Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

4 Los cantadores

Desperté oyendo una melodía familiar. Abrí los ojos a medias, bostecé y… me enderecé de golpe.

«¡Encontraste tu armónica!» solté, entusiasmado.

Yerris se había sentado con las piernas cruzadas, ante nosotros, soplando en su instrumento. Me devolvió una mirada sonriente pero no interrumpió su melodía y sonreí, escuchándola. Tocaba la Melodía del Prado. Antaño, cuando me costaba despertarme a la mañana, en la Guarida, solía tocarla para espabilarme. Eché un vistazo a mis comparsas. Manras se frotaba ya los ojos, pero Dil seguía profundo. Le sacudí el hombro a este último y el Principito se cubrió el rostro emitiendo un gruñido reacio. Entonces, el Gato Negro dejó de tocar y apuntó:

«No es la misma, me la he comprado. ¿No ves que esta no es igual?»

Me la acercó, sin dejar que la cogiera, y convine:

«Ah, pues es verdad.»

El Gato Negro se guardó el instrumento y echó un vistazo alrededor. Lo imité. La plaza estaba ya animándose con los Gatos que salían de sus casas para ir a rellenar sus cubos de agua al pozo central. La mitad de los guakos ya había desaparecido. Los otros vagueaban, esperaban su turno para beber en el pozo o seguían durmiendo.

Levantándose, Yerris me hizo señal para que lo siguiera y, dejando a Manras encargarse de estirarle de las orejas a Dil, me alejé. El Gato Negro se detuvo unos metros más lejos declarando:

«He venido a despedirme.»

Pestañeé.

«¿Qué? ¿Adónde vas?»

«Korther,» dijo simplemente, como si eso lo explicara todo.

Y, en cierto modo, lo explicaba todo: simplemente había llegado la hora de que Yerris empezara a pagar por su traición.

«Bueno,» asentí. «O sea que sales de Éstergat.»

«Sep. Le he dicho a Sla que te vigile, no sea que cuando vuelva te encuentre metido en algún pozo o quién sabe qué,» se burló Yerris. «Ah, y por cierto, supongo que Manras te lo habrá dicho, el Sacerdote ya está fuera. Aunque hace tres días que no lo veo. Le di la sokuata y se marchó. A buen seguro os encontraréis con él algún día de estos. Je, cuando le dije que tú estuviste cuidándolo las primeras semanas, lo oí decir así, por lo bajo: ¡alma bendita! Y alguna cosa más. Creo que te tiene por Espíritu Bondadoso. ¿Sabes qué? Pese a todo, creo que es un buen tipo. Yo que tú, le calcaría el paso. Ya que a ti te transportan sus oraciones y cantos espirituales…»

Resoplé y le di un empellón. Se rió.

«Bueno. ¿Qué tal te va la vida?»

«Viento en popa,» afirmé. «Entonces, ¿vas a estar mucho tiempo fuera de Éstergat?»

«Unas semanas, qué sé yo. Me voy con Al.» Realizó una mueca entre molesta y sonriente y confesó: «Va a ser un infierno. Cada vez que me mira es como si me lanzara rayos destructores. Como para preguntarse si no debería vigilar bien mis espaldas, ¿sabes?»

Tuve un escalofrío.

«Vaya,» me compadecí. «Pero Alvon no podría hacerte daño, ¿verdad?»

Yerris sonrió.

«Bah, sigue llamándome ‘sarí’ a pesar de todo. Descuida: a Al lo conozco bien. Por eso digo que el viaje va a ser un infierno,» agregó, ensimismado, y exclamó: «¡Pero bueno! Sobreviviré. También he venido para darte la golosina de la muerte. Ya hace más de diez días que no tomabais, creo. La próxima vez tendrás que ir a buscarlas a casa del alquimista. Aquí tienes.»

Me tendió tres pastillas negras.

«Vaya, gracias,» dije.

Me metí la sokuata en la boca, me alejé para dársela a Dil y Manras y, cuando me giré y busqué al Gato Negro, no lo encontré. Vaya. ¿Dónde…? Nada, había desaparecido de la plaza. Suspiré, exasperado. Y es que hubiera querido hablarle de las gemelas que andaban buscando al alquimista, más que nada para pedirle consejo pero… Nada, el Gato Negro iba a su bola y, por lo visto, no le gustaban las despedidas.

