«Pues fue la impresión que dio. ¿No te largó?»

Suspiré y meneé la cabeza. Me fijé en que Dalem tardaba en cerrar la reja delante de la puerta y fruncí el ceño con ganas de alejarme de ahí.

«No lo sé,» admití. Y añadí con decisión: «Arreemos.»

Nos pusimos en marcha rumbo a los Gatos y Rogan inquirió con alegría:

«¿Qué tal anda Ramidulfo?»

«¡Que no es Ramidulfo!» me carcajeé dándole un empellón.

«Bueno, bueno, ¿qué tal anda el Lobito?» rectificó el Sacerdote.

«Pues mira tú, viento en popa,» contesté. «Ha sornado durante toda la tarde. Lo he puesto en una esquina con mi abrigo ¡y como un rey! ¿Verdad, Lobito? ¿Y vosotros, qué tal?»

«Viento en popa también,» sonrió el Sacerdote. «De los ocho dorados que me diste, me quedan dos por dos. Le he comprado un abrigo al Lobito, pensando, porque con esa túnica se tiene que estar helando. Toma, deja que se lo ponga. Y,» añadió, mientras abrigaba al rubito con rapidez, «he comprado dos de estos.» Me tendió un pequeño trozo de palo y lo cogí, curioso, hasta que reconocí el objeto y me dio un vuelco el estómago. Era una navaja.

«¿Eso es… por lo de la guerra de Frashluc?» interrogué en un murmullo.

Rogan se enderezó poniéndose al Lobito sobre los hombros y confirmando:

«Por eso. Esta tarde pasé por los Gatos… Hay muy mal rollo. Como oí decir a un viejo Gato: ve empalmado para que no te empalen. Lo mejor es pasar desapercibido, pero nunca sabes…»

Hice una mueca nerviosa y aprobé:

«Cabal.»

Reanudamos la marcha a buen ritmo mientras Manras se ponía a contar todo lo que habían comido aquel mediodía. Dil y sobre todo él se habían empachado como puercos. No habían vendido ni un periódico: se habían encontrado con el Bailador, el Raudo y Syrdio y estos les habían hecho probar de todo en cada tienda en la que entraban. Incluso habían jugado a los bolos y habían compartido un pastel de chocolate. Caray. Yo que me había pasado toda la tarde trabajando como un condenado… Pero lo que más me preocupaba era que se hubiesen juntado con el Raudo. Estábamos bajando la Avenida de Tármil cuando interrumpí al pequeño elfo oscuro.

«Oye, shur. ¿No preguntaron de dónde sacabais el dinero?»

Manras asintió.

«Natural.»

Entorné los ojos, expectante.

«¿Y? ¿Qué les dijiste?»

Manras se encogió de hombros.

«Pues qué voy a decir, lo que dijiste tú, que te lo dio Palmafría. El Raudo dijo que ojo, que no quería tampoco que te enfadaras con nosotros por gastarlo todo.» Sonrió. «Yo le dije que no tuviera cuidao, que la bruja te daría más esta noche.»

Por un instante, no di crédito a mis oídos. Entonces, reaccioné, me detuve en seco y miré a Manras con cara incrédula.

«¿Le has dicho que…? ¡Malditos ancestros los tuyos, no puedo creerlo!» exclamé. Me atraje la mirada fruncida de algún viandante y retomé más bajo adelantándome hacia Manras, alterado: «¿Pero no sabes tú que el Raudo es un buitre? ¡Tiene una banda de verdad! Nos va a devorar… ¿Te das cuenta de lo que has hecho, majadero? ¡Ahora nos estará esperando en la boca del Corredor de la Muerte!»

A medida que me adelantaba hacia el pequeño elfo oscuro, este retrocedió hasta que chocó contra el muro de una casa con una cara de profunda desazón. Lo vi estremecerse y curvarse, como preparándose a un castigo físico, de esos a los que Warok lo había acostumbrado tanto… Su reacción me hizo relativizar de golpe. Vale, Manras había metido la pata, era un ingenuo, pero quién no lo era a su edad… Tal vez consiguiéramos llegar a un trato con el Raudo y… No merecía la pena sulfurarse, decidí. Al fin, murmuré un:

«Fiambres.»

Y seguí caminando rumbo a los Gatos. Durante el resto del trayecto, Manras estuvo de humor triste y no abrió la boca ni una sola vez. Rogan, en cambio, rompió el silencio cuando nos metimos en el Laberinto.

