Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

19 La dama

Frashluc me mandó con Jarvik a que este me diera material y, en cuanto me levanté, Lowen, el nieto, pidió a su abuelo permiso para que lo dejara ir con nosotros. El abuelo se lo dio. Bajamos los tres unas cuantas escaleras hasta una sala donde Jarvik me devolvió mi libreta de salida de prisión así como las navajas que había comprado Rogan la víspera. Me presentó un juego de ganzúas y Lowen quiso prestarme unos guantes que, según dijo, habían pertenecido a un famoso ladrón de Veliria. Sin sorpresas, resultó que me iban demasiado grandes y el Albino los tuvo que guardar de nuevo en un baúl.

«Eso sí que es una pena,» suspiró Lowen. «¡Con lo bien que te habrían quedado!»

Le eché una curiosa mirada y, de golpe, se me ocurrió que el chaval, lejos de querer burlarse de mí, intentaba compadrar conmigo. ¡Compadrar conmigo! ¡Él que iba vestido como si fuera a presentarse en el Parlamento!

Como el Albino estaba ocupado cerrando el baúl, Lowen se acercó a mí y me murmuró:

«Hey, dime una cosa.»

«¿Qué?»

«¿De verdad creaste sombras?»

Sus ojos brillaban de curiosidad. Asentí con desenfado.

«Pues natural.»

Él sonrió, entusiasmado.

«¿Me enseñas?»

Enarqué una ceja y, tras comprobar que Jarvik nos daba la espalda, creé una pequeña nube de oscuridad. Fue muy pequeña, porque mi tallo energético aún estaba moribundo. A Lowen se le iluminó la cara igual. Echó una ojeada rápida hacia Jarvik y cuchicheó:

«¿Sabes hablar owram?»

Entorné un ojo. ¿Acaso deseaba decirme algo que no quería que el Albino entendiera? Me encogí de hombros.

«No. Esa es lengua de mangaplatas.»

Lo dije así como con tono un poco despectivo, pero Lowen Frashluc no se ofendió. Asintió, sonrió y, con la cara orgullosa del que pronuncia una palabra nueva, contestó:

«Natural.»

Divertido, le devolví la sonrisa y lo miré de arriba abajo. Pese a su ropaje, no parecía mal tipo. Aprovechando que el Albino volvía a empujar el baúl debajo de un mueble, Lowen me dijo tan bajito que casi no lo oí ni yo:

«Oye. ¿Puedo ir contigo? Para robar la Lágrima. Quiero ir contigo,» se reafirmó.

Lo miré con fijeza. El pequeño mangaplatas… ¿quería ayudarme a robar el diamante? Pasada la sorpresa, fruncí el ceño, puse cara poco convencida y, entonces, contesté:

«¿Sabes dónde está Rogan? Mi compadre,» explicité. Él asintió con en los ojos un destello de miedo y excitación. Sin pensarlo mucho decidí: «Pues dale todo lo que te pida. Si lo haces, te llevo. ¿Corriente?»

Lowen abrió la boca, vio que el Albino ya se dirigía hacia nosotros cruzando la sala y asintió.

«De acuerdo. Mi cuarto está en el primer piso, junto al viejo cerezo. Tiene cortinas rojas.»

Reprimí mal mi sonrisa y asentí. Él vaciló antes de tenderme una mano como un caballero. Mi sonrisa se ensanchó y se la estreché. Él llevaba guantes.

«Hey. Dame tus guantes y lo mismo paso a llamarte compadre,» le dije.

«Ni hablar,» intervino el Albino, alcanzándonos. «No le des nada, Lowen. No querrás darle un disgusto a tu madre.»

El pequeño mangaplatas, que ya había empezado a quitarse los guantes, se los volvió a poner con cara entre entristecida y asustada. Puse los ojos en blanco.

«No importa,» aseguré. «Era por sustituir los guantes del famoso ladrón Kaproko… Kapre…»

«Karabi,» me ayudó Lowen, carcajeándose.