«Salú y buena suerte,» murmuré. Y volteé hacia Manras y Dil. «¡Arreando, shurs, que hoy toca currar, no tengo un clavo!»

Salimos de la Plaza Lana, abandonamos los Gatos y subimos por la Avenida de Tármil hasta la Explanada. Como sabía que no iba a pagarle mi deuda a Yarras vendiendo periódicos, decidí suspender mi trabajo de canillita aquel día y, ante la insistencia de Manras, accedí para que me asistiera en una recaudación de fondos más eficaz. Nos las arreglamos bastante bien. Al mediodía, yo había apañado una billetera, él unos cuantos clavos y Dil nos había salvado de no toparnos directos con un guardia.

«Compadres: a esto se le llama colaboración,» afirmé con una gran sonrisa.

Nos servimos como reyes en una taberna de la Avenida Imperial y, mientras comíamos, cavilamos en voz baja sobre un posible escondite para amasar nuestras ganancias. Y es que por primera vez en mi vida me veía con más dinero del que podía gastar razonablemente en un día. Tras escuchar la sugerencia de Manras de esconderlas debajo de la tierra, como hacía un tal Cavador, guako y ladrón de cierto renombre, sacudí la cabeza y dije:

«¡Ya sé! Tengo una idea genial.»

No fui más explícito. Había decidido esconderlo todo en la Cripta, en algún árbol cercano al grandote que nos había dado cobijo. De acuerdo, quedaba un poco lejos, pero tanto mejor: sería remoto que alguien fuera ahí a buscar monedas en un árbol en medio de un bosque. Nadie nos las robaría.

Satisfecho con mi iniciativa, me levanté de la mesa y salí de la taberna con paso decidido.

«¡Espabilao!» me llamó Manras, corriendo detrás de mí. «¿Qué es esa idea genial?»

Me giré hacia mis comparsas e iba a contestar que la curiosidad mataba el gato cuando, de pronto, con el rabillo del ojo, vi el carruaje de un ómnibus avanzar aprisa cuesta abajo. Nos venía directamente a nosotros. Por suerte, reaccioné con rapidez. Me eché a un lado, estiré a Manras, él perdió el equilibrio y caímos los dos pesadamente sobre los adoquines justo cuando pasaban los caballos. Lo más increíble fue que el cochero ni siquiera giró la cabeza o tiró sobre las riendas. En cambio, Manras se puso a llorar escandalosamente sujetándose el brazo. La madre… La madre, ¡se había roto algo, fijo!

Si tenía una pizca de mal genio, en aquel momento lo saqué a relucir con todas las ganas del mundo. Me levanté y me desgañité:

«¡BESTIA ANIMAL!»

Pero el cochero ni caso: seguía bajando la Avenida como si no hubiera estado a punto de cometer dos asesinatos.

«¡La madre que lo trajo!» bramé.

Siendo guako, hubiera debido estar acostumbrado al ninguneo… pero aquello sobrepasaba lo tolerable. Recogí una piedra y atraje la mirada alarmada de los viandantes mientras salía corriendo a toda prisa tras el carruaje. Arrojé la piedra al cochero. No atiné y le di a una de las ventanillas, que reventé. Alcancé el carruaje y, viendo a los pasajeros mirarme con los ojos redondos, grité:

«¡Asesino mangaplatas!»

El cochero detuvo el ómnibus y trató de darme con su bastón, vociferando, incrédulo:

«¡Serás un diablo! ¡Me has roto el cristal! ¡Guardia!»

Si hubiera tenido ahí un atisbo de cordura, habría salido corriendo. Pero yo estaba más que animado: estaba rabioso. Y bufé:

«¡Le has herido a mi amigo! ¡Ojalá tu cuerpo se chamusque en los infiernos! ¡Gusano! ¡Basura! ¡Asesino! ¡Desmorjao!»

El cochero quiso cerrarme la boca con su bota. Sin apartarme, se la atrapé y me colgué de ella para quitársela a ese isturbiao. Recibí un golpe de bastón en la espalda pero no solté la bota y se la quité al fin. Entonces, sentí que alguien me agarraba del brazo y me estiraba para atrás. Era Manras.

