Página principal. Yo, Mor-eldal, Tomo 2: El mensajero de Éstergat

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No faltó un solo día en que el Bor no me diera mi dosis de karuja. Cumplía con su palabra y yo con la mía. En realidad, al principio, no tenía ni idea de cuánta karuja era necesaria para evitar los efectos de la falta de sokuata. Dependía de los días y no lo solucionaba por completo: amainaba el dolor y lo hacía casi desaparecer, pero no del todo, de manera que, cada tarde, cuando regresaba a mi celda, el dolor se incrementaba hasta hacerse poco a poco inaguantable. Una tarde, a principios de Lobos, me llevé un susto de muerte cuando, al volver a la celda, no vi al Bor. Farfullé:

«¿Sosque está el Bor?»

«Los espíritus se lo han llevado,» lanzó el Tarao con cara funeraria.

Y se carcajeó ante mi mirada horrorizada. El Raiwano intervino con voz profunda:

«No le hagas caso a este granuja: lo han castigado a pasar la escoba por meter bronca, nada más. No tardará en volver.»

Era la primera vez que se dirigía a mí y me soltaba tantas palabras seguidas y, por eso y tal vez por mi estado algo atontado, me quedé mirándolo con fijeza. No pillé bien el sentido de las palabras y, al de un silencio, volví a farfullar:

«¿Sosque está el Bor?»

Esta vez, nadie me contestó. Recibí miradas extrañadas de todos y las rehuí girándome hacia los barrotes. Los agarré, posé la frente contra uno de ellos y esperé. Pero el Bor no venía. Vino la cena y vacié mi bol sin apetito antes de regresar a mis barrotes. Nada. Mi pulso se aceleraba, mis ojos me escocían… Y el Bor no venía. Así que, al de un rato, fui a sentarme en un rincón. Farigo me acogió con una expresión entre prudente y curiosa.

«¿Draen? ¿Te pasa algo?» me murmuró.

No supe qué contestarle. El corazón me latía como si acabara de cruzarme Éstergat a toda velocidad. Entonces, mis ojos fueron a parar sobre el saco con las pertenencias del Bor. Miré al Raiwano con el rabillo del ojo. Este se había tumbado en su litera, a unos escasos centímetros del saco, pero tenía los párpados cerrados. Con un poco de armonías de silencio, sin duda podría sacar la karuja sin que me oyera, ¿verdad? El Hereje me miraba. Bah. ¿Qué le importaba a él lo que hiciera?

Me moví con sigilo. Gateé. Y llegué junto al saco. Lo abrí y… La manaza del Raiwano me estrujó el brazo. Solté una exclamación ahogada.

«No se tocan las cosas del Bor,» me gruñó el enorme elfo.

Me miraba a los ojos, sin soltarme. Asentí en silencio. Los ojos me ardían y me dolía más la cabeza que el brazo estrujado. Entonces, se oyeron pasos en el corredor y el Raiwano me liberó. La puerta de la celda se abrió y el Bor entró con andar tranquilo. Yo no me había movido de sitio: seguía arrodillado junto al saco. El Bor echó una mirada circular, pareció notar que algo había ocurrido y comentó:

«Se diría que ha pasado aquí una tormenta.»

«Caramba, el barrendero vuelve,» sonrió el Tarao con amistosa sorna. «El guako te ha echado de menos.»

Los ojos del Bor se posaron sobre mí, luego sobre el Raiwano, y entonces el rufián meneó suavemente la cabeza.

«Entiendo.»

Se agachó junto a mí, pescó una bolita de karuja del saco pero, en vez de dármela enseguida, jugueteó con ella, poniendo cara pensativa.

«¿Quisiste cogerla tú mismo, eh? Eso no se hace, Cuatrocientos. Podría castigarte hoy y no dártela. ¿Qué me dices?»

La simple idea de poder pasar toda la noche en el infierno me llenó los ojos de lágrimas. No dije nada, pero una mirada valía más que mil palabras. El Bor tenía una expresión sombría. Al fin, suspiró.

«Das pena, Cuatrocientos.»

Y me dio la bolita de karuja. Me la metí en la boca, tragué y, obedeciendo a un mudo gesto del Bor, me alejé hasta mi rincón. Poco a poco, el dolor se fue casi entero. Pero no la vergüenza. La rechacé como pude y, cuando el Tarao me echó una sonrisa burlona al ir a echar la partida de cartas diaria, le sostuve la mirada con dignidad. Como la celda se llenaba de comentarios sobre la partida, Farigo gateó hasta mí.