El Albino carraspeó con expresión paciente.

«Salgamos, muchachos,» nos instó.

Salimos de la habitación y el Albino me condujo hasta la puerta principal. Me metió una moneda en la mano. Era una moneda de oro.

«Por si necesitas comprar alguna cosa más. Recuerda: cuanto más tardes, peor para ti. Buena suerte.»

Percibí, en el fondo de sus ojos, un destello de compasión. Curiosamente, aquello me inquietó más que cualquier amenaza. Le eché un vistazo a Lowen y vi que él, en cambio, parecía lleno de esperanza. Con una mueca, deslicé la moneda en uno de mis bolsillos, giré el pomo de la puerta y solté con gravedad a nadie en particular:

«Cata que, como le pase algo a mi compadre, me amoscaré como un dragón. Salú.»

Y salí. Por poco frené de golpe al ver que, frente a mí, se extendía el Parque de las Piedras. Caray. Volteé. El edificio donde vivía Frashluc se encontraba pues justo en la frontera entre el barrio de Atuerzo y el de los Gatos. Ignoraba si sería ahí donde se encontraba Rogan. Quién sabe, tal vez me hubieran transportado dormido por medio barrio. O tal vez no. No tenía ni idea. En cualquier caso, dudaba de que la noche anterior Frashluc hubiera hecho entrar a toda su comitiva de traidores por esa puerta. Giré la cabeza hacia la derecha, hacia la izquierda… y vi que efectivamente crecía ahí un cerezo en un pequeño espacio verde, junto a la casa. Y que la ventana que estaba justo delante, en el primer piso, tenía cortinas rojas. Aspiré el aire frío de la tarde. Bueno. Más le valía al pequeño mangaplatas que cuidara al Sacerdote como a un rey.

Me alejé por la ancha calle que rodeaba el parque, bajé por unas escaleras y entré en los Gatos. Lo primero que hice fue ir a La Rosa de Viento a pedir: ¡un bocadillo, señor tabernero! Y le puse el dorado en el mostrador. Me devolvió ochenta y cinco centavos y salí de ahí arrancándole feroces bocados a mi comida. ¡La madre, qué hambre tenía! Tanta que, pasando delante de una tienda de golosinas, entré, me compré unas cuantas y me las zampé camino al río para ir a recargar mis reservas de asofla. Bajé, bajé y bajé toda la Roca, con andar más regular que enérgico. Cuando llegué abajo, ya atardecía. La asofla crecía a mansalva en la orilla justo al lado del Puente de Luna. Estaba todo desierto pues no había ahí dique ni paseo sino pequeñas huertas, árboles y malezas. Me apresuré a recoger la asofla y, hecho esto, acababa de meterme un tallo en la boca cuando, de pronto, oí un vozarrón:

«¡Hey!»

Un elfo oscuro con aires de campesino salió de una huerta y se precipitó hacia mí gritando como un alma desesperada:

«¡Escupe eso, idiota, es veneno!»

Me afufé. Corrí, me raspé en las malezas, me hinqué algo en un pie y, por fin, llegué a la Plaza de Luna. Para asombro mío, el hombre seguía gritando detrás de mí. Demonios, ¿tan preocupado estaba ese elfo por mi salud?

Oyendo los gritos y viéndome perseguido, un mosca se allegó a la carrera con claras muestras de querer aferrarme. Lo evité, topé con otro mosca y me llevé las manos a la cabeza berreando:

«¡Me persigue un loco! ¡Me persigue un loco!»

El mosca con el que topé me agarró del brazo y me sacudió para que dejara de gritar. Al fin, callé. Y fue una suerte porque, gracias a mi silencio, el campesino pudo explicar que no, que yo no era ningún ladrón, que simplemente me había visto comer una planta venenosa.

«¡Asofla, la mano del diablo!» explicitó el campesino, alterado. «Por favor, no le violente al pobre muchacho.»