«Espabilao. ¿Puedo preguntarte una cosa?»

Le eché una mirada extrañada.

«Natural.»

Caminábamos por una callejuela casi a oscuras, iluminados tan sólo por la luz tenue de algunos hogares. El Sacerdote preguntó al fin en voz baja:

«¿Por qué Palmafría te ha dejado al Lobito a ti? Apenas la conoces y te da quince dorados… No sé, shur. Reconoce que es un poco raro.»

Me mordí el labio.

«Ya…»

Como no añadía nada, Rogan prosiguió:

«Se dice que algunas brujas te compran el alma. Te atan usando un hechizo y te prometen un tesoro. Pero luego ese tesoro nunca llega de verdad y tu alma se pierde para siempre entre sus garras y nunca ningún ancestro te saluda ya, porque no te reconocen.»

Sus palabras me dieron escalofríos. No supe qué contestar. Entonces, cuando desembocábamos en la Plaza Lana, Rogan hizo deslizar al Lobito hasta el suelo y dijo:

«Si quieres que te acompañe a coger el oro de esa bruja, Espabilao, hablemos primero.»

Entendí que se refería a hablar a solas. Con un suspiro, asentí. Dejamos a Manras y Dil con el Lobito y seguí al Sacerdote por la plazuela. Esta estaba casi desierta, y es que, al acercarse el invierno, los guakos habían encontrado otros refugios más cálidos. Finalmente, nos detuvimos junto al pozo y dije a bocajarro:

«Eso del alma vendida es una carababhuesada. A mí la bruja no me ha comprado nada.»

El Sacerdote resopló.

«Y me vas a hacer creer que te regaló los quince dorados por tu bonita cara. No hace falta que me expliques nada. Sólo quiero saber si has metido la pata hasta el fondo haciendo un trato peligroso con esa bruja.»

¿Que no quería que le explicara nada?, me repetí mentalmente, sorprendido. Negué enérgicamente con la cabeza.

«No. Nada peligroso. Ella está muy vieja y… quiere que yo le dé un futuro al Lobito, eso es todo.»

Hubo un silencio.

«Que le des un futuro,» repitió Rogan en un murmullo.

Me aclaré la garganta.

«Sí. Yo. Bueno, ¿vamos o no?» me impacienté.

Rogan suspiró.

«Tú sabrás lo que haces. Pero yo me quedo en el Corredor.»

Sonreí.

«Palmafría no es una bruja mala,» le aseguré. «¡Si incluso nos va a hacer ricos!»

Le di la espalda para llamar a la tropa y reanudamos la marcha. Cuanto más nos adentrábamos en el corazón del Laberinto, más sentíamos subir la tensión. Y es que se notaba que la gente no caminaba ya tan tranquila como antes. En un momento, nos adelantó un grupo de encapuchados armados y nos pegamos al muro sin respirar siquiera. En cuanto los perdimos de vista, nos apresuramos a tomar un rodeo para no volver a cruzarnos con ellos.

Tras recorrer un sinfín de pasadizos, subir escalas, cruzar puentes y pasar por unas escaleras cavadas dentro de la mismísima roca, llegamos al fin al Corredor de la Muerte. Estaba tan bien escondido que, extrañamente, me sentí más a salvo y pensé que, así como el Laberinto era el corazón de los Gatos, aquella zona era el corazón del Laberinto.

Nos paramos en el cruce y miramos a nuestro alrededor. Todo parecía estar desierto. Solté un sortilegio de luz armónica, me aseguré de que estábamos los cinco y, al fin, en silencio, me adentré en el Corredor seguido de mis compadres, tensos como agujas.

Como la última vez, no había rastro de vida. Ni una rata, ni gato, ni ratón. Tal vez… ¿por la energía que planeaba en el aire? El descubrimiento me dejó un momento suspenso. De hecho, planeaba en el corredor una energía extraña en la que no me había fijado las dos últimas veces. Magia de bruja, pensé. Entonces, recordé las palabras de Rogan sobre el alma arrebatada por las brujas y mi corazón se aceleró. Estaba tan absorto que necesité que Dil murmurara un inquieto «¿Espabilao?» para que espabilara y recorriera los últimos metros que me separaban de la puerta del fondo.

Sin soltarle de la mano al Lobito, llamé. Fruncí el ceño de inmediato. Vaya, no lo había pensado pero ¿cómo iba Palmafría a abrir la puerta sin el Lobito? ¿Podía acaso moverse de su sofá en su estado…?