«¿Qué era eso?» preguntó.

Le eché una mirada sorprendida.

«¿No sabes lo que es la karuja?»

Como él negaba con la cabeza, sonreí y le revolví el cabello diciendo:

«Algo muy malo, shur. Pero, si no la tomo, me escachufo. Oye, tú no la tomes ni en broma, ¿eh? O te escachufo yo.»

Farigo puso los ojos en blanco.

«¿Tan malo es?»

«Rabiosamente malo,» aseguré. Marqué una pausa. «¿Te apetece jugar a la morra?»

Farigo se animó.

«¡Rabiosamente!»

Sonreí. El pequeño hilandero iba haciéndose a la jerigonza de los Gatos con asombrosa rapidez.

* * *

Pese a mi prestación de mi primer día de cárcel, el sacerdote y yo acabamos llevándonos bastante bien y, en una ocasión, incluso me regaló un collar con una estrella del Daglat en madera de roble. También le dio uno a Farigo y, para la fiesta de los Inocentes, el tercer Día-Sagrado de Lobos, nos enseñó a todos los niños presos un canto religioso para que lo cantáramos frente a los vigilantes y los demás presos. Nos aplaudieron todos. Cuando regresábamos ya a la celda, el Bor me dijo con tono burlón:

«¿Sabes que se te ha oído berrear más que a nadie, Cuatrocientos?»

Sonreí anchamente y le contesté:

«Natural: soy un Gato guako.»

Aquel día, el Bor estaba de muy buen humor. Y es que era día de visita. Al mediodía, cuando estábamos todos en nuestras celdas matando el tiempo, un vigilante se puso a llamar números.

«¡Doscientos tres!»

El Bor ya estaba preparado. Había revestido su levita y había pagado a un barbero. Incluso había conseguido que yo le sacase brillo a sus zapatos a cambio de la habitual bolita de karuja y dos galletas que le habían sobrado de la anterior visita.

«Voy, que me espera mi dama,» nos anunció con una ancha sonrisa. Salió al pasillo con andar de rey y lo esposaron.

«¡Trescientos sesenta y siete!»

Ese era el Viruelao. A saber quién vendría a visitarlo. Aparte de ellos dos, nadie más salió de la celda. Cada vez que oía un número que empezaba por cuatrocientos, me estremecía muy levemente, pero todas resultaron ser falsas alarmas. Y es que ¿quién diablos iba a visitarme de todas formas? ¿Mis comparsas? No podían: no eran mayores de edad. Ni Yal tampoco, ni Yerris, ni Sla. Y, además, no tenían, burocráticamente hablando, ningún lazo familiar conmigo. Y Korther, por supuesto, no iba a venir en persona a desorejarme.

«¡Andando!» lanzó un guardián.

La fila de presos con visitas se marchó, dejando el pasillo silencioso. Solté los barrotes y, en cuanto me giré, me fijé en la expresión sombría de Farigo. ¿Estaría pensando en su madre, la hilandera, que lo había desheredado de la familia por oveja negra? Debía de estar pensando en algo de eso, porque el pobre parecía a punto de echarse a llorar. Le empujé la cabeza con una mano afectuosa, más que nada para consolarlo un poco, y dije:

«Subo.»

Trepé ayudándome de las literas hasta el ventanuco y me agarré a la reja. El cielo, aquel día, era azul, y entraba un aire frío invernal por la abertura. Me acurruqué retorciéndome para caber en el estrecho espacio. Entonces, además del cielo, vi los tejados de Éstergat, los Barrancos y hasta un trecho del río. Tras quedarme unos instantes a contemplar la vista, arrobado, saqué discretamente la lima, solté un sortilegio de silencio y seguí rascando el barrote.

La mayor parte del tiempo, trabajaba de noche, pero hoy era Día-Sagrado y, como el Bor tenía prevista la evasión para dentro de una semana, tenía que darme prisa. El Bor decía que, cuando se les escapaban presos, las autoridades daban tan generosas recompensas que todos los ciudadanos se apuntaban a la caza. Ocho siatos por cazarte cerca del Clavel, catorce en la ciudad, veinte y hasta incluso treinta siatos si te pillaban fuera de Éstergat. Algo que representaba para muchos las ganancias de una luna entera. Pese a todo, el Bor afirmaba que tenía a amigos y que su plan funcionaría. Pues ojalá.

