Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

8 Hermanos

Pasé mis últimos días de condena en la enfermería. Me dieron un calmante que mejoró ligeramente mi estado, aunque no lo suficiente como para que dejara de desear la muerte en mis momentos de relativa lucidez. Pese a que yo reclamara karuja a gritos ahogados, no me hicieron ni caso, me dieron una sopa que sabía a muertos y me dejaron morir lentamente. Las palabras que oía a mi alrededor me resultaban en su mayor parte incomprensibles, aunque oí con nitidez una conversación cuando pasaron por ahí unos guardianes a llevarse a un enfermo ya curado:

«¿Y el muchacho? ¿No se cura?» inquirió un guardián.

«Bueno… Me temo que este no saldrá de la cárcel sobre dos patas,» le contestó el médico.

Y, de hecho, no salí sobre dos patas, pero salí vivo. Dos días más tarde, llegó el primer Día-Tronidos de Borrascas y se acabó mi condena. Aunque no mi suplicio. Apenas me di cuenta cuando unos guardianes me levantaron y me llevaron fuera de la enfermería hasta la puerta principal. Aparecieron rostros familiares. Reconocí el rostro del barbudo y el del tatuado gigantón. El primero me dijo algo que mi mente abotagada por el sufrimiento no entendió. Entonces, el gigante cargó conmigo y me sacaron de ahí.

Me llevaron a Las Bailarinas. La taberna no andaba muy alejada de la cárcel y el trayecto me pareció corto. En verdad, todo me parecía corto y a la vez interminable. Me tendieron sobre la misma cama que la última vez y vi al barbudo abrir la boca y cerrarla. Tenía el ceño fruncido por la inquietud. Me hizo una pregunta. Luego la Azulada se acercó y me tocó la frente. Retrocedió casi enseguida soltando un grito ahogado.

«Sufre,» jadeó.

Yo traté de explicarles por qué, pero no salía ningún sonido de mi garganta. Entonces, hubo revuelo en el pasillo. Oí voces. Y alguien que gruñía:

«¡Dejadme pasar! Lo conozco. Sé lo que le pasa. Por favor, dejadme pasar.»

Al de unos instantes, vi aparecer un rostro muy familiar. Era Yálet. Lo vi sacar una pastilla negra y, pese a que el barbudo intentó impedírselo, me la metió en la boca.

«¿Qué diablos es eso?» exclamó el barbudo.

Yal hizo una mueca y no desvió la mirada de mí.

«Es una medicina,» dijo al fin.

«¡Mis barbas una medicina! Eso es droga,» siseó entre dientes el barbudo.

Yal no replicó y sonrió al ver que yo parpadeaba y dejaba de convulsionarme. Mi corazón todavía latía a toda prisa. Tartamudeé:

«Agua.»

«Enseguida te la traigo,» dijo la Rubia.

Yal me agarró del hombro.

«Sarí, ¿cómo estás?»

«Elassar,» resollé.

Lo vi menear la cabeza y suspirar de alivio.

«Madres de las Luces, en menudos fregados te metes.»

Sonreí. Ahora me sentía mejor, mucho mejor.

«El Bailador me dijo que no hay guako que se precie que no haya acabado en el Clavel al menos una vez.»

Carraspeé, porque mi voz me pareció inquietantemente débil, y traté de respirar con más tranquilidad mientras el barbudo soltaba:

«¿Quién eres? Te advierto que, si eres tú el que empezaste a drogarlo, vas a salir de aquí a patadas.»

Yálet giró al fin la cabeza hacia él y emitió un gruñido exasperado.

«Y a mí me gustaría saber quiénes sois vosotros. Yo estaba esperando a Draen fuera del Clavel y os he visto llevároslo de esa forma… Por un momento pensé que os lo llevabais al cementerio, diablos. ¿Quiénes sois vosotros? ¿De qué conocéis a Draen y por qué lo habéis traído aquí?»

El barbudo lo observó con una mueca reflexiva antes de contestar:

«Soy Kakzail Malaxalra, un guerrero gladiador evadido del reino de Tasia. Y me he ofrecido a ser el tutor de este muchacho durante un tiempo. Por eso lo he traído aquí: está bajo mi protección. Y, en mi opinión, la necesita.»

Yal se lo quedó mirando como si esperara alguna explicación más. Sintiendo volver mis fuerzas, yo alcé la vista hacia las demás personas presentes en el cuarto. Se encontraban todos: las gemelas, el gigantón y el caito pelirrojo. Estos dos últimos miraban al joven Daganegra con expresión desconfiada mientras que la Rubia se inclinaba en ese mismo instante sobre mí para ofrecerme el vaso de agua que había pedido. Me enderecé, sonriendo.