El agente no me violentaba: tan sólo me tenía agarrado con firmeza. Sin replicar, hundió una mano en mi bolsillo más abultado de donde sobresalían unos tallos y sacó un puñado de asofla. Al instante se le pintó en la cara una expresión de puro asombro. Me miró, miró a su compañero de oficio y volvió a mirarme. Al fin, se aclaró la garganta.

«Huh, huh. Muchacho. Esto es veneno. No puedo creer que no lo supieras. Y, si lo sabías, eso significa sin duda alguna que…»

«¿Tienes padres?» interrogó el compañero, interrumpiendo al otro mosca.

Asentí sin pensarlo y fruncí el ceño, extrañado. Qué raro resultaba afirmar que tenía padres…

«¿Dónde viven?» preguntó el mosca que me agarraba. Al ver que yo no contestaba, repitió la pregunta. Y, como inspirado por una súbita idea, agregó: «Si no contestas, tendremos que averiguarlo nosotros y tus padres pagarán los costes. ¿No querrás que pierdan dinero por tu culpa, verdad?»

Negué con la cabeza, confuso.

«No, señor. Pero no…»

«La dirección, hijo,» insistió el mosca.

Su voz se había suavizado. Me puso cara amigable y todo y, al final, fui incapaz de no contestar y le dije:

«Doce Calle del Poniente, en Tármil. Pero, señor, ellos no…»

El mosca me empujó con gentileza.

«Andando, pequeño. Y en silencio.»

Le eché una mirada rencorosa al campesino altruista, causa del alboroto, y seguí al mosca por la Plaza de Luna con nerviosismo. El mosca me apremió para que tomáramos un ómnibus que pasaba. Nos subimos. No podía creerlo: ¡era la primera vez que me subía a un ómnibus! Por desgracia, el viaje fue una verdadera tortura para mí. ¿Por qué fiambres le había dado la dirección de la barbería al mosca? ¿Por qué este había insistido en llevarme ahí? Mejor ahí que al Clavel, natural, pero… estaba seguro de que eso significaba un «adiós, familia» sin retorno. Me dieron ganas de saltar abajo del coche y salir corriendo, pero el mosca estaba sentado a mi lado. Me habría agarrado enseguida y, quién sabe, tal vez entonces se me hubiera amoscado y se le habría ocurrido registrarme. De hacerlo, habría descubierto las ganzúas y las dos navajas. Y, ala, otra vez al Clavel para quién sabe cuánto tiempo.

La Avenida estaba a rebosar de gente que subía, bajaba, hablaba en pequeños corros, entraba y salía de las tabernas… Al fin, llegamos a la barbería. Nos apeamos. Aún había luz en la tienda y, por la cristalera, vi que el barbero se dedicaba a peinar el pelo de un viejo que a mí me pareció casi calvo.

«Estate quieto,» exigió el mosca, exasperado.

Dejé de rebullirme y el corazón se me puso a latir más rápido cuando el mosca llamó a la puerta. Fue Samfen quien abrió.

«Buenas noches, muchacho. ¿Puedo hablar con tu padre?» preguntó el mosca.

Samfen se había quedado boquiabierto. Al fin, consiguió balbucear:

«¿P-Padre? Es la policía.»

Tras un silencio, se oyeron pasos acercarse con rapidez y apareció el barbero. Sus ojos me atravesaron como flechas. Tan sólo durante unos segundos. Pero a mí me parecieron siglos. Luego paseó la mirada por la calle, puso cara muy sombría, tal vez porque había algún vecino que observaba la escena con curiosidad, y entonces habló con el mosca, le dijo «buenas noches» con una voz de ultratumba y lo invitó a pasar. Entramos. Le contó el mosca lo sucedido con tono de quien dice: su hijo se ha intentado suicidar, pero, tranquilo, no es para tanto, seguro que una buena bronca lo arregla, no dudo de que usted sea un buen padre. El barbero le pagó los viajes en coche y la «molestia», el mosca me palmeó el hombro con suavidad y se largó, dejándome ante la mirada terrible del barbero, el ceño fruncido del viejo cliente y la expresión impactada de Samfen. No abrí la boca. El cliente se apresuró a salir de ahí y, adelantando sin duda la hora de cierre, el barbero giró el cartelito para cerrar la tienda, corrió los cerrojos, corrió las cortinas y pidió secamente a Samfen que cogiera la linterna. Entonces, me señaló la puerta trasera con un índice imperativo.