Cuando regresó el Bor, el penúltimo barrote ya estaba casi partido. Me bajé con precipitación al oír el ruido de pasos en el pasillo, me estiré y me masajeé los músculos doloridos. El Bor entró con una sonrisa en los labios. Agrandé los ojos al ver lo que llevaba entre las manos. Era un pastel de frambuesas. Sólo verlo ya era una delicia.

Tumbado bocabajo, con los codos apoyados en el suelo, observé cómo el Bor compartía el pastel con su amigo, el Raiwano, mientras hablaba alegremente de cómo su dama se había sacado una montaña de oro la noche anterior. Apenas escuchaba lo que decía: mis ojos estaban fijos en cada bocado que le daba al pastel. En realidad, todos lo mirábamos, salvo el Viruelao, que se había quedado como melancólico, tumbado en su litera.

«Hey, Cuatrocientos,» dijo el Bor con una leve sonrisa. «¿Quieres un trozo?»

Se me hizo la boca agua con sólo oír la invitación. No quería caer en ninguna trampa pero, fiambres, me apetecía tanto probar el pastel…

«¿Qué quieres a cambio?» pregunté.

El Bor puso los ojos en blanco.

«Que sigas limando, ¿te parece poco?»

¿Estaría hablando en serio o estaba de guasa? Me levanté y me acerqué con tiento. Para sorpresa mía, el Bor me puso un generoso trozo de pastel en las manos diciendo:

«Feliz día de los Inocentes, shur.»

Estaba pringoso, pero tenía una pinta del santo espíritu patrón. Retrocedí y, viendo la expresión de envidia de Farigo, partí el trozo y le di el pedazo más grande.

«Embucha.»

Farigo me miró con cara incrédula, pero no se lo hizo repetir. Nos comimos cada uno nuestra parte y nos relamimos y chupamos los dedos. Sólo cuando hubimos empezado a digerir la deliciosa comida, el pequeño hilandero me soltó un:

«Gracias.»

Me encogí de hombros y le sonreí.

«De nada, shur. Lo bien repartido, bien sabe,» recité sabiamente. Y mi sonrisa se ensanchó cuando recordé que, una vez, hacía tiempo, le había dicho lo mismo a mi maestro nakrús, sólo que en lugar de un pastel de frambuesa, esa vez, me refería al morjás de un hueso de conejo que había robado a mi maestro.

* * *

Aquella noche, rompí el penúltimo barrote y, a la mañana, mientras desayunábamos, se lo dije al Bor en un susurro.

«Sólo falta romper el horizontal, a la izquierda,» cuchicheé. «¿Crees que el Raiwano podrá pasar?»

«Claro que podrá,» gruñó el Bor sin echar tan siquiera una ojeada hacia el ventanuco en lo alto de la pared. «Y si le cuesta pasar, lo empujaré,» aseguró. «Pasará.»

Si tú lo dices, pensé. Mi mirada se extravió hacia el amigo del Bor. El enorme elfo se encontraba junto a la reja, absorto y muy ocupado pegándole pequeños tragos a una botella de vino.

«Te preguntas por qué condenaron al tiparrón, ¿eh?» Me giré. Los ojos del Bor sonreían. Me encogí de hombros, asentí y le puse cara curiosa. Entonces, mirándome de reojo, soltó: «Robo de cadáveres.»

Se me revolvió el estómago.

«Quieres decir… ¿que roba las cosas que hay en las tumbas?»

«Si con cosas te refieres al cuerpo, sí.» Se carcajeó por lo bajo ante mi expresión pasmada. «Aterriza, shur. El Hospital de la Pasionaria da un buen precio por cada pieza. Sé de lo que hablo: le eché una mano en verano. Los médicos pagan oro. Oh, venga, Cuatrocientos, ¡no pongas esa cara! Más grave es robar a un vivo que robar un muerto, ¿no crees? El muerto, al fin y al cabo, ni se entera.»

Puse cara pensativa y acepté el argumento.

«Es verdad. A menos que alguien lo reviva.»

