Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

10 Los Barrancos

La calle estaba desierta. Entré en el callejón y llamé a la puerta. Esperé. Al de unos instantes, oí la tranca retirarse y el batiente se abrió.

«Entra.»

Esa era la voz de Korther. No me di tiempo para interpretarla: entré y me quedé un momento suspenso. Había cuatro personas en la habitación. Korther, sentado en su sillón, junto a la chimenea; Aberyl, arrimado a un muro y con su embozo azul disimulándole el rostro; Yerris, sentado a la mesa; y Rolg, de pie, junto a la puerta. Miré, ojiplático, al viejo elfo mientras este volvía a colocar la tranca. Y es que, además de que no esperaba verlo ahí, estaba… distinto. Como más saludable. Al cabo dejé escapar, incrédulo:

«¡Rolg! No sabía que hubieras vuelto.»

El elfo demonio esbozó una sonrisa, pero Korther no le dejó contestar.

«De hecho,» dijo este último con viveza, «quién hubiera dicho que volvería antes que tú. Acerca, rapaz.»

Les eché un nuevo vistazo a todos mientras me acercaba al cap Daganegra. Me detuve junto al sillón y, bajo los ojos reptilianos y atentos de Korther, murmuré:

«Salú.»

«Mm,» masculló Korther. «Ya te ha costado encontrar el camino hasta la Fonda. Apuesto a que Yal te lo ha recordado.» Juzgué prudente no contestar. Él agregó: «Tiende la mano.»

Tendí la mano derecha y él me puso la piedra malva en la palma. Inmediatamente sentí la energía de la mágara.

«Cuando oigas algo, traduces en voz alta. Instálate ahí.»

La voz del cap, sin ser hosca, vibraba de autoridad. Me apresuré a asentir y retrocedí hasta la mesa, centrando mi atención en la piedra. Oí un leve siseo indefinible a través de esta y luego regresó el silencio. Me senté, le eché una mirada a Yerris y fruncí el ceño, extrañado. El semi-gnomo se sostenía la cabeza con ambas manos y sus ojos parecían como extraviados.

«¿Yerris?» murmuré.

Tendí la mano y, en cuanto le toqué el brazo al Gato Negro, este dio un brusco respingo sin girar la cabeza y resopló:

«Shur… ¿Q-qué tal todo?»

Enarqué una ceja, inquieto.

«Pues… bien ahora que estoy libre. ¿Y tú? Estás bastante raro. ¿Sabes que me crucé con tu maestro en el Clavel? Me pidió que le dijera a Korther que tú no tenías la culpa. Pero no sé de qué culpa hablaba.»

Percibí el movimiento de cabeza de Korther y me giré hacia él. Su expresión molesta me dejó aún más turbado. Los miré a todos con nerviosismo.

«¿Qué pasa?»

«¿De verdad dijo Al que yo no tenía la culpa?» se extrañó Yerris.

Tragué saliva y asentí, pero tuve la impresión de que Yerris no me vio.

«Sí. Lo dijo. Justo antes de que se evadiera. ¿Qué pasa?» repetí.

Hubo un silencio. Aberyl tenía pose absorta, Korther había retomado la lectura de un libro que tenía en el regazo y, para desilusión mía, Rolg había salido de la habitación a hacer quién sabe qué. Aún sin mirarme, Yerris suspiró.

«Si supieras. La semana pasada, el alquimista creyó encontrar un remedio. Lo probé. Y funcionó un poco. Todavía necesito sokuata, pero la fabrica mi cuerpo solito, según dijo el señor Wayam. Aun así… no todo ha salido bien.»

Mientras iba asimilando con estupefacción el sentido de aquellas palabras, oí a través de la piedra un repentino:

«Creo que nos hemos alejado suficiente.»

Ese era Shokinori. Sin embargo, no dije nada, fingí no haber oído y ni siquiera bajé la mirada hacia la piedra malva. Miré a Yerris con cara pasmada y entonces pasé la mano izquierda delante de sus ojos y dejé escapar un jadeo.

«La madre… ¿no puedes verme?»

Yerris hizo una mueca y meneó la cabeza.