Me moví pensando que, si una mirada hubiera podido matar, en ese momento me habría espiritado en un pacivirtud.

El comedor estaba vacío a excepción del hermanito de unos nueve años, que estaba sentado a la mesa, escribiendo en un cuaderno con cara aburrida. Nos miró entrar con los ojos muy abiertos.

«Sarova, a tu cuarto,» ordenó el padre.

Con presteza, el niño recogió su cuaderno, su tintero y su pluma y salió de ahí junto con Samfen, sin una palabra. Y el barbero y yo nos quedamos solos. No lo perdí de vista. Y con razón. En cuanto el barbero hubo dado una vuelta entera a la mesa, regresó con grandes zancadas.

«¡Estúpido niño!» estalló. «¿Te crees que esas son formas de atraer la atención? ¿Intentando matarte? ¿Te das cuenta solamente de lo que significa matarse, muchacho?» Llegó ante mí y se detuvo con expresión entre incrédula y airada. «Estarás contento. ¡He perdido casi todo lo que he ganado hoy para pagar tu estupidez! ¿Crees acaso que porque mis hijos tienen un techo son ricos? Y mi cliente y todo el vecindario…»

Sofocó. Yo sofocaba por dentro. En cuanto vi su mano acercarse, me escaqueé, rodeé la mesa a la carrera y, como el barbero me ordenaba que me quedara quieto, saqué unas monedas que tenía en el bolsillo:

«Es para usted, señor. Para usted y mis hermanitos…»

Lo desembolsé todo con premura, todas las monedas que tenía, incluí las golosinas que me habían sobrado y lo dejé todo en la mesa. Ahí, todo para mi familia. Entonces, cauteloso, alcé la vista y miré al barbero a los ojos. Le puse cara de perro apaleado y confesé, tratando de infundirle compasión pero con total sinceridad:

«¡No quería que me mandaran al depósito!»

El barbero meneaba la cabeza con la cara de quien intenta serenarse y no lo consigue. Finalmente, me atrapó por el pescuezo, me empujó por media habitación, abrió una puerta y me metió dentro diciendo:

«Como intentes suicidarte ahora, yo mismo te mandaré al depósito. Y lo mismo si abres la boca,» me previno, viendo que, efectivamente, yo la abría.

La cerré, él cerró la puerta, incluso oí girar una llave en la cerradura. Y los pasos se alejaron. A mi alrededor, estaba todo a oscuras. La luz tenue que pasaba por la rendija de la puerta no lograba iluminar casi nada. Y con mi tallo consumido, no me atreví a soltar ningún sortilegio. Tanteé. Constaté que debía de encontrarme en alguna especie de armario donde se guardaban los trastos. Allá donde ponía los pies, chocaba con algo. Finalmente, me senté, me abracé las rodillas y maldije a los moscas, a los unos porque te robaban y te aferraban y a los otros porque te fastidiaban la tarde queriendo hacer el bien.

Fiambres.

Me dio un ataque de estornudos. Todo, ahí, respiraba a viejo. Mi mano tocó algo blando y me imaginé que me habían encerrado con un monstruo. Luego el monstruo se convirtió en cadáver y, al de un rato, mi horror fue tal que me decidí a soltar una pequeña luz armónica y constaté que el monstruo era, en realidad, una cesta con madejas de lana, roja, negra, azul… Mi sortilegio se deshilachó y me dije: nunca más. Nunca más usaría las armonías. Me hacían jugarretas, me dibujaban ardillas y esqueletos de nakrús delante de los ojos, me hacían delirar peor que la pasablanca y me dejaban exhausto.