Iba a reunir el suficiente valor para girar la manilla cuando, de pronto, esta se giró y se abrió muy levemente.

«Cuatrocientos. ¿Quién te acompaña?»

Me quedé boquiabierto.

«Anda,» dejé escapar. ¡Era el Bor! Al contrario que yo, él no parecía sorprendido de verme. Silbé entre dientes. «Salú, Bo… erjem… quiero decir, señor,» rectifiqué atragantándome. «Estos son mis compadres. ¿Qué haces acá?»

El rostro del rufián apenas se veía. Lo oí suspirar y abrir más la puerta mientras explicaba:

«Recuperando todos mis papeles. Entra. Palmafría me ha hablado de un trato bastante peculiar.»

Entré con el Lobito y vi al Bor apresurarse a cerrar la puerta antes de que a ninguno de mis compadres se le ocurriera cruzar el umbral también.

«Lobito,» murmuró la voz de Palmafría. Sonó aún más débil que la víspera.

El rubito, sintiéndose en terreno conocido, se soltó de mi mano, se precipitó hasta el sofá y abrazó a la nigromante, quien dejó escapar un quedo ronroneo de afecto.

«Pequeño,» susurró. «Esta será la última vez que me abraces, ¿sabes? Es mejor así. Vivirás junto con los vivos. Jugarás con niños de tu edad. Verás el sol todos los días. No hablarás con la boca, pero sí con el corazón.»

Su voz tembló y se quebró. Sobrecogido, de pie, junto al sofá, observé su oscura silueta abrazada al chicuelo. La vi entonces alzar una manaza y, de pronto, brilló en ella una muy tenue luz que se apartó flotando a través de la habitación.

«Ahí, joven caballero,» pronunció. «Ahí, debajo de esa trampilla oculta, encontrarás un total de ochocientos cuarenta siatos en blancas o en dorados. No es tanto como quisiera pero… es todo lo que tengo para el Lobito.» Dejó caer la mano, pero la luz, en el rincón de la habitación, no se extinguió. Retomó en un murmullo: «Recuerda, Shyulí, que te salvé la vida. Ahora sálvasela a esta pobre criatura, cueste lo que te cueste.»

Hubo un breve silencio en el que, perplejo, miré alternadamente la silueta del Bor, de pie, en medio de la habitación, y el gran bulto de la bruja. Fiambres. ¿De modo que Palmafría también le estaba pidiendo a él que se ocupara del Lobito? Al fin, el rufián se aclaró la garganta y contestó con una inhabitual solemnidad:

«Lo haré, señora. Se lo prometo.»

Vi, en la penumbra, cómo Palmafría asentía lentamente con la cabeza.

«Cumple con tu palabra.»

Aquello me sonó a la vez a una orden y a una bendición. La bruja giró entonces su ojo verde mágico hacia mí y dijo con voz muy débil:

«Shyulí también te ayudará a ti, muchacho. Me lo ha prome…»

Se interrumpió de golpe tomando una bocanada de aire y su cuerpo se sobresaltó. Creí, por un instante, que se iba a morir ahí, delante de mis ojos horrorizados, pero entonces explicó en un graznido alarmado:

«Gente. Más gente en el Corredor.»

No bien hubo hablado oí un grito de niño afuera que me heló la sangre en las venas. Rápido como un relámpago, me abalancé hacia la puerta.

«¡No abras!» lanzó el Bor.

No la abrí. No me dio tiempo: la puerta se abrió en volandas y unos encapuchados entraron, empujando a mis compadres adentro. Algunos llevaban el arma en mano, otros alzaban antorchas que iluminaron todo el interior. Retrocedí precipitadamente junto con Manras, Dil y Rogan hasta el lado opuesto de la habitación y nos apretamos ahí como pudimos, con la boca cerrada y los ojos muy abiertos. La madre, ¿y esos quiénes eran?

Uno con capucha verde ladró:

«¡Bruja!» Y retomó con tono de burla: «¿Qué es esto? ¿Ahora la gente te paga con guakos?»

Eché una ojeada hacia el sofá y, al ver a la bruja, no pude evitar hacer una mueca de horror. Pese a estar arrebujada con ropa, Palmafría presentaba un aspecto monstruoso. Daba miedo mirarla y, por los gestos indecisos de algunos intrusos, entendí que también les daba miedo a ellos. Pero no al de la capucha verde, por lo visto.

