Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

9 La Golondrina

Me pasé media mañana dando vueltas por Éstergat con Manras, Dil y el Sacerdote. De cuando en cuando, fingía estar buscando trabajo. Le tendí el formulario a un afilador, que no sabía leer, a un abogado, que me llamó impertinente, a un secretario, que me dijo que él no se encargaba de eso, y a una señora mangaplatas, que pasó de largo.

«Yo, si quieres, te firmo,» lanzó Rogan, burlón, cuando nos instalamos en la escalinata del Capitolio a descansar. «Me rellenas el formulario según te digo y te contrato como monaguillo y damos al público una oración de las que me sé. Con tus artes de cantador y mis artes de actor… ¡nos haríamos de oro!»

Suspiré.

«Ojalá pudiera.» Marqué una pausa y tomé una decisión. «Bueno, está bien. Me lo voy a tomar en serio. No quiero decepcionarle a Kakzail.»

«¿Porque es tu hermano?» preguntó Rogan.

Les había contado a los tres la historia del colgante, procurando no darle mucha importancia. Y Manras, defraudado de la vida por su propia familia, no le había dado importancia, pero Dil se había quedado pensativo y al Sacerdote le había inspirado varias frases sobre la providencia, el destino y la unión familiar. Repliqué:

«No. Porque se ha portado bien conmigo. Por eso, más que nada. Y porque, además, lo mismo me mandan al depósito si no relleno esto.»

«Como que los moscas se van a molestar en ir a buscarte,» se burló Rogan.

Me encogí de hombros y me levanté.

«Voy.»

«¿Adónde?» inquirió Dil.

«No sé,» confesé. «Pero tendré este papel rellenado antes de esta noche. Me apuesto un cinclavos.»

«Acepto la apuesta,» dijo Rogan. «¡Buena suerte! ¡Y no tires piedras a las ventanillas!»

Resoplé, divertido, los saludé, le aseguré a Manras que no me iría para una luna y me marché. Fui de rechazo en rechazo. Me hice todas las tiendas de la Gran Galería antes de pasar por los puestos del mercado, cuyos propietarios se negaron a firmar ningún contrato. Pensé en Farigo, recordé lo que me había contado sobre las hilanderías de Menshaldra y quise probar suerte… pero, cuando pensé que había que cruzarse para ello toda la ciudad, me entró pereza. Rondé leyendo ofertas de empleo, pedí trabajo como albañil, pero me dijeron que era demasiado pequeño. La madre… ¡para que luego dijeran que los guakos éramos unos vagos!

«Viva el mundo del trabajador,» mascullé, desilusionado.

Habían dado ya las doce y estaba caminando por una calle estrecha de la parte norte de Tármil, pensando ya en resignarme e ir a ver a Korther o visitar a Yal —más en lo último que en lo primero, de hecho— cuando vi salir de un portal a un mangaplatas muy correcto, con sombrero de copa, pipa y zapatos lustrados. Estaba lloviznando, así que se apresuró a desplegar su paraguas negro e, inadvertidamente, se le cayó la billetera. Lo miré, expectante, esperando a que se agachara a recogerla, pero el hombre ni se enteró. Entonces me dije: Sacerdote, este es mi día de redención. Y solté:

«¡Señor, señor! Se le ha caído algo.»

Mucho me cuidé de no acercarme, no fuese que el mangaplatas pensase que se la había querido birlar yo. El hombre constató que efectivamente la billetera esa era suya. La recogió y dijo:

«Oh, vaya.»

Me dio la espalda y yo sonreí levemente, sintiéndome con el corazón tan puro como el de un santo. Había reanudado mi vagabundeo cuando alguien me llamó. Era el señor de la billetera. Me tendió un billete.

«Tan absorto voy que se me olvida darte las gracias. Toma.»

Me acerqué y observé el trozo de papel, boquiabierto. Era un billete de un siato.

