Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

11 Caldisona

«¡La Golondrina!» berreé. Le entregué el urgente magescrito al hombre de negocios, así como el recibo a firmar y añadí con tono profesional: «Aguardo respuesta, si usted manda.»

Sin contestarme, el inversor leyó la nota y soltó una carcajada, exclamando no sé qué de precios que habían bajado como la Cascada Blanca. Me agarró de pronto del brazo.

«Espera un momento.»

Asentí y esperé. Le di un papel y lápiz así como la hoja de tarifas. Pero el señor ni las miró, garabateó algo y me tendió la respuesta. Conté las palabras, calculé mentalmente, consulté tan rápido como pude las tarifas y le dije el precio. Treinta y cuatro clavos… Dos más de lo que escribí luego yo en la factura para la oficina, pero qué le iba a importar a ese mangaplatas: ni siquiera debía de haber calculado el precio exacto. Tras pagarme, él me apremió:

«¡Corre como si te persiguieran los diablos!»

Salí de la Bolsa de Comercio corriendo, llegué a la oficina central de mensajeros y entregué los treinta y dos clavos y el magescrito. Dalem, el jefe oficinista, fue a transmitir este último a los operadores mientras decía:

«¡Por cierto, muchacho! Un conocido tuyo vino aquí esta tarde a dejarte un mensaje. Te lo dejé en tu casillero.»

Enarqué las cejas. ¿Un mensaje… para mí? Con una mezcla de aprensión y curiosidad, me alejé hacia el pasillo trasero. La puerta de la sala de mensajeros estaba abierta y pude entrever a varios compañeros míos instalados ahí, comentando animadamente una partida de tenedores. Algunos de ellos, según Yum, conseguían perder cantidades inquietantes de dinero en apuestas. Siguiendo el consejo de mi nuevo mentor, hasta ahora yo me había abstenido sabiamente de participar.

Me agaché en el pasillo junto a los casilleros y metí la mano en el mío. Ahí dentro, guardaba mi pantalón y mi vieja gorra así como un lápiz, un fetiche en forma de gato que me había regalado Manras —y que él había sacado los espíritus sabían de dónde— y… también había un pequeño papel plegado. Lo cogí, lo desplegué y leí.

«Para Draen Hílemplert. Por favor, pásate por mi casa en cuanto puedas.»

Iba firmado por «Yal». Inspiré y me mordisqueé un labio. Me sentía culpable. Habían pasado cuatro días desde lo del lobo en los Barrancos y yo no había ido ni una sola vez a casa de Yal pese a que, con toda la bondad del mundo, él me había propuesto hospedarme a mí junto con mis compadres. En el fondo, había que admitirlo, tenía miedo. Miedo de tener que ver a Korther cara a cara y explicarle por qué lo había dejado plantado. Pero Yal tal vez ni siquiera se había enterado.

Claro que se ha enterado, pensé. Por supuesto que se había enterado.

«¡Qué pasa, compañero!» saludó una voz cordial.

Giré la cabeza y vi que Yum acababa de llegar también de alguna ronda y se acercaba por el pasillo con andar presto. Me levanté metiéndome el papel en el bolsillo.

«Salú, Yum.»

El elfo oscuro se detuvo ante mí y me miró con una ceja enarcada.

«¿Va todo bien?»

Puse los ojos en blanco.

«Rabiosamente. Algo cansado, no más,» confesé. Era cierto: aquella noche, había dormido poco porque había habido barullo cerca de la Escalera, una larga bronca seguida de una reyerta ruidosa. A la mañana, al salir del refugio, los guakos casi casi esperábamos encontrarnos con una montaña de cadáveres. En realidad, no encontramos nada. Como decía Yerris, el Laberinto era una jungla repleta de misterios. Y a ningún guako le convenía hablar mucho de lo que veía en ella.

Ante mi expresión distraída, Yum ladeó la cabeza, hundió una mano en un bolsillo de su uniforme y sacó dos hojas de humerba.

«¿Quieres?»