«Gracias, señorita.»

Bebí mientras Yal inspiraba, asintiendo.

«Está bien. No sé qué trato tienes con Draen, pero te ruego que le permitas decidir si quiere quedarse aquí o… venir conmigo.»

«Imposible,» replicó Kakzail. «Mira, amigo: las autoridades habían metido al muchacho en las listas para mandarlo al depósito de vagabundos. De no ser por mi intervención, lo habrían mandado ahí, así que, siento decepcionarte, pero el muchacho se queda aquí. Entiendo tus reservas: no nos conocemos. Pero te aseguro que cuidaré bien del chaval. Y, desde luego, no seré yo quien vaya a drogarlo.»

Yal le devolvió una mueca paciente y, antes de que dijera nada, intervine:

«Yal. Estos tipos no son mala gente. Andan buscando a alguien y creen que yo puedo ayudarlos, eso es todo. Y yo… les ayudaría. De verdad. Pero no puedo.»

«Sabes dónde está nuestro amigo,» pronunció la Azulada. Se erguía al pie de la cama, mirándome con fijeza. Sus ojos inhumanos reflejaban algo que parecía decirme: no me mientas.

Tragué saliva y asentí.

«Lo sé.»

La Rubia acababa de retomar el vaso de agua y, al oírme, ahogó un resoplido.

«Demonios… ¿Sabes dónde está?»

Me sentí un poco avergonzado al ver que la Rubia realmente me había creído cuando había dicho que yo no sabía nada. Y es que no todos los días se encontraba a alguien dispuesto a creer la palabra de un guako. Suspiré y me giré hacia Yal. Este nos miraba a todos, perplejo.

«Dinos dónde está y te dejaremos tranquilo,» insistió la Azulada.

«Calmaos, queridas,» intervino Kakzail. «No sé si es el mejor momento para hablar: el muchacho acaba de salir de la cárcel…»

«¿Por qué no puedes decirnos dónde está?» inquirió la Rubia, interrumpiendo al guerrero.

Bajé la mirada hacia mis manos. Fiambres. ¿Y yo qué podía decirles ahora? Dejé escapar un largo suspiro y me tumbé.

«Porque…» Me aclaré la garganta. «Porque, si se va él, treinta y dos guakos tendrán que pasarse la vida tomando karuja. Y es cara.»

Hubo un silencio y, entonces, Yal lanzó un incrédulo:

«No fastidies… ¿Habláis del alquimista?»

Al mismo tiempo que la atención general se giraba hacia Yálet al confirmar este que conocía a Dessari Wayam, me sentí reventado. Hacía, creo, como cuatro días que no dormía realmente. Consciente de que acababa de dejarle el muerto a Yal, puse cara inocente y, entregándome a mi agotamiento, cerré los ojos. ¿Qué haría ahora Yal? ¿Decirles todo o no decirles nada? Bah, dijera lo que dijera, sin duda se las arreglaría mejor que yo. Estaba tan cansado que ni me habría sobresaltado si Éstergat se hubiese hundido ahora en las profundidades de la tierra.

Al fin, oí a Kakzail soltar:

«Será mejor que dejemos dormir al muchacho. Si no te importa, caballero, te invito a una copa. Creo que tenemos de que hablar. O más bien, Zoria y Zalén tienen de que hablar.» Sentí una mano sobre mi hombro. «Duerme, muchacho, y retoma fuerzas.»

Me hice el dormido. No oí respuesta alguna de parte de Yal, pero sí oí ruidos de pasos en la habitación. Cuando la puerta se cerró, observé durante un rato el silencio, abrí un ojo… y me crucé con la mirada de Sarpas, el gigantón tatuado. Estaba sentado en la cama vecina, con los codos apoyados sobre las rodillas y expresión pensativa. Me dedicó una leve sonrisa y entonces se puso grave y dijo:

«Drogas son malas.»

Tenía un acento horrible. Asentí suavemente. Tras un silencio, solté:

«¿Por qué tienes tantos tatuajes?»

«Oh,» sonrió Sarpas. «Un hechicero de Tasia me hizo esto. Todo el cuerpo. Antes… eran tatuajes mágicos. Ahora… casi nada.»

Solté un suave resoplido contemplando los extraños motivos sobre su piel visible. Caray, ¿todo el cuerpo?

«¿Vienes de Tasia?» inquirí.

«Ah, sí, de Tasia,» afirmó Sarpas. «Pero, de pequeño, yo, del norte. De muy al norte. Me llaman Sarpas el Malú. Malú es… nórdico, en tasio. Me esclavizaron. Kakzail y yo somos… fuimos gladiadores.»