«Nunca más,» murmuré muy bajito.

Pasó el tiempo. El comedor se llenó de voces. Un niño gritó: «¡Mili, Mili!». La voz de la madre impuso silencio. Se oían ruidos de cubiertos, voces más tranquilas, carraspeos. Y entonces conseguí distinguir un:

«¿Qué vas a hacer con él?»

Hubo un silencio, un suspiro ruidoso y la respuesta tensa del barbero:

«Qué quieres que haga. De momento, esta noche se queda aquí.»

Meneé la cabeza. ¿Quedarme ahí? Ni hablar. No iba a quedarme ahí encerrado. Sencillamente porque tenía que despertar el morjás del Lobito. Y tenía que ir a ver a mis comparsas. Y robar un diamante para el mayor cap de los Gatos. E ir a recoger asofla. Entre otras cosas. Así que no, no iba a quedarme en casa del barbero…

La llave giró en la cerradura y alcé una mirada sorprendida. Pestañeé y apenas pude ver la expresión de mi madre antes de que esta se agachara para dejarme un bol. Pareció estar a punto de decir algo pero, tras un breve silencio, inspiró hondo, retrocedió, turbada, y cerró de nuevo la puerta, dejándome ciego otra vez.

En el comedor, se habían callado ya las voces. Mis hermanos se habían retirado a sus cuartos, mis padres al suyo… y yo al mío. Puse los ojos en blanco, tendí la mano y recuperé el bol. Aún estaba caliente. Pese al bocadillo de aquella tarde, seguía teniendo hambre y no desprecié la sopa. La bebí entera. No era muy consistente, pero me supo de maravilla.

Tras posar el bol vacío, me levanté. Tanteé la puerta. Llegué a la cerradura, la inspeccioné y, rezando por no destrozarla, saqué una ganzúa y me puse a trabajar como buen Daganegra que era.

Tardé un buen rato, pero lo conseguí. Empujé la puerta. Esta crujió e hice una mueca…

«¿Ashig?»

Pegué un bote. El murmullo provenía de la derecha, justo debajo de un ventanuco con los postigos cerrados. Vi una forma tumbada sobre un jergón. Oh, no…

«¿Quién eres?» susurré.

«Sam,» respondió él. «Samfen. Me has pegado un susto de muerte. ¿Cómo…? ¿Cómo has hecho para salir?»

Tragué saliva.

«Er… Estaba abierto,» mentí. Me apresuré a esconder la ganzúa y añadí: «Me voy. Es que tengo que salir.»

Samfen se había levantado, envuelto en su manta. Se acercó con tiento.

«Ashig. Eso no es una buena idea. A estas horas… no se sale, ¿me entiendes? No salgas. Padre se enfadará.»

«Ya está enfadado,» repliqué. «Y no me quiere. Y yo tampoco le quiero. Me voy.»

La puerta que llevaba a la tienda estaba abierta. Me fui para allá. Samfen me siguió.

«¡Espera, eso no es cierto!» me murmuró. «Antes les he oído hablar a Padre y Madre. Padre dice que… Er… Bueno. Ellos dicen que…»

Calló. Yo me había parado junto a la puerta de salida, expectante. Samfen había aguijoneado mi curiosidad.

«¿Qué dicen?» pregunté.

Samfen vaciló.

«Dicen que a lo mejor pueden hacer algo por ti. Que será mejor que si no hacen nada. Eso decían. Por favor, Ashig,» insistió. «No te vayas.»