Acepté y me puse a masticar la hoja mientras nos dirigíamos hacia la sala de mensajeros. Eran seis en observar la partida y dos en jugar. Me uní al público, pero mis pensamientos estaban muy lejos de las voces de mis compañeros de oficio. No pensaba en Yal, ni en Korther, ni en el lobo de los subterranienses. Tampoco pensaba en Yerris y su ceguera y en el alquimista, aunque ese era un tema que me tenía casi más preocupado que lo de Korther. No, en ese momento estaba pensando en el Bor y los diez siatos que me había prometido. Y es que con el invierno que se acercaba empezaba a pasar realmente frío en cuanto me quitaba el uniforme y mis comparsas lo pasaban aún más. Robar la ropa hubiera sido una posibilidad, pero no me apetecía un pimiento volver al Clavel, de modo que necesitaba esos diez dorados. Y para eso, recordé, tenía que ir al Espíritu Riente y preguntar por una tal Caldisona.

Una exclamación más ruidosa de mis compañeros me arrancó de mis pensamientos. Habían dado ya las cinco y, como todos los días salvo los Día-Bondad y los Día-Sagrados en que terminaba a las diez como mínimo, mi turno de trabajo acababa a las siete. Masticando aún mi humerba, salí de la habitación y arrastré los pies por el pasillo. Pasé ante la puerta del despacho del director, que a esas horas sin duda debía de estar ya en casa. En la sala de operadores, Dermen se ocupaba de clasificar papeles junto con otros dos empleados. Al verme, soltó:

«¡Hey, muchacho! Ya que estás ahí vagueando, échanos una mano.»

Los ayudé de buena gana durante un rato hasta que sonó una campanita, anunciando que habían llegado nuevos mensajes. Aburrido de clasificar papeles, me escaqueé hasta la sala principal y Dalem, el jefe oficinista, me entregó un pequeño fajo de mensajes. Consulté las direcciones, me aseguré de que las conocía todas y salí con mis mensajes rumbo a Rískel. Tenía cuatro. El primero era para un sombrerero de la Explanada; el segundo para una tal señorita Vayra de La Serena en la Calle de la Rosa. Aquella calle se encontraba en Rískel y era tan concurrida por los mensajeros de Éstergat como la Bolsa de Comercio. Cuando entré en la casa pública, me encontré con cuatro muchachas alborotadas que se agitaban en medio de la habitación. Aquella vista me dejó tan perplejo que incluso olvidé gritar «¡La Golondrina!» y en su lugar pregunté:

«¿Qué pasa?»

«¡Una araña!» contestó la más joven con evidente susto. «¡Una araña horrible! ¡Espíritus, hay que matarla!»

Pero, obviamente, ninguna había reunido el suficiente valor como para llevar a cabo la matanza. Tomando aires de conquistador, lancé:

«¡No hay cuidado, señoritas! Yo me encargo. A las golondrinas no les asustan las arañas. ¿Dónde está?»

Me la enseñaron en un rincón de la sala principal del establecimiento y en verdad que la vi grande y fea pero las miradas expectantes de las señoritas me inspiraron el valor suficiente y la aplasté con la bota con firmeza contra la pared antes de que pudiera escapar.

«Muerta y requetemuerta,» declaré. Y me quité la gorra para mayor efecto. «La Golondrina a vuestro servicio, señoritas. Traigo una carta para la señorita Vayra.»

«Soy yo. ¡Bien hecho, pequeño!» me loó ella con evidente alivio.

Corroboraron sus tres amigas y al instante, confuso y arrobado, me dejé llevar por sus movimientos, caricias y palabras y me encontré sentado a una mesa con un vaso de leche ante mí y cercado por cuatro cotorras que parloteaban de todo y de nada. Para sorpresa mía, me preguntaron cosas sobre mi vida y, tras considerar soltarles alguna historia rocambolesca, opté por la verdad y les dije con orgullo:

«Pues sencillo. Soy golondrina y Gato guako. Algunos me llaman el cantador y dicen que berreo bien.»

Ellas se emocionaron mucho con mi orfandad y me invitaron a que les cantara algo. Les canté la Kartikada, les encantó y, cuando yo dije, muy a pesar mío, que todavía me quedaban dos mensajes que entregar, me propusieron que volviera a visitarlas, cosa que les prometí con mucho gusto. Salí llevándome un gran beso de la señorita Vayra en la frente y, cuando regresé al frío de la noche, pensé que eso de que los guakos nos criábamos sin amor maternal era una carababhuesada, pues no siendo de nadie éramos de todos, y eso bien que lo habían entendido las amables señoritas de la Calle de la Rosa.

Quise despachar tan rápido como pude los dos mensajes restantes y salí corriendo calle arriba hacia Tármil. El tercer mensaje era para una joven que, nada más coger la carta, la desgarró en varios trozos gruñendo imprecaciones.