«¡Espabilao!» dijo con voz angustiada. «Espabilao, ¿qué haces?»

Yo, con la bota entre las manos, me quedé mirándolo unos segundos sin entender. Entonces, mi mente se aclaró, vi al Principito unos metros más lejos contemplándonos con cara de alarma y, aún más lejos, avisté a la guardia que se acercaba a la carrera mientras el cochero se inclinaba ya para agarrarme del pescuezo. La madre…

«¡Corre!» grité.

Dejé escapar la bota y, sin que nos cortaran el paso los viandantes, zigzagueamos entre estos y nos metimos en una calle de tabernas abarrotada. Le agarré a Manras de la manga para atraer su atención.

«Alíviate los bolsillos. ¡Ahora mismo!»

Y es que no estábamos en el mejor de los barrios para huir de la guardia. Tan discretamente como pude, me deshice de todo lo que no era mío. Cuando tiré la billetera, reprimí mal una mueca de decepción… pero qué remedio. En cuanto me vi libre de bienes ajenos, me reencontré con Manras y le murmuré:

«¿Qué tal el brazo?»

Como él se encogía de hombros, poniendo cara de que no muy bien, le eché una ojeada rápida y constaté que, aparte de haberse raspado todo el codo hasta hacerlo sangrar, no había sido nada grave.

«Bah, eso se cura en un pacivirtud,» aseguré. «Límpiatelo con agua. Nos vemos en la Plaza Lana, ¿corriente?»

«Bueno,» aceptó Manras y añadió en un resoplido divertido: «Menuda bronca que le has echado al cochero… ¡Salú!»

Se marchó y, reflexionando sobre sus últimas palabras, pensé que la bronca, exagerada o no, había sido legítima y merecida. Estaba caminando entre las mesas, tratando de avanzar tan rápida y disimuladamente como podía para salir del barrio como fuera, cuando oí gritos detrás. Y oí gritos delante. Y a unos viandantes que soltaban:

«¿Qué pasa? ¡La guardia! ¿Qué ocurre?»

«¡Un niño! Buscan a un niño,» explicaban otros.

Entonces, me crucé con la mirada de un elfo sentado a una silla afuera. Lo vi señalarme a un compañero y me asusté. Salté como una liebre y me puse a correr y empujar a gente para huir. Fue una mala jugada de mi parte. Enseguida se oyeron gritos, algunos me señalaron y dijeron: ¡es ese, es ese! Y otros repetían: ¿qué pasa? Y los más miraban a su alrededor, medianamente interesados por el revuelo. Entonces, surgió una mano de la nada y me agarró del brazo. Forcejeé. Constaté que mi atacante era un guardia bien forzudo. Grité cuando me dobló el brazo en la espalda y otra manaza me cogió el pescuezo.

«Se acabó el juego, bribón,» me gruñó el guardia.

Vi aparecer a tres guardias más entre la muchedumbre. Me echaron una mirada, intercambiaron ojeadas y un elfo calvo dijo:

«Me suena la cara como si fuera mi hijo… Diablos, ahora caigo, es un canillita que vagabundea por la Explanada, ¿verdad?»

Recibió confirmación de otro guardia cuya cara a mí, por supuesto, también me sonaba: los conocía a todos de vista. Bajo la mirada del calvo, realicé una mueca de disgusto y él lanzó:

«¿Qué? ¿Nos lo pasamos bien tirando piedras a la gente, granujilla?» Me agarró del pelo para forzarme a alzar los ojos. «Vas a darte un paseo por el calabozo, ya lo creo, y uno largo, créeme. Andando y sin tretas.»

A rastras, me sacaron de la calle abarrotada de gente. No se lo puse fácil, hasta que comenzaron a darme golpes, entonces me volví un poco más dócil. Me llevaron a la comisaría central, junto a la Explanada. Yo ya había entrado ahí para vender periódicos, aunque por lo general evitaba el lugar. La sala tenía varios escritorios, bancos con gente que esperaba a ser atendida y, a la derecha, una pequeña habitación con tres bancos detrás de unos barrotes. Siempre que había entrado yo, el calabozo había estado ocupado y aquel día no fue una excepción, aunque hubiera podido ser mucho peor: tan sólo había seis personas dentro.