Tragué saliva y corrí los cerrojos. Samfen trató de impedírmelo y yo lo empujé como acostumbraba empujar a cualquier guako que me molestaba; es decir, ni muy fuerte, ni muy suave, pero con sequedad. Mi reacción pareció herirlo. Sin interponerse ya, protestó:

«Ashig…»

Abrí la puerta y sonó un tintineo de campana. Palidecí y levanté la vista hacia el cacharro que pendía justo ante la puerta. La madre, no había pensado en eso. Samfen retomó en voz baja:

«¿Sabes? Siempre pensé que te perdimos por mi culpa. Porque yo estaba enfermo y tú fuiste a por el jarabe y… Pues eso. No te vuelvas a perder.»

Me quedé un momento suspenso, incluso emocionado. Pero no podía esperar mucho porque ¿y qué si el barbero había oído la campana? Me rebullí.

«Lo siento, Samfen. No puedo quedarme. De verdad.» Puse un pie afuera. La madre qué frío hacía en la calle… Añadí: «Oye, y no me perdí por tu culpa. Fue… por la tormenta, la Fría, la nieve, qué sé yo, pero… no por tu culpa.»

Oí de pronto unos ruidos de pasos y vi una luz aparecer en el comedor. Resoplé, imprequé y me afufé a la carrera, cojeando un poco porque me dolía el pie izquierdo por haberme hincado algo durante la última chalada con el campesino. Nada grave, creo, pero molesto.

Soplaba un viento invernal, nevaba y las calles estaban casi desiertas. Cuando me metí en los Gatos, busqué un escondite durante un buen rato en el Laberinto hasta que, al fin, decidiéndome, dejé mis ganzúas y mis navajas en un cavidad rocosa, al fondo de un callejón. Acababa de sonar la primera campanada de la noche cuando llegué al Espíritu Riente, congelado, hundido y tembloroso. No entré en la taberna: la rodeé, me metí en el callejón, subí las viejas escaleras y llamé a la puerta del Bor.

Pegué la oreja a la madera e iba a volver a llamar cuando oí una voz apagada:

«¿Quién es?»

«El C-Cuat-t-roci-ent-tos,» castañeteé.

El frío me congelaba los huesos. Se oyó un ruido de cerrojo y la puerta se abrió.

«Cuatrocientos,» resopló el Bor. Vaciló. «Así que no te pillaron. ¿Qué ocurre?»

Yo me abrazaba, temblando de pies a cabeza.

«¿P-puedo entrar?»

El Bor suspiró y asintió, apartándose. Entré y él se apresuró a cerrar la puerta para que no se enfriara el interior. Lo primero que vi fue la estufa que despedía calor. Y luego al chicuelo rubito, que dormía plácidamente entre un montón de mantas, no muy lejos de esta. Exclamé:

«¡Lobito!»

Y me precipité. Dormía, pero qué importaba. Lo cogí por el torso, lo abracé y, con mucho cuidado, desperté el morjás de sus huesos. Procuré gastar tan poca energía como pude. El Lobito ni siquiera se despertó totalmente: movió un poco la cabeza, la mano, pero no abrió los ojos. ¡Se lo veía tan a gusto!

«¿Quién diablos es ese?» preguntó de pronto una voz.

Alcé levemente la cabeza y agrandé los ojos cuando la vi. Ella. La dama del Bor. La reina de Éstergat. La campeona de los naipes. Se acababa de deslizar fuera de la cama sin pudor alguno y la vi revestir un camisón blanco y unas pantuflas mientras el Bor contestaba con cara molesta:

«Es el Cuatrocientos. Ya te hablé de él. Es…»

«¡Pues claro que me has hablado de él!» exclamó ella. «¡Pero míralo cómo tiembla de frío! Ven aquí, pequeño. Ven aquí.»

Anonadado, dejé al Lobito tumbado y acepté la mano que me tendía la dama. Me levanté. Para asombro mío, ella se puso a frotarme las manos con cara realmente desolada.

«¡Tiene las manos heladas! ¿Has visto, querido? Pobrecito. ¡Y decir que tú salvaste a mi Shyulí de la cárcel! Tú serraste los barrotes, ¿verdad? ¿Lo hiciste tú?»