El Bor me echó una mirada burlona.

«¿Y tú conoces a mucha gente capaz de levantar a un muerto? El Raiwano,» apuntó, divertido, como yo no contestaba. «Ese sí que levanta muertos.»

Acabé mi sopa y decidí cambiar de tema.

«¿Y la cuerda? ¿Ya es bastante larga?»

«Para colgarse sí, para evadirse no…» Se carcajeó. «Es broma, shur. Bastará. Como mucho nos faltará un metro para llegar abajo… Si puedes robar un poco más, hazlo y reforzaré la cuerda. Pero no tomes riesgos. Por lo demás, sólo te queda un barrote y listo.»

«Ya…» Vacilé y apunté en un murmullo: «Oye, tú no te olvides de la karuja, ¿eh?»

No sé por qué bajaba el tono cada vez que pronunciaba la palabra karuja. Era ridículo, sobre todo porque ya todos los de la celda sabían que la tomaba, y los guardianes debían de adivinarlo. Lo que estos últimos no podían —y no debían— imaginarse era lo que yo le daba al Bor a cambio.

«Te daré una reserva para que no te falte,» me prometió el Bor. «Aunque… si quieres un consejo, yo dejaría de tomarla. Si pretendes pagarte una dosis todos los días, no te quedará más remedio que trabajar para esos traficantes de los Gatos… si es que no lo hacías ya antes de venir aquí.»

Hice una mueca, bajé la mirada hacia mi bol vacío y pasé el dedo por este para acabar de limpiarlo. Sabía que el Bor no me estaba pidiendo una respuesta. Sin embargo, se la di.

«No. No trabajaba para nadie.»

Ya se oían en el corredor los pasos de los guardianes. Sin levantar la vista, me chupé el dedo y dejé el bol con los demás. Entonces, el Bor soltó:

«Te creo.»

Me giré hacia él, sorprendido. El Bor sonrió.

«Por eso… reitero mi consejo.»

Le dediqué una mueca molesta y me giré hacia los barrotes mientras los vigilantes iban abriendo las celdas llamando a presos. Fruncí el ceño, extrañado. Algo pasaba. Nos dirigimos todos hacia los barrotes y vimos aparecer al alcaide. Era un kadaelfo grandote, de cara cuadrada y ojos amarillos. No se lo solía ver más que de cuando en cuando en la gran sala donde se deshacían las cuerdas. Se detuvo ante nuestra celda.

«¡Trescientos sesenta y dos y trescientos ochenta!» clamó. «Recoged vuestras pertenencias y acompañadnos. Vais a ser trasladados.»

El Piestortos y el Hereje se pusieron nerviosos.

«¿Adónde?» preguntó el primero.

«A Stron,» contestó el alcaide. «Vais a ayudar en las minas, para los raíles y demás.»

Pasó a la celda siguiente a llamar a otro preso y yo me aparté de la reja contemplando al Piestortos y al Hereje con una mezcla de pena y envidia. Pena porque no los volvería a ver y envidia porque sabía que la ciudad minera de Stron estaba en plena montaña. Al menos ellos iban a poder ver montes todos los días.

«Amigos,» lanzó el Bor con tono caballeroso. «Un placer haberos tenido por aquí.»

«Placer compartido,» replicó el Hereje con ironía. Llevándose un saco que no debía de pesar medio malde, pasó el umbral.

El Piestortos, como mercader libre que era, fue más sociable. Le estrechó la mano al Bor, al Tarao, al Raiwano y al Viruelao y, para satisfacción mía, no se olvidó de mí y me revolvió el cabello.

«Sigue cantando, Cuatrocientos,» me dijo.

Sonreí, él salió y los guardianes volvieron a cerrar la reja para asegurarse de que todos los que estaban fuera eran tan sólo los presos que se trasladarían a Stron. Me agarré a los barrotes y, al ver ya la fila alejarse por el corredor, entoné:

¡Ay! No olvidaré jamáaas,
compañero de mi alma,
que compartimos el pan
y casi hasta la cama.

La chanza, aunque popular, arrancó sonrisas y varios presos, por añadir condimento al plato, aplaudieron y silbaron.

«¡Que los Espíritus velen sobre vosotros, camaradas!» exclamó uno.

