Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

5 El Clavel

A la mañana siguiente, estábamos como quince en el calabozo. La noche había sido movida y yo la había pasado amordazado, hecho un ovillo en un rincón y sin poder pegar ojo. A media mañana, soltaron a los tres guakos, estos me dijeron salú y yo les contesté con un gesto mudo. Tenía una sed de mil demonios. Me acerqué a los barrotes y le miré a un mosca con cara triste. Tardó tal vez media hora en hacerme caso.

«¿Qué te pasa, chaval?» inquirió.

«Creo que está pidiendo permiso para quitarse la mordaza,» intervino uno de los moscas, sentado a una mesa. «Es el guako que se puso a cantar anoche.»

El vigilante tardó unos minutos más en ceder.

«¿No vas a ponerte a cantar, verdad?» Negué con la cabeza. Él se rascó el mentón y se acercó a la reja diciendo: «Está bien, gírate y te deshago el nudo.» Me quitó la mordaza a través de la reja y preguntó: «¿Qué quieres?»

«Agua,» contesté enseguida.

Me dieron de beber y, como recompensa, yo no pronuncié una sola palabra en lo que quedaba de mañana. Fue hacia el mediodía cuando vi asomar dos cabezas conocidas en la comisaría. Eran Dil y Manras. Sonreí anchamente. Entraron con sus periódicos, Dil vendió uno a un mosca, Manras otros dos a unos que estaban en el calabozo y, como yo me agarraba a los barrotes, el pequeño elfo oscuro se acercó y me murmuró:

«Espabilao, esta mañana Sla nos ha venido a hablar a la plaza. Quiere que te digamos que, si hay que pagar multa, que Yal la pagará, pero que es posible que además te encierren porque lo que hiciste está mal.»

«Sla dice que eres igual que su madre,» intervino el Principito.

Hice una mueca.

«Caray. ¡Pero si fue el otro, que casi nos mató! Al infierno con los isturbiaos esos…»

Capté una ojeada de parte del mosca vigilante y, temiendo que este les dijera algo a Manras y Dil y los largara, me apresuré a decir en voz baja:

«Oíd, shurs. Hacedme un favor. Id a Las Bailarinas y buscad a unas que se hospedan ahí y se llaman Zoria y Zalén. Decidles que no voy a poder ir a recoger mi colgante porque lo mismo me enclavelizan hoy. Es importante. Ah,» añadí como ambos asentían, muy atentos. «Si os hacen preguntas, no contestéis a nada, ¿me entendéis? Esos tipos son unos fisgones. Vosotros sólo decid: Draen no puede ir a recoger el colgante porque lo han trincao. Y os afufáis, ¿corriente?»

«Corriente, Espabilao,» aseguró Dil. «Oye, Sla también nos pidió que te diéramos… esto.»

Me tendió un periódico. Y, por su expresión abierta como un libro, adiviné lo que había dentro sin mirarlo. Sokuata. O karuja. Desde luego, Sla no parecía pensar que los moscas me iban a soltar al de unos días. Resoplé, tragándome los nervios.

«Bueno, decidle que gracias y… Aliviad. Los moscas os están mirando raro,» dije. Como los vi vacilar y ponerme cara inquisitiva, les sonreí. «Tranquilos, estaré bien. Cuidaos y no hagáis barrabasadas. Gracias por el ejemplar, ¡así no me moriré de aburrimiento!»

Se marcharon. Abrí el periódico con precaución y descubrí las tres pastillas de sokuata. Con disimulo, me las metí en el bolsillo. Y no volví a abrir la boca en toda la tarde. Tan sólo a la noche siguiente vino un mosca a sacarme del calabozo. Me encerró en un cuarto vacío con otros moscas. Uno sacó una hoja de humerba de su cajita, se la metió en la boca, se puso a masticar y aceptó el papel que le tendía un compañero antes de soltar con voz pausada:

«Draen Hílemplert. Hace dos días, atacaste el cochero de un ómnibus, lo injuriaste, le quitaste una bota y tiraste una piedra reventando la ventanilla de su carruaje. Una señora en el interior de este puso una denuncia por agresión. Nos ha llegado una nota del juez. Ha considerado que, pese a que la agresión no provocó heridas, tus acciones fueron impropias y violentas y te ha aplicado la pena de cincuenta días de encarcelamiento en la casa de corrección del Clavel, tres lunas de libertad condicional y una multa de diez siatos por desorden público, comportamiento antisocial, etcétera, etcétera. ¿Algo que rebatir?»