Sentí su mano cálida sobre mi mejilla y sus ojos verdes como la esmeralda me parecieron de pronto magníficos.

«Sí, señora,» contesté, sonriendo ante tan buen trato. «Fui yo.»

Ella meneó la cabeza, emocionada.

«¿No tienes adonde ir, a que no?»

Negué con la cabeza y la dama siguió acariciándome, la frente, el cuello, el mentón, mientras me decía:

«Pobrecillo, y con el frío que hace fuera, pues claro que no vamos a dejarte abandonado. ¿Quieres dormir en un lugar caliente, verdad?»

«Ah, pues sí, señora,» confesé.

Me enseñó una sonrisa encantadora, me quitó el abrigo hundido y le dijo al Bor:

«Ve a buscar agua para calentar.»

El Bor resopló, incómodo.

«Querida, ¿no irás a lavarlo ahora?»

«Está más sucio que una rata, ¡pues claro que voy a lavarlo ahora! A por agua,» ordenó ella.

El Bor suspiró pero, para sorpresa mía, obedeció y salió con dos cubos. Entonces la dama procedió a quitarme la ropa y mientras tanto me dijo:

«Menos mal que estabas tú para sacarle a Shyulí del Clavel. Siempre le digo que tenga cuidado con su lengua. Los insultos están bien para los amigos, no para desconocidos encopetados. Pero, en fin, ¡qué flaco estás! ¿Has comido algo hoy?»

Temiendo que su compasión se desinflara, mentí y dije:

«No, señora.»

Para gozo mío, ella se lamentó:

«¿Nada de nada? ¡Debes de estar muriéndote de hambre! En cuanto vuelva Shyulí, lo mando a por comida,» me prometió.

Sonreí y pensé que, finalmente, aquella noche iba a comer como en ninguna. La dama pasó unos dedos cálidos sobre uno de mis cardenales. Frunció el ceño pero tan sólo inquirió:

«¿Te duelen?»

«No, señora, casi nada,» dije, haciéndome el duro. Un poco de compasión, estaba bien, pero no había que exagerar… Y admití: «Pero me duele el pie. Este. El izquierdo.»

Le enseñé la planta y ella dijo con una mueca:

«Ayayay… Parece que se te ha hincado ahí algo malo, ¿eh? Eso debe de doler.» Apretó algo con las uñas y grité. «Hey, hey, no te quejes. Aquí lo tengo. ¿Lo ves? Es una espina de… er… quién sabe qué. Tranquilo, en cuanto venga el agua, te curo eso: tengo jarafel. ¡El jarafel lo cura todo!» Sonrió y añadió con curiosidad: «¿Qué es todo esto?»

Se refería a mis collares. Sonriendo de nuevo, expliqué, cogiéndolos uno a uno:

«Son mis amuletos. Este es mi amuleto de cuando era muy pequeño. Me trae suerte. Y con este rezo al Santo Espíritu Patrón. Este es un regalo de mi mejor amigo. El azul es del Lobito. Se lo guardo por si las moscas. Y esto es para que no me ataquen los lobos.»

«¡Ya veo que estás más protegido que un santo!» rió la dama. «¿Y dónde está ese mejor amigo?»

Abrí la boca. La cerré. Y bajé los ojos al suelo. No me atreví a decirle que Rogan había caído en manos de Frashluc. Por mi culpa, encima. Interpretando mi silencio, la dama puso cara conmovida y me abrazó, colocando un suave beso en mi frente.

«Pobre hijo mío,» murmuró.

Me arrebujó en una gran manta y se me puso a parlotear mientras echaba más carbón en la estufa. No sé de qué me hablaba: yo me contentaba con escuchar su voz alegre, subyugado aún por su abrazo y sus ojos esmeralda. Cuando regresó el Bor, la dama puso el agua a calentar en la estufa y mandó a su amante a por comida. Este alzó la mirada al cielo pero no comentó nada y se marchó otra vez. Cuando el agua estuvo caliente, la dama la echó en un ancho barreño y me dictó:

«Quítate esa manta y métete ahí.»