Otro entonó una canción de presidiarios, se unieron a él y así se marcharon nuestros compañeros de prisión, entre algaradas, coplas y ánimos. Finalmente, me aparté de la reja y me fijé en la expresión desenfadada del Bor, sentado aún en la litera. Creí adivinar sus pensamientos: sin el Hereje y el Piestortos, tendría cuarenta siatos menos que pagar. Siempre y cuando no nos llegasen nuevos reclutas…

Nos llegaron. Bueno, en realidad, nos llegó sólo uno: a la tarde, tras pasar el día trabajando, regresamos a nuestra celda y nos topamos con un nuevo condenado en ella. Y brasas la sorpresa que me llevé cuando reconocí a Alvon. El Daganegra era fácilmente reconocible con sus botas verdes, su capa azul y su sombrero rojo. Si me hubiera mirado, probablemente en ese instante habría soltado sin pensar un: ¡rayos, salú, señor, qué buena sorpresa! Pero él no reparó en mí: sus ojos se fijaron en el Bor y sobre todo en el Raiwano, quien, con su aspecto fuerte e imponente, destacaba en medio de los demás.

«Fiambres,» imprecó el Bor. «Generalmente se va uno y vienen dos. ¿No os estaréis quedando sin clientes?»

Se lo preguntaba con burla al vigilante que nos abría la celda. Este le contestó con tono más bien amigable:

«Quéjate y te meteremos cinco más, rufián.»

Y así entramos, en fila, en la celda. Yo tenía las uñas de la mano izquierda en sangre de tanto manipular las cuerdas alquitranadas y les echaba saliva abundante. Fui a sentarme en la litera del Piestortos sin saber si hablarle a Alvon y decirle salú o bien hacer como si no lo conociera. Aún no se había fijado en mí. Tal vez ni siquiera se acordara de mi aspecto: al fin y al cabo, tan sólo me había visto dos veces.

El Daganegra estaba sentado en la litera del Hereje y, cruzándose de brazos, el Tarao se arrimó al muro justo al lado.

«Bueno, bueno,» dijo. «Déjame adivinarlo. Con esos atuendos de bufón, apuesto un cinclavos a que eres un estafador.»

El Bor se carcajeó, dejándose caer sobre la litera del Raiwano.

«Tú ves a hermanos de oficio por todas partes.»

«¿Aceptas la apuesta?»

«La acepto.» Evaluó a Alvon con la mirada. «Salú, amigo. Me presento: soy el Doscientos-tres, apodado el Bor. ¿Y tú eres…?»

Alvon no contestó de inmediato. Sus ojos se detuvieron un instante en Farigo y en mí antes de girarse hacia el Bor.

«Veinte.»

Su voz fría no invitaba mucho a la conversación. El Bor agitó la cabeza.

«Oh. Así que han puesto el contador a cero. ¿Qué? Te noto un poco tenso, Veinte. Tal vez te apetezca un cigarro.»

Le ofreció el cigarro. Alvon rechazó con un seco:

«No, gracias.»

Mientras el Bor trataba de averiguar qué tipo de nuevo compañero nos había tocado en suerte, yo me preguntaba qué diablos hacía Alvon ahí. ¿No se suponía que se había ido con Yerris a cumplir algún trabajo? Era probable que ya hubieran regresado pero… ¿por qué estaba entonces en el Clavel? ¿Lo habrían pillado con alguna mágara prohibida, como el año pasado? A saber.

Farigo se había sentado conmigo en la litera del Piestortos. Si plegábamos un poco las piernas, cabíamos tumbados. Me alegré. Iba a ser más agradable dormir sobre las tablas que sobre el suelo de piedra. Me recosté contra el muro, doblé las rodillas y seguí chupándome los dedos ensangrentados.

«Eres menos hablador que mi amigo el Raiwano,» observó el Bor y sonrió. «Pero, mientras seas tan poco hablador con todo el mundo, no me ofenderé.»

Entendí sus temores: no quería poner en práctica el plan de huida sin tener la seguridad de que ese nuevo intruso no nos vendería a cambio de algún régimen alimenticio más sabroso u otras recompensas de esas que prometían los vigilantes para los que se portaban muy pero que muy bien.

Nos llevaron la cena y, tras cenar, como no recibía por parte de Alvon más que respuestas secas y monosilábicas, el Bor decidió ignorarlo, sacó las cartas y se instaló con el Raiwano y el Tarao. Al faltar el Piestortos y como el Viruelao se había declarado anti-jugador, el Bor se giró hacia mí.