«¿En serio?» dejé escapar. Antes de que me contestase, cogí el billete y lo inspeccioné. Tenía el dibujo de un rostro de perfil. «¿Quién es?»

«Luces santas, es el gran Stirxis Fiedman, el que creó el Parlamento en cuatro mil cuatrocientos sesenta y dos,» contestó el mangaplatas con tono benevolente.

«¿Todos los billetes tienen dibujos?» solté con tono casual.

«Pues claro,» contestó el amable caballero. «El de diez siatos representa el Templo Mayor y el de cinco el Unicornio de la Bondad, ¿lo ves?»

Me enseñó ambos billetes y yo abrí mucho los ojos, asombrado.

«¡Vaya! ¿Eso es un unicornio? No sabía que existieran de verdad.»

El mangaplatas se echó a reír, como si hubiese dicho algo gracioso. Lo miré con atención. Parecía simpático. Hubiera apostado un cinclavos a que, si le pedía que me diera el billete con el Templo Mayor, me lo habría dado. Pero yo, como estaba en mi fase de guako santo, me porté como un caballero y dije:

«No es muy justo que me dé usted este billete, señor. Me conformaría con algo mucho más razonable.» El noble me miró con cara sorprendida y, rezando para que no me mandara a cazar nubes, añadí, muy educado: «Mire, señor. ¿No dicen eso de: dadle una perdiz a uno y comerá un día, dadle un arco y comerá todos los días? Pues eso. Estoy buscando trabajo y me ayudaría muchísimo si usted me firmara este papel. Sólo rellenar esto y me haría usted un favor tremendo.»

Otros, oyendo eso, habrían fruncido el ceño y me habrían mandado al cuerno. Pero ese maravilloso mangaplatas, que despedía tanta simpatía y generosidad, se interesó por el formulario de reinserción, le echó un vistazo, hizo una mueca y dijo:

«Ah. Oh. Entiendo. No puedo rellenar esto pero… te daré una carta de recomendación. Tal vez así consigas encontrar un trabajo. Es todo lo que puedo hacer.»

Y era mucho más que lo que yo esperaba. Sonreí anchamente y él me hizo entrar en su casa —una casa bonitamente amueblada, con algún jarrón que debía de valer tanto como el que yo había roto en la Fonda. Para mí fue toda una prueba de heroísmo permanecer con las manos formalmente juntas. No toqué el reloj que había sobre la repisa, ni el fino pañuelo abandonado en una cestilla, ni la moneda de oro que brillaba deleitosamente sobre el escritorio del salón donde se instaló el hombre. Mientras él preparaba su pluma y su tintero, yo solté:

«¡Pues menuda casa tiene usted, señor! Esa cosa debe de valer una fortuna. ¡La madre, qué cuadro más bonito! Yo conocí a un pintor que me hizo un retrato un día. Pintaba cosas más raras… No sabe cuánto le agradezco que me escriba esa carta de recomendación. Uno puede ir con las mejores intenciones del mundo que, si no te dan una pequeña ayuda, a veces ni gritando te hacen caso…»

Mientras parloteaba, aprovechaba el tiempo ganado para calentarme y frotar mi mano aterida. El mangaplatas me echaba sonrisas comprensivas. Estaba untando ya la pluma en el tintero cuando un joven elfo rubio en uniforme de criado apareció al pie de las escaleras, plumero en mano, y, al verme, frunció el ceño.

«¡Madres de las luces!» exclamó. «Señor Sardra, ¿qué hace exactamente este desamparado aquí? ¿Por casualidad no le estará legando la casa?» dejó escapar con tono sardónico.

El señor Sardra se echó a reír.

«Santos espíritus, no, Rimys. Sólo estoy escribiéndole una carta de recomendación.»

«¿Oh? ¿Y qué ha hecho ese cándido espíritu para merecer tal generosidad?»