«¿Gladiadores?» repetí. «¿Qué es eso?»

«Oh.» Puso cara concentrada, como buscando una manera de explicarlo. «Bueno. Guerreros que están en un… cerco y, pam, luchan con armas, ¿ves? Hacíamos espectáculos. Éramos esclavos. Pero nos liberamos… a escondidas,» sonrió, imitando con su mano una persona que caminaba de tapadillo. «Hace menos de… un año. Por eso, mi drionsano es… bastante malo,» confesó.

Parecía alegre, así y todo, de hablar en drionsano y le devolví la sonrisa antes de volver a cerrar los ojos resoplando:

«Fiambres qué cansado estoy.»

«Entonces, duerme, ushkra dijo Sarpas. «Recuerdo. Mi madre decía: el sueño del niño vuela inocente y libre como el yarack.»

Sonreí, y es que era la primera vez que oía a alguien aparte de mi maestro y de mí hablar del yarack, el pájaro multicolor de las montañas. Me repetí las curiosas palabras del nórdico hasta que, por fin, concilié el sueño.

* * *

Cuando desperté, me sentí reposado y tremendamente cómodo. Tardé un rato en entender por qué. Abrí los ojos, bostecé… y entonces caí en la cuenta. Estaba sobre un colchón de plumas, en una habitación caliente y acababa de dormir al menos doce horas seguidas, si no más, dado que ya era de noche. Sonreí solo. Y eché un vistazo a mi alrededor. Las demás camas estaban ocupadas. Todos dormían. Salvo la Rubia: Zalén estaba sentada en el poyo de la ventana. La luz azulada de la Gema iluminaba su pálido semblante.

Tras una vacilación, me enderecé, me deslicé fuera de la cama y me acerqué con tiento.

«Señorita,» murmuré.

Los ojos de la Rubia se giraron hacia mí. Al contrario que los de su hermana, parecían cálidos y normales. Añadí:

«¿Puedo ir a la calle?»

Me parecía correcto pedirle permiso. La Rubia se turbó.

«¿Por qué quieres ir a la calle a estas horas?» cuchicheó.

«Tengo hambre,» expliqué.

La Rubia hizo una mueca de comprensión.

«Claro. Bueno, antes te he traído una bandeja, por si te despertabas para la cena. Como no despertabas, se la comieron entre Sarpas y Kakz.» Sonrió. «Pero te dejaron el pan. Ahí está.»

Me señaló la mesilla y, sin poder creérmelo aún, fui y constaté que, de hecho, había ahí un panecillo. Le arranqué un bocado antes de regresar junto a mi cama. Terminé el panecillo y me supo a poco pero aplacó mi hambre y, de segundo en segundo, los retortijones se calmaron. Regresé junto a Zalén y me mordisqueé la lengua antes de soltar:

«¿Qué os ha dicho Yal?»

Zalén meneó la cabeza.

«Mucho, pero no suficiente. Se ha negado a decirnos dónde está el alquimista. Pero nos ha prometido que le hablará de nosotros.»

Fiambres, murmuré interiormente. Esperaba que Yal supiese lo que estaba haciendo… No es que pensara que el alquimista fuera un diablo, pero no podía confiar en que seguiría buscando un remedio para unos guakos indefinidamente. Si se nos escapaba, la habíamos hecho buena.

Me arrimé al muro y contemplé la Gema un momento hasta que unas nubes la taparon. Entonces, Zalén añadió con dulzura:

«Nos ha contado lo de la mina de salbrónix y la sokuata.»

Bajé la vista, me pasé una lengua por los labios resecos y asentí en silencio. Me lo suponía. Pero no me apetecía ni un pimiento hablar de ello.

«¿Y mis comparsas?» pregunté. «Vinieron a veros, ¿no?»

Zalén frunció el entrecejo, sin comprender.

«¿Tus comparsas?»

«Oh. Un pequeño elfo oscuro y uno de esos que llaman ojidiablos,» expliqué. «Son mis comparsas canillitas. Los mandé a avisaros de que me trincaron.»

Zalén meneó la cabeza.

«No sé de quiénes me hablas. Nos vino un muchacho que dijo ser compañero tuyo. Un joven… bastante teatral. Llevaba un sombrero de copa, aunque por lo demás iba tan desharrapado como tú. No dijo su nombre.» Percibí su sonrisa cuando añadió: «Dijo que tú habías pedido a la guakería que nos dijeran a nosotros que te habían enclavelizado. Necesitamos un rato para entender lo que significaba esa palabreja.»