Hubo un silencio. Yo aún estaba asimilando el castigo. El mosca asintió plegando el papel.

«Cumplirás pues tu pena y tendrás un plazo de tres lunas para pagar la multa… justificando de dónde has sacado ese dinero, por supuesto.» Marcó una pausa, masticó su hoja y retomó: «Entiendes, pues, tu castigo, ¿verdad?»

Dije que sí con la cabeza y él insistió:

«Entonces, explica, ¿por qué te metemos en la cárcel?»

«Porque lo que he hecho está mal,» dije, aunque interiormente no lo tenía tan claro.

El mosca siguió masticando su hoja de humerba y aprobó:

«Bien. Me alegro de que entiendas. Espero que la casa de corrección te enseñe a aplacar tus impulsos y a ser un buen ciudadano. Lleváoslo.»

Inspiré y, cuando sentí una mano agarrarme del hombro, seguí obedientemente a mi guía preguntándome: ¿qué pasaría si Shokinori y Yabir aparecían por la Fonda y se encontraban con que no podían comunicar con nadie? Suspiré sintiéndome casi culpable de todo aquel lío. No me quedaba ya ni una duda: Korther me iba a desorejar de lo lindo en cuanto saliera del Clavel.

Pese a que la cárcel se situaba relativamente cerca, junto a la Avenida de Tármil, usaron nada menos que un carruaje de policía para llevarme. Llegado ahí, me dieron un brazalete sencillo con el número cuatrocientos, me cortaron el pelo casi a ras y un funcionario procedió a elaborar mi ficha de preso: me midió, escribió en un formulario y, como si mi mala fortuna no fuera ya grande como un templo, cuando los guardianes quisieron llevarme a mi celda, les dio por registrarme. La única forma de esconder las pastillas de sokuata habría sido metérmelas en la boca, y aun así tal vez no hubiera funcionado. En cualquier caso, me las quitaron confundiéndolas con karuja, pues se parecían mucho, yo protesté con un «hey, fiambres, eso es mío», no me hicieron caso, les dije que no era karuja, se rieron de mí. Entonces, los llamé ladrones, me sulfuré, uno me cogió del pescuezo, me zarandearon y, pese a mis protestas que se tornaron en súplicas y llantos desgarradores, se mantuvieron firmes, no me devolvieron lo mío y me empujaron fuera de la sala. Mi humor estaba aún más sombrío que los corredores por los que me hicieron pasar para conducirme a mi celda y es que, ahora, a saber cómo iba a sobrevivir yo sin sokuata…

Un guardián abrió la celda. Entré y oí la reja cerrarse sin ni siquiera girarme.

«Alégrate, al de unos días te acostumbrarás,» me dijo el guardián.

Y me dejó solo. Bueno, no, no estaba ni mucho menos solo. En la celda, había una, dos, tres… siete personas más, conté. Y había seis literas, tres abajo, tres en altura. Un niño de la edad de mis comparsas yacía bocabajo en el suelo, chupándose unos dedos ensangrentados y alzando unos ojos curiosos hacia mí. Los demás, eran todos adultos. Cuatro de ellos estaban jugando a cartas.

«¿Tú crees que nuestro joven compañero se dignará a saludarnos?» dijo uno, un humano moreno, con tono desenfadado.

Puse los ojos en blanco y dije:

«Salú.»

Me dedicó una sonrisa ladeada mientras me examinaba.

«Salú. ¿Eres primerizo, verdad? Me presento: soy doscientos tres, apodado el Bor. Diez lunas de albergue por soltarle palabrejas a un noble de alta cuna. ¿Y tú?»

Paseé de nuevo la mirada por la pequeña celda antes de contestar:

«Yo soy Draen. Cuatrocientos,» añadí, echando un vistazo a mi brazalete. Y me encogí de hombros. «A mí me han metido para cincuenta días. Dicen que soy un antisocial.»

La sonrisa del Bor se ensanchó.

«¿En serio? Y en cincuenta días tenemos que convertirte en un ciudadano social, ¿verdad? Mm. Veremos lo que podemos hacer. Bienvenido a casa, chaval.»