Rimys me miró con evidentes ansias de que saliera de ahí de inmediato. Le puse cara inocente, pero esta fue reemplazada por una sonrisa irreprimible cuando vi que el señor Sardra realmente se ponía a escribir la carta. Contestó:

«Ha impedido que se me perdieran los papeles, la invitación al concierto, el billete de lotería y ciento cincuenta siatos.»

En ese momento, mi sonrisa se me quedó congelada. Ciento cincuenta, me repetí. Ciento cincuenta siatos y yo iba y me hacía el santo. Muy bajito, murmuré un:

«Fiambres.»

Tras pedirme el nombre, el señor Sardra me preguntó si sabía ya a quién dirigir la carta de recomendación, a lo cual yo le respondí, así, a voleo, que la dirigiese a la Compañía de Mensajeros de la Golondrina y que añadiese que tenía experiencia ya de mensajero, que había estado trabajando casi un año para un tal Miroki Fal.

«¡Miroki Fal!» exclamó el señor Sardra, asombrado. «¿Es cierto eso?»

«Se lo juro por mis ancestros.» Y para que no le cupieran dudas, añadí detalles: «Trabajaba con Rux, su mayordomo. El señor Fal acabó los estudios en el Conservatorio en primavera y se fue para Griada con su familia. Así que me quedé sin trabajo. Pero tengo experiencia.»

Si es que se le podía llamar experiencia a eso de llevar flores y cartas románticas a la amada de Miroki, añadí mentalmente. El mangaplatas meneó la cabeza.

«¿Y te dejó sin ningún tipo de recomendación ni nada?»

Parecía indignado. Como buen criado, defendí a mi antiguo amo:

«Oh, no se lo achaque a él, señor. Es que los últimos días, estaba muy inquieto por otros asuntos más importantes.»

No mencioné que él había intentado suicidarse y yo le había salvado la vida. Hubiera quedado como un héroe, pero a lo mejor el mangaplatas no me habría creído y el efecto se me habría ido al traste.

Sin más preguntas, el señor Sardra escribió con rapidez pero elegancia, firmó, selló la carta nada menos y me la entregó.

«Espero que con esto bastará.»

Sonreí anchamente.

«Natural. Gracias, señor Sardra. Si algún día necesita algo, no dude en pedírmelo.»

Me despedí inclinándome como un caballerito, le dediqué una mueca burlona a Rimys y salí. Ese gran señor Sardra ni siquiera se había fijado en que no le había devuelto el billete de un siato. ¿Pero qué era un siato para él, eh? Corrí directo a una tienda de ropa en la Avenida de Tármil, donde me compré una camisa sencilla pero sin agujeros. Me la puse por encima de la otra y, así acicalado, corrí calle arriba hasta la oficina central de los Mensajeros. A la mañana había visto una oferta de empleo y me llevé una alegría cuando vi que el papel seguía pegado en el muro.

Pasé ante tres mensajeros de unos quince años, recostados en la boca de un callejón, mascando humerba. Los miré con descaro. Llevaban un uniforme y una gorra con un número a ambos lados y un «LA GOLONDRINA» escrito en grande. Sonreí solo. Cuando Manras me viera vestido así, iba a quedarse boquiabierto. Entré en la oficina y vi a un dependiente sentado detrás de un escritorio lleno de papeles. Como no reparaba en mí, solté bien alto:

«¡Buenos días! Vengo por el anuncio. Busco trabajo. Y tengo una carta de recomendación del señor Sardra.»

Ignoraba si mi benefactor era conocido, pero puse esa entonación del que dice: ¿habéis visto qué amigos más importantes tengo? Aun así, el oficinista me devolvió una expresión escéptica y no la borró hasta que hubo comparado el nombre de la carta con el de mi libreta de salida de prisión. Tras una vacilación, me mandó a ver al director de la oficina, quien me escudriñó, me hizo sentarme y me preguntó por qué creía que iba a ser un buen mensajero y tal y cual. Contesté tan bien como pude. Él verificó que de verdad sabía leer, me hizo hacer ejercicios de cálculo, me sondeó sobre mis conocimientos de las calles y se mostró gratamente sorprendido por mi gran sabiduría en aquella materia. Al fin, me preguntó:

«¿De modo que estás listo para trabajar duro?»