«¿Y tú qué miras?» me espetó.

Me encogí de hombros y bajé las escaleras como una liebre. El cuarto mensaje me llevó a la barbería Malaxalra. Tan sólo cuando me detuve ante la tienda caí en la cuenta de que el nombre me sonaba y mucho. Y, cuando recordé que así se apellidaba Kakzail, la curiosidad se apoderó de mí. ¿Eso significaba acaso que esa barbería era…?

Mordiéndome un labio con expectación, eché un vistazo a través de la cristalera. El local aún estaba abierto y avisté a un hombre de aspecto joven y correcto, de pie junto a una silla. Le estaba acicalando el bigote a un caballero. Al fondo de la pequeña habitación, había un muchacho de como mucho dos años más que yo limpiando cuchillas con aplicación. Una ráfaga de viento nocturno me espabiló y me apresuré a dirigirme a la puerta, empujarla y clamar:

«¡La Golondrina!»

El barbero apenas me echó una ojeada antes de soltar:

«Samfen, encárgate, ¿quieres?»

El muchacho dejó las cuchillas y se acercó para firmar el recibo. Detallé a Samfen con intensa curiosidad. Era la primera persona que conocía con ese nombre, a excepción de aquel hermano al que, presuntamente, yo había ido a comprar jarabe un día cuando no tenía aún seis años.

«Er… el recibo,» me recordó Samfen.

Me miraba con extrañeza tendiéndome el papel. Me guardé el recibo, rebulléndome.

«Ya… Me voy. Salú. Oye,» dije sin embargo. «Lo de Malaxalra… ¿es un apellido típico? Quiero decir, ¿hay muchos en la ciudad? Quiero decir, olvídalo,» me apresuré a añadir y, bajo su mirada sorprendida, salí de ahí con precipitación. «La madre…» murmuré.

Había hecho el ridículo. No era que no estuviera acostumbrado a hacerlo, pero hacerlo delante de una familia que, ya de por sí, no me quería no arreglaba el asunto. Aunque, de todas formas, no había nada que arreglar, pensé. Nada de nada.

Me detuve en la esquina de la calle y giré la cabeza hacia la tienda. Tras una vacilación, salí corriendo Avenida de Tármil arriba, torcí de nuevo hacia la derecha, tomé un atajo y llegué a la oficina cuando acababan de dar las siete. Me cambié, dejé el uniforme, recibí los cuarenta y dos clavos que me había ganado aquel día y tomé la dirección de la casa de Yal. Recordaba que estaba en la pensión del Bello-Lado, cerca de la Plaza de Luna, allá abajo, junto al río. Cansado de correr, me tomé el tiempo y aproveché para pasar por Las Bailarinas y pedir un pequeño bocadillo. No vi a Kakzail, ni al nórdico, ni a las gemelas o al compañero caito pelirrojo. Tampoco los andaba buscando. Estaba pasando cerca de una taberna llamada La Tuerca Loca y me acababa de cruzar con un grupo de hombres cuando uno de estos se detuvo y soltó:

«¡Caray! ¿Si será el cantador?»

Me giré y resoplé.

«¡La madre! Yarras. ¿Qué te ha pasao?»

El rufián de la Blanca iba trajeado y con bastón y todo. Se carcajeó.

«Ceremonia de entierro, ni más ni menos,» aclaró el gran pelirrojo. «Ya pensé que a ti también te habían enterrado.»

«Estuve albergao,» expliqué, acercándome. Eché una simple ojeada a los tres amigos que lo cercaban. Uno era Loto el Manitas. Los otros dos también me eran familiares. Los saludé de un gesto. «¿Quién se murió?»

«Oh, la anciana dama del viejo Fieronillas,» contestó Yarras. «El pobre nos invitó a todos los del Cajón. Ya no le queda más familia. ¿Así que a la sombra, eh?»

«Sep. Oye, no pienses que me he olvidado de los treinta y seis clavos que te debo,» dije, muy caballeroso.

Saqué tres diezclavos, un cinclavos y un clavo y se lo di todo mientras él resoplaba y sonreía.

«Vaya, chaval, acabas de ganarte mi buena estima. Generalmente, a los guakos hay que refrescarles la memoria. Ahora mismo vuelvo a casa, pero la próxima vez que te vea pasar por El Cajón te invito a una copa, ¿va?»