Otros me dieron la bienvenida, me preguntaron qué había hecho para ganarme el título de antisocial y yo les conté lo sucedido. Generé unas cuantas carcajadas al contarles lo duro que me había resultado quitarle la bota al cochero y, viendo claramente que mi presencia ahí era más que bienvenida, me animé y les pregunté por ellos. Al de un rato ya me había enterado más o menos de qué clase de compañía me había tocado en suerte. Los dos que no jugaban a cartas eran el Viruelao, un periodista que había dejado caricaturas en el sitio equivocado, y el Hereje, el cual, como lo indicaba su apodo, era un inocente difamador del Daglat. Los que jugaban con el Bor eran tres: el Raiwano, un elfo enorme, amigo del Bor, que no pronunció una palabra; el Tarao, un ilusionista estafador callejero; y el Piestortos, quien se definió orgullosamente como un «mercader libre», lo que, para desgracia suya, era sinónimo de contrabandista para la justicia arkoldesa. En cuanto al niño, un tal Farigo, me enteré de su caso cuando, al dar el toque de queda a las nueve, me tumbé junto a él y le pregunté:

«¿Y tú, shur? ¿De dónde vienes?»

El muchacho puso cara alarmada y posó el índice sobre sus labios. Entendí por qué cuando vi al vigilante pasar por el corredor con su linterna. Cuando regresó la oscuridad, Farigo me contestó en un susurro:

«Mi familia es del Barrio Negro. Me pillaron robando hace tres semanas. Todavía me quedan trece… no, catorce semanas,» afirmó.

Las tenía bien contadas. Por curiosidad, calculé yo cuántas semanas me quedaban y me dieron ocho.

«Caray. ¿Y qué apañaste?» inquirí.

Farigo suspiró.

«Tenedores.» Enarqué una ceja en la oscuridad y él añadió: «Y cucharas.»

«Brasas. Pues mala suerte que te trincara la moscardía. ¿O sea que tienes familia?»

Sentí más que vi a Farigo hacerse el reservado.

«Sí tengo,» dijo al cabo de un silencio. «Pero… mi madre ya no me quiere. Me dijo que no volviera a casa cuando saliera, que soy la vergüenza de la familia y que, si se muere alguno de mis hermanos de hambre, será por mi culpa, porque estoy vagueando aquí en vez de trabajar en la hilandería.» Marcó una pausa y traté de ponerme en su lugar para imaginarme cómo debía de sentirse. Burlado, abandonado, tal vez. Me sorprendió cuando admitió por lo bajo: «Hice algo mal. Y tengo que pagar.»

Lo vi posar la frente sobre sus brazos cruzados y me mordisqueé el labio.

«Ya lo estás pagando,» dije entonces. Y agregué: «No te preocupes. Esos a los que les quitaste los tenedores son unos mangaplatas. Siempre podrían haber comido con los dedos, como todo buen guako.» Sonreí. «Buenas noches, shur.»

Me contestó él en un murmullo, tomé la posición más cómoda posible y, tras escuchar largo rato las respiraciones tranquilas de mis compañeros y el silencio de la cárcel, caí en el primer sueño algo largo desde que los moscas me habían puesto la mano encima.

* * *

El día siguiente era Día-Sagrado y día de descanso. Por eso, después de darnos un bol de sopa aguada, los guardianes nos mandaron a la capilla a rezar y a escuchar al sacerdote durante una hora. El sacerdote dio la bienvenida a los que habían entrado en el Clavel aquella semana y nos dio a cada uno una vela que debíamos encender con el cirio grande y pasear por toda la capilla hasta la entrada. Yo estaba siguiendo la procesión, con mi vela y con una cara de estar pensando «pero qué diablos estoy haciendo» cuando, de pronto, aprovechando que nadie miraba, el Bor sopló fuerte con los labios ladeados y mi vela se apagó. Siseé entre dientes y mis labios pronunciaron un mudo:

«La madre que lo trajo.»

El Bor, sin embargo, se miraba las uñas, como ausente. Suspiré y, recordando que Rogan me había contado alguna de las novatadas que le habían hecho pasar los primeros días en la cárcel, me dije que aquello, en comparación, era más bien inocente y decidí tomármelo con filosofía.