Por mucho que tratara de adivinar quién era ese guako con sombrero de copa, no logré averiguarlo.

«Deberías seguir descansando,» añadió Zalén tras un silencio. «Aún quedan un par de horas para que amanezca.»

Pese a mis ganas por salir de ahí para ir a respirar aire libre e ir a buscar a mi pequeña familia, decidí hacerle caso a la Rubia e iba a regresar a la cama cuando la curiosidad me detuvo.

«¿Tú también vienes del norte?» pregunté.

Zalén esbozó una sonrisa.

«No. Para nada. Mi hermana y yo venimos del oeste.»

«¿De las montañas?» me emocioné.

«De más allá,» murmuró ella. «De mucho más allá.»

Aquello me intrigó pero, como sus ojos se extraviaban hacia la luz de la Gema, la dejé tranquila y regresé a mi cómoda cama. Tanteé las mantas y la suave almohada. Fiambres, ¡qué diferencia con la cárcel! Sonreí de oreja a oreja en la oscuridad y agucé el oído para escuchar las respiraciones de los demás que dormían plácidamente. Estaba fuera del Clavel. Y… libre, ¿verdad? El alcaide no iba a aparecer a la mañana para acusarme de complicidad por la evasión… ¿verdad? Rechacé mis aprensiones como carababhuesadas. Estaba libre, se me había acabado la condena, y no habían probado nada. No tenía por qué preocuparme ni por qué salir a esconderme a los Gatos. Reprimí mis instintos de huida y me armé de paciencia.

No dormí en lo que quedaba de noche, ni la Rubia se movió de su sitio. Por lo visto, ella tampoco estaba cansada. Cuando el cielo empezó a clarear, el rumor de la ciudad se intensificó y, entonces, oí ruido en la habitación y abrí los ojos. El barbudo se estaba vistiendo. Lo vi abrocharse el cinturón y, justo antes de que se pusiera la venda violeta, me fijé en la cicatriz que surcaba su frente. Probablemente se la hubiera hecho durante esos “espectáculos” de gladiador. Me crucé con su mirada y lo vi sonreír mientras se estiraba.

«¡Ah! Buenos días, chaval. ¿Qué tal estás?»

Me enderecé.

«Viento en popa, aunque con hambre, pero eso se arregla fácil, ahora que soy libre,» sonreí y enfaticé la última palabra, echándole una mirada interrogante.

Kakzail hizo una mueca.

«Ya. Mira, antes de que desaparezcas quién sabe dónde, quisiera hablar contigo. ¿Qué te parece si arreglamos lo del hambre al mismo tiempo?»

Sonreí de ilusión. No iba a rechazar tan amable propuesta, ¿eh?

«Corriente,» acepté.

Antes de que los demás acabaran de desperezarse, salimos de la habitación y bajamos hasta la taberna. La sala estaba ya ocupada por los madrugadores que venían a desayunar y charlar antes de ir a trabajar. Sea porque no se acordaba de mí o porque no podía siquiera imaginarse que el guako que había echado de su local era el mismo que se sentó aquel día a una mesa, la enorme tabernera no me reconoció. Le sonrió mucho al barbudo y nos trajo un copioso desayuno.

«¡Gracias, señora!» le solté, muy educado. Y le arranqué un generoso mordisco a un gran buñuelo. Me carcajeé con la boca llena. «¡La madre, sí que está bueno!»

Pocas veces había tragado tanto y tan bien como aquella mañana. Creo que hasta le asusté un poco a Kakzail y, apostando a que sería la última vez que iba a invitarme a comer, aproveché la ocasión. Tras contemplarme un rato en silencio con una mueca entre divertida y pasmada, soltó:

«Verás. Todo tiene que ver con el colgante. Traga, no vaya a ser que te atragantes de la sorpresa, eh…»

Hizo una leve pausa y, aprovechando que giraba un instante la cabeza, como para ordenar sus ideas, me metí un panecillo en el bolsillo.

«Ya he tragado,» informé. «¿De qué colgante hablas?»

«Del que llevas al cuello.»

Bajé la mirada, cogí la estrella del Daglat en madera de roble y luego la plaquita de metal.

«¿Este? Ya. ¿Qué pasa con él?»

«Bueno.» Kakzail juntó ambas manos sobre la mesa y bajó la voz. «Pasa que lleva escrito en la antigua escritura de los brujos del valle el nombre de ‘Ashig’ y que… hace unos once años, una familia del valle regaló un colgante muy parecido a un recién nacido. Dime… ¿de dónde sacas el colgante?»