«Gowbur,» pronunció Palmafría con calma.

¿Dónde se había metido el Lobito? ¿Y dónde estaba el Bor? Por más que torcía el cuello, no los veía por ningún sitio. Tampoco parecía verlos ninguno de los ahí presentes. Entorné los ojos. ¿Podía ser que Palmafría estuviera ocultándolos con algún sortilegio? A menos que hubieran tenido tiempo de meterse debajo de esa trampilla oculta… Hice enormes esfuerzos por no mirar hacia el lugar y guardé los ojos fijos en Palmafría.

Parpadeé por la luz de una antorcha que uno de los encapuchados pasó ante nosotros, como para asegurarse de que no nos íbamos a mover. Buah. Y qué nos íbamos nosotros a mover con tanta arma sacada… Mi navaja olvidada en mi bolsillo difícilmente me iba a ser de gran ayuda. Inspiré. Bueno. De modo que el de la capucha verde era Gowbur, ese mismo que había jurado «sacarle los sesos» a Frashluc el día anterior, según palabras de los parroquianos del Cajón. No era tanto de extrañar que Gowbur tuviera asuntos con Palmafría… Pero que hubiesen llegado justo cuando estábamos ahí nosotros era realmente tener mala pata.

«Rechazar mi oferta fue una muy mala idea, bruja,» retomó Gowbur.

Él no tenía el arma sacada: empuñaba una antorcha y se paseaba por la mísera y hedionda habitación con aparente tranquilidad. No se le veía la cara: llevaba embozo y una gran capucha. Uno de los que iban espada en mano se colocó cerca de nosotros y nos miró con una sonrisa torva mientras Gowbur proseguía:

«Si sigues trabajando para los de Frashluc, te arrancaré la cabeza. Si no me das los nombres de tus clientes, te arrancaré la cabeza. ¿Me oyes, demonio? Tú eliges.»

Palmafría no pareció asustarse. Su ojo derecho estaba oculto debajo de una tela, pero el otro brillaba con la misma intensidad que los ojos de mi maestro nakrús. Abrió su enorme boca sin labios y respondió con voz venenosa:

«Si tanto te apetece arrancarme la cabeza, Gowbur: hazlo. Pero recuerda: tus querellas con Frashluc no me conciernen. Yo acepto los trabajos que quiero y el que me pediste, por desgracia, no voy a poder cumplirlo… porque me estoy muriendo, Gowbur. Si quieres acortar mis sufrimientos, acórtalos. Ya he hecho todo lo que tenía que hacer en esta vida. Adelante, Gowbur,» agregó, burlona, como este no decía nada. «Saca esa espada y mátame. Y luego ve a matar a Frashluc. A tus antiguos compañeros. A tus iguales. Igual de miserables,» escupió. «El vicio y la codicia os han convertido en monstruos más terribles que Palmafría. La Bruja Bífida.»

La nigromante enseñó sus dientes, unos dientes perfectos, blancos, en medio de una boca deforme. Sin acercarse más de lo necesario al sofá, Gowbur resopló.

«¿Que te estás muriendo? Y un cuerno. Llevas muriéndote desde hace años. ¿Qué te impide contestar a mi pregunta, bruja? ¿Pasó a verte Frashluc sí o no, cuántas veces y para qué? Tengo mis sospechas y quiero saber. Quiero saberlo todo.»

Aproximó la antorcha a la cara de la bruja y exigió:

«¡Habla, bruja!»

Ante su silencio, soltó un gruñido contrariado.

«Frashluc no mató al asesino de mi hermano,» declaró Gowbur con viveza. «Lo exculpó y le dio unos papeles falsos para impedirme que lo rastreara. ¡Lo exculpó porque lo contrató él! ¡Desmiéntelo!» rugió.

Ahí, Palmafría suspiró.

«No lo desmiento ni lo afirmo porque lo ignoro. Frashluc no me da explicaciones cuando me da encargos. Y paga más caro por ello, pero puede permitírselo. Es una de las ventajas de ser el mayor canalla de los Gatos…»

«¡Cállate!» la cortó Gowbur. La señalaba aún con la antorcha e, inconscientemente, me estremecí como si las llamas fueran a quemarme a mí y no a la bruja. Siseó: «Tal vez ignores los detalles, pero conoces el nombre. Conoces nombres. Y he venido a sacártelos.»