Sonreí anchamente y asentí.

«¡Natural que va! ¡Salú y mis concomitencias al viejo!»

«Tus condolencias, querrás decir, doctor,» se burló Yarras.

«Eso, eso,» repliqué y me fui a buen ritmo para abajo pensando en el viejo Fieronillas y su fallecida esposa. Aposté a que a partir de ahora el viejo no iba a despegarse de su silla del Cajón.

Encontré la pensión del Bello-Lado justo ante un puentecillo que llevaba a las islitas de los canales. Se trataba de un viejo convento retransformado y el patio estaba abierto y lleno de trastos y ropa colgada. Debían de ser ya cerca de las ocho y, aparte de algún berrido de recién nacido y de un lejano ladrido arrastrado por el viento, el patio estaba sumido en un silencio sepulcral. Me di cuenta, al errar de puerta en puerta, que no tenía ni idea de cuál era el número donde vivía Yálet. Llamé entonces a una puerta por cuya rendija se adivinaba la luz de una vela, una joven me abrió, pregunté por Yálet Ferpades pero ella me dijo que no conocía a los vecinos, que acababa de alquilar, y me cerró la puerta en las narices. Bueno.

Me coloqué en el centro del patio y me puse a cantar:

Larilán, larilón,
primavera,
sal afuera,
bombumbim,
primavera,
no hay nadie que no te quiera,
larilán, larilón,
aunque seas algo soberbia,
bombumbim, larilón,
siempre eres la más bella
porque siempre, primavera,
siempre, siempre vas primera.

Había oído una puerta abrirse. Sólo podía ser Yal. Nadie más podía haber tenido ahí la suficiente curiosidad como para abrir su puerta al frío.

«Me tenías malditamente preocupado, sarí.»

Me giré y sonreí al ver a mi maestro acercarse. Realizó un gesto para que lo siguiera y lo seguí diciendo:

«Salú, elassar.»

No dije nada más y tan sólo cuando estuvimos en la pequeña habitación que usaba Yálet de casa solté de pleno:

«Metí la pata, Yal. Y ahora tengo miedo porque… Korther está muy mosqueado conmigo, ¿verdad? No sé qué hacer,» confesé.

Encendiendo una segunda vela, Yal se sentó sobre su jergón y suspiró masajeándose la frente.

«Ya… No te voy a mentir: Korther está muy decepcionado contigo. Has perdido su confianza y eso significa que probablemente no volverá a ofrecerte ningún trabajo.»

Enarqué una ceja. ¿Sólo eso? Mi alivio debió de notarse en mi expresión porque Yal hizo una mueca. Con un gesto, me invitó a sentarme.

«Dime, Mor-eldal. ¿Qué pasó aquella noche?»

Crucé las piernas y me encogí de hombros.

«Yo no tuve la culpa. La piedra se volvió loca, se me cayó por el barranco y Korther me pidió que fuera a buscarla. Y cuando la encontré, Shokinori me tiró a su lobo encima y salí corriendo, pero el lobo me pilló. Y… y luego… no sé, elassar. Me quitaron la piedra y se largaron.»

«¿No hablaste con ellos?»

Sacudí la cabeza en silencio. Yal se aclaró la garganta.

«¿Y luego? ¿Por qué… er… te marchaste?»

Por su tono de voz entendí que él opinaba que dejar a Korther plantado había sido una estupidez. Desvié la mirada y permanecí silencioso, sin saber qué decir. En gran parte, me había afufado por el lobo, pero también había sido por simple hartazgo, porque quería volver con mis amigos, porque quería dormir… Razones que le hubieran parecido a Korther desesperantes, infantiles y caprichosas… y a Yálet tal vez también.

En aquel momento, lo único que quería era cambiar de tema. Tras un largo silencio, Yálet resopló y preguntó:

«¿Vas a quedarte aquí esta noche?»

Negué con la cabeza.

«No puedo. Lo siento, Yal. ¿Tal vez mañana?»

Yal suspiró y meneó la cabeza.

«Mañana entonces,» aceptó. «Has visto: hasta os he preparado los jergones y todo. No te podrás quejar.»

De hecho, un buen montículo de paja ocupaba el fondo de la habitación.

«¡Rayos!» resoplé y fui a probar mi futuro lecho antes de dedicarle una ancha sonrisa a mi maestro. Me mordisqueé un labio. «Oye, Yal. ¿Te acuerdas de cuando íbamos a la Cumbre y me enseñabas cosas?»