«Ni a ti ni a nadie: es como si tuviera un velo rojo continuamente delante de los ojos. Si al menos no hubiera perdido la armónica durante el viaje, podría hacer algo más que sentarme aquí y pensar…» Sacudió de nuevo la cabeza como burlándose de sí mismo y, tras una leve vacilación, añadió: «Pero eso no es lo peor. Lo peor es que a veces… desconecto y ni siquiera puedo pensar. El alquimista dice que me ayudará y encontrará otro remedio… Me lo ha prometido. Tranquilo. Todo se arreglará,» afirmó con una sonrisa que no me pareció muy segura. Marcó una pausa. «Así que… ¿te encontraste con Al en el Clavel? ¿Qué tal te fue ahí, shur?»

Me encogí de hombros, recordé que no podía verme y respondí:

«Regular.» Meneé la cabeza y grazné, alterado: «Caray, ¿es que ese alquimista nos está tomando el pelo o qué? Nos muta, nos ciega, nos hace cosas malas… Al final, acabará por matarnos, diablos.»

«Hey, hey, tranquilo, shur,» me replicó Yerris. Tanteó y alcanzó mi mano. La apretó con firmeza. «No te preocupes. Yo me presté voluntario. Y me prestaré voluntario para las próximas veces. Cuando el señor Wayam dé con el buen remedio, os lo daremos a todos. Y no volveremos a hablar de la sokuata ni de toda esta pesadilla… Créeme.»

Me quedé mirándolo en silencio. No sabía qué decirle. ¿Gracias por sacrificarte? ¿Estás totalmente majara? También me apetecía preguntarle a ver si de verdad creía que el alquimista encontraría algo en los veinte años venideros. Al cabo, murmuré un:

«Te creo.»

El Sacerdote decía que la fe movía montañas… pues ojalá también moviera las neuronas del alquimista. Carraspeé y, tras un silencio, declaré:

«Shokinori y Yabir están saliendo de Éstergat.»

Fue como un detonante. Korther se levantó de un bote abandonando su libro y lanzó:

«¿Dónde?»

Bajo su mirada impaciente, me apresuré a decir todo lo que había podido sacar en claro de lo que había oído al mismo tiempo que Yerris me hablaba:

«Están bordeando un bosque. Dicen que van a hacer cálculos para localizar la piedra.»

Korther intercambió una ojeada con Aberyl y masculló:

«La Cripta.»

Era el único bosque de las cercanías. Korther atrapó su capa soltando con energía:

«Draen: vas a venir conmigo. Ab, síguenos de lejos. Rolg, quédate con Yerris.» El viejo elfo había aparecido de nuevo en la habitación y asintió con calma. Vi a Korther verificar prestamente sus bolsillos y tantear una daga en una bota y otra en la manga antes de añadir: «Andando.»

No hice preguntas, ni siquiera me paré a pensar, la verdad: todo fue demasiado rápido. Murmuré un: «Salú, Gato Negro…» Y el cap, Aberyl y yo salimos a la noche.

Aberyl se dejó rápidamente distanciar mientras recorríamos las callejuelas oscuras. Bajamos bordeando el río Tímido hasta el Hipódromo y el río de Éstergat. La Gema y la Luna en el cielo no estaban llenas, pero iluminaban así y todo suficiente nuestro camino. Cruzamos el Puente Negro detrás de una panda de jóvenes borrachos y, en cuanto nos alejamos de las fábricas, torcimos para la derecha, directos hacia la Cripta. Nos quedaba una buena hora para llegar a los lindes. Mientras avanzábamos por huertas y eriales, Korther me preguntó:

«¿Qué dicen?»

Era la tercera vez que me lo preguntaba. Suspiré y contesté:

«Pues… no sé, no los oigo muy bien. Hablan de no sé qué triángulo. Shokinori le echa la culpa a Yabir de que es un torpe. Y Yabir reconoce que es un inútil pero que Shokinori lo respete un poco, que no es un cualquiera, dice, y que además el vínculo se está debilitando, que no es un héroe. También dice que si hubieran aprendido mejor la lengua de la Superficie, les habría venido bien. Y…»

«¿Alguna pista sobre dónde se encuentran?» me cortó Korther.

Carraspeé y confesé:

«No. Sólo los oí hablar de los árboles.»

«Los árboles,» repitió el cap, ralentizando ligeramente. «¿Sólo dijeron ‘los árboles’? No, porque árboles hay un poco por todas partes, rapaz: no todos los árboles crecen en un bosque.»

«Estoy casi seguro,» aseguré. «En un momento, he oído un búho. Bueno, creo que era un búho,» maticé.

Pese a la oscuridad, percibí la mirada penetrante que me lanzó Korther.