En ese momento, se oyó un crujido. Todos giramos la cabeza hacia la puerta. Los intrusos la habían cerrado al entrar y, por la rendija, acababa de aparecer un trozo de papel. Durante un instante, nadie se movió. Entonces, Gowbur realizó un ademán brusco y uno de sus compañeros se agachó para recoger la hoja. Le echó una ojeada y lo oímos inspirar de golpe.

«¿Qué es?» gruñó Gowbur, impaciente.

El otro le pasó la hoja y murmuró:

«Esto pinta muy mal.»

Gowbur no pareció alterarse por ello. Se encogió de hombros y, para asombro mío, se giró hacia nosotros y declaró:

«Guakos. Podéis salir. Sois libres.»

Me quedé mirándolos, boquiabierto, mientras se apartaban todos de la puerta. No podía creerlo. Libres, me repetí. ¿De verdad? Como nos hacíamos aún los recalcitrantes e incrédulos, Gowbur desenvainó la espada… Los cuatro pusimos los pies en polvorosa. Nos abrieron la puerta y salimos tan rápido como pudimos.

«¡Alto!»

La voz no vino de detrás, sino de delante: el final del Corredor estaba lleno de gente y linternas. Y ballestas. Abrí los ojos como platos y, como un eco, grité:

«¡Alto!»

Me tiré encima de Dil para arrojarlo al suelo. Rogan y Manras nos imitaron casi al mismo tiempo y, con la esperanza estúpida de que no nos vieran, solté un sortilegio armónico de sombras. Pero de sombras… ¡y qué sombras! Jamás había gastado tanta energía ensanchando y ampliando el trazado, para ocultarnos, para que nos olvidaran… Y pues claro, pensé entonces. Estábamos tirados en un corredor, en medio de la «batalla», ¿cómo fiambres iban a olvidarnos?

«¡Cuidado, Frashluc, que nuestros guakos llevan explosivos!» gritó de pronto una voz barítona a nuestras espaldas.

Y resonó una risa demoníaca antes de que Gowbur retomara:

«¡La bruja me lo ha dicho todo! ¡Todo! Puede que nos vayas a masacrar, pero tus hombres me matarán sabiendo que eres un fullero, un eunuco y un…»

Silbó algo sobre nuestras cabezas y sonó un crujido de puerta que se cerraba bruscamente. Tan concentrado estaba fabricando más y más sombras que las mentiras de Gowbur no alcanzaron mi entendimiento. En cambio, el siguiente grito sí que lo hizo:

«¡No disparéis! ¡Son compadres míos! ¡Por favor, no disparéis!»

Era la voz del Bailador. Le contestó una voz seca del lado de los ballesteros:

«¡Pues entonces dile a ese idiota que deshaga el sortilegio!»

Se oyó un ruido de protesta y un:

«No te acerques, puede que lo de los explosivos sea cierto.»

Rogan juró en un berrido desesperado:

«¡No tenemos explosivos!»

Se oyeron unos pasos en la oscuridad completa. Ni la Luna ni la Gema lograban atravesar mis sombras armónicas.

«¡Draen!» llamó el Bailador. «¡Draen! Por favor, deshaz ese sortilegio. Lo has hecho tú, ¿verdad? Deshazlo o ellos os dispararán para que no os acerquéis. Por favor, contesta.»

«¡Draen, contesta!» gruñó Rogan.

Tumbado a mi lado, el Sacerdote me sacudió el hombro. Sólo entonces me di cuenta de que temblaba como una hoja.

«N-no puedo,» tartamudeé en un susurro exhausto. «N-no puedo más.»

Y, de hecho, no podía más: mi tallo energético, cortado de cuajo, estaba enteramente consumido. No recordaba haberlo consumido tanto en mi vida: ni siquiera me respondía mi mano derecha. Agotado, dejé de sostener mi sortilegio. Este se deshilachó y más rápido de lo que hubiera creído. La luz penetró la oscuridad y pude ver al Bailador recorrer los últimos metros con una antorcha en mano. Nos alcanzó y nos lanzó con voz aguda:

«Juradme por todos los ancestros que no tenéis explosivos.»

Meneé la cabeza pero fue Rogan quien siguió afirmando:

«No tenemos. Lo juro por mis ancestros, por los de Draen y los de Manras y Dil. Lo juro. Gowbur está mintiendo como un hereje. Oh, fiambres,» imprecó. «Creo que Manras se ha desmayado.»