«¿Te unes, Cuatrocientos?»

No era una propuesta, más bien una conminación. Me acerqué, recogí mis cartas, las miré y objeté:

«No tengo dinero que apostar.»

«¡Ah! ¿Y quién lo necesita, pudiendo tomar prestado?» replicó el Bor. Me dio cuatro cinclavos. Yo vacilé pero él insistió: «Me los pagarás en el futuro.»

Sabiendo que, con todo, le debía mucho más que cuatro cinclavos por la karuja, me dije que de perdidos al río, acepté y jugué formando pareja con el Tarao. Ganamos. Al de una hora, nos habíamos hecho con una bonita suma de cuatro siatos. El Bor resoplaba.

«Eres un estafador, Cuatrocientos. ¿Dónde has aprendido a jugar a los tenedores?»

«En las tabernas de los Gatos,» repliqué.

Cuando vi que el Tarao se metía el fruto de nuestro trabajo en sus bolsillos, solté una exclamación incrédula.

«¿Pero qué haces, Tarao?» protesté. «Un caballero divide las ganancias de manera justa. Dos siatos para mí, dos siatos para ti.»

La expresión del Tarao se cubrió de sorna.

«¿Un caballero?» Miró sobre sus hombros, teatral. «Yo no veo a ningún caballero. Anda, chaval,» añadió como yo lo fulminaba con la mirada. «Tranquilízate. Te daré los cuatro cinclavos que te ha prestado el Bor. Pero no me vengas con rabietas porque las soporto muy mal.»

«No, hombre, no se los des,» intervino el Bor, divertido. «Si, total, me debe ya más de diez dorados. Le paso la pimienta.»

Y se carcajeó como yo lo miraba con desasosiego. No logré saber si lo decía en broma o en serio. De todas formas, mi atención estaba centrada en el Tarao.

«Eso no es ser un estafador: es ser un escalufniao,» le dije. «Cuando se juega con parejas, se comparte, sucio desmorjao.»

Añadí lo último para desfogarme, porque sabía que, de todas formas, el Tarao no iba a hacerme caso. Aunque el insulto no le fuera familiar, el tono bastó. Con más rapidez de la que hubiera sospechado, el estafador me agarró de la camisa y me bramó en la cara:

«¡Niño malcriado! ¿Así es como tratas a tus mayores? ¡Diez años debieras estar en esta ratonera para que se te arregle ese carácter del demonio! O bien alimentando la tierra, que para eso hasta un diablo vale. ¿Quieres mi dinero? ¡Pues róbamelo si eres tan infame, bribón!»

Mientras él gritaba teatralmente con el evidente objetivo de amedrentarme y hacerme desistir de mis legítimas aspiraciones, yo me tragué con tacto toda una ristra de insultos y amagué atender a razones. Un vigilante llegaba dando voces, imponiendo silencio. Satisfecho con mi aparente sumisión, el Tarao me soltó y yo volví junto a Farigo, me tumbé dándoles la espalda a todos y me puse a contar las estrellas. Lo hacía los días como esos, cuando al Tarao le daba una rabieta o cuando mis ganas por salir ya de aquel agujero me volvían taciturno. Era un pasatiempo como cualquiera y, además, lo curioso era que podía contar las estrellas de costado y aun boca abajo: estaban por todas partes. Por eso jamás conseguía llegar hasta la última. Una, dos… veinte… cien… mil doscientas… Suspiré en el silencio de la celda. Ya había dado el toque de queda y tan sólo se oían carraspeos y murmullos.

«Mil doscientas uno,» murmuré.

Y puse los ojos en blanco. Sinceramente, a veces me preguntaba si no estaría perdiendo un poco la cabeza.

A la mañana siguiente, queriendo averiguar si Alvon me había reconocido o no, me pasé un buen rato mirándolo con fijeza durante el desayuno. Al no recibir más que una ojeada fruncida, llegué a la conclusión de que no se acordaba de mí. En todo caso, no pareció prestarme más atención de la que me prestaba el Raiwano, es decir, ninguna.