«Si esta noche no encontramos a los subterranienses, rapaz, voy a estar muy decepcionado contigo. Así que estate bien atento a la piedra y aprieta el paso.»

Yo hacía lo que podía, pero me había pasado toda la tarde corriendo y se me resentían las piernas. Cruzábamos el Camino Blanco que bordeaba la parte oriental del bosque cuando oí una palabra y lancé con una pizca de excitación:

«Shokinori ha hablado de una cuesta. ¡Deben de estar subiendo los Barrancos!»

Korther echó una ojeada al camino y luego hacia la oscura senda que subía, bordeando los lindes próximos a los Barrancos. Realizó un gesto y llamó en voz baja:

«Ab. Síguenos por el bosque.»

El Daganegra embozado había reducido las distancias en cuanto nos habíamos quedado lejos de la vista de los saijits. Lo vi avanzarse y asentir.

«Ten cuidado, Kor,» dijo. «Esos subterranienses tienen otra cultura. Se dice que sacan la espada para decir buenos días.»

«Entonces yo sacaré mis dagas para devolvérselos,» replicó Korther con burla. «No perdamos más tiempo.»

Nos pusimos de nuevo en marcha, siguiendo la senda que ascendía, y, tras un silencio, inquirí con curiosidad:

«¿Qué haremos después de devolverles la piedra?»

Korther ralentizó levemente el paso.

«Mm. Antes tengo que verme en disposiciones de devolvérsela, rapaz. Primero vienen las presentaciones, luego las negociaciones y, al fin, vendrá el entendimiento. Si todo va bien,» apuntó. «Y ahora: silencio.»

Me mordí el labio pero me atreví así y todo a soltar:

«Esta tarde he visto la Wada en la Bolsa de Comercio. Es increíble, ¿no?»

Oí el suave resoplido de Korther.

«No, rapaz. Es del todo normal. A veces un Daganegra tiene que saber robar temporalmente. Y, ahora, en serio: una palabra más y te abandono en medio del bosque amordazado y maniatado, ¿está claro?»

Asentí con la cabeza sin atreverme a abrir la boca. Corriente, corriente, pensé con un suspiro. Fuera como fuera, no dejaba de decepcionarme la idea de haber robado tal vez el objeto más valioso de Éstergat y haberlo devuelto como si nada hubiera sucedido.

La senda se estrechó y él pasó delante. ¡Bueno! De modo que Korther pretendía devolverles la reliquia a los subterranienses a cambio de algo. ¿Dinero? ¿Información? Poco me importaba mientras no me retuviera toda la noche para servirle como intérprete.

Llevábamos apenas un rato subiendo por los Barrancos cuando sentí una repentina vibración energética, inspiré hondo de sorpresa y se me escapó la piedra malva. Ahogué una imprecación y, como Korther caminaba a unos pasos delante, me apresuré a agacharme para buscar la piedra antes de que él girara la cabeza y se percatara de algo. Gracias a mis ojos de sokuata, logré encontrarla, peligrosamente cerca de la caída del barranco, la toqué y… pegué un grito estrangulado al notar una descarga brutal. Me tiré al suelo, sacudido de espasmos nerviosos.

Por fortuna, Korther desanduvo lo andado con rapidez e impidió que me tirara yo solo por el barranco. Sin embargo, la piedra… La madre dónde se habría ido la piedra… Korther me sacudió.

«¡Hey, rapaz! ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?» inquirió con tono inquieto.

No contesté de inmediato. Cuando me hube calmado, me ayudó a ponerme de nuevo en pie. Yo, sin embargo, previendo la bronca próxima, retrocedí precipitadamente hacia el bosque y me abracé a un tronco diciendo:

«¡No me pegue, no lo he hecho queriendo, se me ha ido!»

Fue entonces cuando Korther entendió la catástrofe. Y, para honra suya, no se me puso a gritar encima. Miró por el barranco y soltó:

«Ve a buscarla.»

Como no obedecía de inmediato, me desabrazó a la fuerza del tronco con un resoplido y remarcó:

«Ahora. No ha debido de caer muy lejos con todas esas rocas.»

Me aproximé, aprensivo. El barranco era escarpado, pero no era tan vertical como esperaba ni tan profundo como en otros lugares más cercanos a las minas. Comencé a descender y solté sortilegios perceptistas a diestro y siniestro hasta que me quedé casi sin tallo energético. Llegué abajo y rebusqué entre los arbustos, abriendo mucho los ojos, como si así pudiera sacarme algún sexto sentido que me ayudara a encontrar la piedra malva. Acababa de agarrarme a una raíz para regresar arriba del barranco cuando vi de pronto algo dar un chispazo de energía a unos centímetros de mi mano. La piedra. Resoplé de alivio, la cogí y, al sentir una energía intensa recorrer mi cuerpo, me apresuré a meter la reliquia en mi bolsillo.