Por no volver al cirio mayor, usé la llama del muchacho que tenía justo detrás para encender mi vela. Enseguida, el sacerdote se escandalizó:

«¡Santo espíritu patrón, qué ven mis ojos! ¡No se mezclan las llamas ancestrales! Ven aquí, muchacho. Vuelve y pide perdón al altar, no sea que te mande a los demonios por tu falta.»

Bajo las miradas de burla, diversión o indiferencia de los presos, volví al altar con cara de susto. ¿Qué se suponía que tenía que decir? Miré el gran cirio, miré el altar de piedra con la gran estrella del Daglat grabada en ella y tragué saliva.

«Lo siento.»

El sacerdote puso cara realmente molesta.

«Y yo más, hijo. ¿Es que no conoces la oración del perdón?»

«La… oración del perdón,» repetí, aprensivo, y entonces tuve una iluminación. ¡Rogan me había enseñado la oración! Sonreí. «¡Sí, hombre que la conozco! Dice así: ancestros, perdonad a estos pecadores que no dan limosna a los pobres, ¡santo espíritu patrón! perdona a las almas mangaplatas, que sus sufrimientos en los infiernos sean leves y que, al escachufarse, los Espíritus perdonen su tacañería y los acojan en… en los infiernos más confortables d-de… er…»

Callé ante la expresión pasmada del sacerdote. Paseé una mirada nerviosa a mi alrededor. En la capilla, se oyeron carcajadas ahogadas. El Bor apretaba mucho los labios y estaba rojo como una sandía. Fiambres. ¿Qué diablos acababa de decir? Me puse rojo a mi vez, pero de bochorno, y farfullé:

«Perdón, señor. Me he equivocado de oración.»

Vacilé y estuve a punto de añadir un «¿verdad?» pero no me dio tiempo: el Bor explotó de una risa grave de barítono que resonó en toda la capilla y las risitas de los presos se tornaron en carcajadas. Con empeño, los vigilantes consiguieron calmar el jolgorio y el sacerdote carraspeó.

«Por favor, vuelve a encender el cirio. Con permiso de los guardianes, me quedaré con este joven durante una hora más. Creo que lo necesita.»

Para consternación mía, advertí el asentimiento de uno de los guardianes. Suspiré, encendí mi vela y, al recorrer de nuevo las filas de los presos con ella, me cuidé mucho de no pasar al lado del Bor.

Cuando acabaron las oraciones, el sacerdote se ocupó de mí. Me llevó a bañarme la cabeza con aceite bendito y me dio unas lecciones para impedir al menos que mi alma se convirtiese en un Espíritu del Mal cuando muriese. Le di las gracias, le prometí que a partir de ahora rezaría todas las noches a los Espíritus y me devolvieron a la celda. Durante horas, el Bor no paró de pedirme que le recitara las oraciones que me había enseñado Rogan. Todo el corredor, vigilantes incluidos, aguzaba el oído para escucharme y se iban relevando mis palabras para que llegaran cuanto más lejos mejor. Curiosamente, el único que no pareció disfrutar ni una pizca con el asunto fue el Hereje, a saber por qué. En cualquier caso, el Bor se lo pasó en grande y hasta me recompensó ofreciéndome un cigarro. Según dijo y según vi, ese hombre llevaba una vida de preso privilegiado. Sacaba el dinero de su dama, que era según él la mejor jugadora de naipes de Arkolda, y, además, se jugaba él mismo dinero en apuestas con los guardianes y otros presos y a veces, por lo que afirmaba, se ganaba un buen pastón. Llevaba ya dos lunas en el Clavel y tenía a varios guardianes «en el bote», como decía. Les compraba cigarros, tazas de café, dientepasión y otras sustancias que compartía con su amigo el Raiwano. Cuando me enteré de esto último, creí ver en el Bor mi salvación. Y así, hacia el final de la tarde, le pregunté con tono casual:

«Oye, Bor. ¿También compras karuja?»

Él me miró con cara evaluadora.

«No, pero podría agenciármela, ¿por?»

Me crucé con la mirada atenta del Tarao y tuve un tic nervioso.

«N-no, por nada.»