El Daganegra fue enviado con el Bor, el Raiwano y el Tarao a trabajar en la construcción de un nuevo edificio en el recinto del Clavel. Y no debía de estar acostumbrado a tanto esfuerzo pues, a la tarde, regresó con ojeras y, apenas cenado, se tumbó y cayó dormido en su litera.

«Dura la vida del novato,» sentenció el Bor con burla sin apartar la mirada de sus cartas.

«Y tan dura,» musitó el Tarao con una sonrisa torva. «Por lo visto, los que se dan aires de hombres sólidos son los que caen antes.»

«Dobla una flor y se levantará, dobla una roca y se quebrará,» recitó el Bor.

Lo miré, embelesado, y el Bor, percatándose, puso cara divertida y echó una carta.

«No sólo los cantadores pueden ser poetas,» apuntó.

Sonreí.

«Cabal, cabal,» aprobé, y jugué a mi vez. Aquel día, por consenso mutuo, no apostábamos dinero y, en consecuencia, el Tarao fue mucho más soportable.

«¿Habéis pensado ya en alguna broma?» soltó el Tarao.

Se refería a la inevitable novatada que todo buen preso recién llegado debía padecer para entrar en nuestra presidiaria hermandad. Puse los ojos en blanco y eché una ojeada al Daganegra dormido.

«No parece del tipo que soporte bien las bromas,» dije.

«Cierto,» aprobó el Bor. «Pero no será nuestra celda la que se salte la tradición.» Intercambió una sonrisa con el Tarao y se giró hacia mí. «Esta vez te toca a ti, Cuatrocientos. ¿Qué propones?»

Agrandé los ojos. ¿Yo? ¿Hacerle una novatada a Alvon, un Daganegra… el maestro de Yerris? Resoplé, nervioso.

«No, no, yo no hago esas cosas.»

«Te aseguro que, si se te tira encima, te sacaré de apuros,» se burló el Bor.

Y me miró con insistencia, como queriéndome recordar que, pese a comportarse bastante bien conmigo, él llevaba las riendas, no yo. Cedí, me mordisqueé las mejillas y traté de imaginar algo. Tiré una carta.

«¿Qué tal si le canto algo? ¿La balada de los insultos?» propuse. Y como vi que la idea no emocionaba ni al Bor ni al Tarao, encadené: «Puedo esconderle las botas… O ponerle una cucaracha muerta en su bol o… o… ¿hacerle un nudo a su sombrero rojo puntiagudo?»

Pero a todo le pusieron pegas. El Bor opinó:

«Sorpréndenos y no nos digas nada.» Enseñó sus cartas con un suspiro. «Esta vez habría ganado la apuesta. Mala suerte.»

Constatando que ya ninguno hablaba de mi «misión» encomendada, dejé las cartas y fui a sentarme en la litera con Farigo. Maldije a los saijits y sus ideas disparatadas. Y es que no quería que Alvon se enfadara conmigo. Yerris decía que no era una persona violenta… pero después de que le hiciera una jugarreta sin duda no iba a hacer buenas migas con él. Tras darle vueltas al asunto, resolví finalmente no hacer caso y, cuando dio el toque de queda, me aseguré de que el Bor se fijara en que me levantaba para ir a limar el barrote horizontal. Que viera que aún le era útil y que no me pidiera hacer cosas que no quería, diablos. Me pasé tres horas trabajando. Por eso, cuando sonó el silbato a la mañana, por poco no lo oí. Fue el Tarao el que me despertó de veras dando palmas a mi oído.

«¡Levanta, guako!»

Medio dormido, fui a recoger mi bol y a colocarme junto a los barrotes. El pucherero ya estaba pasando. De reojo, vi a Alvon tender su bol a su vez. Parecía medio dormido también. El Tarao comentó:

«El nuevo tal vez necesite un estimulante para despertarse.»

Por toda respuesta, el Daganegra le echó una ojeada fría y fue a sentarse en su litera para beberse el bol… Capté la mirada del Bor y mi resolución de no hacer nada flaqueó. Fiambres. ¿Y si el Bor decidía acabar de limar él el barrote que faltaba y me dejaba sin karuja? Le puse cara de desgana y su expresión cambió. Leí claramente su pensamiento. Era un: demonios, Cuatrocientos, no te irás a rajar ahora. Me estaba tanteando, entendí. Rechiné los dientes. Y me reafirmé en mi decisión. Fui a llevarle el bol lleno al Bor como de costumbre, lo miré a los ojos en silencio y él me advirtió:

«No me mires a los ojos, tunante.»