Aquello me dejó un instante asombrado. Jamás se me había ocurrido que aquella plaquita pudiera importarle a nadie más que a mí… Me tensé.

«Oye, yo no he robado nada, ¿eh? Este colgante lo tengo desde que tengo memoria.»

«Puede ser,» convino Kakzail. «Yálet Ferpades, tu compañero de ayer, me confirmó que venías del valle.»

Al ver que el barbudo no me estaba acusando de robo, reflexioné y solté una carcajada.

«Brasas. ¿Quieres decir que el colgante este…? Digo… ¿que la familia vallenata esa sería mía?»

Kakzail asintió con calma.

«Si es que tú te llamas Ashig.»

Me mordí el labio.

«Ya… Es que yo no soy Ashig. Soy Draen. No recuerdo nada de lo de antaño,» confesé.

«¿Nada de nada?» Meneó la cabeza, pensativo. «¿No te suena el nombre de Skrindwar? ¿Samfen? ¿Xella? ¿Skelrog, tal vez?»

Lo miré con perplejidad y me rebullí en mi silla.

«¿Estás de guasa? ¿Quiénes son esos?»

«Tus hermanos mayores. Tienes nueve hermanos en total,» precisó Kakzail. «Si es que tú eres Ashig. Personalmente, apostaría un siato a que lo eres. Mira. Si te acordaras tan sólo de algún detalle sobre… la casa donde vivías o sobre cómo te perdiste…»

Entorné los ojos y sacudí la cabeza, desconcertado.

«¿Cómo me perdí?» repetí.

«Te perdiste,» afirmó Kakzail. «Y de la manera más tonta posible. Es decir, yo no estaba con vosotros ya, pero Skrindwar me lo contó. Hace así como cinco o seis años, tus viejos decidieron salir del pueblo para Éstergat, para ayudar a tus tíos y probar suerte y tal. Unos días antes de vuestra partida, cayó enfermo tu hermano Samfen, así que tu madre te mandó al pueblo de al lado a por un bote de jarabe. Y debiste de encontrar algo interesante porque saliste del camino. Y te perdiste. Te buscaron durante días.»

Fruncí el ceño. Seis años… Coincidía. Pero es que yo no recordaba para nada todos esos nombres.

«¿Fue en invierno?» inquirí.

«Er… Sí, sí, fue en invierno,» confirmó Kakzail, y me miró con una leve sonrisa intrigada. «¿Te acuerdas de algo?»

«No,» admití con total sinceridad.

Por un momento, pensé que el barbudo me estaba contando toda esa historia para que entrara en confianza y le hablara del paradero del alquimista. Luego me paré a pensar un poco más y me dije que inventarse algo así era de majaderos. Más bien parecía ser que justo esa familia había perdido a un niño en el valle hacía seis años, de mi misma edad y con un colgante que llevaba el mismo nombre… Hice una mueca, mascullé una imprecación por lo bajo, agarré el buñuelo que me quedaba y seguí comiendo.

«Si llegaras a acordarte de algo,» retomó Kakzail, «podrías demostrar sin lugar a dudas que eres tú. Y podrías conocerlos.»

Me turbé aunque no dejé de masticar.

«¿A quién?» pregunté.

«A tus padres, por supuesto. Viven en Éstergat. Ya les he hablado del caso, aunque de momento parecen escépticos. Les enseñé el colgante y Madre admitió que era muy posiblemente el de su hijo Ashig. A lo mejor si te ven, te reconocen.»

Me quedé mirándolo durante unos segundos, inmóvil, y entonces seguí masticando, tragué, cogí el último panecillo que quedaba y, sin pensar en disimular, me lo metí en el otro bolsillo.

«Qué cosas más raras,» opiné. «¿Me estás diciendo que tengo a unos padres y a nueve hermanos aquí, en Éstergat, y que tú eres… mi hermano mayor?»

La simple idea me arrancó una carcajada de incredulidad. Kakzail carraspeó, sonriente.

«Cosas más extrañas pasan en la vida,» aseguró. «Aunque… no todo es tan maravilloso. Tengo que advertirte. Tus padres, como digo, están… poco dispuestos, de momento, a… Bueno…» Carraspeó de nuevo y se lanzó: «Ayer a la tarde quise serles franco y les enseñé tu libreta de salida de prisión con los anexos y tal y cual y las impresiones de los guardianes sobre ti… No te extrañará que anden, como digo, poco dispuestos a abrirte la puerta.»