Uno de los guardias me registró y me quitó la piedra afilada antes de devolverme la gorra y meterme con un empujón en el calabozo sin una palabra. Me coloqué mejor la gorra y observé mi nueva compañía. Tres iban vestidos con el traje de mineros y, por lo que había oído y por la cara sombría que tenían, adiviné que formaban parte de los que habían participado a las protestas por sus derechos aquella misma mañana. En el banco del fondo, había dos tipos con pintas de haber adoptado el calabozo como segunda casa, si no primera; al igual, tal vez, que la señora de generosas proporciones sentada en el banco de la izquierda. Me senté en el otro extremo de este último banco soltando un educado:

«Salú.»

Los mineros no me contestaron, la señora me echó una simple mirada de indiferencia, en cambio los dos tipos del banco del fondo realizaron un vago gesto de saludo y uno incluso me dedicó una leve sonrisa de bienvenida. Me recosté contra el muro cruzándome de brazos, eché una ojeada a través de los barrotes a los funcionarios que se atareaban en la sala y… de pronto, sentí algo debajo de mi camisa. Fi-am-bres, murmuré para mis adentros. Eso tenía toda la pinta de ser un billete. Debía de habérseme deslizado al tirar la billetera. Por suerte el guardia no lo había encontrado. Y es que ningún guako honrado tenía en su poder papel moneda. Eso era dinero de mangaplatas.

Paseé una mirada fingidamente tranquila a mi alrededor. Un poco más y me ponía a silbar una melodía inocente. Con cara desenfadada, me hice un ovillo para evitar que los demás viesen el movimiento de mi mano, saqué el papel y confirmé: era un billete. Uno de un siato. Era la primera vez que veía uno y lamenté las circunstancias, pues de haber sido otras habría aprovechado la ocasión para observar el dibujo de ambos lados y tal y tal… pero, vista la situación, cuanto antes me deshiciera del billete, mejor.

Muy discretamente, lo metí en mi bolsillo y lo fui destrozando en pedacitos. Cuando fueron lo suficientemente pequeños, los saqué en mi puño y me los metí en la boca. Uno de los mineros alzó los ojos hacia mí y frunció el ceño, como si no alcanzara a comprender qué estaba masticando. Engullía ya los últimos papelitos que me habían sobrado cuando se me escapó uno. Rápido como una flecha, lo recogí del suelo y, bajo las miradas burlonas y cómplices de los dos tipos del banco del fondo, me lo tragué. Y ya está: adiós problema. Eso sí, qué falso me pareció en aquel instante el dicho de «con un siato te quedas harto». El billete me había sabido amargo.

Estaba aún digiriendo el susto del billete cuando un mosca se allegó a los barrotes con un cuaderno y un lápiz.

«Tú, chaval. ¿Cómo te llamas?»

Alegrándome de que me hicieran caso, me levanté de un bote y contesté animadamente:

«¿Yo? Soy Draen, señor. Como todos mis tocayos.»

Me agarré a los barrotes mientras el mosca escribía.

«¿Apellido?»

La pregunta me sorprendió. Vaya. Una vez Yal me había propuesto unos apellidos, pero ahora mismo no recordaba ninguno… El mosca se impacientó.

«Jovencito: te he pedido tu apellido.»

Con ánimo de contentarlo, solté el primero que me vino en mente:

«Hílemplert.»

Ni idea de dónde sacaba aquella palabra. Debía de haberla leído en algún periódico no hacía mucho o… Entonces caí en la cuenta. No la había leído en la prensa sino oído en boca de Shokinori y Yabir. Y recordaba que Korther me había dicho que era el nombre de una ciudad subterránea. El mosca enarcó una ceja y garabateó algo en su cuaderno.

«¿Fecha de nacimiento?»

Eché una ojeada a mis compañeros del calabozo, capté la mirada apagada de uno de los mineros e hice una mueca antes de contestar:

«Cuatro mil quinientos diecinueve. Creo.»