Tanteé, miré gracias a la luz de la antorcha y constaté que, efectivamente, Manras no se movía. El horror me invadió al imaginarme que estaba muerto, me mareé aún más de lo que estaba ya, me enderecé a medias contra el muro y gemí:

«¡Elassar, quiero salir de aquí!»

«¡Tranquilo, shur!» me cortó el Sacerdote, agarrándome de un hombro con firmeza, y alzó la mirada. «Bailador. ¿Esa gente es de Frashluc?»

«Cabal,» confirmó el Bailador. «Y… tengo que registraros, si no os importa.»

Aún mareado y trastornado por mi sortilegio grandioso, me golpeé la frente con el puño y, vagamente, recordé que el Bailador había dicho que trabajaba ahora haciendo encargos en las tabernas de los Gatos. Pues venga… Haciendo encargos para Frashluc, sin duda.

El Bailador nos registró con eficacia, nos quitó las navajas y regresó junto con los hombres de Frashluc antes de volver y decir:

«Venid.»

Nos levantamos y, como yo no andaba muy fino, fueron Rogan y Dil quienes transportaron a Manras. Adelantarse hacia las ballestas no fue fácil, no tanto por el miedo, que en mi aturdimiento dejaba de tener mucho sentido, sino porque siempre me daba la impresión de llegar y nunca llegaba. Recordé una historia que me había contado mi maestro nakrús hacía tiempo y murmuré en caéldrico:

«Como el oasis… Es como el oasis.» Y añadí aún más bajo: «Ferilompardo.»

Detrás de nosotros, al fondo del Corredor de la Muerte, todo estaba silencioso. No me pregunté qué estarían haciendo Gowbur y los suyos ni pensé siquiera en el Lobito y el Bor: el mundo se había vuelto una burbuja en la que tan sólo entrábamos elassar, el oasis y yo. Ni siquiera me quedaban fuerzas para invocar a las ardillas.

En cuanto pasamos a los tres ballesteros que cerraban el corredor, una mano enguantada me agarró del brazo y me empujó hacia el muro, sin violencia pero con firmeza.

«¿Este es el Daganegra, verdad?»

«Sí, señor,» confirmó el Bailador.

Los ojos de mi captor brillaron levemente bajo su capucha.

«Contesta, Daganegra. ¿Trabajabas para Gowbur?»

Me quedé mirándolo con fijeza sin entender su pregunta. Tras un silencio, me golpeó contra el muro, esta vez con menos amabilidad. No sirvió para esclarecerme las ideas, al contrario. El Bailador intervino:

«Señor. Está atontao.»

«O se hace el atontao,» gruñó el otro.

En ese momento, se oyó una serie de gritos al fondo del Corredor.

«¡No disparéis! ¡Gowbur está muerto, lo ha matado la bruja!»

«¡Nos rendimos, no disparéis!»

«Nos rendimos!»

«Vaya birria de rebeldes,» masculló mi captor.

Se desinteresó de mí para ocuparse de los que se rendían y yo volví a golpearme la frente con el puño, consciente de que tenía que hacer algo, pero no lograba saber el qué. ¿Huir, tal vez? Sin embargo, cuando se me ocurrió la idea, el escándalo de voces ya se había apagado, vi unas siluetas maniatadas y desarmadas pasar ante mí… y alguien me agarró y me invitó a seguir la procesión. Sólo cuando llegué al final de la callejuela por la que me guiaban, pensé en mis comparsas y me detuve en seco, invadido por el pánico. Y, sin previo aviso, hinché de aire mis pulmones y berreé:

«¡MANRAAAS! ¡DIIIL!»

Quise dar media vuelta y recibí una buena colleja por ello.

«¿Quieres callarte?» me siseó el hombre de Frashluc.

Callarme, me repetí. ¿Callarme? No, no quería callarme. Me agarré a la capa de mi guía gritando:

«¡La madre, los huesos! ¡Veo sus huesos! ¡Mis comparsas! ¡Huesos! ¡Huesos…!»

En aquel momento, mis palabras tenían para mí más sentido que una verdad santa. Pero mi guía no pareció entender muy bien mi desasosiego pues, en ese instante, me arrinconó en el muro con la ayuda de otro, me metieron un trapo en la boca con la que casi me atraganto y me amordazaron al tiempo que yo pataleaba como un poseído gritando unos «¡huesos!» que ya no se oían más que como gemidos ahogados. A falta de berrear, mis ojos lloraron de terror durante todo el camino al gremio de Frashluc.