Yal enarcó las cejas, sonriente.

«Pues claro.»

«¿Por qué ya no subimos a la Cumbre?» pregunté con una punta nostálgica.

Yal se quedó suspenso.

«Oh. Bueno. Es que… te enseñé todo lo que podía enseñarte. Salvo una cosa.»

«¿Cuál?» pregunté, curioso.

Yal sonrió levemente cuando contestó:

«A no burlarte de los caps.»

Sentí la vergüenza invadirme de nuevo.

«Fiambres, no me burlé,» protesté.

«Él se siente burlado. Pero qué más da, confío en que conseguirás reconciliarte. ¿Qué tal va el asunto con Kakzail?»

Reconciliarme, me repetí. ¿Y cómo se suponía que iba a reconciliarme? ¿Yendo a verlo a la Fonda? Meneé la cabeza.

«¿Qué asunto con Kakzail?»

Noté que la mirada de Yal se hacía más prudente.

«Bueno. Tu… familia. El barbero. ¿Has ido a verlo?»

Le eché una ojeada entre reservada y reacia.

«No. ¿Para qué? Él tampoco ha venido a verme.»

Yal se rascó una ceja carraspeando.

«Ya. Bueno. Yo que tú iría a verlo. No pierdes nada por hacerlo, ¿no crees? En fin. Quedé con unos amigos para ir al teatro. No sabía cuándo ibas a venir, así que les dije que igual no iría pero… ¿te apetece venir?» preguntó, levantándose.

Era la primera vez que me invitaba a ir con sus amigos y aquello me dejó, la verdad, bastante sorprendido. De todas formas, puse cara de disculpa.

«Quedé con mis comparsas.»

Yal me lanzó una mirada entre burlona y afectuosa, me revolvió el cabello y salimos los dos de su casa.

«¿Qué tal te va de mensajero?» inquirió mientras cruzábamos el patio hacia la salida.

«Bien. Me gusta el trabajo,» admití con ánimo. «Mis compañeros son simpáticos. Y no sólo entrego mensajes. Ayer, un operador me enseñó cómo funcionaba la máquina esa que usan para mandar magescritos y mandé uno. Te lo juro. Y Dalem, el que nos da los mensajes, me ha dicho que mañana me ocuparé yo de ir a darles pan viejo a las palomas de la Explanada. Paga cuatro clavos. Los mensajeros de Éstergat nos ocupamos de muchas cosas que, así, parecen poco pero que son importantes,» aseguré, repitiendo unas palabras que había oído en boca del propio Dalem. «Yum dice que la gente confía en nosotros por el uniforme y que por eso nos dan trabajos. A mí me gusta.»

Yal sonreía.

«Pues me alegro. Me alegro mucho. Desde luego, se ve que prefieres esto al trabajo que te encontré con Miroki Fal.»

Resoplé, nos sonreímos y, entonces, alcé la mano con el índice, el anular y el pulgar levantados soltando:

«¡Vuela!» Y expliqué: «Es el saludo de los mensajeros. Se hace así,» dije, cogiéndole la mano a él, «y se choca, ¿lo ves? Se lo he enseñado a mis comparsas y a Manras le ha encantado. Me tiene una envidia que no veas. ¡Sobre todo por el uniforme!» me carcajeé. «Bueno, salú y que aproveche el teatro.»

Yálet rió por lo bajo.

«Buenas noches, Mor-eldal. Cualquiera diría que hace menos de dos años eras un salvaje de cuidado. Vuela,» dijo, bromista.

Realizó el saludo de los mensajeros y se alejó por la calle. Me fui a mi vez en sentido contrario, rumbo a los Gatos. Sus últimas palabras me habían turbado. Había llegado a Éstergat siendo, de hecho, un ignorante, tal vez un salvaje pero, en el fondo, no me daba la impresión de que hubiera cambiado. Mejorado, sin duda, y esa constatación me llenaba de satisfacción. Pero seguía siendo Mor-eldal. Cosa de la que me alegraba porque aún seguía teniendo muy presentes las palabras de mi maestro nakrús: “No olvides todo lo que te he enseñado,” me había dicho, “y, sobre todo, Mor-eldal, sobre todo: nunca dejes de ser tú mismo.”

Crucé la Avenida de Tármil con andar presto y me dispuse a ir al Espíritu Riente en busca de mis diez dorados.