Bajé la mirada pero percibí su sonrisa burlona cuando aceptó el bol. Desayunamos. Yo estaba rascando mi bol por tercera o cuarta vez con ese empeño del que espera ver surgir más sopa de la nada cuando un vigilante apareció escoltado por dos guardianes y dijo:

«Cuatrocientos. Sal de la celda.»

Me llevé un susto. Salir de la celda, corriente, pero… ¿yo solito? Sin tomarme tiempo para reflexionar, dejé el bol junto a los barrotes y salí. No me pusieron las esposas, de lo que deduje que no iba a ir muy lejos. Extrañado, el Bor preguntó:

«¿Adónde lo lleváis?»

El vigilante y los guardianes lo ignoraron, lo cual me puso aún más nervioso.

Me hicieron cruzar el corredor ante las demás celdas, pasamos por varias rejas y me metieron en una pequeña sala con un escritorio, dos guardias, un funcionario y… para asombro mío, también se encontraban ahí Zoria la Azulada y el barbudo trenzado con la venda violeta.

«Brasas,» murmuré. ¿No habrían venido ahí para hacerme preguntas sobre el alquimista delante de los moscas, verdad?

«¿Es este el niño?» preguntó el funcionario.

«Déjeme que lo mire más de cerca,» contestó el barbudo. «Acércate, chaval.»

Haciendo varias muecas de sorpresa y extrañeza, me acerqué. La Azulada me miraba con fijeza. Siempre esa manía de intentar leerme la mente…

«Me… reconoces, ¿verdad, chaval?» preguntó el barbudo.

Asentí y sonreí.

«Sí. El de Las Bailarinas. Me robaste mi colgante.»

El barbudo sonrió a su vez y matizó:

«Me lo dejaste, que es distinto. Aquí tienes.»

Sacó el colgante de su bolsillo y me lo tendió. Lo cogí, cada vez más extrañado. ¿Acaso había venido al Clavel sólo para devolverme el colgante? Verifiqué que se trataba de la misma placa de metal y, como me lo ponía alrededor del cuello, el barbudo se irguió afirmando:

«Es él. Aunque anda un poco más flaco. No le dais mucho de comer, ¿eh?»

«Está usted en una casa de corrección, señor, no en un albergue de lujo,» le replicó el funcionario. Hizo deslizar un formulario sobre la mesa. «Firme aquí, por favor.»

El barbudo examinó el formulario como si quisiese aprendérselo de memoria. Al fin, untó la punta de la pluma en el tintero y firmó.

«Más te vale que no me hagas lamentar esta decisión, jovencito,» comentó.

Yo agité la cabeza, cada vez más perplejo.

«No lo entiendo,» confesé. «¿Qué es todo esto?»

Fue el funcionario quien contestó con una sonrisa amable:

«Dentro de dos semanas, al cumplir tu pena, si todo va bien, estarás en libertad condicional. El señor Malaxalra ha decidido pagar tu multa y acogerte bajo su tutela hasta que encuentres una ocupación que te dé el sustento.»

Lo miré, miré al tal señor Malaxalra y luego a la Azulada. Resoplé.

«¿En serio?»

El barbudo sonrió.

«En serio y en drionsano, chaval. Tengo razones de pensar que… Bueno, te lo explicaré cuando salgas,» apuntó, al advertir que un guardia ya me agarraba del hombro. Realizó un gesto de saludo y bromeó: «Aprovecha estas dos semanas para engordar un poco.»

Mientras el guardia me empujaba con una inusual suavidad hacia la reja abierta de donde venía, giré la cabeza y me crucé con la mirada perturbante de la Azulada. Fruncí el ceño, molesto. Bien, vale, genial: el barbudo me había acogido bajo su tutela, era estupendo pero… ¿estaba yo acaso obligado a aceptarla? Porque, bueno, aceptándola, implícitamente tenía la impresión de que aceptaba también decirle toda la verdad sobre el alquimista. Y una información así no dependía sólo de mí: dependía de treinta y dos guakos sokuatas. A menos que el alquimista ya hubiera encontrado el remedio definitivo, me dije mientras avanzaba por el pasillo. Aquel pensamiento me llenó de esperanza.