«Piedra tarada,» mascullé. Y de verdad parecía que se había vuelto loca la piedra: incluso metida en mi bolsillo, me lanzaba descargas.

Entonces, oí una voz sisear en caéldrico:

«¡Dakis, atrapa!»

Por un instante, me quedé inmóvil, y por varias razones. Primero, porque la voz que había oído era sin lugar a dudas la de Shokinori. Segundo, porque acababa de oír un gruñido profundo. Y tercero, porque entendí que ese gruñido no podía más que provenir de un lobo o perro o… de algo gordo, en todo caso. Cuando vi la gran forma cuadrúpeda abalanzarse sobre mí, el pánico me invadió. Me desasí de la raíz y salí corriendo en dirección opuesta a la de donde había provenido la voz de Shokinori. No me di muchas esperanzas. Ahí abajo, había grandes y tupidos matorrales pero ningún árbol y, en consecuencia, difícilmente podía trepar a nada. Y bien sabía yo que los perros tenían tan buen olfato como los linces. Por eso, cuando sentí una enorme fuerza tirarme al suelo de golpe no me sorprendí. Tampoco me asusté. Mi miedo iba más allá del miedo a la muerte. Rodé en la tierra hasta que me encontré boca arriba y con la bestia encima. Sus gruñidos me hicieron revivir el ataque de los siete perros de Adoya y, no deseando vivir mi propia muerte, escapé al valle.

Estaba tumbado junto a mi maestro, mirando las estrellas. El cielo estaba tan constelado que parecía un río de perlas.

«¿No es acaso un espectáculo maravilloso, Mor-eldal?» me preguntó mi maestro con serenidad. «¡Ah, una estrella fugaz! ¿Has visto?»

Me llevé una decepción y confesé:

«No.»

Yo sólo veía dos grandes ojos negros y unas estrellas en forma de colmillos.

«Hay que estar atento,» sonrió mi maestro.

No sonreía propiamente dicho: eran sus ojos verdes centelleantes los que lo hacían. Se giraron unos instantes para mirarme antes de retornar a la contemplación de las estrellas.

«Siempre es muy importante saber hacia donde uno mira,» prosiguió. «Porque son tan fugaces que aparecen y desaparecen más rápidas que las ardillas.»

En ese momento, vi una luz rasgar el cielo estrellado y sonreí alzando el dedo índice.

«¡Ahí he visto una, elassar! Era una estrella fugaz.»

Sentí de pronto como si la tierra se hubiera puesto a temblar violentamente y me acurruqué… Una rama cayó sobre mí y me impidió moverme. Me debatí, pero la rama pesaba demasiado. Grité:

«¡Elassaaaar!»

Esta vez, algo cayó en mi boca y me impuso silencio. Tuve la impresión de que se me había metido una estrella fugaz dentro y me hubiesen acallado aposta pues, como decía mi maestro, las estrellas eran las damas del silencio. Entonces me pregunté qué fiambres me estaba pasando, justo en el momento en el que oí la voz de Yabir decir:

«Habla nuestro idioma, Shok. ¿Qué hacemos?»

Hubo un silencio y, por un instante que duró como un relámpago, a través de la rama y las estrellas del valle, vi a dos siluetas encapuchadas, una agachada junto a mí, otra agarrándole el cuello al enorme lobo… Nada más ver a este último, cerré los ojos y volví a ver las estrellas. Una parte de mi mente me decía: levántate y huye. Otra, más razonable, me decía que era inútil huir de una bestia así. Y otra, la que prevalecía, se concentraba en crear ilusiones armónicas para no ver ni sentir ni oír nada que no fuera el viento del valle, el búho nocturno y la voz sosegada de mi maestro. Pero, pese a mí, no dejaba de oír los gruñidos.

«Tenemos la piedra,» dijo Shokinori. «Llevarnos al muchacho sería una locura. Venga, Yabir: arriba del barranco hay gente. Sin duda iban con el chaval y lo habrán oído gritar. Vámonos de aquí antes de que se tuerzan las cosas.»