El mosca meneó la cabeza mientras escribía.

«¿Día y luna de nacimiento?»

Suspiré.

«Pues fiambres, no lo sé. Un día alguien me dijo mirando las estrellas que nací en primavera.» Oí a uno de los del banco del fondo carcajearse por lo bajo y me giré hacia él con una mueca cómica. «Es cierto,» aseguré.

«¿Nombres de tus padres?» continuó el escribano.

La mirada aburrida que le dediqué bastó como respuesta.

«¿No tienes ningún tutor?» Vacilé y él retomó: «Déjame informarte, chaval, de que, si no tienes ningún tutor y no eres capaz de justificar tus medios de subsistencia, la ley te clasificará como vagabundo y serás enviado a la cárcel del Clavel independientemente de tus demás fechorías, que sólo podrán alargar tu pena. Así que… colabora y habla claro. ¿Tienes o no un tutor? ¿Un pariente? ¿Alguien a quien podamos avisar de que estás aquí?»

La idea de ser encarcelado me dejó pálido y por varias razones. Primero, en el Clavel no había sokuata. Segundo, en el Clavel no estarían mis amigos. Y, tercero, Korther me iba a colgar de las orejas como dejara de ir a traducirle las palabras de Shokinori y Yabir. En definitiva, acabar en el Clavel en ese momento me venía peor que peor. Por eso protesté con energía:

«Yo trabajo, señor. No soy un vagabundo.»

Los del banco del fondo soltaron por lo bajo carcajadas escépticas pero yo no me inmuté.

«¿En qué trabajas?» inquirió el mosca.

«De vendedor de periódicos para la oficina de prensa Senshi,» contesté con gravedad.

«Ya veo. ¿Y te ganas la vida con eso?»

«Sí, señor.»

El oficial me miró de arriba abajo.

«Bien. De momento, eso es todo.»

Realizó un breve gesto de cabeza, me dio la espalda y se alejó. Me mordisqueé la mejilla y permanecí largo rato junto a los barrotes antes de volver a sentarme.

Cuanto más pasaba el tiempo, más me daba cuenta de que posiblemente los moscas no iban a soltarme aquel día y eso significaba que Korther me iba a estar esperando en vano. Y que me iba a colgar de las orejas en cuanto me pusiera la mano encima.

A lo largo de la tarde, hubo bastante movimiento. Largaron a los dos tipos del banco del fondo pero trajeron a más compañía. Primero, vino una banda de borrachos peleones, luego vino a sentarse a mi lado un joven de unos veinte años que andaba muy nervioso y no paraba de llamar a un señor agente para que, por favor, previnieran a sus padres. Hacia las seis, el padre fue a buscarlo y, poco después, dos señores más nos honraron con su visita. Ya no había más sitio en los bancos y uno de ellos, nada más entrar, me hizo un gesto autoritario.

«Levanta, rufezno, y hazme sitio.»

Le devolví una sonrisa burlona.

«Sí, enseguida, señor rufián.»

Él no se anduvo con remilgos. Me levantó a la fuerza y me apartó, lanzando:

«Aprende a respetar a tus mayores, bergante.»

«Isturbiao,» murmuré.

«¿Qué has dicho?»

No contesté, sellé mis labios, le di la espalda y me agarré a los barrotes en silencio. A veces, tragarse el orgullo era lo más prudente.

No mucho después, vi entrar a tres guakos de los Gatos. Nos conocíamos de vista y nos dijimos «salú», pero sin más. Pasó el tiempo. Los peleones hablaban de no sé qué juego de cartas, repasando las jugadas y riendo a carcajadas. Mis compañeros guakos murmuraban entre sí, la cortesana se limaba las uñas, el ladrón de asientos comentaba con su compañero un artículo de El Diario Nocturno, comprado a un niño que había aparecido por ahí, acechando clientes. Hacia las once de la noche, estaba yo pasando regularmente la mano de barrote en barrote, aburridísimo. Ida y vuelta. Ida y vuelta. Al cabo, me puse a cantar:

A la Balí,
A la Balí,
A la Balí yo quiero ir,
que va a empezar
a festejar
la gente ¡y yo quiero salir!