«¡Sí, señor!»

Viéndome tan motivado, el director no pudo evitar sonreír. Me explicó más detalladamente en qué consistían las tareas de un mensajero, me advirtió también de todo lo que no tenía que hacer un mensajero y lo escuché con atención, dándome cuenta de que todo aquello no iba a ser tan sencillo como llevarle flores a Lésabeth.

Finalmente, el director me hizo un contrato, se levantó ágilmente de su sillón, abrió la puerta y lanzó:

«¡Yum!»

Esperó unos segundos e hizo una mueca.

«Muchacho. ¿Ves esa puerta de ahí? Es la sala de los mensajeros. Ahí podrás descansar en las horas muertas… Ah,» dijo entonces con satisfacción. Acababa de abrirse la dicha puerta y apareció un elfo oscuro de pelo plateado y ojos verdes saltones. Era uno de los tres mensajeros que había visto al entrar.

«¿Me llamaba, señor director?»

«Sí. Este es Draen, es nuevo y me gustaría que lo iniciaras durante unas horas. Mañana empezará el servicio.»

Yum asintió echándome una ojeada y sonrió.

«Claro. Me lo llevo enseguida.»

«Bien,» aprobó el director. «Antes, llévaselo a Dermen, para que elija un uniforme a su talla.» Me palmeó el hombro. «Confío en que no nos defraudarás, Draen Hílemplert.»

Algo intimidado, asentí y Yum me guió sin una palabra hasta el tal Dermen, quien me hizo probar un uniforme, me asignó una gorra con el número cuarenta y dos y estaba explicándome que del mantenimiento del uniforme tendría que encargarme yo cuando el oficinista lanzó:

«¡Muchachos! ¡Magescrito urgente!»

Yum, que bostezaba al oír las consignas de Dermen, pegó un respingo y soltó:

«Conmigo, mocoso.»

Aún tenía puesta la gorra y, pese a que yo tenía intenciones de irme con ella, Dermen me la quitó.

«Aún no estás de servicio,» me recordó.

Puse los ojos en blanco y seguí a Yum con viva curiosidad. Lo vi aceptar del oficinista una nota, junto con algunos mensajes más, y lo seguí afuera. Sabía que los magescritos eran mensajes casi instantáneos enviados a través de potentes mágaras desde lugares tan distantes como Kitra o Veliria. Miroki Fal más de una vez me había mandado entregar mensajes de ese tipo a la Golondrina el pasado año. Pero nunca había hecho el camino contrario.

Yum no me dejó preguntarle adónde íbamos: el joven elfo oscuro echó a correr por la calle y lo seguí sin decir ni mú. Increíblemente, al de un cuarto de hora, yo jadeaba y tuve que forzarme para no perder de vista a Yum. Este fue a entregar el magescrito a la Bolsa de Comercio y, al entrar en el edificio, el recuerdo de la Wada me hizo levantar inconscientemente la mirada hacia donde había estado, antaño, la figura llena de piedras preciosas. Me sobresalté y dejé escapar un resoplido cuando la vi colgada ahí en todo su esplendor. ¿Qué fiambres hacía ahí la Wada?

Un financiero gordo que se dirigía hacia la salida me empujó «sin querer» con esa manía de los mangaplatas de no ver al resto y por poco me espachurré. Yum me agarró del brazo.

«¿Estás en las nubes, nuevo?» me lanzó. Por lo visto, el mensajero ya había entregado el magescrito. «Es la primera vez que entras en la Bolsa, ¿eh?» inquirió. «¡Hey! Contesta.»

Meneé la cabeza.

«No. Quiero decir… Sí. Eso parece,» murmuré, alzando de nuevo una mirada turbada hacia la Wada.