Al principio, no entendí qué quería decir con eso de «poco dispuestos a abrirte la puerta». Hasta que recordé lo que significaba una familia para los que tenían una de esas con padres, hermanos y abuelos, y comprendí. Kakzail quería decir que mis supuestos padres se encontraban poco dispuestos a reaceptar a un hijo perdido hacía seis años que acababa de salir de la cárcel por antisocial y persona violenta y que había estado a punto de terminar en el depósito de vagabundos. Quién sabe, tal vez incluso los guardianes hubiesen dado informe sobre mi dependencia a la karuja. Sólo faltaba que Kakzail les hubiera contado el asesinato de Warok y, con un expediente así, me ganaba la palma del hijo más deseable de Éstergat.

Puse los ojos en blanco y, adivinando que aquello no iba a ir a ningún sitio, decidí pasar a otra cosa.

«Brasas, no importa, como si no me la abren, tranquilo. Yo ya tengo familia. Oye, gracias por el desayuno. Estaba riquísimo. Y ahora… ¿puedo irme, verdad?» El barbudo enarcó las cejas al ver que me levantaba y expliqué: «Es que tengo asuntos. Ah, no olvido que te debo una, ¿eh? Yo soy un guako honrao. Cualquier cosa, pide.» Vacilé como él no decía nada y apunté: «Voy.»

«Espera un momento,» dijo entonces Kakzail. «Siéntate.»

Suspiré y volví a sentarme dócilmente.

«No quería asustarte…»

«No me he asustado,» aseguré, divertido.

«Ya, pero tal vez no lo haya presentado bien, y es que no soy para nada la persona más indicada para hablar de estos asuntos,» reconoció Kakzail con una mueca molesta. «Yo, al fin y al cabo, también soy un hijo descarriado pero…»

«¿Qué pasó?» lo interrumpí con curiosidad. «¿Por qué te esclavizaron los tasios?»

Kakzail hizo una mueca y, por un momento, no pareció muy dispuesto a contar nada. Sin embargo, tras sacar una hoja de humerba de una cajita y metérsela en la boca, dijo:

«Porque fui un idiota.» Meneó la cabeza, sonriente. «Tú tenías apenas dos o tres años cuando Padre me mandó a Onkada de aprendizaje. Mi maestro era… inaguantable. Así que, al de un año, les hice caso a unos… amigos de malas influencias. Y me fugué con ellos. Acabé mal. A los dieciséis años, caí en las redes de los tasios, me convertí en gladiador, conocí a Sarpas… y luego conocí a Zoria,» añadió con una sonrisilla.

Sonreí, anonadado.

«¿Zoria es tu dama?»

Caray. Podía imaginarme que le gustara la Rubia, pero… ¿la Azulada? Kakzail tosió delicadamente.

«Bueno… Mi ‘dama’ es mucho decir. En cualquier caso, volviendo al tema, cuando nos liberamos, estuvimos buscando al padre adoptivo de Zoria y Zalén. Llegamos a Éstergat hace apenas dos lunas. Y la sorpresa que me llevé al saber por el tío Markyr que toda la familia se había mudado aquí, con cuatro hermanitos nuevos y todo. Es una familia maravillosa, de verdad. No llevan una vida fácil y Padre y Madre tienen su carácter pero… Bueno… digamos que, en lo que a mí se refiere, ellos tienen su vida y yo la mía. Pero no tiene por qué ser así para ti. Sólo te pido que no eches a perder algo tan importante… antes incluso de haberlo probado. Si encuentras un trabajo fijo y honrado y llegas a demostrar que puedes ser una persona ‘recta’ como le gusta decir a Padre… quizá consigas que te acepten y te ayuden. De todas formas, uno del Clavel me explicó que, idealmente, o bien te pagaba una matrícula en la escuela o bien debías encontrarte un trabajo con contrato y todo, por lo de la reinserción y tal. Yo intento ayudarte, pero la bolsa se me ha enflaquecido ya bastante esta luna, trabajo durante todo el día y… no puedo ocuparme de ti yo solo, ¿entiendes? Así que… tienes que hacer un esfuerzo.»

Parpadeé y asentí, absorto.

«Ya, ya. Entiendo. Natural. Tú también tienes asuntos. O sea que… ¿tengo que encontrarme un trabajo con contrato? Y… ¿qué es eso exactamente?»

Kakzail puso los ojos en blanco y sacó un papel de su bolsillo que posó sobre la mesa.

«Les enseñas este formulario a los que quieran contratarte, lo firman y tú lo devuelves a la comisaría central. Así de sencillo.»

Enarqué una ceja y tendía una mano hacia el formulario para cogerlo cuando se abrió la puerta y vi de pronto asomar una cabeza familiar. Llevaba un sombrero de copa, iba descalzo y sus ojos se paseaban por las mesas, como buscando algo. Pareció encontrar lo que buscaba: la patrona, al otro lado de la sala. Hizo una mueca e iba a retroceder cuando yo me levanté bramando:

«¡Sacerdoteeeee!»