Y fui a acurrucarme junto a Farigo. De todos los compañeros de celda, el que peor me caía —o el que menos bien me caía dependiendo de la perspectiva— era el Tarao. Me parecía ser un tipo de un humor cambiante. Y un fisgón. Sabía que, un día u otro, tendría que recurrir al Bor para proveerme de karuja. Pero no quería que se enterara todo el mundo. Era un poco, no sé, como revelar a los cuatro vientos tu debilidad. Eso era algo que en el mundo de los Gatos no se hacía. Y en el mundo del Clavel tampoco. Suspiré e, ignorando la mirada curiosa que me echó el Bor, hundí la cabeza entre mis brazos y cerré los ojos.

El día siguiente era día de labor y el humor bajó en picado en todo el corredor. Rápidamente supe cómo serían los días que pasaría en la cárcel. Cansinos y monótonos a más no poder. Nos levantábamos a las cinco y media, desayunábamos sopa aguada y, luego, un vigilante llamaba tal o tal sección. Las de los condenados a prisión mayor se iban a las canteras a picar piedra o a las fábricas bajo estricta supervisión de los guardianes. La mía se quedaba en el Clavel, a deshacer cuerdas viejas de cáñamo para recuperar el material. Como trabajo, era difícil encontrar algo más aburrido. No se podía hablar, no se podía casi ni respirar bajo las miradas hoscas de los vigilantes so pena de recibir una buena somanta de palos o ver su ración de comida reducida hasta límites insospechados… Así estábamos, silenciosos y trabajadores, hasta las doce. Comíamos. Seguíamos con la labor hasta las siete. Regresábamos a nuestras celdas, cenábamos y a las nueve todos a dormir.

Me encontré con un problema tonto. Y es que, al deshacer las cuerdas alquitranadas, mi mano derecha no acababa sangrando como la otra, con lo que temí levantar sospechas. Para solucionarlo, juntaba ambas manos para manchar de sangre también la derecha y fingía chuparme las dos, como si ambas me dolieran. Mi técnica de precaución bastó de sobra para evitar cualquier pregunta molesta. Aunque, de todas formas, entre morir en la hoguera por nigromante y morir de dolor y sed por falta de sokuata, la verdad… no sé qué prefería. Afortunadamente, quedaba la posibilidad de que el Bor se dignara a comprarme karuja. Si es que yo me armaba de valor para pedírselo.

Finalmente, a la mañana del quinto día, cuando desayunábamos, me acerqué al Bor y le murmuré:

«Bor. ¿Puedo pedirte algo?»

Él enarcó una ceja al percibir mi nerviosismo.

«¿Qué quieres?»

Vacilé y me acerqué a su oído antes de confesarle:

«Me gustaría comprarte karuja. No tengo dinero. Pero te juro que cuando salga te lo devolveré con creces. Jurado y perjurado.»

El Bor me miró a los ojos y se carcajeó ruidosamente.

«¿Y tú piensas que voy a creerte, eh?»

Ahora, la atención de los demás se había girado hacia nosotros. Me ruboricé y afirmé:

«Sí. No miento.»

El Bor me miró con los ojos entornados.

«¿Tan enganchado estás que no puedes dejarlo una luna?»

No le contesté pero le puse cara de por favor. Me devolvió una mirada absorta y, de pronto, una sonrisa estiró sus labios.

«Bien. Pero puede que te pida más que dinero. Un favor dentro de estas tres paredes y esa reja. Te lo explicaré a la noche, ¿te parece?»

Asentí, aprensivo. No veía muy bien qué favor podía hacerle yo ahora, no teniendo ni un clavo en el bolsillo, pero no me cabía duda de que, pidiese lo que pidiese, lo haría. Porque, sin el Bor, estaba muerto.

Los vigilantes no tardaron en llegar para guiarnos a la sala de trabajo y, durante todo el día, estuve pensando en ese favor que me iba a pedir el Bor. No tenía otra cosa que hacer aparte de pensar y destrozarme la mano.

Cuando nos devolvieron a nuestras celdas, cenamos, el Bor empezó a jugar la partida de naipes diaria con el Raiwano, el Tarao y el Piestortos y creí que se había olvidado completamente de lo hablado aquella mañana cuando, de pronto, poco después de que el vigilante pasara por el corredor, dejó caer las cartas y dijo:

«Todos, escuchad. Venid. Viruelao. Hereje. Lo que tengo que decir os incumbe.»