Sabía dónde se encontraba ese local: no estaba muy lejos de La Rosa de Viento y recordaba haber oído que el establecimiento era algo así como el gremio central de Frashluc. Jamás había entrado ahí y, cuando empujé la puerta, la verdad, me llevé una sorpresa al ver que el interior parecía una taberna normal y bastante animada.

Me deslicé entre las mesas ruidosas y, como no vi nadie detrás del mostrador, di dos vueltas sobre mí mismo y me mordí pensativamente la mejilla. Entonces, reparé en una joven carnosa arropada en un imponente vestido rojo que parecía ser de la casa por cómo hablaba con los clientes. Confirmé cuando la vi pasar detrás del mostrador y me acerqué.

«Señorita…» llamé.

Ella me ignoró deliberadamente, tal vez pensando que le iba a pedir limosna o algo. Me apresuré a desengañarla:

«Señorita, busco a Caldisona. ¿Sabe dónde está?»

La joven se giró al fin hacia mí y enarcó una ceja, escudriñándome.

«¿Tu nombre?»

«Draen. Me dijeron que fuera a…»

«Ya, ya,» me cortó ella con suavidad. «¡Leyna! Ocúpate de la barra un momento, ¿quieres? Por aquí, chaval.»

Me guió a una puerta trasera, salimos a un callejón silencioso, subimos por unas escaleras de madera medio podridas y ella llamó a un grueso batiente.

«¡Ferruca!» berreó mi guía. «Tienes a un cliente.»

Tras un silencio, contestó una voz apagada:

«Que entre.»

La joven me hizo entrar empujándome con suavidad y, sin una palabra más, cerró la puerta detrás de mí y la oí marcharse. Adentro, el olor a incienso era asfixiante. Una vela iluminaba tenuemente el interior y divisé, sentada sobre una gran cama, a una mujer muy acicalada pero fea, tan fea que parecía salida de un cuento de terror.

«¿Cómo te llamas, jovencito?»

Su voz temblorosa me dio escalofríos y algo, en mi instinto, me hizo considerar seriamente la posibilidad de marcharme y renunciar a mis diez siatos. Pero me hice el valiente y contesté:

«Draen, señora. Me dijo alguien que fuera a verla y que usted me daría diez dorados.» La vi levantarse y acercarse y retrocedí un paso. Insistí: «Vengo a por los diez dorados.»

«¿Y crees que voy a dártelos así, sin más?» se rió la fea. «Vamos, el Bor me dijo que me debías otro favor,» me susurró y tendió la mano hacia mi mejilla.

Agrandé los ojos de horror.

«¿Qué?»

Entonces, rápido como una serpiente, ella me agarró del brazo y yo grité, traté de desasirme pero era fuerte la condenada. Me tiró al suelo, forcejeé en vano y sentí su aliento de ajo sobre mi cara.

«Buenos días, Cuatrocientos.»

Esta vez, la voz sonó profundamente masculina. La fea se carcajeó. No, no era la fea: era el Bor. Reprimí enseguida la descarga mórtica que estaba a punto de soltarle y grazné:

«¡Fiambres, la madre que te trajo!»

Fue lo único que se me ocurrió decir para calificar aquella canallada. El rufián se incorporó, aún riendo.

«¿Me queda bien el vestido, a que sí?»

Resoplé enderezándome.

«Divino. ¿Así que tú eres Caldisona?»

«La misma,» sonrió el rufián.

Encendió otra vela y se sentó en una silla con una pose no muy femenina. Los polvos que cubrían su rostro eran tan eficaces como una máscara. Me levanté, aún incrédulo.

«¿Y tu dama?»

«Jugando como una reina,» contestó alegremente el rufián. «Venga, siéntate aquí y escucha. Tengo algo que decirte.»

Tras mirarlo otra vez con atención, no pude evitar sonreír y me senté a la pequeña mesa diciendo:

«La verdad que te va de perlas. Sobre todo el peinado. Y los pendientes. Y el escote. ¿También llevas ligas?»

El Bor sonrió con todos sus dientes.

«¿De veras quieres saberlo, Cuatrocientos?»

Puse los ojos como platos cuando él levantó el vestido para enseñarme las medias y las ligas. Pasado el susto, solté una risotada.

«Cuando uno se convierte en mujer, hay que hacerlo en serio,» dijo el Bor con tono de experto. «Bueno, a lo que vamos. Si bien recuerdo, te prometí diez dorados a cambio de un favor.»