Me abalancé hacia él y lo alcancé en un visto y no visto. Embargado por la emoción de verlo así, de pie y en forma, reí mientras lo abrazaba con fuerza y dimos una vuelta entera antes de que lo soltara y exclamara:

«¡La madre que te trajo, te veo en forma!»

Rogan se carcajeó ante mi buena acogida.

«Lo mismo digo. Me he enterado por Slaryn de que ya te habían sacado del albergue. Y que te llevaron esos tipos raros, encima.» Echó un vistazo curioso a Kakzail, aún sentado a la mesa con expresión meditativa, luego se giró hacia la patrona, hizo una mueca y me cogió de los hombros para sacarme de la taberna diciendo: «Manras y Dil están afuera. ¡Brasas!» rió. «¡No puedes imaginarte cuánto he rezado por ti, Espabilao! ¡Por cierto!» dijo, deteniéndose en seco en el umbral. «Yo también te traigo un regalo. Como me trajiste tú tantos en verano… Mira, mira, ¿qué te parece?» Me tendió un collar de conchas y piedritas de colores. Lo acepté, atónito, mientras él contaba: «Las recogí en la Playa de las Conchas y las uní con cuerda. ¿Te gusta? Vaya… no pensé que tendrías ya dos collares,» constató, decepcionado.

Sonreí de oreja a oreja y me lo puse enseguida admirándolo aún.

«Aunque tuviera veinte, ¡este es el mejor! ¡Anda, qué bueno! Gracias, Sacerdote.»

Intercambiamos sonrisas alegres y Rogan fue a abrir la puerta pero, entonces, recordé a Kakzail y solté:

«Un momento. Espérame afuera. Enseguida voy.»

Regresé junto a la mesa del barbudo y declaré con orgullo haciendo un vago ademán hacia la puerta:

«Es el Sacerdote, un gran compadre mío. ¿Has visto lo que me ha regalado? Lo ha hecho él mismo. Ese tipo es increíble.» Sonriendo aún, cogí el formulario y añadí: «Encontraré trabajo. Jurado y perjurado. Y, cuando quieras, me enseñas esa familia y que sea lo que los espíritus quieran. Voy.»

Kakzail alzó una mano para detenerme.

«Er… Espera. Toma: esta es la libreta de salida de prisión. Tal vez necesites enseñarla. Sobre todo, no hagas gamberradas, ¿eh?» Puse los ojos en blanco metiéndome la libreta en el bolsillo y él agregó: «Yálet me pidió que te diera su nueva dirección. Es esta.» Me dio un pequeño papel donde ponía: pensión del Bello-Lado, ocho Calle de la Luna. Abrí la boca para darle las gracias pero él se adelantó pidiendo con un carraspeo: «Me gustaría que volvieras aquí a la noche.»

«Natural, corriente,» acepté. «A las siete en punto estaré aquí. ¿Va?»

Kakzail asintió lentamente con cara de estar superado.

«Sí. Está bien. Última cosa. ¿No podrías… decirme al menos adónde vas?»

Le puse cara sorprendida.

«¿Que adónde voy? Pues no lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Voy a ver a mis comparsas. Luego ya se verá. ¡En general, voy, que es lo principal!» Me reí. «Gracias por el papel. Y por el desayuno. Y por todo lo demás. ¡Salú y mucho gusto!»

Salí de ahí bajo la mirada fruncida de la tabernera y, una vez afuera, me golpeó el viento frío y silbé.

«La madre, qué frío.» Pero olvidé el hecho de inmediato cuando, al otro lado de la Avenida, avisté a Manras y Dil. Rogan ya se había reunido con ellos. Crucé la calle trotando y saludé: «¡Salú, salú! Ya vuelve el desaparecido. No sabéis lo mucho que he aprendido en una luna y media. Trucos de mercader libre, de desenterrador, de herejes, de periodistas, artistas, bailadores expertos… Hasta he hablado con extranjeros. ¡Y con un sacerdote! ¿Te lo crees, Rogan? Me enseñó oraciones. Y yo les enseñé a los compañeros algunas que me enseñaste tú.»

«¿En serio?» se carcajeó el Sacerdote.

«Sí, sí, ¡en serio y en drionsano! Los dejé a todos pasmados con mi sabiduría. Y ellos a mí. Vamos, que ni en el Conservatorio se aprende tanto en una luna,» aseguré. «¿Y vosotros, shurs? Por cierto, ¿habéis desayunado?» agregué, sacando los dos panes de mis bolsillos.