«Date cuenta de que nos sería de gran ayuda, Shokinori,» protestó Yabir. «Además, que este chaval hable nuestro idioma no es casual. ¿No te das cuenta? ¡Mil mantícoras! Los tipos que encontraron la reliquia debieron de descubrir cómo se activaba y han estado escuchando a través de ella usando al muchacho… ¿Por qué me miras así? No es tan remoto. Piénsalo. ¿Por qué habrían estado paseándose por aquí si no? ¡Porque nos buscaban!»

Sus palabras se perdieron ahogadas por las de mi maestro nakrús, que me hablaba ahora del número de huesos que tenían los conejos. De pronto, sentí que me ponía a volar y vi a un yarack de plumas multicolores sobrevolarme y decirme:

«¡Vamos!»

Volé junto a él y me sentí llevado por un torbellino confuso entremezclado con la respiración gutural del perro.

«Dakis dice que nos están persiguiendo, Yabir,» siseó Shokinori. «Ese chaval está en estado de shock o yo qué sé, pero no va a colaborar y te recuerdo que ninguno de los dos somos unos colosos… Déjalo y larguémonos de aquí. No seas idiota.»

Mi vuelo se detuvo en seco y oí un refunfuñeo.

«Idiota, idiota… no me parecía tan idiota.»

«Corre.»

Los pasos se alejaron junto con la presencia del perro y me acurruqué tratando de entender por qué… por qué me ocurrían esas crisis armónicas sin que yo pudiera luchar contra ellas. Todo por culpa de los perros de Adoya. Conseguí deshacer más o menos las armonías que poblaban la zona justo ante mis ojos y, en el instante en que oí más ruidos de pasos a la carrera, rodé sobre la tierra y me oculté debajo de un matorral. Sabía quiénes eran con casi total seguridad: Aberyl y Korther. Pero, fiambres, no quería que me vieran. No después de que Shokinori y Yabir me hubieran robado el orbe malva y hubieran desaparecido los diablos sabían dónde.

Vi una luz armónica iluminar el lugar donde había estado unos momentos antes y oí a Korther soltar:

«Han estado aquí. Maldita sea. Ab, intenta rastrearlos.»

El otro Daganegra se alejó, pero la luz no lo hizo. A través del tupido ramaje del matorral, vi a Korther agacharse y vi su mano seguir una línea…

«Te voy a estrangular, rapaz,» masculló. «Sal de ahí.»

Me quedé helado. Tras unos segundos de profundo silencio, entendí que no me quedaba otra opción que la de contestar y protesté:

«Yo no he tenido la culpa. Ellos tenían un perro muy grande…»

«¡Sal!» ordenó Korther.

Y lo hizo con una voz tan seca que me puso la piel de gallina y pensé que realmente tenía intenciones de estrangularme. Traté de dar la vuelta al matorral con todo el sigilo posible, me levanté y salí corriendo. Pero Korther debía de haber previsto mi artimaña pues estaba preparado. Reaccionó con rapidez y me agarró de la muñeca. Y yo hice lo que, probablemente, jamás ningún buen sarí debería hacer: le di una patada en la espinilla gritando:

«¡Suélteme!»

Recibí una bofetada que me dejó la cara ardiendo, seguida de una caída bien orquestada que me dejó en la misma posición que antes con el lobo encima. Sólo que esta vez a quien tenía encima era al cap de los Daganegras. Y este estaba furioso. Tras observar que yo ya, más que debatirme, me cubría el rostro con un brazo para prevenir cualquier hipotético golpe, Korther siseó:

«Primero, tiras la reliquia por el barranco, luego dejas a los subterranienses que te la roben, después te ocultas de mí y, para colmo, ¿intentas huir y me das una patada? ¡Apañados estamos!»

Me retiró a la fuerza el brazo para que lo mirara a los ojos y añadió:

«No acostumbro perder los nervios. Pero tú vas a conseguir que los pierda, bribón. Y no te aconsejo estar cerca cuando lo haga. Esa reliquia significaba mucho para mí: significaba poder, por fin, hablar directamente con esos subterranienses. Tanto si los perdemos como si no, esto tendrás que pagármelo, rapaz, y muy caro. Y, por cierto, la próxima vez que algún Daganegra te informe de que quiero verte, no llegues tarde. Si quieres ser un Daganegra de verdad y no tener problemas en Éstergat, rapaz, vas a tener que aprender a no acelerarte cuando actúas.»