Mi sonrisa se borró e hice una mueca.

«Yo pensaba que…»

«Pues pensabas mal,» me cortó el Bor con tranquilidad. «Te dije claramente que te daría diez dorados a cambio de un favor. ¿O no?»

Fruncí el ceño y asentí.

«Eso dijiste,» concedí. «¿Qué favor es ese?»

«Ah,» sonrió el Bor. «En realidad, hijo, estaba pensando en llegar a un pequeño acuerdo contigo. Sin embargo, si no me equivoco, saliste del Clavel hace ya una semana y…» Sacó de pronto una bolita negra y la dejó sobre la mesa diciendo: «Supongo que llegaste a un acuerdo con otra persona antes que yo.»

La vista de la karuja me produjo una reacción que me dejó asustado. La miré, hipnotizado, y me pregunté si finalmente Yal no tenía razón con eso de que, pese a todo, los sokuatas también eran susceptibles de caer enganchados. Tragué saliva.

«No. No he… tomado karuja desde que salí de la trena. No miento,» juré al ver la expresión escéptica del Bor.

«Entonces tomaste otra cosa,» aventuró el Bor.

Me encogí de hombros sin contestar y él tamborileó sobre la mesa. Mi mirada volvió irremediablemente a posarse sobre la bolita negra. El Bor carraspeó para atraer de nuevo mi atención y esta vez posó una saquito cuyo sonido tintineante me reveló inmediatamente qué había ahí dentro.

«Quince dorados,» declaró el Bor con desenfado. «Si se los llevas a una persona y regresas con los papeles que te dé esta… te daré los diez y la promesa de que, cada vez que vengas a verme, recibirás algo.»

Lo miré con una mezcla de sorpresa y curiosidad.

«¿Qué recibiré?»

El Bor se encogió de hombros.

«Un trabajillo, dinero, karuja, qué sé yo. Lo que sea lo más oportuno para ti y para mí. No olvides que en el Clavel siempre he sido generoso. ¿Qué te parece? ¿Te gusta el trato?»

Me mordisqueé el labio mientras hablaba y acabé sonriendo de oreja a oreja.

«Rabiosamente,» confesé. «O sea que trabajo para ti. Natural que me gusta. Sólo una cosa. Que ya tengo otro trabajo.»

El Bor se ensombreció.

«¿Ah, sí?»

«Sí, en la Golondrina,» expliqué. «Soy mensajero. Me encontré a un mangaplatas buenazo que me hizo una carta y me colé como un rey. Es que estoy en la condicional todavía y necesitaba contrato y esas cosas…»

La carcajada del Bor me interrumpió.

«¡Bueno, bueno, tanto mejor! Así no te tendré correteando por aquí todo el tiempo. Lo que sí que no debes olvidar es que, aquí, en El Espíritu Riente, soy Ferruca Caldisona y que el Bor ha desaparecido de la superficie de Prospaterra…»

«En eso no hay cuidado,» afirmé alzando las manos. Me levanté y, como si de nada, agarré la bolita de karuja, la tiré hacia arriba y la recuperé al vuelo preguntando: «¿Por qué vives en el gremio de Frashluc?»

El Bor puso los ojos en blanco.

«Porque tengo amigos aquí, lógicamente.»

Esos mismos amigos que lo habían ayudado a evadirse, adiviné. Lo miré con curiosidad.

«¿Trabajas para Frashluc?»

El Bor chasqueó la lengua, contrariado.

«Yo no trabajo más que para mí y para mi dama. Cuatrocientos,» me previno con los ojos entornados como yo abría de nuevo la boca. «No me marees.»

Esbocé una sonrisa porque, en aquel instante, tuve la impresión de estar conversando con mi maestro nakrús. ¡Cuántas veces me había pedido este que no lo mareara con mis preguntas! Sólo que, esta vez, en lugar de hablar con un esqueleto, estaba hablando con un rufián vestido de señora. Mi sonrisa se ensanchó. Tras una pausa, dejé la bolita de karuja en la mesa, atrayéndome una mirada gratamente sorprendida del Bor.

«Tal vez otro día,» dije. «Entonces, ¿a quién tengo que llevar ese dinero?»

Los ojos del Bor sonrieron.

«A Palmafría. Te va a encantar: es aún más hermosa que yo.»