Mientras aceptaban el pan con entusiasmo, se pusieron a contar qué habían hecho durante los cincuenta días que había pasado yo en el Clavel. Bueno, Dil asentía, sonreía y hacía muecas más que hablaba, pero Manras, él, como buen alumno mío, no callaba. Al parecer, Rogan se había topado con ellos apenas un día después de que me trincaran los moscas, se había encargado él de avisar a Zoria y Zalén y, desde entonces, se encontraban todas las noches en un refugio de los Gatos. Manras confesó que estuvo compartiendo ganancias con el Bailador hasta hacía un par de semanas.

«¿Lo trincaron?» me sorprendí, entristecido.

«Sí y no, lo pillaron, se afufó y se marchó de la Roca,» explicó Rogan.

«Dijo que iba a buscar fortuna a Raiwania,» agregó Manras. «Me preguntó si quería ir con él. Pero yo dije que no, que si no lo mismo no volvía nunca. Así que se fue solo.»

Mientras seguían contándome acontecimientos varios, me paré a pensar en lo movida que era la vida del guako. De ciudad en ciudad, de cárcel en cárcel, de calle en calle, de banda en banda y de andanza en andanza… Pero pensándolo detenidamente, hasta ahora, todo me había ido bastante bien y lo cierto era que, aunque de verdad tuviera padres y hermanos, eso no iba a cambiarme la vida en lo esencial: y es que, hasta que no me forzaran los moscas otra vez a meterme detrás de las rejas, no iba a alejarme de mis comparsas ni del Sacerdote. Eso lo tenía muy claro.

«Espabilao,» lanzó entonces Rogan. «¿Qué es eso?»

Señaló el formulario con la barbilla.

«Oh. Un papel que tengo que hacer firmar,» expliqué. «Lo que me recuerda que tengo que ir a buscar un trabajo con contrato. ¿A ti no te pasó lo mismo cuando saliste del Clavel?»

Rogan puso los ojos en blanco.

«Pues no. Es que a mí me mandaron al depósito y, ahí, los ancestros me abrieron una ventana y me dijeron: vuela. Eché a volar y esos explotadores no me volvieron a ver el pelo. A ver, a ver,» añadió, cogiéndome la mano izquierda herida. «¡Ja! Por lo visto, no han renovado las tareas del angustiao.»

Por temor a que me cogiera la otra mano, me escabullí metiéndome las manos en los bolsillos con el formulario plegado. Solté:

«Ya, pues va mucho mejor ahora, créeme.» Bajo su mirada curiosa, añadí: «¿De dónde sacas ese sombrero?»

«Oh. Es una larga historia,» confesó Rogan con una sonrisilla. «Perteneció a mi abuela, que se lo dio a su hermano, quien se lo dio a un amigo, que lo perdió, lo recogió un mendigo, un día el viento se lo llevó y me lo devolvió el espíritu patrón.»

Me carcajeé.

«¡Pues sí que tiene historia el sombrero! ¿Me lo puedo probar?»

«¡Ni hablar!» resopló Rogan. Le puse cara de por favor pero él se negó pasándose una mano cariñosa por el ala de su sombrero. «No, no, no. Quién sabe cuántas malandanzas le harías pasar. Si cuidas bien el collar durante, digamos, dos lunas, tal vez te deje ponerte el sombrero dos segundos.»

«Rácano mangaplatas,» le solté, dándole un empellón amistoso. Su reacción me recordó un poco a la que Yerris adoptaba cada vez que le pedía que me prestara su armónica y aquello me hizo pensar en que yo no tenía nada que fuera mío a lo que diera real importancia… aparte de mis comparsas. La verdad, me sentía aliviado al ver que, pese a mi ausencia, ambos seguían tratándome, no sé, ¿como a un hermano mayor, tal vez?

Le empujé la cabeza a Dil para que espabilara y lancé:

«¡Compadres! Que me estoy helando, arreemos para arriba. ¿Qué proponéis?»

Rogan hizo una mueca.

«Bueno… En realidad, Sla nos ha pedido que te digamos que, en cuanto puedas, vayas a… el sitio que dice que sabes. No ha dicho más.»

Puse los ojos en blanco. Ya me imaginaba a Korther esperándome en el despacho con su piedra malva y sus comentarios seguramente muy agradables… Me rasqué el cuello y forcé una sonrisa.

«Ya… Tomo nota. Bah, seguro que no es nada urgente, eh, si total un día más un día menos…» Me aclaré la garganta. «Bueno. Aparte de eso, ¿qué proponéis?»