Era como si hubiera soñado aquella noche de invierno en que me había metido por la cúpula atado a una cuerda. Me fijé entonces en que le estaba dando a Yum una impresión más bien poco avispada de mi persona y lancé:

«Lo siento. Es la emoción. Por el trabajo. ¿Quedan muchos mensajes?»

«Cinco. Pensaba entregarlos en un par de horas, pero a este paso vamos a necesitar toda la tarde. ¿Cómo es que te han cogido si no sabes ni correr?» preguntó.

Me encogí de hombros sin ofenderme.

«Sabía. Lo que pasa es que… estuve enfermo. Tranquilo, tú corre, yo te sigo.»

Yum me echó una ojeada escéptica.

«¿Enfermo, eh?»

Con sorprendente rapidez, metió la mano en mi bolsillo y retiró el formulario que me había rellenado el director. Me retuve de agarrarlo para no romperlo y protesté:

«¡Devuélveme eso!»

Él alzó el papel y leyó con voz de heraldo como si quisiera que los mangaplatas ahí presentes se enteraran de todo:

«Ficha de reinserción de Draen Hílemplert, de once años, que purgó su pena el primer Día-Tronidos de Borrascas tras ser condenado a cincuenta días por ataque con violen…»

Poco a poco, fue bajando la voz, cada vez más asombrado, y, al final, calló, tal vez extrañado de que yo no protestara más. Lo miré a los ojos, silencioso. Él puso cara molesta y me devolvió la hoja. La plegué, inmutable, y lancé un seco:

«Gracias.»

Yum carraspeó.

«Lo siento. No pensaba… que fuera eso. De verdad, me molestaba que me mintieras, eso es todo. Será mejor que vayamos a entregar esos mensajes… Oye, ¿qué es eso de ‘ataque con violencia’?»

Por un momento, estuve tentado de decirle que había atracado un banco con navaja en mano. Pero recapacité y, mientras salíamos de la Bolsa de Comercio, le conté el incidente del cochero. Yum se mostró claramente aliviado al saber que su nuevo compañero no era un peligroso criminal sino simplemente un acelerado. Después de eso, pasé una tarde agradable. Yum me enseñó truquillos de mensajero, yo lo escuché atentamente, le ayudé a calcular los precios para cada mensaje que le encargaban en camino y, cuando ya oscurecía, nos detuvimos ante la oficina y él me soltó:

«Pues ya sabes lo esencial. Te queda aprender a tratar con los clientes. ¡Y a no estresarte demasiado cuando te meten prisas!» apuntó sabiamente. «Bueno, yo voy a seguir trabajando. Yo que tú volvería a casa. Se te ve cansado. Mañana te presento a la compañía. Ya verás, son todos simpáticos. Algunos son más serios que otros. Yo soy de los que fingen serlo. Por eso el director me llama en cuanto hay algo que hacer. Hasta voy a pasearle los perros a la mañana. Como si yo, además de mensajero, fuera el manitas de la casa,» sonrió. «Por cierto, ¿no te interesará eso de ir a pasear los perros del director los Día-Sagrados? Es que yo esos días llevo a mis hermanas pequeñas al templo. Paga seis clavos por una vuelta de una hora.»

Tragué saliva y negué con la cabeza.

«No, no. A mí los perros no me van.»

«¿En serio?» se extrañó Yum. «Bueno. Pues ya buscaré a otro. ¡Buenas noches!»

«¡Buenas noches y gracias!» le solté.

Finalmente, tenía la impresión de que me iba a gustar aquel trabajo. Al menos un tiempo.

Como tan sólo quedaba ya una hora para las siete y le había prometido a Kakzail que llegaría a las siete en punto a Las Bailarinas, lo único que hice fue dejar el formulario en la comisaría central y arrastrar los pies hasta la taberna. No vi a Kakzail ni a ninguno de sus compañeros y, para que no me echara la tabernera, pedí y pagué la cena con el dinero que me quedaba del billete de un siato. Estaba ya acabando cuando, de pronto, alguien se sentó ante mí y di un respingo.