Obedecí y la bella dama se puso a jabonarme ella misma. No me gustó especialmente que me sacudiera con su esponja, frotaba muy fuerte, el jabón sabía a diablos y picaba los ojos. Cuando empecé a rebullirme, a protegerme la cara y a mascullar unos «señora…» y unos «pero qué fiambres…», la dama chasqueó la lengua y me dijo: quieto y calla. No sé si fue porque me daba miedo que se me amoscara ella, la dama del Bor, cuando estaba siendo tan maja conmigo, el caso es que me quedé muy recto y callé como un héroe. Al final, la bruja me tiró un cubo de agua en la cabeza, así, sin prevenir ni nada. Grité del susto y oí una carcajada profunda.

«Me temo que ya le has traumado al muchacho,» comentó el Bor, divertido. Llegaba con una bandeja llena de comida y la posó en la mesa agregando: «Recuerdo que mi madre me hacía exactamente lo mismo. ¡Era una verdadera tortura! Cuando intentaba huir, me perseguía con la jaboneta. Un día, la saqué tanto de quicio que me la hizo tragar, ¿ya te lo conté, reina mía?»

Husmeé el aire y enseguida la boca se me hizo agua. Aquella bandeja olía de maravilla. La reina reía mientras me secaba las orejas con una toalla:

«¡Ja! No me extraña que de pequeño fueras un diablo. No has cambiado nada,» bromeó.

«¿Que no he cambiado?» se indignó falsamente el Bor. «Si me persiguieras tú con la jaboneta, no huiría ni loco.»

Se adelantó, cogiendo a la reina por la cintura con inequívoca pasión. Ella, sin embargo, se escabulló protestando:

«Compórtate, querido. Que tenemos invitado.» Y, tras mirarme de arriba abajo con expresión crítica, sonrió con cara satisfecha y me envolvió con la toalla diciéndome: «La cena está lista.»

Salí del barreño de un bote y fui a sentarme para devorar la sopa y el trozo de trucha. Mientras comía, la dama se dedicó a embadurnarme la planta del pie con un producto amarillento. El Bor tamborileaba sobre la mesa, obviamente exasperado por todo aquel derroche de gentileza que no le iba dirigido.

Cuando acabé, la dama sacó una baraja de cartas y el Bor resopló.

«Lo lavas, le das de comer, le quitas espinas del pie… ¿y ahora quieres jugar a cartas?»

«¿Qué pasa, querido, no estarás celoso?» se burló la dama.

Se sentó a la mesa con la elegancia de una reina y empezó a repartir con tal rapidez que casi parecía prodigio. Mientras jugábamos, la dama no callaba: habló de algunos juegos muy en boga en las casas de azar de toda Éstergat, de gente desconocida, de bailes, de apuestas… Hasta me reveló algún truco de amarre al que tomé el tranquillo tan rápido que ella me cubrió de alabanzas.

Como la reina era incapaz de jugar sin apostar, apostamos a quién dormiría en la cama y quién se quedaría fuera. Perdió el Bor y, bajo su mirada asesina, aseguré que no me molestaba dormir en el suelo, junto al Lobito. Pero a la dama no le gustaba saltarse las reglas de las apuestas. Cuando argumenté que cabíamos los tres, el Bor comentó entre dientes:

«No lo arreglas, Cuatrocientos.»

Le puse cara de disculpa y él meneó la cabeza, como resignado. Cosa increíble: la dama era la única persona a la que conocía capaz de doblegar el carácter susceptible del Bor. El querido Shyulí durmió junto a la estufa en las mantas del Lobito y yo trasladé a este último a la cama, entre la dama y yo. Me sentía tan molesto por el Bor que me costó conciliar el sueño. Pero, al fin, lo concilié y dormí como un bendito.