Las palabras del cap me hirieron y asustaron por igual. Mi maestro nakrús iba a tener razón cuando me decía: “Ojalá pensaras antes de actuar, Mor-eldal.” Entonces, Korther agregó con tono imperativo:

«No te muevas de aquí.»

Dejé escapar un jadeo cuando me liberó y murmuré:

«Lo siento.»

Pero Korther ya se estaba marchando y no contestó. Tal vez ni siquiera me oyó. Cuando lo vi desaparecer entre los densos arbustos, tragué saliva y me levanté. Tras un largo silencio, mascullé:

«Rayos, brasas y fiambres. Y fiambres. Y… fiambres repetí.

Me pasé la manga por los ojos, me masajeé la mejilla dolorida, y apreté los dientes. Diablos, a veces lamentaba que Rolg se hubiera fijado en mí aquel día de primavera, en la Plaza Gris. Me puse a andar con decisión. Se acabaron los Daganegras, pensé. Se acabó todo. ¿Acaso le había pedido yo a Korther que me diera trabajo? No. Él había querido usarme porque yo sabía caéldrico y sin mí jamás habría estado siquiera cerca de encontrarse con Shokinori y Yabir. ¿Acaso tenía yo la culpa de no correr más rápido que un lobo?

«Al infierno,» refunfuñé.

Pensando otra vez en el lobo y suponiendo que, si Korther y Aberyl encontraban a Shokinori y Yabir, irían a buscarme para servirles de intérprete, aceleré el paso y avancé casi a la carrera entre los arbustos sumidos en la oscuridad. Dejé los arbustos atrás, bajé una colina, atravesé una zona llena de montículos de carbón y carretas y llegué a los Canales.

Cuando alcancé los Gatos, ya estaba del todo repuesto de aquella mala pasada. O casi. Busqué el refugio que me había indicado Rogan. Pese a haber vagado ya cuantiosas veces por el Laberinto, cada vez que entraba en él pasaba por callejuelas por las que nunca había pasado, subía por escaleras, escalas, recorría pasadizos desconocidos y, casi instintivamente, evitaba tomar otros donde se adivinaban bultos y siluetas despiertas.

Llegué al fin a lo que el Sacerdote me había presentado como la Escalera: una escalera de madera que subía hacia algún lugar no muy lejano a la Plaza Lana y que daba cobijo a una buena decena de guakos. La brecha entre el muro y la escalera no era muy ancha, pero lo suficiente para pasar. Me deslicé debajo de esta e, incapaz de ver nada en tal oscuridad, a punto estuve de aplastar algo vivo. Mi llegada no generó reacción alguna por parte de los guakos: estaban todos profundamente dormidos. Logré encontrarme un rincón cerca de lo que, deduje, debía de ser el Sacerdote dado el objeto en forma de sombrero de copa con el que topé. Tras pensar en despertar a mis comparsas y a Rogan para conducirlos a casa de Yal, recordé que este no quería que lo despertáramos en mitad de la noche y, además, Korther sin duda debía de saber dónde vivía y, entonces, vendría a buscarme y me soltaría otra vez todo un discurso sobre lo mal que hacía yo las cosas y… Buah. Espiré largamente y, entonces, oí un susurro.

«¿Espabilao? ¿Eres tú?»

Era Rogan. Le cogí el sombrero y me lo puse sobre la cara murmurando:

«Me debes un cinclavos, Sacerdote. Golondrina de Éstergat, nada menos.»

Rogan me quitó el sombrero y resopló.

«Hereje. ¿No sabes que a los sacerdotes se les da dinero y no se les coge?»

Me dio un leve empellón y sonreí.

«Entonces, préstame el sombrero.»

«Callaos,» masculló una voz desconocida y medio dormida.

Me mordí el labio y oí el murmullo burlón de Rogan:

«No se le presta a un amigo. Si vas a ser Golondrina, vas a tener una gorra profesional, ¿no?»

Hice una mueca. Eso era cierto. Puse los ojos en blanco y cuchicheé:

«Cabal, cabal. Mañana, cuando salga el sol, me zamarreas si no despierto, ¿eh? No quiero llegar tarde al tajo.»

«Hasta los infiernos te arrastraré si hace falta, Espabilao,» prometió Rogan.

Sonreí.

«Gracias. Dulces sueños, Sacerdote.»

«Buenas noches, oh discípulo mío,» replicó el Sacerdote con burla afectuosa.

Cerré los ojos y pensé que menos mal que tenía a Rogan y a mis comparsas porque, sin ellos, aquella noche me habría sentido muy solo.