«¡Yal!»

Mi maestro enseguida lanzó en voz baja:

«¿Qué demonios haces, Mor-eldal? Korther te lleva esperando desde la mañana en la Fonda. A la mañana, quería darte un estirón de orejas, pero creo que ahora ya ha pasado a la etapa de estrangularte. Me ha contado esa historia de orbe malva. Raras veces lo he visto tan agitado.»

Marcó una pausa, me miró con cara interrogante y yo respondí atropelladamente:

«Iba a ir, en serio, pero entre una cosa y otra… Es que he encontrado un trabajo.»

Yálet meneó la cabeza, extrañado.

«¿Un trabajo? ¿En un día?»

«Ajá, mensajero en la Golondrina,» anuncié.

Yal esbozó una sonrisa al verme erguirme con orgullo.

«Enhorabuena. En todo caso, a Korther creo que eso le va a importar bien poco,» me previno. «Está convencido de que los dos extranjeros esos están en Éstergat. Lleva una semana buscándolos. Y quiere que tú traduzcas.»

Suspiré y asentí, empujando el plato vacío.

«Está bien, corriente, ahora voy. Pero le prometí a Kakzail que estaría aquí a las siete en punto…»

«Le diré que pasaste,» aseguró Yal. «Te dejó él mi dirección, ¿verdad? Y… ¿hablaste con él?»

Entendí, por su expresión, que él ya estaba al corriente de esa historia de familias y colgantes. Me encogí de hombros.

«Sí.»

Yal me escudriñó y realizó una mueca sonriente.

«Bueno. ¿Sabes que ahora trabajo de secretario en el Capitolio? No es apasionante, pero me saco un buen sueldo. Podría alquilarme algo más cerca, pero la verdad que por el momento la pensión donde estoy me va de perlas. Si te apetece, puedes venir a dormir ahí. La casera no es tan metete como la de la Casa Dárguet. Mientras no haya barullo, deja meterse en su convento a familias enteras.»

Agrandé los ojos, no muy seguro de entender.

«¿Quieres decir… que puedo llevar a mis comparsas?»

Yal hizo una mueca.

«Bueno. Los vi una vez. Parecen unos chavales simpáticos. Mientras no metan barullo…»

«¡Estarán callados como rocas!» aseguré, emocionado. «¡Qué bueno, Yal!»

Mi maestro se carcajeó.

«Ya, bueno. He acabado por entender que sin ellos no te habrías quedado ni en casa de un príncipe.»

Me mordí el labio, sonriente.

«Muy cabal. Y… ¿y Rogan? ¿Podrá entrar también? Sólo él. Sólo mis comparsas y él. Él no sólo es un tipo simpático: es un santo. Mira, me regaló esto,» apunté, enseñándole el collar de conchas. «¿Bonito, verdad? Y, vamos, barullo no mete, si es muy calmao.»

Yal se humedeció los labios.

«Está bien,» cedió al cabo. «Pero ni uno más. La habitación es más bien pequeña. Y, como me despertéis a mitad de la noche, os saco a todos. Y ahora ve a ver a Korther o te estrangulará de verdad.»

Asentí y me levanté aún entusiasmado con la idea de meter a mi pequeña banda en casa de mi maestro. Vacilé pero entonces solté con firmeza:

«Te quiero, elassar. ¡Salú!»

Lo vi sonreír con diversión antes de que le diera la espalda y saliera de la taberna con rapidez, rumbo a la Fonda. La verdad es que me fui acercando al gremio de los Daganegras con aprensión pero también con expectación. Y es que quería saber si Shokinori y Yabir realmente estaban en Éstergat. Además, recordé, Alvon me había dado un mensaje para el cap. Y, como Mensajero de Éstergat que era, no podía olvidar entregarlo.