Intrigado, fui a sentarme al pie de la litera, me abracé las rodillas y el Bor me dedicó una leve sonrisa antes de declarar en voz baja a todo el mundo:

«Tengo la alegría de anunciaros que vuestros queridos compañeros el Bor y el Raiwano van a dejar de haceros compañía antes del invierno. Y, si pensáis que vamos a poner fin a nuestras vidas, erráis el camino: vamos a volar como pajarillos por la ventana. Ya tengo el material: sólo necesito a un pequeño voluntario para que se suba al ventanuco y lime los barrotes. Con paciencia y perseverancia, sin duda lo conseguirá. ¿Un voluntario?» añadió.

Todos se habían quedado suspensos ante la noticia, pero yo reaccioné rápido pillando la indirecta:

«Yo soy voluntario.»

«Natural que lo eres,» sonrió el Bor. «Y ahora necesito a seis voluntarios para que cierren la boca. ¿Veinte siatos para cada es bastante, caballeros?»

El Piestortos resopló.

«Sin duda,» aseguró en voz baja. «Pero, Bor, ¿estás seguro de que quieres evadirte? Sólo te quedan ocho lunas.»

Los ojos del Bor centellearon.

«Ocho lunas son más que suficiente para perder a una dama. Y yo no la pierdo ni loco. ¿Tarao?»

Este asintió con una mueca desinteresada.

«Son vuestros asuntos, yo no me meto. Por supuesto, no hablaré. Pero más te vale cumplir con tu palabra y aprontar esos veinte siatos en cuanto salga.»

«Los tendrás. ¿Viruelao?»

El joven periodista juró a su vez y el Hereje puso los ojos en blanco y regresó a su litera soltando:

«Haz lo que quieras, Doscientos-tres: me importa un santo.»

«Lo suponía.» Cuando la mirada del Bor se giró hacia Farigo, este palideció. «¿Y tú, mocoso? ¿Serás tan demoníaco para chivarte a los guardianes e impedir que el Bor se reúna con su amada dama?»

Farigo negó con la cabeza, asustado.

«No, señor. Yo no diré nada.»

«Por supuesto que no dirás nada. Tu honra y tu vida dependen de ello.»

Cuando sentí la mirada del Bor posarse sobre mí, levanté los ojos al cielo.

«Yo tampoco, natural,» dije.

«No esperaba menos de ti,» me encomió el Bor. «Perfecto. Sólo te pediré que, de paso, también vayas apañando trozos de cuerda de cáñamo durante el día. Los necesitaremos.»

Me encogí de hombros, poniendo cara de quien está acostumbrado a planear evasiones.

«Corriente.»

El Bor sonrió.

«Bueno. Pues, entonces…» Sacó varias limas de debajo de su litera y me tendió una. «Manos a la obra, Cuatrocientos.»

Cogí la herramienta y me fijé en que, con ella, el Bor me había dejado una bolita negra en la palma de la mano. Karuja, entendí. Disimulé y, bajo las miradas de mis compañeros de celda, me subí al ventanuco, me hice un ovillo y eché un vistazo a la ciudad nocturna. En las sombras de la noche, tan sólo se veían luces lejanas en las fábricas junto al río de Éstergat y las tenues estrellas que destellaban en el cielo. Apenas llevaba encarcelado una semana y, sin embargo, ¡lo que me hubiera gustado poder estar ahí afuera, con mis comparsas, libre y sin tener que soportar las manías de los guardianes ni beber su asquerosa sopa! Sentí una súbita y completa conformidad con la decisión del Bor. Entendía perfectamente que perder ocho lunas de vida en el Clavel en vez de pasarlos con su dama era una injusticia. Sobre todo que, según decía, su único crimen había sido el de maldecir los ancestros de un mangaplatas. Bien merecía salir de ahí y con la cabeza alta.

Agarré los barrotes y los tanteé. La ventana se estrechaba por fuera. Tenía una reja, cuyos barrotes, verticales y horizontales, eran muy gruesos y de hierro resistente… pero no eran de acero negro puro. Sonreí, me metí la karuja en el bolsillo para cuando la necesitase, solté un sortilegio de silencio y comencé a limar.