Me fijé en el mar de ojos que se había girado hacia mí, me animé y encadené con un desgarrador:

¡Ay, madre, que me encerraaaaroooon!
Me cogieron por tunante,
y tunante era en verdad.
Por eso me tienen preso,
y yo no puedo escapar.

Larilá, larilú,
Bribón de Carateliú.

Mi arrebato musical había generado resoplidos divertidos y carcajadas sorprendidas a ambos lados de la reja. Uno de los moscas se acercó con rapidez y exclamó mientras cantaba yo:

«¡Wow, muchacho, alto ahí! No estamos en el teatro: esto es una comisaría. Así que vas a callarte ahora mismo.»

Pero yo continuaba:

Ay, amiga, ay, amiga,
hermosita te recuerdo,
mas no me esperes, vidita,
que de aquí yo no me muevo.
¡Bonita casa me dieron,
saldré con los pies pa dentro!

Larilá, larilú,
Bribón de Carateliú.

Mientras cantaba, vi al mosca intercambiar una mirada con otro y pasarse la mano por los ojos antes de mascullar un:

«Madres de las Luces…»

Recobrando la seriedad, me impuso otra vez silencio. Y yo me hice el sordo, claro. Si no le hacía caso a mi maestro nakrús cuando me pedía que me callara, menos se lo iba a hacer a un mosca. Bramé:

De mi casa no se sale,
que tiene só tres paredes
pero en la otra crecen tallos
que no se doblan ni a golpes.

Le di una patada a un barrote. Y proseguí:

¡Larilá, larilú,
Bribón de Carateliú!

Cuando me matan de hambre,
dicen que soy un tragón
y que no hay peor bribón
que el que se da un atracón.

¡Dandindán, dandindón,
ya viene el enterrador!

Terminé la canción con una nota desgarradora y unos cuantos huéspedes del calabozo se pusieron a aplaudir. Los tres guakos eran los más animados.

«¡La madre, eres un campeón, shur!» me soltó uno de ellos riendo a carcajada limpia.

«¡Otra, otra!» entonó un viejo mendigo.

«¡Ni hablar, ya está bien, ahora a callar!» me previno el mosca.

«¡Cántanos la Kartikada! ¡Cántanos la Kartikada!» intervino otro de los guakos con entusiasmo.

Sonreí anchamente y, bajo la mirada de advertencia del mosca, realicé una vuelta rápida sobre mí mismo para ver a todo mi público, me erguí y berreé:

Voy por los campos cantaaaando,
por Arkolda voy.
Voy solo y con el mundo,
cantando enamorao.
¡Es tan bonita la vida!
Esa joya que a veces llora,
que a veces llora,
y a veces ríe de felicidad.
Dichoso me hiciste, vida,
dichoso me hiciste,
vida bella, Gema, Luna, Vela, estrella,
me enamoraste del mundo
y me dejaste sonriendo,
cariñoso como una flor,
valiente como un dragón.
Voy por los campos cantando.
Por Arkolda voy.
A caudales tengo sueños
y los cumplo yo cantando…

«¡La madre que lo parió!» exclamé.

El policía había llamado a un compañero que llevaba a dos perros y entraron. Todo el calabozo estalló en carcajadas y yo no fui menos, porque la exclamación me había salido espontánea. Sin embargo, cuando se me acercaron los perros me flaquearon las piernas, me entró pánico y me acurruqué al fondo del calabozo.

«Valiente como un dragón, dice,» se burló el mosca. «Anda, chaval, levanta.»

Me incorporé con la mirada fija en los dos perros. Y el mosca me amordazó.

«Mucho mejor así,» apreció. «No vaya a ser que te nos quedes afónico, ¿eh? Ya podrás cumplir tus sueños cuando salgas. Si te quitas la mordaza, te pongo los grilletes, ¿estamos?»

Se me ocurrió ponerme a tararear, pero eso hubiera sido la gota que colmaba el vaso. Así que asentí con la cabeza poniendo cara obediente. El mosca puso los ojos en blanco, salió y suspiré de alivio al ver marcharse al otro policía con los dos perros. Me acurruqué contra el muro. En el calabozo, algunos todavía comentaban mi arranque de cantador.